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PRODUCTOS Y MERCADOS

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En los valles transversales, por sus variadas extensiones y por la existencia de microclimas favorables a la agricultura, se apreciaba el cultivo de una amplia gama de frutas, hortalizas y cereales.

Debido al lento ritmo exhibido por la economía regional durante la primera mitad del siglo XIX, el autoconsumo de la producción fue la práctica más habitual. Frutas como la chirimoya y la papaya, según recuerda Maria Graham40, eran muy abundantes en la parte baja de los valles. Otras, como la lúcuma, crecían sin mayores problemas desde Coquimbo hasta Aconcagua41. En el valle del Huasco destacó la producción de higos y vino42. El olivo prosperaba en la región en forma muy llamativa, pero solo se consumían sus frutos. Llamó la atención el geógrafo francés Amado Pissis sobre la conveniencia de cultivarlo en gran escala para extraer aceite, porque “será su cultivo uno de los más productivos de Chile”43.

Pero la mayor parte de las tierras agrícolas fue destinada al trigo desde la mitad del siglo XIX. Gracias a la apertura de los mercados externos, como el de California en 1849, la producción aumentó con un dinamismo nunca antes visto. Tal vez el fenómeno solo podría compararse con las exportaciones que a fines de la etapa indiana se hacían al Perú44. Si bien el mercado norteamericano fue efímero, pues no duró más de un decenio45, originó consecuencias de largo plazo.

Un poco antes, iniciando la década de 1840, los rendimientos ya permitían vislumbrar un futuro alentador. En 1842 las proporciones eran en La Ligua 9-1 para el trigo y 10-1 para la cebada46; la productividad observada por Gay en San Felipe eran 13-1 para el trigo y 18-1 para la cebada, mientras que en Los Andes la relación era de 21-1 para el trigo y 25-1 para la cebada47.

Ocho años más tarde, el crecimiento de la productividad, gracias a la apertura de los mercados de Victoria y Sidney en Australia, hizo que haciendas como la de Catapilco produjeran en 314 hectáreas unas seis mil fanegas de cereal, lo que representaba el 15 por ciento de la producción del valle de La Ligua. Otras propiedades rústicas, como Pullally, aportaba el 10 por ciento de la producción de trigo candeal.

Entre 1858 y 1887 se observa en los valles transversales un amplio dominio productivo de cereales, particularmente de trigo y cebada. Las demandas desde California y Australia en la década de 1850, y desde el Reino Unido a partir del decenio de 1860, impulsaron una producción de tal amplitud, que historiadores como Carmagnani, Pinto y otros denominaron a este periodo como el del ciclo cerealero en los valles transversales.

Además de esos cereales, se continuó con la producción tradicional de la zona. Así, por ejemplo, duraznos, perales, naranjos y limoneros fueron muy habituales en los diversos valles, particularmente en los del septentrión. Los nogales y los olivos se veían con mayor frecuencia en los del sur, como Petorca y Aconcagua. Del mismo modo, el cáñamo y la alfalfa fueron muy comunes en casi la totalidad de los valles, desde Elqui al sur. Una innovación de importancia fue la plantación de pinos marítimos (Pinus pinaster), iniciativa de Josué Waddington en su hacienda San Isidro, en Aconcagua, para aprovechar terrenos de mala calidad48.

Común para los valles transversales y para la zona central fue la introducción de nuevas cepas de vid. Junto a la tradicional cepa criolla o país, con la cual se producía vino dulce, chicha y chacolí, la variedad moscatel —moscatel de Alejandría, blanca, y moscatel rosada o violeta, o uva pastilla—, muy aromática, prefiguró la entrada en escena del pisco como un licor característico de los valles del Norte Chico. Si bien dicho destilado se conocía ya en nuestro país y con ese nombre desde la primera mitad del siglo XVIII, esa variedad de uva garantizó la mejor calidad de los alcoholes49. Por decreto de 12 de noviembre de 1873 se estableció el Registro Oficial de Marcas, Normas y Emblemas de los Productores de Pisco.

El desarrollo de la minería en Coquimbo y Atacama consolidó un importante mercado para esos productos, ampliado, al concluir el periodo en estudio, por la incorporación a Chile de las salitreras de Antofagasta y Tarapacá. A pesar de ello, es necesario reconocer que la productividad de la vitivinicultura no fue alta ya que, si bien presentó algún progreso, era una inversión cuya elevada rentabilidad solo se alcanzaba en el mediano plazo. Además, sus costos comparativamente altos no favorecieron su extensión, frenando el desarrollo de ese cultivo en los escasos suelos existentes con esa aptitud, al menos en Aconcagua50.

Siguiendo la práctica de la zona central, también en los valles transversales se experimentó con cepas francesas. Las introdujeron en Elqui Jacinto Arqueros, en el valle del río Turbio, y Juan de Dios Peralta, en el valle del río Claro51. Asimismo, se sabe de la existencia de cepas francesas en el valle del Limarí, en Ovalle, y específicamente en la hacienda Carén, de Gallardo Hnos52.

Otra actividad derivada de la fruticultura, y que en el periodo exhibe cierto desarrollo en los valles por el aumento de la demanda interna, fue el secado de las frutas, en particular de los duraznos, para la producción de huesillos y orejones; de la uva, para las pasas, “superiores a todas las especies conocidas”, según el geógrafo Pissis53, y de los higos.

La principal traba que hubo de enfrentar la actividad agrícola fue la mala calidad de los caminos, que dificultaba y encarecía el transporte de los productos a los mercados. Este problema, huelga decirlo, no fue propio solo de los valles transversales, sino que afectó a todo el país y fue determinante en la mantención de la estructura de la propiedad: un gran predio en el norte o en el sur del país podía generar una renta sorprendentemente inferior a una chacra situada en Ñuñoa, como se verá más adelante. Dependiendo de la naturaleza de la carga y de la región, el transporte continuaba haciéndose con burros y mulas y, en caso de haber algún camino, con carretas tiradas por bueyes. El valle de Aconcagua es muy representativo de esa deficiencia, agravada en los decenios iniciales del siglo XIX por la oposición de muchos hacendados a las obras camineras, a menudo cerradas con tapias o cruzadas con cauces de acequias. Los problemas para trasladarse a Valparaíso y a Santiago produjeron un virtual aislamiento de un importante sector del valle. Todavía hacia 1840, como lo anotó Abdón Cifuentes, “las comunicaciones eran tan escasas y difíciles, que recuerdo que en nuestros viajes a Santiago decíamos: vamos a Chile…”54. Solo en 1864 concluyó la construcción del camino de San Felipe a Llaillay, estación del ferrocarril de Valparaíso a Santiago. La unión con los valles de Putaendo, La Ligua y Petorca se pudo alcanzar en 188955. De las innumerables dificultades para el transporte de productos desde su hacienda Las Mercedes, en el valle del Puangue, a Valparaíso o, durante la guerra con España, a Algarrobo o al “puerto viejo de San Antonio”, dejó numerosos testimonios el expresidente Manuel Montt en su correspondencia56.

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