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LA MANO DE OBRA

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La situación de los trabajadores agrícolas durante el siglo XIX ha sido extensamente analizada desde la segunda mitad del siglo pasado. Existe un consenso casi generalizado en que inquilinos y peones, tal como sucedió en el Norte Chico, fueron las piezas fundamentales en el desarrollo de la vida campesina en Chile central, que de un modo u otro es una radiografía de la evolución social del país.

Al igual que todas las categorías de la agricultura chilena que se han estudiado hasta aquí, la mano de obra es el resultado de un proceso largo y complejo que tardó más de 100 años en formarse y que se terminó de modelar en el transcurso del siglo XIX.

Por razones diversas, desde mediados del siglo XVIII el valor de la propiedad aumentó considerablemente en Chile central, lo que ocasionó la disminución de las tierras susceptibles de venta. En estas circunstancias se consolidaron las figuras del inquilino y del peón. El primero, como se ha visto al tratar de los valles transversales, vivía en el interior de la hacienda, generalmente con su familia, y prestaba servicios según previo acuerdo con el dueño de la propiedad. El segundo, también llamado jornalero o afuerino, era un trabajador estacional que no residía permanentemente en la hacienda y que, de acuerdo con sus necesidades, se trasladaba de un lugar en lugar, a veces sin un destino fijo150. A pesar de ello, ya entrada la segunda mitad del XIX, alcanzó en algunos lugares cierta estabilidad, que los transformó, en palabras de Gabriel Salazar, en peón estable151 y que anteriormente ya eran denominados peones sedentarios.

A lo largo del siglo XIX no hubo una legislación concreta en torno al mundo rural y particularmente en relación con sus vinculaciones laborales. Debido a ello, el trato de palabra se sobrepuso en algunos casos al legal152 y, por lo mismo, la situación del trabajador no era exactamente igual en todas las haciendas. El papel de los inquilinos dependía del convenio que se pactaba con el propietario, motivo por el cual las actividades que estos desempeñaban eran muy variables. Por ejemplo, los inquilinos pagaban la renta de la tierra que utilizaban en productos cosechados, como trigo, animales y en ocasiones con herramientas. Ante este sistema, el diputado Manuel Cortés presentó en 1823 un proyecto para acabar con lo que consideraba un abuso153. En Rancagua, hacia 1823, la renta por pagar consistía en dos fanegas de trigo por cuadra154. Años más tarde, en 1840 en las comarcas de Parral el arriendo se pagaba con cinco fanegas de trigo155.

El trabajo en el campo era desarrollado por el inquilino en dos áreas: en las tierras que arrendaba y, además, en las tierras del hacendado. En cuanto a estas últimas, sabemos acerca de ellas por una cartilla de campo que circuló en su primera versión entre 1846 y 1867. En esta se indica que actividades como la trilla, la vendimia, el cercado de tierras, el rodeo y el trabajo en las tierras, cuando se necesitase, eran actividades propias de los inquilinos como uno de sus deberes hacia el hacendado156. En cuanto a las propiedades que arrendaban, generalmente se dedicaban a sus plantaciones y ganado, si poseían animales. Estos eran los principales recursos económicos del inquilino, que le permitían vivir el resto del año.

De acuerdo al trato que se celebraba con el dueño o administrador de la hacienda, los inquilinos podían alcanzar, si se lo proponían y con algo de suerte, una vida de cierta holgura, ya que no pocos lograron arrendar mayores extensiones de tierra o comprar un terreno próximo a una villa o ciudad.

Hacia la segunda mitad del siglo, el inquilinaje sufrió una evolución en cuanto a sus derechos y deberes, al menos en la forma. En una memoria de prueba de la Facultad de Leyes del año 1867 se deja constancia de que los inquilinos tenían obligaciones específicas, según la estación del año. En invierno debían asistir a las araduras; en primavera, a los rodeos y trasquilas; en verano, a riegos, cosechas y trillas, y, en otoño, a la vendimia y poda157. Del mismo modo, parece comenzar a distinguirse algunas subcategorías del inquilinaje, de acuerdo a su posición social y a sus funciones dentro de la hacienda. En consecuencia, había inquilinos de diversas clases. Así, estaban los del norte, los verdaderos inquilinos, que gozaban de libertades, y los del sur, que se caracterizaban por ser muchos de ellos propietarios158. Un autor, Santiago Prado, estableció solo dos: los de a caballo y los de a pie. Los primeros, compuestos por vaqueros, capataces y mayordomos, tenían un salario, y a ellos generalmente se les encargaba el cuidado de potreros, plantaciones y peones, mientras que los segundos trabajaban diariamente en la hacienda y entre sus obligaciones tenían la de echar peón, es decir, poner un trabajador, el obligado, a sus expensas, con un sueldo de 50 centavos al día159. Muy frecuentemente, el obligado era hijo del inquilino. Por último, en algunos casos existía el llamado inquilino de patio, que tenía por función servir en la casa patronal a cambio de recibir un jornal de 18 centavos al día más habitación, alimentación y seis fanegas de tierra160. A menudo, el inquilino podía, mediante un contrato de mediería con el patrón, convertirse en un productor de cierta envergadura e, incluso, en propietario161. Cabe advertir que habitualmente las familias de los inquilinos proveían de personal femenino para el servicio doméstico de los patrones, tanto en el campo como en la ciudad.

Parece difícil probar la hipótesis propuesta por Salazar de que los propietarios comenzaron a desconfiar de los inquilinos por la “empresarialidad independiente” exhibida por estos, a lo que habría ayudado la tecnificación de las labores agrícolas, que obligaba a contar con trabajadores más especializados. Sin perjuicio de las probables tensiones entre unos y otros, que a menudo llevaba a la expulsión de los predios de los segundos, si la indicada actitud era generalizada y si la maquinaria era capaz de reemplazarlos, parece evidente que el inquilinaje habría desaparecido al concluir el siglo XIX. Ello no ocurrió, y aunque el número de estos trabajadores agrícolas en los campos es bastante menor que el habitualmente aceptado por la historiografía, como el propio Salazar lo subraya —para mediados del siglo XIX dicho autor calcula entre 10 mil como mínimo y 15 mil como máximo—, muchas haciendas de la zona central tenían 100 o más familias de inquilinos162. Esta situación se mantuvo hasta el siglo XX, según lo detalló Carlos Celis para la década de 1920163.

Los peones, que en comparación con los inquilinos han sido menos estudiados, cumplían, como ya se ha indicado, con una función estacional en la hacienda, originada por la mayor demanda de mano de obra ante el aumento de las cargas temporales de trabajo, que era el caso de las cosechas.

En la primera mitad del siglo XIX el peón se caracterizó, en general, por provenir de otras comarcas, por lo que, junto con ser llamado jornalero, se le denominó forastero o afuerino. Generalmente, se desempeñaba en el trabajo pesado de la hacienda, como labrar la tierra y mantener y resguardar a los animales. Los horarios de trabajo a los que estaba sujeto eran bastante similares a los del inquilino: en verano trabajaba desde las cinco de la mañana hasta aproximadamente las cinco de la tarde, con dos recesos al desayuno y al almuerzo. El sueldo promedio de los peones era, en las provincias de Santiago y Valparaíso, de cuatro a cinco reales el jornal y el peón viñatero recibía cuatro pesos al mes164.

Por diversas razones, entre las que se contaron el ser ellos más rentables que los inquilinos, que se establecían y vinculaban a la tierra, durante la segunda mitad del siglo XIX los peones abandonaron la movilidad que los caracterizó en la primera. Así, muchos de ellos, sin perder su categoría, se establecieron en ranchos a orillas de las haciendas o simplemente lo hicieron en las villas cercanas. De ahí surgieron los denominados peones sedentarios o estables.

Las remuneraciones de estos variaban según las actividades que desempeñaban y también de acuerdo a las haciendas en donde trabajaban. En Pirque el salario de los peones era en 1871 de 50 centavos sin alimentación, mientras que los de Viluco recibían no solo un jornal, sino también una casa con media cuadra de terreno, alimentación diaria y talaje, de manera que el caballo, si lo tenían, podía pastar en los terrenos de la hacienda165.

En 1872 en la hacienda Vichiculén se pagaba 20 centavos por día al peón166. Y en el fundo San Pedro de Romeral, cercano a la ciudad de Curicó, los segadores ganaban tres pesos por cuadra sin derecho a ración167.

En 1875 Manuel José Balmaceda publicó un texto que tuvo una amplia difusión entre los hacendados chilenos del valle central. El Manual del hacendado presentó, con gran detalle, la estructura jerárquica de una hacienda de gran extensión, con las obligaciones de cada uno de sus integrantes. La encabezaba el administrador, quien debía estar al tanto de todo lo relativo al personal y a la producción del predio. En una segunda línea estaban el mayordomo, que se encargaba de los animales y aperos, y a continuación el capataz, quien debía comunicar las instrucciones a inquilinos y peones168.

La compleja jerarquización de los inquilinos ofrecida por el Manual del Hacendado, así como las rutinas del trabajo, ampliamente utilizadas por la historiografía, deben, sin embargo, ser manejadas con cautela, pues dicha obra, más que ofrecer un cuadro de lo que en verdad sucedía en el agro, constituye una suerte de modelo de lo que habría de ser la hacienda, objetivo muy propio de la singular personalidad de su autor.

III, 10, 1872, pp. 183 y ss.

No solo los hombres cumplían funciones en la hacienda; también lo hacían las mujeres y los niños. Generalmente las primeras se dedicaban a la casa, cuidaban de huertos si es que los había, como también de la ordeña de las vacas y de la producción de quesos. Durante gran parte del siglo XIX ellas se encargaron de elaborar las vestimentas que se usaban en el campo: fue común el hilado para la confección de las diferentes ropas del hogar y el tejido de mimbre para enseres y chupallas. Los niños se insertaban tempranamente en el campo laboral acompañando a sus padres al trabajo o simplemente iban en imitación de ellos.

El alimento de los trabajadores fue el resultado de la herencia colonial. Basada en una dieta monótona de porotos, cebollas, papas y ajíes, acompañada a veces de charqui, pan —la galleta o telera— y harina tostada, fue muy raro que se consumiera carne fresca de vacuno, cerdo o ave169. Salvo en ocasiones muy importantes, como la Navidad, el fallecimiento de seres queridos, los matrimonios o la muerte de un animal, la familia campesina tenía muy escaso acceso a la carne.

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