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5 de noviembre de 1983

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Querida hermana:

El día 30 de octubre tomé el avión a las diez de la mañana y viajé a votar en Bahía Blanca, donde tengo todavía el domicilio. A la noche regresé para comenzar la vigilia del resultado electoral. Muchos fueron los que se quedaron hasta las cinco y media de la mañana, cuando se interrumpió la información. A las dos ya había decidido que la suerte estaba echada: los peronistas no superaban por entonces el 40% de los votos. Y así fue: ¡nos salvamos! Como ha ocurrido con todos aquí, el resultado de los comicios me sorprendió. La magnitud de la victoria de Alfonsín –obtuvo el 52% de los votos sobre el 40% para los peronistas– no estaba en mis cálculos. Creía en la posibilidad de un triunfo radical pero por un margen más estrecho. Las encuestas preelectorales así lo permitían anticipar: unánimemente coincidían en otorgarle una ventaja de 5 puntos. No obstante, quienes hacían las encuestas se resistían a creer los datos que tenían por delante. Tan arraigada ha estado entre nosotros la certidumbre de las mayorías electorales peronistas que era difícil concebir un desenlace diferente. En la charla que di en un viaje reciente a Nueva York, el 19 de octubre, sostuve que estábamos viviendo las vísperas de un cambio político en la Argentina. Para justificar mi tesis destaqué que por primera vez en casi cuarenta años el resultado de elecciones libres, sin proscripciones, se presentaba incierto. Ganara o perdiera el peronismo –dije entonces–, el peronismo está en tren de devenir una fuerza política más, dentro de un juego político más equilibrado. No me atreví a descontar su derrota; sólo arriesgué que esta era probable, subrayando la pérdida de iniciativa política de los peronistas a manos de Alfonsín durante la campaña electoral. El hecho es que el 30 de octubre se rompió el hechizo que pesaba sobre el país: Alfonsín ganó, el peronismo perdió. El diario La Nación debió publicar una nota admitiendo que, al final, las encuestas tenían razón; una confesión reveladora ya que se había resistido a publicar los anticipos de los sondeos de opinión en nombre de la seriedad del diario. Alfonsín recibió los votos del radicalismo, casi la totalidad de los votos de los electores no peronistas, más –y esto es significativo– un cierto porcentaje de votos peronistas. Que el peronismo perdiera en la provincia de Buenos Aires, debido a su pobre desempeño en el Gran Buenos Aires, un bastión tradicional de los seguidores de Perón, puso de manifiesto el hecho singular de estos comicios: peronistas que votaron a un candidato no peronista. ¿Quién podría haberlo imaginado? Los triunfos del peronismo en las provincias guardan relación con el fenómeno del Gran Buenos Aires: ganó en Tucumán pero perdió el distrito capital; ganó ajustadamente en Santa Fe pero perdió en Rosario. Fuerte en las zonas más pobres, en los estratos más bajos, el peronismo no es hoy el vasto movimiento que fuera, si bien controla el 40% del electorado y es el principal partido nacional. La derrota ha golpeado sobre su natural soberbia y actualmente asistimos al enjuiciamiento de “los mariscales de la derrota”, papel que tanto la franja moderada de los políticos como la izquierda tributaria de los montoneros adjudica a los sindicalistas de las 62 Organizaciones. Veremos qué es lo que resulta, en definitiva, del debate abierto entre herederos de Perón... El peronismo ha probado ser, como todo el mundo, electoralmente mortal, y esto ya sólo justifica mirar con otros ojos la perspectiva futura de este país que experimentó por tanto tiempo su incontrastable hegemonía. Haciendo de la necesidad virtud, los peronistas comparan la homogeneidad de su voto con la heterogeneidad de la coalición congregada en torno de Alfonsín y predicen que pronto habrá de disolverse. Es muy probable que esto suceda, pero creo también que la cohesión de las huestes peronistas deja mucho que desear, cuando en medio del ajuste de cuentas afloran todas sus contradicciones. Quizás la derrota tenga un efecto positivo al permitir que decanten las fuerzas que conviven en ese abigarrado conglomerado político; de todos modos es difícil hacer pronósticos. El recorte al papel jugado por el sindicalismo creo que se impone. La consigna de la democratización sindical levantada por Alfonsín ha encontrado eco inclusive en las propias filas del peronismo, comprometiendo el lugar hasta ahora intocable que ocuparon los jerarcas sindicales. Estimo, sin embargo, que un peronismo conducido por dirigentes moderados –Italo Luder, Ángel Robledo, Raúl Matera– como el que desea mucha gente es todavía una hipótesis prematura. Aunque menos ganadora que en el pasado, la liturgia clásica del peronismo ha probado que convoca a una masa considerable de argentinos. De todos modos, lo que se ha roto sí es la ecuación que hacía del peronismo el equivalente a la mayoría, el sinónimo del pueblo, la encarnación de los destinos de la nación. Este es un primer paso para que devenga un partido entre otros y como los otros: un requisito que juzgo indispensable para construir una Argentina democrática.

Una sensación de alivio se respira en el mundo donde me muevo: ha ganado Alfonsín y, con él, la promesa de un nuevo comienzo. De allí las preguntas que se suceden frente al futuro. Una victoria del peronismo nos hubiera colocado ante la nueva versión de un libreto conocido. En cambio, desde la noche del 30 de octubre nos interrogamos sobre lo que vendrá, con esa vaga esperanza que este país fabrica de tanto en tanto justo en el momento en que estábamos por archivar “el dossier” y declararlo un caso sin remedio. Porque he pensado bastante en que Argentina no tiene remedio es que me siento tironeado por este “estado de gracia” que flota en el aire e invita a confiar una vez más en esa redención fugitiva que hoy se encarna en primer lugar en Alfonsín, pero que también lo hace en los peronistas que se han plantado frente a la prepotencia de Lorenzo Miguel y Herminio Iglesias.

Como se ha dicho y con razón, la reciente campaña electoral no se jugó en verdad en el plano de los programas de gobierno –por otra parte, bastante parecidos entre radicales y peronistas–, sino que se planteó en el terreno de los estilos de gobierno. Y ganó aquel que prometía un orden institucional para un país en vías de disgregación y una convivencia civilizada frente a la arrogancia de los ganadores de siempre. Esa promesa, la de un país habitable, fue la que movilizó el voto de muchos, sobre todo entre los nuevos electores juveniles. Por cierto, sé muy bien que una propuesta semejante tendrá que plasmarse en una coyuntura que está lejos de ser propicia para la innovación política. Los problemas heredados son muchos y complicados. Como ocurrió con la socialdemocracia en Europa que llegó al poder justo en medio de la crisis provocada por los coletazos de las crisis petroleras de 1973 y 1979, la promesa de Alfonsín tendrá que buscar su lugar en el desfavorable contexto de las duras hipotecas del régimen militar: los desaparecidos, la derrota en Malvinas, el peso de la deuda externa. En un escenario semejante, el deterioro paulatino de la credibilidad de la nueva alternativa es muy probable. De allí que Alfonsín debiera aprovechar este momento mágico –el momento en que los argentinos se han dado a pensar que son democráticos y parecen dispuestos a corregir sus vicios del pasado– para hacer pasar varias decisiones drásticas y regeneradoras.

Lo que nos lleva a preguntarnos por Alfonsín, por sus talentos y sus recursos. Aquí nos confrontamos a una cuestión que todavía es difícil de desentrañar: la diferenciación entre el alfonsinismo y el radicalismo. Pero antes de abordarla es conveniente separar la paja del trigo: en el 52% de la victoria radical hay un porcentaje de votos de derecha que, como dijo uno de sus principales voceros, Álvaro Alsogaray, optó por Alfonsín tomándose la nariz, como quien se apresta a beber aceite de ricino, al sólo efecto de evitar un triunfo peronista. Esos votos de derecha volverán a su lugar, y comenzarán a hacer oír sus voces desde los órganos del “establishment”, prontos a censurar cualquier medida reformista. La cuestión que se plantea a posteriori, entre alfonsinismo y radicalismo, es más o menos la siguiente: hay en el país un sector de la opinión política que opera como una masa flotante, y que tiene su base en las capas medias modernas, desde donde surgen, periódicamente, las iniciativas de cambio político. A comienzos de los años setenta ese sector social rodeó la vuelta del peronismo al poder con un impulso maximalista; hoy es desde allí también que se ha nutrido el fenómeno del alfonsinismo, si bien en una clave más moderada. Los propios viejos radicales advirtieron el hecho al comprobar, con sorpresa, que su partido casi centenario era acompañado por el fervor de jóvenes estudiantes. Esa población política flotante, que busca un canal para expresarse, provocó en los años setenta una crisis de identidad en el peronismo; hoy, al confluir sobre el radicalismo, abre igualmente un interrogante sobre el significado de ser radical. Quizás la infusión de sangre nueva dentro del radicalismo no traiga consigo los mismos traumas que comportó su ingreso al peronismo porque ahora esos vientos de renovación vienen expresados en clave democrática y son, por ello, más asimilables a la tradición política del radicalismo. Subsiste, no obstante, un hecho, y este es la rigidez relativa de la estructura organizativa del partido radical. El peronismo siempre fue un movimiento abierto, invertebrado, de allí que la incorporación de los jóvenes radicalizados fuera tan profusa y por lo tanto desestabilizante. No es el caso del radicalismo, en donde la antigüedad cuenta, las jerarquías articuladas alrededor de los notables y los caudillos locales son sólidas y funcionan como un filtro para todo aquel que, recién llegado, procura sumarse al viejo partido.

Todo esto no comportaría un problema si aquello que existe ahí, como organización, ofreciera garantías de un desempeño innovador en la gestión pública. Pero a mi juicio esto no es lo que ocurre con este partido de hombres grises y provincianos, en los que sus virtudes son sospechosamente la contrapartida de sus limitaciones. Alfonsín ha logrado construirse una imagen propia que lo ha despegado del partido y, en consecuencia, se ha convertido en foco de atracción para muchos que, en ausencia de él, jamás habrían imaginado caminar acompañando a los hombres de la boina blanca. Cómo habrán de reciclar los aparatos existentes los nuevos adherentes que ha suscitado el partido de Yrigoyen es algo que será dilucidado en el futuro. Lo cierto es que, en el plazo inmediato, Alfonsín tendrá que fortalecer la presidencia respecto del partido y conformar en torno de ella un equipo de caras nuevas en condiciones de suplir las falencias radicales. Dentro del radicalismo estamos frente a una brecha generacional: por un lado, tenemos a los cuadros integrados por viejos militantes de la FUBA antiperonista de 1955 y por el otro, están los jóvenes universitarios promotores del movimiento Franja Morada. Aquellos primeros con sus más de cincuenta años, estos últimos en sus tempranos treinta años. Está ausente o poco representada la generación de los sesentas, que en 1973 conformó los cuadros técnicos y profesionales del peronismo y que más recientemente reapareció junto con la candidatura de Luder. Es verdad, en ese estrato ubicado entre los 35 y los 45 años, el alfonsinismo recogió muchas adhesiones, pero estas no han sido incorporadas a las estructuras del radicalismo.

Hoy en día todo parece reposar sobre la figura de Alfonsín, quien, por lo que se sabe, es un líder muy inclinado a hacer valer su autoridad. Afortunadamente, los aciertos de la campaña electoral le pertenecen a él y esto, al fin, es una garantía hacia futuro. En síntesis, las claves inmediatas de la Argentina que comienza estarán dadas por 1) la manera en que el peronismo se reorganice y depure, 2) la formación de un nuevo núcleo dirigente en torno de Alfonsín, 3) la reacción de los militares y el mundo de los negocios, que esperaban confiados, unos y otros, el triunfo peronista, 4) la paulatina reconversión de los hábitos políticos de los argentinos al cabo de diez años de pesadilla. Como ocurre con las transiciones a la democracia, nuestra transición irá perdiendo poco a poco sus brillos porque es siempre complejo estar a la altura de las expectativas. Llegará el momento en que esta experiencia estará puesta a prueba. A la hora del desencanto se verá cuán sólida es la plataforma sobre la que se levanta. Casi estoy rogando porque ese test se produzca pronto, esto es, que se monte una escalada sindical o que surja un grupúsculo terrorista para ver si esta gente que lanza vivas por las calles en homenaje a la democracia sale también entonces a defenderla y neutraliza a sus enemigos. Alguien me dijo alguna vez que no hay peor agonía que la de quien espera o vive aferrado a una esperanza. En este momento de general alivio yo he encontrado el modo de comenzar a agonizar, preguntándome con expectativa por la suerte de este país que por tantos años ha sido tan cruel con nuestras aspiraciones.

Diario de una temporada en el quinto piso

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