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4 de mayo de 1982
ОглавлениеQuerida Silvia:
Desde hace un mes, Argentina vive días extraordinarios: está en guerra. Faltaba la guerra para completar la secuencia de eventos prodigiosos que hemos vivido en los últimos diez años: el regreso (“imposible”) de Perón al país al cabo de dieciocho años de exilio, los quince mil desaparecidos, la agresión al cuerpo social del país por un experimento económico que concluye en el fracaso (recesión, desempleo, deuda externa). Cuando la trayectoria de la historia se encaminaba por senderos conocidos, y el clamor de los políticos por elecciones libres y también la movilización de los sindicalistas habían colocado a este régimen militar contra la pared, como a otros en el pasado, sucede el 2 de abril la ocupación de Malvinas. Fue una decisión audaz que conmovió a una sociedad que creía haber pasado por todas las experiencias límite. Y henos aquí en la guerra y, con ella, ante escenas de soldados que van al frente haciendo la V de la victoria, las filas de voluntarios en aumento día tras día, una solidaridad que parte desde todos los rincones y pone, al alcance de un país al borde de la ruina y la confrontación, cheques, toros, autos, caramelos, alhajas, cartas de madres y novias, una propaganda que machaca día y noche sobre la justeza de la causa propia y la iniquidad del adversario, los solemnes funerales militares a los caídos, el público ávido que devora todas las noticias y vive pendiente de lo que vendrá, los chicos del jardín de infantes cantando canciones de guerra, en fin, una experiencia a la que nadie puede sustraerse, que nos envuelve a todos en una formidable efusión colectiva, sin distinciones sociales ni política; la guerra, pues, que ha venido a dar a un pueblo pronto a recomenzar sus ritos antropofágicos, esto es, a ajustar cuentas y reponer conflictos, la posibilidad de una fuga hacia adelante. En lo que has leído tenés una muestra de mi vocación pertinaz por la épica literaria. Debo admitir que la imagen que he compuesto tiene un aire demasiado dramático. Pierde de vista la otra cara de la medalla. Un país que no ha conocido la guerra se acerca a ella con un espíritu festivo, el fervor que campea en los actos públicos recuerda a muchos los entusiasmos del mundial de fútbol de 1978, las bravuconadas que se suceden por TV (¡Que venga la Flota Real, ya verá lo que le espera!) tienen la altanería de las justas deportivas. Por lo demás, la guerra sucede en el Sur, un lugar remoto, y nada de la rutina de Buenos Aires ha sido alterado; de allí que los porteños –vueltos de improviso todos expertos militares– pueden cultivar con calma su afición por las largas conversaciones en el café, ahora centradas en ponderar los movimientos tácticos de los ejércitos y el balance tecnológico de sus armas de guerra, en fin, un ejercicio flagrante de inconciencia que sólo puede permitírselo un pueblo al que su Dios Criollo lo ha preservado de los horrores de la guerra.
Y bien, ¿cómo es que hemos venido a parar en esta guerra? Hoy se sospecha, con fundamentos, que la ocupación de Malvinas estaba entre las obsesiones del general Galtieri al llegar a la presidencia. Cuando se conoció su designación y hubo que armar su perfil se dijo de él que era un hombre enérgico, del que se esperaban grandes cosas. Se habló, pues, de cualidades personales y no de una política. El contraste con la operación de propaganda que rodeó al general Viola antes que fuera nominado no pudo ser más evidente porque de Viola se dijo que era un político y que su plan era revertir la gestión económica de Martínez de Hoz, creando así las bases para una alianza cívico-militar. La energía de Galtieri y las grandes cosas que se esperaban de él delineaban una silueta, anticipaban cambios, pero no se sabía qué habría de llenar esa silueta y qué orientación tendrían esos cambios. Hoy sabemos que esa energía era la de un militar audaz y que en el paquete de sus grandes cosas estaba poner fin a los 150 años de control de los ingleses sobre Malvinas. Los años pasados bajo la férula militar hicieron pensar a una opinión pública justamente prevenida que esa operación estaba arreglada de antemano con el objetivo de recomponer el alicaído prestigio de la dictadura: EE.UU. intervendría ofreciendo sus buenos oficios para retribuir la colaboración prácticamente solitaria de los militares argentinos a su política antisubversiva en Centroamérica y, a su turno, Gran Bretaña se limitaría a una protesta simbólica, tanto por presión de Ronald Reagan como por la imposibilidad de oponerse a un acto de fuerza en un territorio tan lejano. Aunque prevenida, esa opinión pública dio su apoyo a la gesta militar, sobre todo luego de ser convocada por el gobierno, poniendo fin a su cerrada negativa a un diálogo con los partidos, y también por la extensión de esa convocatoria a los mismos sindicalistas que había ordenado apalear pocos días antes. Nadie retaceó su respaldo y todos lo hicieron persuadidos de que la ocupación de Malvinas, al reivindicar a las fuerzas armadas, prometía acelerar el proceso de normalización institucional. Los laureles a conquistar en las islas australes, junto con los otros recogidos en la lucha contra la guerrilla, venían a dar a los militares la posibilidad de una retirada honorable.
A la vista de lo ocurrido después del 2 de abril emerge una conclusión: la operación militar no estuvo previamente concertada. Lo muestra la irritación de Reagan y Haig ante la aventura; lo confirma la ausencia de un trabajo previo por parte de la Cancillería a los efectos de preparar a la opinión internacional: el predecesor de Nicanor Costa Méndez en el Ministerio de Relaciones Exteriores, Oscar Camilión, así lo ha hecho saber. Ello explica el voto desfavorable en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas pero, sobre todo, el asombro del gobierno frente a las reacciones de los países europeos y de no pocos miembros de los Países no Alineados. Asimismo, la repuesta de Inglaterra superó todos los cálculos previos. La hipótesis de que Argentina podía impunemente violar las reglas de juego internacionales quedó rápidamente falsificada. En su lugar se hizo visible el carácter temerario de la iniciativa de los militares argentinos: acostumbrados a resolver por la fuerza los conflictos internos, intentaron emularse a sí mismos frente a un conflicto internacional. Y hoy estamos, con ellos, metidos en un flor de baile.
Hoy estamos metidos en un flor de baile y, hasta ahora, parece que dispuestos a bailarlo. Galtieri y quienes con él lanzaron el país a la aventura militar no se equivocaron en cuanto a la eficacia de la movilización arropada por banderas nacionalistas. Los argentinos descubrieron súbitamente su cariño entrañable por las Malvinas y que el retorno de “la hermanita perdida” –tal es el título de un hit musical que con letra de Atahualpa Yupanqui y música de Ariel Ramírez hoy entona Lolita Torres– era uno de sus sueños más preciados. Este pueblo que ha crecido en la discordia y el resentimiento, que sólo ha conocido frustraciones, hoy se siente convocado y, al salir de su purgatorio, afirma estar dispuesto a dar todo por la soberanía de unas rocas lejanas, por largo tiempo ocultas “bajo un manto de neblina”, según dice la primera estrofa del Himno de Malvinas que se canta en las escuelas y se escucha en las radios. Me impacta mucho ver a este pueblo que sé siempre litigioso y arisco proclamar, en respuesta a los llamados de la patria, que puede ser fraterno y desprendido. La experiencia que tenemos por delante es única desde que tengo memoria y no puedo no registrarlo así –antes de escandalizarme por lo que este fervor popular comporta como condonación de las políticas de la Junta Militar–. De allí que los políticos que se acercaron al gobierno buscando sacar partido también ellos de la aventura militar hayan terminado confundidos con él. Hay una presión desde abajo que se expresa al mismo compás de los clarines del ejército; no es fácil tomar distancia de la movilización colectiva. El 1 de Mayo varios dirigentes sindicales llevaron a sus huestes a la Plaza de Mayo para respaldar la lucha por la soberanía y, al mismo tiempo, repudiar la actual política económica. Terminaron trenzados entre sí y enfrentados en una batalla callejera con pequeños grupos izquierdistas. El espectáculo que montaron tuvo algo de irreprimiblemente obsceno, justo el día en que los ingleses hicieron su primer ataque en Malvinas, convirtiéndolas en “un pequeño infierno”, según las confesiones off the record de un oficial argentino hablando con su hija mediante una comunicación por radio entre Malvinas y Buenos Aires que pude captar gracias a un formidable aparato de radio de un cuñado mío. El hundimiento del barco General Belgrano, alevosamente torpedeado, ya que estaba fuera de la zona de exclusión decidida por los propios ingleses, y después la muerte de cerca de trescientos soldados convirtieron al acto sindical en un evento patético.
He hablado de “los llamados de la patria”, he hablado de la alevosía de los ingleses, y me pregunto: ¿es este el lenguaje del fascismo popular que se cree estar emergiendo entre los argentinos, un lenguaje tanto más condenable cuanto que muy recientemente eran otras voces las que se escuchaban, las que invocaban los derechos humanos, las que condenaban el capitalismo salvaje? Convengamos que estamos en medio de una experiencia inédita en nuestras vidas. Yo mismo debo confesar que me he emocionado ante las imágenes de los sobrevivientes del General Belgrano descendiendo de los aviones que los traían del sur, después de haber pasado hasta treinta horas a la deriva en sus balsas en un mar helado: ¿no había entre ellos algunos de los torturadores de la Escuela de Mecánica de la Armada? Repito: nunca había sido expuesto a la guerra. Sé que en el exterior, entre los exiliados, la aventura militar ha repuesto las posiciones en pugna durante el mundial de fútbol, entre los que querían una derrota de la selección argentina para castigar a la dictadura militar y los que querían que Kempes, Ardiles, Pasarella llenaran de goles a los equipos rivales. Los que siguieron el Mundial desde aquí fueron más unánimes y querían sin dudas una victoria argentina. Quienes seguimos desde acá esta otra empresa colectiva somos más indulgentes con las emociones a las que nos confronta.
Por supuesto, podrá ponerse en cuestión la catadura de los promotores de la operación del 2 de abril. ¿Habrá que desear en consecuencia que la operación concluya en un fracaso y que Mrs. Thatcher reponga la bandera inglesa en las islas? El problema que entraña la posición de quienes critican toda esta aventura porque ha sido orquestada por la dictadura militar es que se sitúan en un momento de la historia donde todo está por suceder. El hecho es que esta aventura está ya en marcha y que es preciso hallar cómo ubicarse en ella: dudo mucho que la mejor ubicación sea la de desear la derrota porque en el país no sería ciertamente popular. Son muchos los que acá sostienen que esta ya no es una aventura de Galtieri y sus aliados sino una causa del país, y que, sin silenciar sus cuestionamientos a la Junta, se alistan en el apoyo a la recuperación de las islas. ¿Sería mucho pedir que se haga una distinción semejante, sobre todo cuando este fenómeno espantoso de la guerra no discrimina finamente entre los espíritus críticos y la algarabía patriotera? En los debates sobre la posición a adoptar entre gente como uno –me refiero a los círculos intelectuales– se me ocurre que campea un cierto irrealismo, me refiero al irrealismo que viene junto con la libertad de criterio que es propia de quienes nos sabemos condenados a una cierta marginalidad política, una marginalidad política donde los argumentos de principio ocupan a menudo el lugar de una palabra públicamente responsable. Quiero decir: todos sabemos que nada cuanto digamos importa y, con esa conciencia, nos entregamos a ejercicios retóricos sin vernos expuestos a los dilemas que plantea lo que pensamos y lo que está políticamente en juego. Un ejemplo: el otro día alguien junto a mí, desde el secreto de una mesa de café, proclama su deseo de que todo terminara en una estrepitosa derrota para que los militares escarmentaran y pagaran con creces sus cuentas atrasadas con los argentinos. ¡Cuánta impotencia se ha acumulado entre nosotros para que hagamos de Margaret Thatcher el Ángel de la Justicia que vendría a cobrar tantos crímenes impunes! Si derrota hay será complicado distinguir qué porción de ella le toca a los militares y cuál a toda esa gente que se siente desafiando a la Tercera Flota Naval del mundo en nombre de una causa anticolonial. No se me escapan los deslizamientos de mi razonamiento. Entre el horror con que sigo esta historia (no sólo el horror frente a la guerra sino también ante el calvario en que vive este país para el que no hay sosiego) y la simpatía con la que acompaño la movilización colectiva no hay mucha coherencia que digamos, pero prefiero esa inconsistencia a la soberbia crítica de las almas bellas. Fin.
Entre tanto veamos cómo continúa la historia iniciada el 2 de abril. Si erraron en cuanto a la reacción que habrían de suscitar en el exterior, los militares no parecen controlar tampoco las expectativas que despertaron dentro del país. De allí que todos nos preguntamos adónde va todo esto; bueno, todos no: el otro día el hijo de una amiga cuya clase ha sido convocada –1961– le decía a su madre que a él no le importaba lo que pasará después sino lo que está pasando ahora y con razón porque puede no contar el cuento si lo mandan al frente de batalla. Aquellos que no tenemos una preocupación tan urgente nos dedicamos a desmenuzar las noticias y a imaginar posibles desarrollos.
Ocurre que cuando se aborda una experiencia inédita, de la que no se tienen antecedentes, las hipótesis sobre el futuro descansan sobre bases muy precarias y terminan siendo proyecciones de las ansiedades de cada uno. En cuanto a la cuestión en litigio –la soberanía sobre Malvinas–, los militares se movilizaron y movilizaron a todo el país detrás de un objetivo ambicioso: obtener la ratificación de un acto de fuerza. En las conversaciones con el general Haig sostuvieron que la condición previa a todo arreglo, esto es, para la paz, era el reconocimiento de la soberanía argentina. Con un supuesto semejante toda negociación estaba condenada ya que una negociación implica el acercamiento entre posiciones encontradas y la cesión de algo por ambas partes. Ahora bien, los argentinos declararon de movida no estar dispuestos a ceder nada, a lo que los ingleses respondieron con igual tozudez que la situación debía volver al statu quo ante. El objetivo argentino plantea un problema para cualquier ejercicio de negociación porque es indivisible: la soberanía se tiene o no se tiene. Desde esta perspectiva cualquier propuesta de cese de las hostilidades que comporte el retiro de las fuerzas de ocupación y arriar la bandera argentina en las islas será inviable en el frente interno. En los últimos días la posición argentina se ha flexibilizado; así, se habla de que la soberanía no es un requisito previo sino que la negociación debería conducir a que fuera reconocida en un plazo razonable. Esta nueva postura implica de hecho el abandono de las islas, el establecimiento de una administración a cargo de terceros –las Naciones Unidas, por ejemplo, ya que la idea de una administración conjunta de Gran Bretaña, Argentina y EE.UU. se ha rechazado luego que EE.UU. se pasara al bando británico– y el comienzo de negociaciones. Esta alternativa no está exenta de dificultades. Como sostuvo un periodista inglés, toda negociación presupone que no se sabe cuál será el desenlace, por lo que la pretensión argentina de dejar constancia de que UNO es el desenlace –el reconocimiento de la soberanía– la convierte en un ejercicio fútil. No obstante, hay que admitir que estamos ante un cambio y una menor intransigencia. Se explica por lo tanto que hayan surgido voces inquietas por la entrega de la soberanía y por la posibilidad de que los cascos azules de las Naciones Unidas reemplacen a nuestros muchachos en el confín austral. Como ocurre siempre, esas voces encuentran eco en las filas de las fuerzas armadas, que reiteran una vez más el síndrome de la fragmentación y la división; se habla ya, pues, de “duros” y “blandos” y nos preguntamos si Galtieri tendrá todas consigo en la hora de la decisión. El gobernador designado en Malvinas, general Mario Benjamín Menéndez, ha afirmado: “Yo vine a Malvinas para quedarme”. Llegado el caso, ¿acatará la orden de retirarse para iniciar negociaciones?
La operación del 2 de abril y la respuesta escasamente favorable que encontró en el exterior han desatado en nosotros una reacción nacionalista que permea en forma inédita a amplios sectores. Son numerosas las figuras del establishment que hasta ayer declamaban su fe en la causa de Occidente y hoy, consternadas frente a tanta incomprensión, llaman a la busca de un destino propio y un lugar en América Latina. La quiebra de lo que podríamos llamar “las afinidades electivas” de la Argentina tradicional debido al repentino aislamiento del país –me refiero a las sanciones y condenas hechas por Europa y EE.UU.– ha generado un travestismo ideológico impresionante. Recordemos que ayer nomás los militares argentinos habían enviado asesores a Guatemala y El Salvador para detener la penetración comunista promovida desde Cuba y Nicaragua; anotemos también que el conductor diplomático de la operación del 2 de abril, Nicanor Costa Méndez, figura en los directorios de las principales compañías británicas radicadas en el país; recordemos también que la membresía de Argentina, es cierto que en calidad de observador, al Grupo de Países No Alineados ha sido motivo de crítica frecuente en los editoriales de La Nación; ¿cómo no mencionar la mirada arrogante que una buena parte de los argentinos hemos dirigido a la América mestiza? Y bien, todo ese edificio de valores sobreentendidos sobre el que descansaba la ubicación de Argentina en el mundo ha saltado por los aires con la tromba desatada por la aventura militar. Así, hemos escuchado a un miembro de la Junta Militar contemplar la posibilidad de solicitar ayuda soviética, Costa Méndez ha admitido que Raúl Prebisch tenía razón al hablar de los conflictos Norte-Sur, y figuras políticas notables compiten entre sí por gritar su vocación latinoamericana. Todo esto ha coloreado con matices nuevos la escena pública: los embajadores de Venezuela y de Panamá aparecen a cada rato en la TV opacando con su verbo caudaloso a sus más circunspectos interlocutores argentinos, la tradicional Farmacia Franco-Inglesa hoy se llama Farmacia Franco y Daisy Krieger de Chopitea, la hermana de Adalbert, escribe en la sección Cartas de los Lectores en La Nación una misiva llena de reproches con el título “Adiós, Mr. Haig”; imagino la sonrisa socarrona del general al ver rehabilitada post-morten su Tercera Posición. Hoy el anticolonialismo está en boca de todos y no sorprende que Francisco Manrique, un custodio del legado del general Aramburu, hable el mismo lenguaje que el fundador de Izquierda Nacional, Jorge Abelardo Ramos. ¿Adónde habrá de llevarnos este carnaval? ¿Hasta qué punto la Junta Militar habrá de honrar las expectativas que ha despertado en países de América Latina que han encontrado en la Causa de Malvinas la ocasión para retomar sus quejas seculares? La perplejidad habita los círculos más conservadores. Los norteamericanos también están inquietos y se ha sabido que el embajador de EE.UU. en conversación con políticos locales mostró su buena disposición para cualquier iniciativa que ponga fin a nuestros actuales gobernantes, “unos militares irresponsables”, en los que no se puede tener confianza por su aventurerismo.
Si la lógica misma de la operación del 2 de abril terminó conmoviendo las afiliaciones tradicionales de Argentina, su impacto no fue menor sobre las verdades sacrosantas de la política económica en curso. En su momento, un miembro del equipo de Martínez de Hoz resumió la filosofía en boga afirmando: “Poco importa que produzca caramelos o acero; lo importante es que la industria sea eficiente”. Hace unos días un semanario ironizó sobre el tema titulando su editorial “Caramelos o Pucará”, siendo Pucará el nombre del avión de combate que se fabrica en talleres de la Fuerza Aérea. El balance de estos últimos seis años de “liberalismo económico” lo condensa un periodista que escribe: “Actualmente, la producción industrial es menor que hace diez años, seguimos teniendo la inflación más alta del mundo y el descenso del producto bruto interno más impresionante del planeta, el número más alto de ‘financistas y banqueros’ fugados al extranjero con millones de dólares; la cantidad de escándalos bancarios da todas las semanas argumentos para novelistas”. Podemos completar este cuadro agregando que la semana del histórico 2 de abril las fábricas de automóviles suspendieron a siete mil operarios y que días más tarde corrieron igual suerte otros tres mil.
El país no podía estar peor preparado para un esfuerzo bélico –otra evidencia de la improvisación que presidió la aventura– y hoy los militares se muestran más receptivos a quienes, desde la oposición, proponen el control de cambios, el proteccionismo, la puesta en marcha de medidas urgentes para reactivar la economía y terminar con la especulación financiera. Bajo los auspicios del llamado a una economía de guerra se ha desatado la ofensiva contra los liberales. Al respecto, es patético cómo, abusando de su siempre floreciente imaginación, Álvaro Alsogaray procura montar una defensa, declara que el país debe moverse hacia una “economía de guerra de mercado” y denuncia la amenaza de un retorno del dirigismo y, con él, de la ineficiencia. Como ocurre con frecuencia con los gobiernos de los militares del país, los altos jefes realizan consultas con los críticos a espaldas de su propio ministro de Economía; existen dudas ciertas de que este pueda sobrevivir a la obligada reacomodación que está imponiendo y habrá de imponer de ahora en más la dinámica de la acción militar.
Todo aparece trastocado. El eslogan oficial repite incansablemente que el 2 de abril ha comenzado una nueva historia. Al margen del espectáculo de un país en vilo, es difícil imaginar cuál será el perfil de esa historia nueva porque en el comportamiento de los militares hay un considerable grado de indeterminación, lanzados como están a la aventura, y porque, además, han puesto en movimiento fuerzas y expectativas que costará poner bajo control. Frente a un futuro incierto los escenarios que se proyectan son múltiples. Hay quienes acompañan con temor la conjunción del generalizado patriotismo con los llamados al proteccionismo económico y la exaltación de los hombres de armas, y de allí vaticinan el retorno a las maravillas de un fascismo criollo de la mano de un caudillo militar. Frente a quienes sostienen que lo peor era la combinación del autoritarismo militar y el liberalismo económico que Paul Samuelson bautizó ”el fascismo de mercado”, hoy se eleva ante nosotros el fantasma del fascismo tout court. Ese temor no es sólo un temor de los conservadores. Un escenario más optimista (convengamos que se trata de un optimismo a la medida de un país que ha vivido a los tumbos) quiere que, finalmente, como consecuencia de la reivindicación de las fuerzas armadas se logre conformar un polo de centro-derecha, con apoyos en sectores medios y altos y conducción militar, capaz de oponer una competencia electoral exitosa a las huestes del populismo irredento del peronismo. Tal como hiciera Perón, cuando rescató de su ruina política al golpe militar de 1943 acercándole un apoyo de masas, hoy en día la Junta Militar podría venir, Malvinas mediante, a revitalizar una experiencia política agotada y hacer posible llegar a las elecciones futuras en mejores posiciones. Lo que casi nadie anticipa es una vuelta de los militares a los cuarteles. ¿Estaremos, pues, en la víspera de una etapa fundacional, de la que surgirá una Argentina diferente? Si bien discrepando sobre el perfil de esa hipotética Argentina, son muchos los que así lo creen. Sin duda, el panorama se irá aclarando cuando se sepa el desenlace de la operación del 2 de abril. Al respecto, mi impresión es que una derrota total debería descartarse, entendiendo como tal la vuelta de Malvinas al dominio británico ya que Gran Bretaña no puede asegurar un control indefinido en el tiempo sobre las islas. También una victoria total, con la ratificación del acto de fuerza, debería descartarse porque el gobierno ya no está insistiendo en ello. Son varias las fórmulas de salida que hoy se discuten en Naciones Unidas, y que tendrán luego que pasar por el escrutinio de los diferentes sectores de poder interno, para poder saber cuál será el juicio histórico que merecerá la conducción del affaire por parte de la Junta Militar. El panorama también se irá aclarando cuando se pueda establecer cuánta verdad hay detrás de la idea según la cual “una guerra limpia lava a una guerra sucia”, como sostienen algunos. ¿Qué ha estado pasando con la memoria de los argentinos? Si tomamos como muestra el acto multitudinario del 9 de mayo en Defensa de la Soberanía, llevado a cabo en Plaza de Mayo, podemos afirmar que esa memoria no es tan flaca. Cuando Galtieri se atrevió a asomarse al “histórico balcón de la Casa Rosada” pudo comprobarlo, al escuchar, partiendo de las primeras filas de la multitud copadas por la CGT y la Juventud Peronista, el grito “Se siente, se siente, Perón está presente!”.
La Argentina que viene es como un gran Test Proyectivo, sobre el cual cada uno vuelca sus ansiedades ya que ninguno tiene “la posta” y “sabe” más que los demás. Yo, por mi parte, no veo más allá del rostro de un país enfermo y me preparo para nuevas conmociones con una sensación de angustia en la boca del estómago. Aquí termino, no sin antes desear que estuvieras aquí para vivir también estos tiempos difíciles y yo no me tuviera que castigar frente a la máquina de escribir con esta carta tan costosa e incompleta. Dejo de escribir, pues, y vuelvo a la lectura de los diarios, incluyendo al The Guardian de Londres, el suplemento de The Washington Post, la edición semanal de Le Monde, plus diarios de Brasil, para matizar con otras voces las interminables conversaciones sobre la guerra, mientras espero que se produzca el ataque inglés. Parece que, con independencia de las maniobras de negociación, la Thatcher está dispuesta a darles una lección a los militares argentinos para que su aventura no siente precedente y dé coraje a otros con cuentas a cobrar. Hasta ahora Londres ha subestimado a los militares argentinos y no le fue muy bien. De allí que sus nuevos intentos serán más duros y, por lo tanto, con más muertos.