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LA MANO DE OBRA

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El género de trabajo que demandaba la producción agrícola en el Norte Chico condicionó las características del trabajador y su relación con el empleador. Al igual que en la zona central, en los valles transversales las figuras del inquilino y del peón fueron las preponderantes, resultado de un proceso largo y complejo que se arrastraba desde el siglo XVIII.

El inquilino, originalmente un español “pobre” y carente de tierras que arrendaba un retazo a un propietario pagando con trabajo el importe de la renta, vivía dentro de la gran hacienda o en las quintas y chacras anexas a esta. Generalmente no estaba sujeto a un permanente cumplimiento de labores, sino solo a lo acordado con el dueño de la propiedad. En la parte alta de los valles no es fácil encontrar al inquilino, pero sí al peón estable, lo que puede explicarse por el menor tamaño de los predios y por la temprana especialización de sus cultivos, en especial las viñas. El peón de paso para las temporadas de trabajo, conocido como afuerino, recibía un sueldo diario por las labores que se le encomendaban. Después de cumplir dichas tareas, podía desplazarse hacia haciendas vecinas o salir de la región en busca de oportunidades en otros lugares.

En una visita al valle del Limarí, en particular al fundo homónimo de propiedad de la familia Guerrero, Domeyko recordó que las faenas diarias las desarrollaban los inquilinos, quienes, asentados indefinidamente en la hacienda, estaban comprometidos al trabajo que giraba en torno a la recolección, al corte de pastos y a arar. Para ello el hacendado les facilitaba la comida del día, caballos, bueyes y carretas57. En las fechas estivales, las actividades se volcaban a otras áreas, como el rodeo y el arreo de animales hacia y desde las veranadas cordilleranas.

A cambio de la labor de los inquilinos, el patrón les entregaba una porción de tierra para que la trabajaran. De los productos que se extrajeran de ella, como maíz, porotos, sandías y melones, en algunos casos la mitad correspondía al hacendado, que de esta forma cobraba el arriendo de su tierra58. Se sabe de casos notables de enriquecimiento de inquilinos mediante el arriendo de terrenos a sus patrones, estando bien documentado el caso de Alberto Carvajal, inquilino de Pedro Cortés Monroy, dueño de la hacienda Quilacán, convertido al concluir el siglo en importante productor de papas y dueño de varios predios agrícolas59.

Los peones pasaban generalmente la estación de cosecha y rodeo en la hacienda, siendo su permanencia inestable en comparación con la de los inquilinos. El pago a estos, al igual que a los inquilinos, era diario. Por ejemplo, un día común de labores del peón consistía en trabajar desde las cinco de la mañana hasta aproximadamente las nueve de la noche, descansando una hora para desayunar y, a eso del mediodía una hora para almorzar. En la casa principal de la hacienda había una taberna a disposición de los peones, recuperando así el patrón parte de la inversión60.

En 1825, en la hacienda Ocoa, la realidad de los inquilinos y peones era bastante parecida. El horario de trabajo de los peones en verano era de 14 horas; aproximadamente desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde y, en invierno, de nueve horas, desde las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde. En ambas temporadas recibían dos comidas por jornada: el almuerzo al mediodía con dos horas de descanso y, al atardecer, la cena61.

La situación del trabajador de los valles transversales fue bastante particular, a diferencia de sus congéneres del sur, por varias razones. En primer lugar, un porcentaje no despreciable de ellos provenía de otras comarcas, principalmente de la zona central y sur del país; en segundo lugar, solían desempañar una doble actividad: cuando no era conveniente trabajar en la agricultura, particularmente en invierno o cuando bajaban los precios, se dedicaban a la actividad minera. Esto explica que la mano de obra en los valles transversales fuera volátil y, en algunas oportunidades, escasa. Muchas veces, por la necesidad de captar trabajadores para la actividad de la hacienda, era necesario hacerse de peones mediante atractivas y generosas ofertas de trabajo. Pero, en general, el agro estaba lejos de dar remuneraciones parecidas a las otorgadas por la minería. Y lo que un trabajador ganaba en esta era aproximadamente la mitad de lo que podía recibir en las salitreras de Tarapacá o en las labores de construcción de vías férreas en el Perú, razón de la considerable emigración de chilenos en las décadas de 1860 y 1870. Otra peculiaridad de la mano de obra de los valles, en especial en la parte alta de los mismos, en que abundaban las pequeñas propiedades, fue que los dueños de estas y sus familiares ofrecían sus servicios en los fundos medianos y grandes.

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