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Prólogo

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Héroes cotidianos

La inteligencia no es solo patrimonio de los humanos. Así lo hemos creído a lo largo de la historia, sintiéndonos superiores en virtud de los grandes logros que la arquitectura, el arte o la ingeniería han dejado para la posteridad. Sin embargo, nadie duda de la inteligencia de los cetáceos (o de la de los cánidos) o de que los impresionantes ardides con que otros seres cazan a sus presas o conquistan a sus parejas son también expresiones de alguna forma de inteligencia.

Para otros la supuesta superioridad humana ha estado ligada a su presunta espiritualidad, incluso haciendo negación de todo aquello que nos remacha como seres de la naturaleza: los «bajos instintos». Pero en realidad no somos para tanto. «Solo soy un mono y tengo miedo», decía el protagonista de la película Alabama Monroe, en un alarde de claridad y sencillez.

Pero lo cierto es que, siendo lo que somos, como especie hemos sobresalido gracias a logros incomparablemente superiores a los de cualquier otro ser. Tanto en el plano de la creación artística como en el del pensamiento, la ciencia o la tecnología, los humanos hemos llegado hasta más allá de lo que hubiera creído cualquiera que hubiese observado a una manada de protohumanos en la sabana africana hace unas pocas decenas de miles de años.

¿Qué nos ha convertido en lo que somos? ¿De dónde ha salido esta inconmensurable capacidad de transformación? ¿Cómo hemos podido pasar de la ignorancia más absoluta al conocimiento universal e ilimitado? Y lo que es más: ¿qué ha hecho posible que nos sintamos con las capacidades para conocer y descifrar cualquier cosa que ignoremos, solo a falta de contar con el tiempo para estudiarlo en profundidad y desvelar sus secretos; secretos que podemos desconocer, pero que ―a nuestros ojos― son cognoscibles?

La humanidad ha alcanzado el punto en el que se cree capaz de convertir en realidad casi cualquier cosa que imagine. Podemos concebir lo que «aún» no existe, pero nos cuesta mucho más dar con lo que nunca será. Esto no sucedía hace muy pocos años, cuando la ciencia ficción alimentaba la imaginación con mundos, realidades y artefactos que simplemente no podían ser fuera de la literatura o el cine. Hoy, en cambio, muchas de aquellas invenciones forman parte de nuestra cotidianeidad y otras son proyectos (en algunos casos avanzados) que muestran el estrechamiento de la distancia entre imaginación y realidad: los viajes espaciales ya están camino de Marte, donde se prevén asentamientos humanos estables para un futuro próximo (proyecto Mars One); la teletransportación de partículas ya ha dado resultado en la Universidad de Shanghái; la manipulación de la vida para modificar genomas completos está a la orden del día (tecnología CRISPR); la Universidad Technion de Israel ha desarrollado robots microelectrónico-mecánicos que circulan por el torrente sanguíneo de un cuerpo para identificar posibles causas de enfermedad antes de que se manifiesten exteriormente; máquinas replicantes que se «reproducen» por sí solas (Universidad de Bath); levitación por campos sonoros (Universidad de Tokio); visión curva (Media Lab); etc.

El cerebro humano es un órgano del Pleistoceno ―asegura el escritor Guy P. Harrison―, un periodo que se remonta desde hace casi dos millones de años hasta hace unos 11.000 años. Así, por increíble que parezca, estamos mejor adaptados a una forma de vida que ya no existe que a la que actualmente vivimos, rodeados de una tecnología omnipresente y a velocidad vertiginosa.

¿Cómo hemos llegado tan lejos? Por mucho que pueda sorprendernos, no ha sido gracias a la inteligencia, aunque haya tenido su papel. El desencadenante fundamental ha sido la imaginación. Esta, combinada con una capacidad incomparable para propiciar colaboraciones complejas y a gran escala, nos ha llevado desde las planicies africanas al resto del mundo; desde el suelo firme a los océanos; desde la Tierra al espacio. Y no es que el resto de animales no puedan imaginar, como creen muchos: cuando un predador se agazapa a la entrada de la madriguera de su presa esperando a que aparezca, en su mente visualiza algo que aún no ha sucedido y que muy bien puede asimilarse al fenómeno de imaginar. La diferencia está en que, hasta donde sabemos, solo los humanos podemos imaginar cosas que aún no hemos vivido, de las que no tenemos ninguna experiencia previa, sobre las que no contamos con ningún antecedente en el que apoyarnos para proyectar un futuro posible.

Cristóbal Colón no se embarcó en su expedición porque hubiera vivido anteriormente el resultado al que aspiraba, como Elcano y Magallanes solo imaginaban la redondez de la Tierra; de hecho, su viaje fue la primera corroboración empírica de lo que hasta entonces era solo una hipótesis. Y con su hazaña, además de la esfericidad del planeta, demostraron que todos sus océanos están conectados, así que desde cualquier lugar pueden alcanzarse todos los demás sin ninguna interrupción, haciendo posible la circulación de mercancías, personas, capitales, ideas, religiones, costumbres, creencias y conocimientos. Fue, para el siglo XVI, lo que hoy es Internet para todos nosotros.

Imaginando nos hemos acercado al abismo de la ignorancia y nos hemos quedado atrapados en un vórtice de atracción inevitable, donde la distancia entre idea y realidad es cada vez más corta. Unos se han aproximado desde el puente de mando de un navío de la Edad Moderna; otros, desde el laboratorio de investigación avanzada donde se combinan genes de medusa fluorescente con los de conejo para que su piel tenga efecto luminiscente en la oscuridad. El abismo es el mismo. La pulsión imaginativa, la misma. El reto, el mismo. El destino, similar.

Estos son héroes intelectuales. Los héroes de guerra se juegan la vida en un campo de batalla; los otros dedican la suya a la búsqueda de evidencias que respalden sus teorías y consoliden conocimientos nuevos con los que el saber humano continúe su expansión. La historia se ha encargado de registrar el legado de unos y otros, ya sea medido en hazañas o en descubrimientos e invenciones. Pero creo que se hace poca justicia a esos otros héroes, que me gusta denominar «cotidianos» y que hacen posible la vida contemporánea. Me refiero a esa gente que madruga, que trabaja con tesón, que soporta las adversidades, asume la escasez y, antes de acostarse, estudia a distancia o se matricula en un máster para mantenerse competente en un mundo exponencialmente precipitado hacia el futuro. Son los que sustentan calladamente las noticias sobre asunción de recortes, superación de crisis, crecimiento económico o mejora del empleo. La ambición de estos héroes de lo cotidiano también se apoya en la imaginación, una imaginación optimista que vislumbra un futuro mejor que el presente, solo separados por una travesía de trabajo y esfuerzo.

Esa es la clase a la que pertenece Juanma Romero: un trabajador incansable, de imaginación desbordante, tesón insuperable y fuerza humana sin límite. Recuerdo los años en que se levantaba el Pirulí (TVE en Torrespaña). Juanma y yo lo veíamos cada mañana, delante del sol que amanecía cuando íbamos a la radio; éramos de esos alumnos universitarios que reemplazaban las clases por la redacción en el medio que había infectado nuestra imaginación desde la infancia. Juanma madrugaba aún más que yo con un solo propósito: recogerme y hacer juntos el viaje hasta Alcobendas, donde nos esperaban los micrófonos, cuya atracción en nosotros resultaba inexplicable. Así fui testigo de los primeros pasos de Juanma en los medios y compartí sus ambiciones cuando, enfebrecidos por la juventud impetuosa, de la que aún no estamos plenamente restablecidos, fantaseábamos (otra vez la imaginación) con trabajar algún día en la torre de la tele. No habían pasado más que unos pocos años cuando los dos estábamos en el despacho de Juan Rodríguez, entonces director del centro territorial de TVE en Madrid, proponiéndole hacer un programa. Ese fue el comienzo de la carrera televisiva de Juanma, que, desde los primeros pasos de la mano de nuestro gran amigo y siempre maestro Julio César Fernández, lleva un recorrido de casi cuarenta años en el medio.

En estas cuatro décadas de trabajo y de vida ha habido de todo, pero da igual cuántas veces se haya caído: Juanma siempre termina de pie. Por eso ahora dirige uno de los programas más reconocidos y galardonados de la televisión de nuestro país, en el que ha sabido ser más director de orquesta que solista, rodearse de equipo y liderarlo en esta época en la que, como diría Heráclito, «todo cambia, nada es». Así, con los mejores, es testigo del cambio que la revolución digital está imponiendo en las organizaciones y, por ello, en el empleo y, por ello, en la educación y, por ello, en las familias, y así en una cadena interminable que pone de actualidad a Da Vinci, cuando señaló que una época de cambios no es lo mismo que un cambio de época.

En esta nueva época de imaginación omnipresente lo verdaderamente difícil no es encontrar la información, sino discriminar la útil de la superflua, distinguir la verdad de la posverdad o, para entendernos, la verdad de la mentira. Ahora no son las news quienes levantan escándalos, sino las fake news las que cada día dibujan un paisaje espeso de falsedades que, por densidad, engendra crédulos. Quizá por eso sea preferible la verosimilitud (con su ligereza) a lo verdadero (con su intensidad).

Por eso, libros como Lidera tu empresa en la Cuarta Revolución se hacen necesarios; no porque definan el camino, sino porque, como los atlas, describen el territorio. Y lo hacen al estilo Juanma, sin solistas, en equipo, de la mano de los especialistas, que reflexionan sobre la revolución digital, el fenómeno de la transformación en las empresas, las nuevas prácticas profesionales y el impacto de herramientas (hace poco impensables) que se han convertido en material indispensable para sobrevivir en nuestros días. Con ello, el lector no se va a tropezar con una visión complaciente e ingenua de la realidad ni con distopías tecnológicas que nuevamente enfrenten a «luditas» con utópicos. En sus páginas se describe el mundo de hoy y la interpretación queda en manos del lector para que sea él quien decida si las nuevas prácticas nos abocan a una realidad mejor o peor de la conocida. Pero ese debate, apasionante y enriquecedor, no deja de tener el carácter especulativo que cada cual quiera darle. La función del libro es mucho más sencilla: mejor tener cuestiones que no se pueden responder que respuestas que no se pueden cuestionar.

Este permanente cuestionamiento espolea a la imaginación y esta mantiene a la mente humana en permanente centrifugado: dando vueltas y más vueltas, formulando preguntas, buscando respuestas, a veces encontrándolas y la mayoría sin llegar a acertar, pero siempre con una clara tendencia centrífuga, de expansión, con aceleración angular, expandiendo su alcance en una pulsión inexplicable. Esta aceleración nos ha embriagado y nunca la resaca ha sido la que termine con la fiesta. Mañana veremos…

Este libro, que Juanma Romero escribe con su hijo Jesús (que de tal palo, tal astilla…), me llena de orgullo porque la inquietud de su mente es el secreto de su eterna juventud mental. Siempre fue así y los años no le han atemperado. Por eso ahora evoco aquellos momentos que hicieron que dos conocidos se hicieran compañeros, que los compañeros fueran amigos y que los amigos se sientan hermanos. Este milagro de la amistad me ha intrigado siempre y ha sido Guillermo Altares quien muy bien lo ha descrito en su reciente columna de prensa:

«El misterio de la amistad no es muy diferente al del amor: nunca sabremos por qué, pero lo reconocemos fácilmente cuando pasa. No es solamente una cuestión de afinidades o de cercanía o de gustos compartidos; es algo diferente, que tiene que ver con la complicidad y, tal vez, con un cierto egoísmo bien entendido: tendemos a hacernos amigos de aquellas personas que enriquecen nuestra vida. No se trata de un intercambio, sino de algo que se produce sin que ninguno de los dos sepa muy bien lo que está pasando. Existen amigos con los que compartes secretos y amigos con los que compartes ideas, amigos generosos y amigos un poco pesados, amigos que dejas de ver y amigos que te preguntas por qué sigues viendo. Y solo unos pocos amigos que te transforman la existencia».

Quienes hayan llegado hasta aquí y no deseen que se les transforme la existencia es mejor que detengan ahora su lectura. Pero recuerden que cuando todo cambia solo hay dos alternativas: adaptarse al cambio o permanecer inadaptados. Y la biología se ha encargado de enseñarnos cómo terminan los organismos inadaptados…

VÍCTOR MOLERO. ISDI.

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Lidera tu empresa en la cuarta revolución

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