Читать книгу Si tuviera que volver a empezar... - Juan Marín García - Страница 8

PRESENTACIÓN

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En septiembre de 2013, en el Colegio Mayor Rector Peset, dirigido por Salvador Albiñana, la Universitat de València, la Asociación Amigos de la FUE y la Asociación Cultural Instituto Obrero organizaron un homenaje a mi padre y a la generación de la Federación Universitaria Escolar donde él debía realizar una intervención personal. Como mi padre por esas fechas tenía dificultades para escribir, me encargó que redactase, según sus indicaciones, el texto que debía leer en ese acto. Así pues, durante un mes muy emotivo estuvimos recordando muchos episodios de su vida, de sus amigos y de la familia y durante estas conversaciones me quedó muy claro que lo que más le importaba a mi padre, además de la familia, eran sus amigos, todos los amigos que tuvo a lo largo de su vida, y en especial los amigos de la FUE. Pero también insistía de forma recurrente que no dejase de hablar de la figura de mi abuelo, de la suerte que siempre le acompañó y de la esperanza que tenía depositada en la juventud.

No hubo ningún momento en que quisiese resaltar las situaciones difíciles, peligrosas y dramáticas que vivió. Pensaba que eran producto del tiempo que le había tocado vivir y que solo había hecho lo que firmemente creía que se debía hacer. No había en los relatos que me contaba nada de protagonismo épico por su parte. Siempre dijo que su historia era una más y que si escribió sus memorias lo hizo para que sus hijos, nietos y biznietos tuviesen un testimonio de cómo había vivido y de los ideales que siempre había defendido.

Pocos meses después de este homenaje, su entrañable amiga Pilar Sanz, que había leído sus memorias, viendo que se encontraba muy enfermo y movida por el cariño que le profesaba, se dirigió al Vicerrector de Cultura de la Universitat de València, Antonio Ariño, para pedirle que valorase la posibilidad de su publicación. Y Ariño, que ya tenía noticias de ellas por Salvador Albiñana, sin dudarlo un instante y con una gran generosidad, cogió su pluma y firmó de inmediato su autorización en un folio con el cuño de la Universitat. Ese mismo día por la tarde, mi padre, al leer el documento, recibió una de las alegrías más gratificantes de sus últimos días.

A partir de entonces, y coincidiendo con una recuperación en la que intervino sin ninguna duda la ilusión por la publicación de sus memorias, las estuvimos revisando y me dejó encargado que las estructurase y organizase. Creo que pensaba que yo era quien en esos momentos mejor conocía su vida y de hecho me autorizó, si lo consideraba conveniente, a introducir algunos de los recuerdos que tenía escritos o a retirar otros que no fuesen relevantes.

De estas memorias ya existía una primera autoedición publicada en dos tomos. El primero narra las vivencias de la proclamación de la República, la guerra civil y el exilio en Francia, periodo que como él dice «supuso la historia de un adolescente que no pudo disfrutar precisamente de su adolescencia». El segundo contiene los recuerdos del servicio militar en África, el reencuentro con los amigos de la FUE, la llegada de la democracia y la caída del muro de Berlín.

Después de releer varias veces las memorias decidimos dejarlas tal como las escribió, solo con obligados ajustes, como la elaboración de un índice y la introducción de algunas notas que estaban parcialmente redactadas que me indicó que completase, por lo que si existe alguna imprecisión solamente yo soy el responsable. En este sentido, quiero resaltar lo estricto que era mi padre con lo que escribía, pues no quería citar a nadie ni nada que no pudiese ser confirmado o autorizado por los protagonistas, y ello nos ha privado de muchos episodios de interés que he podido encontrar entre los numerosos manuscritos escritos por él a lo largo de los años. Esta es otra característica de sus memorias, las escribió como anotaciones que fue introduciendo a lo largo de un periodo dilatado de tiempo, en muchas ocasiones sin seguir un orden cronológico, por lo que existen muchos recuerdos interpolados en el momento que está escribiendo y que hemos integrado en el relato sin modificarlo.

Como he señalado, una de las características de mi padre era el valor que otorgaba a la amistad. De hecho, ninguno de los que lo conocieron podía imaginar a mi padre sin sus amigos, y ese concepto de la amistad por encima de todo se gestó en casa de mi abuelo, de ahí su empeño e insistencia en resaltar su figura. No hay que olvidar que con la República se instaura un clima de civilidad, una atmósfera de libertad de pensamiento y de conciencia social, que tiene su origen tanto en la influencia de la Institución Libre de Enseñanza como en las ideologías progresistas de los movimientos sociales ascendentes. Y esta atmósfera de libertad va a penetrar en numerosas familias. Una de ellas era la nuestra. Mi abuelo Juan, médico oftalmólogo, era una persona excepcionalmente culta e informada, de una delicadeza de trato exquisita, como decía mi padre: «era un excelente creador de amigos, y los tenía de todas las ideologías y esferas sociales, a los que miraba en un mismo techo de trato y respeto». Sus momentos más felices los pasaba en su particular tertulia, a la que a veces se sumaban otros médicos y amigos que venían de los pueblos y se quedaban a comer en casa. Entonces mi padre estaba con ellos. Ese ambiente de librepensadores fue la mejor escuela para un adolescente. En ellas, aprendió a escuchar y a formarse como persona y allí se forjaron las características que no le abandonaron a lo largo de su vida: la sociabilidad, la cortesía, el respeto por las opiniones diferentes, la prudencia, la tolerancia y la preocupación por los demás. En ellas aprendió el valor de la amistad. Cuando más tarde en el transcurso de la vida tuvo que decidir, siempre decidió de acuerdo con lo aprendido en esos años.

Por lo tanto, no es de extrañar que se afiliase precozmente a la FUE y después con dieciséis años a las Juventudes Socialistas Unificadas en el Instituto Luis Vives. Es allí donde se establecen las primeras complicidades que perdurarán toda la vida y se reforzarán al compartir los mismos ideales por los que luchará toda una generación. Complicidad que lleva a una amistad incondicional, entendida en el sentido más amplio, verdadero y profundo, una amistad sin titubeos ni vacilaciones, en la que disfrutas de la felicidad o sufres la desgracia del compañero como si fuese tuya, porque el amigo es ese otro yo donde nos miramos y nos reconocemos. Así pues, estas son unas memorias de amistad y de vida. Amistad que continuará después en el frente de batalla, en los campos de concentración, en la resistencia, en la cárcel, en África, en la lucha por la subsistencia…

Ya al principio de sus memorias, cuando se encuentra en Valencia tras haber sido reclamado del frente de Madrid junto a Ricardo Bastid por ser menores, dice: «me di cuenta de que me faltaba el calor de mis compañeros y a medida que pasaban los días se me acentuaba la nostalgia de la camaradería de los amigos de la FUE y empecé a reconocer que mi sitio no estaba en la retaguardia». Con estas líneas nos está introduciendo en ese clima de compañerismo que va a flotar sobre todo su relato.

Es una amistad que perdurará a través de los años, a pesar de la diáspora y la inevitable separación que supone la lucha por la vida. Por lo tanto para entenderla no podemos separarla de la memoria. Amistad y memoria van unidas, y la memoria, no hay que olvidarlo, conforma también ese espacio que constituye nuestra ideología. Los compañeros de la FUE serán siempre algo muy especial porque comparten memoria e ideología, estén donde estén y a pesar del tiempo.

Además, el discurrir de la vida también le va a permitir conocer a personas entrañables y decisivas, como fue Ferdinand Pinsot, empresario francés que por medio de mi padre apoyó a los miembros de la resistencia española en el París ocupado, corriendo riesgos que podían haber tenido graves consecuencia para él. Este gran amigo, con sus relaciones sociales conseguía todo lo que le pedían y redimió en parte la insensibilidad de algunos franceses ante el drama que vivieron los refugiados de la guerra civil española.

Pero fueron muchos más los que le apoyaron. Es emotivo el episodio de la señora Coulodin cuando a ese joven español desarrapado y hambriento recién llegado a Milly desde un Tonnerre inhóspito, abriéndole una habitación acogedora y confortable de su casa burguesa le dice: «Juan, esta es la habitación del hijo que tengo en el frente de batalla y mi esposo ha decidido que seas tú el que la ocupes y a mí me agradaría mucho que lo aceptases».

Con simples relatos como este nos hace experimentar la solidaridad de la que estaba tan necesitado ese batallón de refugiados que empiezan a salir de los denigrantes campos de concentración, donde por cierto había más dignidad que la que tuvieron los gobernantes franceses con su política de no intervención y su posterior actuación cuando el ejército republicano cruza la frontera.

Es la solidaridad necesaria para superar el sufrimiento que se produce tras la derrota. Sin ella hubiese sido más difícil poder sobrevivir, sobre todo en el París ocupado. Son muchos nombres: Soria, Escuer, Paquita Velas, Vizcaíno, María García, Calpe, Talón, Collar, Hurtado, Baruch, Royo… y tantos otros citados en sus memorias los que van a necesitar de la fraternidad y camaradería para soportar el miedo y los silencios que acompañaron su vida. Miedos y silencios que a su vez se entremezclan con momentos de felicidad, porque el miedo se tiene que olvidar para seguir viviendo. Y vivieron intensa y apasionadamente, de tal manera que incluso de este periodo tan difícil y peligroso, el recuerdo que tienen de París es inolvidable. París, a pesar de la ocupación nazi, a pesar de las ejecuciones de los alumnos del Liceo Buffon, y otros más, incluso con la reclusión en la cárcel de la Santé y todas las penalidades, aparecerá, durante toda su vida, como una estela de juventud, de afecto y de lucha. Del miedo y de los silencios ya se encargó la dictadura cuando regresaron a España.

Otro de los elementos destacables de la biografía de mi padre es la suerte. La tuvo durante la guerra civil, en Francia, en África…, pero en la suerte de mi padre también intervino su inteligencia para utilizar los recursos, argucias y resquicios que se le presentaban, sus reflejos rápidos y la capacidad de acertar en sus decisiones que, en más de una ocasión, lo sacaron de momentos muy peligrosos. «Nunca me consideré una persona valiente –escribe–, y en cada situación y según la gravedad he tenido miedo, pero he sabido disimularlo y eso sí que ha sido en mí una buena cualidad». Como cuando es detenido por la policía colaboracionista francesa y al ser interrogado por la Gestapo rechaza instintivamente a los sanguinarios traductores alsacianos que tergiversan las palabras de los detenidos y realizando su defensa directamente en alemán ante sus interrogadores consigue que esta transcurra por el único camino que puede salvarle de la deportación a Alemania. O cuando, castigado a realizar el servicio militar en África, sus conocimientos lingüísticos hacen que sorprendentemente lo adscriban al Servicio de Información, todo ello con un expediente «de persona desafecta al régimen», que por circunstancias excepcionales había ido a parar directamente a los archivos pero que en cualquier momento podía salir a la luz. Sin embargo, a pesar de este riesgo no dejó de emitir informes favorables de los desplazados que llegaban a la frontera con intención de regresar a la península y recomendarles lo que debían decir para evitar el control de las autoridades franquistas. Sí, mi padre fue un hombre valiente. Es cierto que hay muchas formas de mostrar el valor, unas son consecuencia del arrebato audaz, instantáneo, heroico, épico, pero también hay otras más modestas, más discretas y cotidianas pero que requieren de mucha firmeza para ser mantenidas día tras día como hizo mi padre en la territorial del Quert, en aquellos tiempos del fin de la Segunda Guerra Mundial en la que son muchas las personas que pasan por la frontera del Protectorado español en Marruecos, donde del interrogatorio de estos transeúntes y su posterior informe dependía su destino.

Posteriormente, la lucha por la vida, los tiempos del pluriempleo, el intento de seguir adelante con dignidad. Todo esto ya lo vivimos sus hijos y lo recordamos con cariño y emotividad, más aún con el paso del tiempo que, en vez de atenuar las vivencias las refuerza y da más valor al sacrificio de nuestros padres que se esforzaron para que nuestra infancia y adolescencia fuese lo más feliz posible.

Yo de pequeño recuerdo a mi padre siempre muy activo, trabajando junto a mi madre, muy unidos y compenetrados y muy atentos a todas nuestras cosas, aunque éstas fuesen de poca importancia. Lo recuerdo llegar a casa con su prensa y revistas francesas bajo el brazo, que nos hacían intuir un mundo diferente al que vivíamos. También lo recuerdo escuchando la Pirenaica o la BBC, noche tras noche. La libertad que nos daba a todos los hermanos, la tolerancia que tenía con nosotros. Las visitas a la casa de la calle de la Nave, esa «casa abierta» siempre llena de gente, donde te podías encontrar a tantos amigos de mi padre, como Rafa Izquierdo, que fue el primero que me habló de la FUE y me contaba aventuras extraordinarias. Con todas mis tías: Carola, Manola, Cándida, la tía Concha y sus amigas –casi todas hijas de padres represaliados– el tío Tomás, la tía Mariví, el tío Vicente, el tío Enrique Tomás y la tía Juanita, los primos… Las comidas en la playa de las Arenas que tanto disfrutaba, los amigos de Picassent…

También recuerdo que mi padre era muy generoso y espléndido. Nunca le importó el dinero. Necesitaba muy pocas cosas para vivir y no daba importancia a las banalidades, ponía por encima de todo su libertad e independencia y siempre confiaba en sí mismo, por lo que no temía al futuro.

Pasados los años, recuerdo sus ilusiones por la llegada de la democracia, el trabajo en la Asociación de Vecinos, en el Partido Comunista, el tiempo de las elecciones con una actividad frenética, las visitas que hacían casa por casa para explicar el programa electoral, dando una imagen de seriedad e inspirando confianza. Siempre activo y organizador.

Después está el reencuentro con los amigos de la FUE. Una constante a lo largo de su vida. Pero, ¿qué tenía la FUE que hizo que sus militantes se sintiesen orgullosos toda su vida de haber pertenecido a ella? La FUE no hay que entenderla como un simple sindicato estudiantil del tiempo de la República, era mucho más. La FUE constituye el modelo de organización democrática y unitaria por excelencia. Progresista, aconfesional e independiente de los partidos dio cabida a todas las ideologías de progreso y a nadie se le quedó estrecha. Pero además constituyó una plataforma para la aplicación práctica del proyecto cultural, educativo, reformista y modernizador encarnado por la República. Sirva como ejemplo la divulgación teatral entre las clases trabajadoras con «El Búho», las colonias escolares en los pueblos, la universidad popular contra el analfabetismo, el deporte… Todo ello tenía un fuerte atractivo para la juventud y a ella se sumaron numerosos jóvenes ansiosos de transformar la sociedad y que después lucharon en la defensa de la República. Así pues es posible que la singularidad de la FUE se encuentre en que era un proyecto cultural permanente y, por lo tanto, inacabado y como tal ha perdurado a lo largo de los años. Ese proyecto cultural nace de la Institución Libre de Enseñanza, pero pronto se reforzó con la asunción de la conciencia antifascista durante la guerra civil y permaneció vigente durante el franquismo por su carácter democrático y, por tanto, opositor a la dictadura.

Además, la FUE constituye un referente que va a permitir contactar entre sí a sus militantes, perdedores de la guerra y constatar que no se encuentran solos en su derrota. De ahí la excelente labor de Pepe Bonet que aprovechando su profesión convierte su consulta médica en una estafeta para mantener vivo este espíritu opositor a la dictadura y establecer la tertulia como forma de reunión donde encontrarse en aquellos años. Tertulias que constituían un lugar de contacto, de transmisión de información, de reflexión y de acción y que inicialmente y por seguridad tuvieron un carácter itinerante: el Hungaria, el Gato Negro, el Coto, el Gran Peña, el Ateneo, el Círculo de Bellas Artes, Bimby, la Taberna Gallega… Estas tertulias aparecen espontáneamente a finales de los años 40 y van a seguir ininterrumpidamente hasta nuestros días manteniendo su carácter republicano, en defensa de las libertades y con un espíritu unitario y apartidista que se prolonga con la creación de la Asociación de los Amigos de la FUE.

Tras la muerte del dictador, mi padre es uno más de los organizadores del histórico homenaje a Pepe Bonet, que se realiza con una comida de fraternidad en el restaurante de las Arenas al que asisten cerca de 350 antiguos militantes de la Federación de Valencia, y se reciben numerosas cartas y telegramas de adhesión constituyendo el inicio de una nueva etapa de la FUE ya legalizada como Asociación de Antiguos Miembros. Desde entonces y durante años forma parte del «petit comité» encargado de las diversas actividades promovidas por la FUE, siendo este un periodo que vive con auténtica pasión y dedicación y que requirió de mucho de su tiempo y perseverancia para llevarlas a cabo junto a sus entrañables compañeros. Además, es el encargado de recopilar y organizar el archivo de la FUE correspondiente a este periodo, colaborando con María Fernanda Mancebo, que posteriormente será donado a la Universitat de València.

Yo he tenido la suerte por mi profesión de estar a su lado toda la vida, y puedo decir que no existe felicidad mayor, sobre todo porque su carácter hacía que él fuese el alma de nuestra consulta. Siempre he admirado y envidiado su capacidad para establecer relaciones afectivas con los demás, tenía ese don especial que hacía que en pocos momentos se hiciera entrañable, no solo por su cortesía y delicadeza sino también por la meticulosidad y perfeccionismo con que trabajaba y que los pacientes sabían valorar .También he tenido la suerte y el privilegio de conocer a casi todos sus amigos. A algunos los conocí muy tempranamente y eran como de la familia, a otros más tardíamente, ya en las tertulias de La Taberna Gallega, pero al final siempre los traía a la consulta ilusionado y de los que yo no conocía me contaba sus biografías y anécdotas con una admiración que yo compartía. Era magnifico escucharles, a todos ellos, sabiendo lo que habían vivido: Rafael Talón, Sebastián Collar, Rafa Izquierdo, Juan Soria, Manuel Martínez Iborra, Darío Marcos, Vicente Ramis, Pepe Bonet, Víctor Agulló, Guillermo y José Guillermo Pérez, Tonico Ballester, Ricardo Muñoz Suay, Bartrina, Juanjo Estellés, Vicente Vélez, Ruiz Mendoza, García-Esteve, Boquet, Juanita Alberich, Alberto Romeu, Fayos, Alejandra Soler… Siempre he pensado que será difícil encontrar una generación tan irrepetible como la suya por bondadosa, generosa e íntegra.

No puedo dejar de hablar de su conciencia comunista. Cuando en estas memorias describe los acontecimientos políticos lo hace de forma resumida y didáctica y en pocas páginas cita los principales momentos que acontecen, desde el resurgir del movimiento obrero en los años sesenta, hasta la caída del muro de Berlín y, para dejar constancia de su reacción tras el derrumbe del «socialismo real», escoge un texto inédito de su amigo Luis Galán, texto duro, pero que refleja sin tapujos el desacuerdo doloroso que algunos ya tenían con unos sistemas burocratizados y esclerosados incapaces de confiar en la democracia y el pluralismo político, que se había puesto de manifiesto durante los sucesos de la primavera de Praga. Sin embargo, y como siempre hizo a lo largo de su vida, sabía poner en la balanza lo positivo y lo negativo, las cosas que no le gustaban y las que se podían justificar. No era nada proclive a dogmatismos, y destacó siempre en la defensa de lo justo y de los derechos individuales y colectivos en cualquier circunstancia, porque su militancia nace de los ideales del antifascismo unitario, de las enseñanzas de la vida, y del ejemplo que daban las personas con sus conductas y, tanto durante la guerra como en la dictadura, el ejemplo que dieron los comunistas demostraba que eran los que mejor aseguraban la lucha por las libertades y contra toda forma de opresión. Por eso, la práctica que vieron posteriormente en los partidos de los países del denominado «socialismo real» no era la que ellos querían que fuese, ni se correspondía con lo que habían vivido. Siguió pensando que el comunismo es la única alternativa válida para cambiar la sociedad que vivimos, para conseguir un mundo más justo, pero también que ese cambio solo será posible si se respetan escrupulosamente tanto las libertades como los deseos colectivos de la mayoría.

Un último aspecto que caracterizó a mi padre era su confianza y admiración por la juventud. Ese cariño fue una constante de su vida, pero se hizo más evidente al ir creciendo sus nietos, con los que disfrutaba y se preocupaba de inculcarles los valores que hay que defender, sobre todo la amistad, el respeto y la honestidad y todas las cosas por las que merece la pena luchar. No es de extrañar pues que no perdiese ocasión de conversar con los jóvenes, en cualquier situación, bien fuese en algún acto cultural, en una charla de un instituto, cuando acudían a las tertulias para recoger datos para la memoria histórica o en cualquier conversación improvisada, en cualquiera de las manifestaciones reivindicativas a las que, formando parte del colectivo de la FUE asistía, fuese el primero de mayo, el 14 de abril, el «no a la guerra»… y tantas otras a las que nunca faltaban y en las que era emotivo ver concentrados bajo la enseña republicana a ese grupo de luchadores, la mayoría octogenarios, manteniendo la misma ilusión que nunca les abandonó. Disfrutaba con los jóvenes y les hacía disfrutar con su afabilidad y admiración que, por evidente y sincera, siempre era reconocida por ellos a pesar de la diferencia de edad. Además era capaz de transmitir su optimismo ante cualquier manifestación de desánimo o indiferencia, defendiendo la necesidad de mantener la dignidad como personas por encima de todo.

Para él lo más importante de la memoria no era solo su capacidad para evocar, también lo era su capacidad para crear, y los que debían de crear el futuro eran los jóvenes.

Hasta el final mantuvo una actitud activa en la defensa de los valores democráticos de la izquierda. Recuerdo que en una de las asambleas del Movimiento 15M los organizadores le invitaron a hablar sobre aspectos educativos de la República. Ese día volvió a casa muy ilusionado y emocionado. Entre sus papeles he podido encontrar la nota escrita que les leyó. En sus palabras les decía la admiración que sentía por todos ellos, por reivindicar lo justo, día a día al aire libre de forma democrática y participativa. Les habló de lo que supuso la FUE para la juventud estudiantil, su carácter unitario y los avances sociales conseguidos por la República. Todo ello lo hacía, no con la melancolía de un tiempo pasado, sino con una visión muy actual de la necesidad de mantener una actitud firme para enfrentarse al mundo neoliberal que estamos viviendo, que cercena las posibilidades de progreso y sigue generando miedos e inseguridades. En ese acto solidario tenía 91 años, y era un joven más de los indignados reunidos en la plaza, compartiendo con todos, su amistad y solidaridad. Estaba como siempre donde pensaba que debía estar.

Quiero finalizar esta introducción sobre la vida de mi padre diciendo algo que le hubiera gustado decir a él, y es que sus memorias, al fin y al cabo narran las experiencias vividas por un combatiente de la República, sin cargos de especial relevancia, la de un militante de base como otros muchos, todos ellos con su historia, su particular y extraordinaria historia. Este aspecto es el que las hace relevantes, un relato compartido por una gran cantidad de luchadores anónimos que un día tomaron la decisión firme de defender la libertad y el progreso y hasta el final de sus días se mantuvieron fieles a sus convicciones. Si ellos pudieran escribir sus memorias seguro que serían casi intercambiables con las de mi padre. Y por eso me siento muy orgulloso de él y de todos ellos.

Deseo manifestar mi inmenso agradecimiento a Pilar Sanz y a Cristina Escrivá por su inestimable ayuda en la revisión, estructuración y corrección del texto así como en la elaboración de los pies de página aclaratorios, el índice general, la selección iconográfica y tantos detalles que por su experiencia como editoras conocen, y que han supuesto para las dos mucha dedicación y tiempo. Soy consciente de que lo han hecho con un especial cariño por tratarse de una persona muy especial, a la que tanto querían. También quiero agradecer muy especialmente a su gran amiga Alejandra Soler la semblanza inicial que hace de mi padre. Mi agradecimiento lo hago extensivo a Salvador Albiñana, sin ninguna duda la persona que más ha contribuido para que estas memorias viesen la luz y también por su lectura y revisión final del documento. A Pilar Bonet, Pepa Ramis, José María Azkárraga y Juan Navarro por su aportación de documentos gráficos y personales y, también, a José Luis Canet y Vicent Olmos del servicio de Publicaciones de la Universitat de València.

Por último quiero expresar el reconocimiento de nuestra familia a todos cuantos con interés y cordialidad han hecho que estas memorias puedan llegar al lector.

FRANCISCO MARÍN OLMOS

Valencia, marzo de 2015

Si tuviera que volver a empezar...

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