Читать книгу Si tuviera que volver a empezar... - Juan Marín García - Страница 16
MI FORMACIÓN MILITAR EN LA ESCUELA POPULAR DE GUERRA
ОглавлениеEn el mes de abril de 1937 me enteré de que se habían convocado por el Ministerio de Defensa 100 plazas de tenientes del arma de Ingenieros, especialidad de Transmisiones para la Escuela popular de Guerra número 5, ubicada en villarreal. Se exigía como titulación mínima el bachiller. Para acceder a alumno de la Escuela había que pasar un ejercicio de selección en la misma Escuela popular. Presenté la documentación con los avales pertinentes y pasé con aptitud el examen de ingreso. Como alumno había que realizar un curso de capacitación de cinco meses de duración y superado éste se obtenía el nombramiento de teniente de ingenieros de transmisiones. De la Escuela fueron saliendo al mes de iniciarse el curso los alumnos que tenían la carrera de ingeniero. A los dos meses salieron los que disponían de licenciaturas y técnicos industriales y a partir de los tres meses se fueron efectuando exámenes para el resto de alumnos. Ello era debido a que hacía falta oficialidad de transmisiones en las unidades militares. Por mi juventud, el director de la Escuela, el comandante de Estado Mayor, Sánchez Rodríguez, iba dilatando mi salida hasta que se agotó mi promoción. Nos examinamos unos quince y solamente suspendieron a tres que salieron con el empleo de cabos. La entrega de despachos de teniente se efectuó en la misma Escuela, en un acto protocolario y con promesa a la bandera republicana.
Me dieron permiso y quedaba pendiente que mi nombramiento y destino saliese en el Diario Oficial del Ministerio de Defensa. Estuve en este intervalo en el ambiente familiar y todos mis hermanos insistían en que me pusiese el uniforme. Era reacio por mi extremada juventud. Mi padre me había llevado a un sastre amigo suyo especializado en uniformes militares. Me hizo uno y un abrigo de acuerdo con los cánones de profesionalidad militar y entre este flamante uniforme y mi cara aniñada llamaba la atención de los transeúntes. El 13 de noviembre de 1937 salió mi nombramiento y destino con antigüedad del 6 de octubre. Me destinaron a la Jefatura de Transmisiones del Ejército de Maniobras, situado en Daimiel (Ciudad Real).
De la FUE de valencia, en la Academia, estudiaron algunos conocidos como González (Medicina), Abelardo Cantó (Belles Artes), Joaquín prats (Comercio), Manolo Serna (Derecho) y alguno más que se me escapa de la memoria. Con quien más me compenetré desde un principio fue con Carlos Moncada Claudín, bachiller como yo y de la FUE de Madrid. Teníamos muchas cosas en común. Éramos galonistas para los diversos servicios de armas en el interior de la Escuela y habíamos sido nombrados por votación entre todos los alumnos de la promoción. Como ambos pertenecíamos a la JSU, constituimos el comité político y contábamos con cerca de treinta alumnos. Nos reuníamos fuera de la Escuela popular, ya que en su interior estaba prohibido hacer política. Cuando yo viajaba los sábados a valencia, de permiso hasta el lunes, mi amigo, condiscípulo de estudios y excelente camarada pedrito Gómez, que estaba al frente de la Secretaría de Organización del Comité provincial de la JSU, me facilitaba material de propaganda que nos servía como documentación política, para poder discutir en nuestras reuniones. A Carlos le había ocurrido lo que a mí, como también era de mi misma edad, el Director de la Escuela no le dio tampoco opción a salir antes, aunque en los exámenes quedábamos bastante airosos. Era Primo hermano del conocido aviador Claudín y también del dirigente de la JSU Fernando Claudín.
Antes del nombramiento siempre comentábamos que nos agradaría coincidir en la misma unidad y que ésta se encontrase en el frente de batalla. Era hijo de un coronel de Artillería destinado en el Ministerio de la Guerra y ello facilitaba el que le diesen un buen destino, pero me dijo que le había pedido a su padre no moviese ningún resorte a su favor pues quería dejar su suerte al capricho de su destino. Yo por mi parte le decía a Carlos que aunque mi padre no era militar, tenía buenos amigos que ocupaban puestos de responsabilidad como el entonces coronel Uribarri y que también le había expresado mi deseo de conocer lo que la providencia me quisiese deparar. De este modo pensábamos, al unísono, que con este comportamiento éramos consecuentes con nuestro voluntariado en Defensa de la República. Cierto es que también pensábamos en lo peor: que pudiésemos perder la vida en el frente. Desgraciadamente esta predicción en su caso fue real. Destinado al frente de Extremadura, a los pocos días de entrar en línea, murió heroicamente y al enterarme meses después dejó en mí la huella de que la vida se lo llevó como a los buenos, demasiado pronto.
Desde valencia, en tren, hicimos el viaje hasta Daimiel mi compañero Carlos Moncada y algunos oficiales de la Escuela que residían en valencia. Al llegar a Daimiel nos encontramos con el resto de compañeros de la promoción, pues todos habíamos sido destinados a la Jefatura de Transmisiones del XX Cuerpo de Ejército de Maniobras. Al frente de la misma estaba el capitán Sáenz de Buruaga, militar profesional de familia castrense. Tenía dos hermanos militares de alta graduación en la zona rebelde, uno de ellos al terminar la guerra llegó a alcanzar el grado de gobernador militar del Campo de Gibraltar con el empleo de capitán general. Este es uno de los infinitos casos de incidencias militares en que se enfrentaban hermanos y que paradójicamente obedecía a que al inicio de la guerra civil, a unos les había alcanzado residiendo en zona republicana y a los otros en la zona llamada por ellos nacional, donde había ganado la rebelión militar.
El capitán Sáenz de Buruaga fue muy protocolario en su recibimiento, parco en palabras y a ninguno de los que llegamos nos causó buena impresión. pensamos que era debido al exceso de trabajo de la unidad que se estaba organizando a marchas forzadas, por imperativo del curso de las operaciones militares en los distintos frentes de combate. Nos dijo que alguno nos quedaríamos en la Jefatura y otros pendiente de destino a las unidades de menor rango, como eran las divisiones y brigadas, cuyas fuerzas estaban diseminadas por los pueblos colindantes. Después de esta entrevista me propuse hacer lo posible por no quedarme en la Jefatura. Teníamos como cabo furriel a Martín, que era del barrio de Ruzafa, con el que congenié enseguida y al conocer mi deseo de irme, me aconsejaba que mantuviese un contacto más directo con el capitán, pero seguí actuando con prudencia, sin efectuar gesto alguno que denotase algún interés por quedarme.
Por las mañanas realizábamos prácticas de radio, instalaciones telefónicas de campaña, señales de Morse con banderas y heliógrafos. Como estos ejercicios los realizábamos en un descampado y la temperatura, más que invernal, era glacial, no pude por menos que acordarme de mi madre que, en contra de mis deseos, me había camuflado entre la ropa interior calzoncillos afelpados largos que me fueron de gran utilidad. Es preciso hacer ahora un paréntesis para hablar, tan solo sean unas palabras, sobre el modo de ser de mi madre. La genialidad de su bondad tenía que estar presente en estos pequeños detalles. Mi madre era así y desde el nebuloso recuerdo de mi infancia siempre se me aparecía con su peculiar belleza, para mí la más serena y majestuosa. Tuvo nueve hijos y se dedicaba exclusivamente a ofrecernos su ternura y era su mayor satisfacción cuando nos veía reunidos a todos junto a ella. Era cariñosa y sencilla por su condición de gran mujer. Siempre he pensado que mi madre tenía una especial inclinación por mí. No fui el mayor de los hermanos, pero sí el primer varón. Esta circunstancia y el haber estado ausente de casa tantos años –como se verá– debieron influir en su sensibilidad cuando fui pequeño y también de mayor.
Un día se nos convocó a la Jefatura a la mayoría de los oficiales pendientes de destino y hubo una primera selección en la que Carlos Moncada y Manuel Serna fueron destinados a la misma compañía de una brigada de reciente creación y enseguida fueron destinados al Ejército de Extremadura. Carlos y yo sentimos la obligada separación y quedamos en escribirnos y poder coincidir en algún permiso. ¡Quién iba a suponer que días después de nuestra despedida iba a morir en el frente!
Otro día nos citaron al resto de oficiales y nos encontramos con el jefe de Transmisiones de la 68 División y a su comisario. Por su vestimenta más bien descuidada, aunque reglamentaria, se deducía en ellos a dos personas ya fogueadas en el quehacer de la guerra. Empezó el capitán Ródenas a hacer preguntas a los tenientes y cuando llegó mi turno le llamó la atención mi juventud. Como desde el primer momento que les vi me causaron una excelente impresión, tan pronto salió a colación mi edad les dije que aunque procedía de la Escuela popular, ya conocía el bautizo del frente, pues había estado en la defensa de Madrid. El capitán Ródenas que luego supe procedía del 5º Regimiento de Madrid, me fue preguntando por la unidad a la que había pertenecido y lugares por donde yo había estado. Según iba relatando lo solicitado observé que el capitán cruzaba su mirada con la del comisario Herranz. Su respuesta fue tajante: «Desde este momento te nombro mi ayudante». Me separé aparte, sin continuar ya mi interrogatorio y se me acercó el capitán para decirme que como le faltaba otro oficial para cubrir la plantilla de la compañía deseaba le dijese a quién le aconsejaba entre los que estaban allí. No lo dudé y le sugerí al teniente Esteban, que era persona muy introvertida pero en nuestras charlas se había unido a mi criterio de que el destino era lo de menos, lo importante era saber cumplir con nuestra obligación, donde nos enviasen. Pudo influir también, que me había separado de Carlos Moncada. Me hizo caso el capitán y dirigiéndose al capitán Sáez de Buruaga le dijo que preparase inmediatamente nuestros documentos de incorporación a la 68 División, ya que quería llevarnos consigo en su coche. Sin darnos tiempo a despedirnos y después de recoger nuestros equipajes salimos en dirección a Ciudad Real –durante la guerra civil se denominó Ciudad Leal–, donde se encontraban las fuerzas de la 68 División.
El Estado Mayor y los diversos servicios de la división: Sanidad, Transportes, Ingenieros Zapadores, Ingenieros de Transmisiones, Artillería, etc., estaban ubicados en un amplio edificio que había sido colegio o convento religioso, emplazado en el centro de la ciudad. Al día siguiente de mi llegada y en el recinto del Estado Mayor, me sorprendió ver al comandante Trigueros. Le abordé de inmediato ante la sorpresa de Ródenas y Herranz que me acompañaban. Yo suponía que estaba de visita y cuál no fue mi alegría al decirme que estaba al mando de la división. Me dijo que se alegraba de verme y conocer que un antiguo combatiente de la FUE estaba encuadrado en su unidad como oficial.
El capitán Ródenas había realizado el servicio militar hacía años en el Regimiento de Transmisiones de El pardo, donde realizó estudios para obtener el empleo de brigada y se había especializado en radio. Como su padre tenía un buen negocio en Chinchilla (Albacete) abandonó la carrera militar y por ello al inicio de la guerra civil lo ascendieron inmediatamente a teniente. Era sumamente inteligente y con una capacidad de mando fuera de lo común. Colaboré como pude a su deseo de constituir una compañía de transmisiones con una formación técnica adecuada y especialmente rápida en el trazado de líneas de comunicación, instalación de centralitas y su debida utilización, independiente de la instrucción precisa en nuestra arma, para resistir marchas y eventualidades en campaña. De los cinco tenientes, cuatro mandaban secciones y yo de teniente ayudante. Excepto el teniente Esteban, que como queda dicho nos incorporamos juntos, los otros tres no mantenían una relación muy cordial con el capitán ni con el comisario. Me di cuenta de que era debido a que encontraban muy rígidos los métodos organizativos del capitán. También algunos de los sargentos y soldados mostraban su malestar por la dureza de los ejercicios que realizábamos en el parque de la ciudad. Esto último me afectaba a mí, y por tratarse de soldados de reciente incorporación yo trataba de ayudar al comisario Herranz, inculcando a los soldados –movilizados por sus quintas–, la realidad de que cuanto más preparados nos encontrásemos, técnica y físicamente, menor peligro nos supondría nuestra actuación en el frente, ya que la denominación de nuestra unidad «Ejército de maniobras» ya nos anticipaba que no se iba a tratar de un desfile militar.
A las pocas semanas la compañía había cambiado sensiblemente en su preparación y el teniente Esteban, con su gran voluntad y entusiasmo, fue el principal artífice de esta transformación. Tengo que recordar la extraordinaria colaboración que recibí del sargento Ortiz para inculcar la firme disciplina militar a los soldados en todo acto de servicio y que requiere un breve relato de sus antecedentes por tratarse de un caso insólito. Antes debo decir que, tan pronto llegué a la unidad, conocí la afiliación política de toda la oficialidad: el capitán Ródenas, el comisario Herranz y yo pertenecíamos al partido Comunista, aunque yo por edad militaba aún en las Juventudes Socialistas Unificadas. Los tenientes Esteban y Mortes, eran anarquistas; el teniente planells, era republicano y el teniente Sáenz sin afiliación definida, pero avalado por la Unión General de Trabajadores. El comisario tenía una ficha de cada uno de los componentes de la compañía, donde iba anotando el comportamiento de cada uno: carácter, de donde procedía, inclinación política por sus expresiones verbales, además de los datos que iba recibiendo del comisario de la división. En cuanto a los sargentos todos procedían de los Servicios Técnicos de la Telefónica de Madrid y que por su cualificación habían sido asimilados a estos grados. Pero del sargento Ortiz no se tenían antecedentes. Era un hombre corpulento, muy educado, parco en sus expresiones, serio e iba siempre impecable con su uniforme. Saludaba a sus superiores y recibía sus órdenes con un temple disciplinario que yo encontraba excesivo. Cuando iniciamos el plan intensivo que originó descontento en la compañía le observaba con atención en su misión y me di cuenta de que dominaba a la perfección la instrucción militar en sus diversos movimientos. Se lo comuniqué a Ródenas y lo aprovechamos para que dirigiese la instrucción a las demás secciones y en muchas ocasiones era él quien dirigía las marchas de toda la compañía. El comisario recibió un informe sobre él que nos aclaró su situación. Era sargento de la escala profesional y no se le había concedido el ascenso a teniente por considerársele indiferente. Debía de estar en observación. De acuerdo con Ródenas y Herranz y con el fin de tantear me dirigí a él diciéndole que me había enterado que procedía de la escala profesional y por tanto me sorprendía no hubiese ascendido a oficial. Me contestó que le propusieron, pero, como él era apolítico, no lo había aceptado y así seguiría hasta que terminase la guerra y sólo aceptaría ascensos cuando le correspondiesen por escalafón y precisamente en el arma de ingenieros no se ascendía con mucha facilidad.
Independiente de los tenientes y soldados que, a regañadientes, se habían acoplado al ritmo de trabajo, quedaba aún un grupo muy reducido de soldados que tenían los mejores destinos por encargarse de las centralitas, la mayoría de ellos estudiantes y con los que tuve fuertes roces por observarles lentos y poco eficaces en su función. Se acentuó esta tensión cuando me enteré de que estaban molestos conmigo porque desde un principio les obligué a hacer la instrucción con el resto de la compañía. Algo debió de influir en mi actitud al encontrarlos indiferentes a los acontecimientos bélicos cuando se recibían noticias de los frentes favorables a nuestras fuerzas, faltos por tanto del entusiasmo que a mí me sobraba. No estaban obligados a tanto, al fin y al cabo estaban allí porque su quinta había sido movilizada. Pero ello no implicaba que no me molestase su indiferencia. No lo podía remediar. Para complicar aún más la tensión aducían que a ellos solo les correspondía realizar las prácticas con las centrales telefónicas de campaña y se quejaron al capitán Ródenas. Éste, que estaba contento con la puesta a punto de la compañía, nos convocó a todos los tenientes y sargentos con la presencia del comisario Herranz y al exponernos las protestas de este grupo solicitó el criterio de cada uno, excluyendo, como es obvio, el mío y sorprendentemente todos estuvieron de acuerdo en calificarlos de señoritos y comodones. A la vista de ello había que responder con severas advertencias. El comisario manifestó que esto entraba en su misión. Los reunió a todos y les invitó a seguir con las normas establecidas, ya que de otro modo el mando estaba dispuesto a relevarlos de sus destinos y trasladarlos a los menesteres del resto de la compañía. Ello iba a suponer un contratiempo por tener que preparar a nuevo personal en el uso de las centralitas y se podrían imponer sanciones que él, como comisario, no podría evitar. Aunque a la vista de esta advertencia respondieron que acataban las órdenes sin reservas, no por ello se acoplaron al trato amigable que yo tenía con el resto de la compañía. Pero se distinguieron en ser de los más disciplinados en actos militares y de servicios, evitando caer en el más mínimo error. En el orden personal, fuera del servicio, se limitaban al saludo reglamentario, manteniéndose siempre a distancia. Sensible al proceder de estos soldados, que eran sobre unos catorce o dieciséis, en el conjunto de ciento treinta que constituían la compañía y por tratarse de estudiantes en su mayoría, simple vínculo por el que me sentía afectado, decidí no darle mayor importancia y limitarme a observar su comportamiento militar.
Durante el mes y medio que estuve en Ciudad Real y aunque los ejercicios eran agotadores, me lo pasaba bien. Por las tardes y a partir de las seis, los soldados, clases y oficiales deambulaban por la ciudad y le daban el colorido de plaza militar. Por regla general todos buscaban compañía femenina, para no aburrirse, y existía la costumbre de ir a pasear por el parque y allí entre bromas se trataba de entablar conversación con las jóvenes y hacer amistad. Los oficiales, debido al uso del uniforme, tenían más éxito entre las muchachas de la clase media.
A los pocos días de mi llegada, mi capitán y mi comisario me invitaron a que les acompañase a un taller de modistas y me presentaron a la dueña del taller que salía con Ródenas y que me parecía una persona muy mayor, ya que tendría unos veinticinco años y otra joven de edad parecida que acompañaba al comisario Herranz. Ellos tenían una edad similar y hacían buenas parejas. En el taller trabajaban muchas muchachas de todas las edades y me sentí muy violento cuando la dueña se dirigió a algunas de mi edad aproximada y les animó a que me hiciesen compañía y esa misma tarde me vi acompañado por tres jóvenes a las que invité a merendar. A mi edad era normal que el conocer muchachas más o menos de tu gusto, sintieses alguna atracción hacia alguna de ellas. Esto sucedió con una de las tres jóvenes del taller, llamada Rosita. Fui su asiduo acompañante y conseguí que el teniente Esteban lo hiciese con una de sus compañeras. Esteban se lo tomó más en serio que yo y a los pocos días se hicieron novios. Lo esencial era que cuando llegaba el atardecer disfrutábamos de los paseos, de los gustosos cafés con leche acompañados con bollos en cualquier cafetería y de las sesiones de cine los sábados y domingos. Nos hicimos promesas repletas de ilusiones que más tarde, el alejamiento que por los destinos que la guerra me deparó, se fueron diluyendo poco a poco. Llegó el momento de abandonar, no sin cierta nostalgia, la capital manchega.
El 10 de diciembre de 1937 salió por tren el XX Cuerpo de Ejército mandado por el teniente coronel Menéndez, que de momento estaba solamente integrado por mi 68 División. Llegamos a la Estación de Aragón de valencia. Desconocíamos el destino y nos llamó la atención el que se nos ordenase prohibir a las fuerzas que descendiesen de los vagones. Yo aproveché para llamar por teléfono a casa desde la misma estación, pero con la advertencia de que no intentasen venir pues salíamos de inmediato. Les escribiría al llegar a destino. Con el convencimiento de que íbamos a algún frente de guerra y recordando la promesa que me había hecho el ya entonces coronel Uribarri de que me facilitaría una pistola reglamentaria y como vivía muy cerca de la estación, en la calle de Sorní, se lo comuniqué a Ródenas y con él fuimos a hablar con el comandante Trigueros quien me dijo que si la gestión la podía realizar en el intervalo de una hora me autorizaba para desplazarme. Sin pérdida de tiempo me presenté en casa de Uribarri y tuve la suerte de encontrarlo en casa. Me dijo que estaba pendiente de destino, seguramente la jefatura de alguna unidad y que le escribiese cuando llegase a destino, ya que, pensaba reclamarme junto a él. Días después de esta entrevista, el coronel Uribarri, fue nombrado jefe del Servicio de Información Militar (SIM). La entrevista que tuve con él fue breve, pero suficiente para que me diese su concepto reservado sobre las perspectivas políticas y militares de la guerra.
El contenido de esta entrevista, que me afectó sensiblemente, lo citaré más adelante cuando haga una amplia referencia de la semblanza, bajo mi criterio, del presidente de la República D. Manuel Azaña.
Me entregó una pistola Astra del nueve largo, y seguidamente regresé a la estación, saliendo el tren enseguida con dirección a Barcelona pero, al llegar a Sagunto, el tren tomó la dirección de Teruel con una marcha lenta. Muy anochecido llegamos a la Estación de Mora de Rubielos y al bajar del tren nos espabilamos de lo lindo ya que el frío era irresistible. Nos dieron una ración de rancho en frío y sin descansar nos subieron a los rudos camiones rusos, cuyos motores resistían muy bien las bajas temperaturas.