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III

Mientras intentaba descifrar las publicidades que inundaban el Distrito Arcos, un complejo comercial a cielo abierto que quedaba justo frente a su casa y prometía ser una visita muy habitual, Katka sintió que seguía sin entender el idioma pero que, a su vez, había empezado a acercarse definitivamente: no lo manejaba a la perfección pero ahora casi que lo intuía, le pisaba los talones: donde antes había inamovibles espacios en blanco, ahora se insinuaba siempre algún color.

Aunque no era un tema que le preocupara porque siempre había tenido mucha facilidad con los idiomas, mientras se aproximaba a la salida del centro comercial con la idea de volver al departamento para intentar hacerlo un poco más habitable, se le ocurrió que el error más común al aprender otra lengua es concentrarse sólo en lo racional: léxico y gramática. Se deja siempre afuera la parte afectiva y todo aquello que se ponía en juego al aprender la lengua materna: la relación inmediata entre la emoción y el significado, cuando, en efecto, el reconocimiento de las palabras no depende sólo del sentido sino también de un componente mucho más privado y emocional.

Aprender un idioma significa, en algún punto, adquirir la velocidad necesaria para recuperar el tiempo perdido y, por lo tanto, todas esas emociones.

Un ejemplo claro era para ella la palabra “funcionario”, que la unía directamente a su padre, y siempre estuvo impregnada de una mezcla de clandestinidad y vergüenza. El primer recuerdo que Katka tenía del colegio era de una mañana muy soleada de invierno: la maestra interrumpió la hora de dibujo, justamente lo que más le gustaba a ella, para anunciarles con una absurda solemnidad que, en los minutos que quedaban, iban a dedicarse a hablar del trabajo de los padres. Uno por uno, siguiendo un orden que no siempre resultaba previsible. El pizarrón se iba llenando de palabras como dentista, sastre y panadero. Justo cuando Katka se puso a pensar seriamente qué iba a decir, la maestra detuvo su mirada en ella y le hizo la pregunta de rigor: Kateřina, ¿de qué trabaja su padre?

–Es funcionario, funcionario del gobierno –respondió con un hilo de voz.

–¿Y qué hace? –insistió la maestra.

–No lo sé –dijo Katka como si acabara de perder una pulseada.

–¿Cómo que no sabe?

–Nunca me lo dijo, sólo escuché que es funcionario del gobierno.

–Bueno, pero yo también lo soy, eso no dice demasiado –sentenció la maestra, y la mayoría de sus compañeros se empezaron a reír mientras ella sentía que su cara ardía por un motivo indeterminado, entre la bronca y la vergüenza; y, en cierta forma, ese fue el episodio que provocaría poco después el cambio de colegio.

Durante los primeros meses en Buenos Aires Katka vivió algunas situaciones que, al principio, se parecían un poco a ese primer trauma infantil, aunque con la gran diferencia de que había aprendido a reaccionar. La misma noche en que llegó a Argentina estaba tan cansada y, a la vez, hambrienta que decidió ir, después de mucho tiempo sin visitar ese tipo de locales, al Burger King de Plaza Italia.

En algún lugar del trayecto que hizo caminando vio una frase pintada en la pared que le llamó la atención, pero no lo suficiente para detenerse y demorar aún más su poco saludable cena. Alcanzó a identificar, al menos, una palabra al voleo: “algo”.

Aunque tuvo que esperar más de lo que hubiera querido en la fila hasta acceder a la caja en la que atendía una chica de frondoso pelo negro trenzado y bastante acné, al principio todo parecía funcionar: combo, hamburguesa, kétchup, mayonesa, gaseosa dietética. Hasta que algo en apariencia básico generó un enorme conflicto y, justamente por parecerle tan elemental, casi la derrumba:

–Ah, y patatas.

–¿Qué?

–Con patatas.

–¿Batatas?

–Hm, no, patatas.

–¿Patatas?

–Sí.

–Papas, papas, no patatas.

Por supuesto, mientras con la mirada perdida se zampaba una argamasa de intento de carne, coca y condimentos, consultando con la mano aún grasienta el celular confirmó que la cajera tenía razón; pero, aun así, le pareció incon-cebible que ni la empleada que la había atendido ni los demás clientes pudieran interpretar inmediatamente una palabra no sólo tan parecida sino que además se usaba nada menos que en la madre patria, que para los argentinos debería ser un verdadero faro en el uso del idioma.

También en el aspecto más cotidiano notó muchas diferencias con Praga. Y esas diferencias que, otra vez, estaban vinculadas con distintas emociones podían resumirse en aparentes detalles que, sin embargo, desembocaban en cuestiones profundas. Por ejemplo, el hecho de que absolutamente todos los edificios de Buenos Aires tuvieran timbres con el número correspondiente a cada piso y la letra de cada departamento cuando en Praga solía incluirse en el tablero el apellido de los propietarios o inquilinos.

Esa diferencia, se dio cuenta enseguida Katka, tenía que ver con la inseguridad: en Buenos Aires resultaba peligroso dar una información tan básica como el nombre.

Otro detalle que la sorprendió fue que el contrato con la empresa de internet no tuviera una duración preestablecida; y, de la misma forma, el módem no lo vendía la compañía, sino que lo daba en consignación hasta que se terminara el servicio.

Pero lo que más le llamó la atención fue la dificultad para encontrar a un empleado que supiera hablar inglés, hasta que, en un negocio del centro, dio con un agente que al menos entendía y sabía hacerse entender.

De esos trámites en general solía encargarse la embajada, pero ella, otra vez, prefirió hacerlo sola. Si bien algunos la trataban de paranoica, Katka sabía muy bien que un pequeño descuido podía ponerla en riesgo. Incluso había empezado a moverse con relativa facilidad sola y, ya desde el principio, la cautivó el subte porteño: un espanto, un infierno que mezclaba los ruidos más atroces con olores nauseabundos y, para colmo, casi sin excepción había sufrido contratiempos: demoras y servicio limitado entre estaciones que no tenían demasiada explicación, más el desborde de las horas pico que, a diferencia de otras ciudades, sucedía casi siempre.

Katka tenía la fantasía de que bajo la tierra de Buenos Aires (qué extraña sonaba esa frase) uno podía llegar a experimentar todo el malhumor del mundo.

Apenas subió las escaleras mecánicas vio por primera vez ese artefacto alto pero no tanto, feo pero no horrible, extraño pero, a la vez, corriente del que había oído decir que era el monumento más emblemático de la Ciudad de Buenos Aires. El calor no cedía terreno y justo cuando Katka intentaba sacarse lo más rápido posible un pulóver fino vio cómo un grupo de turistas, seguramente brasileños, fotografiaban casi con desesperación ese lugar insulso.

Al volver a su tres ambientes de Puente Pacífico, Katka aterrizó en el sillón rojo de tela del living con el celular en la mano. Como si tuviera una premonición se dio vuelta y se puso a ver con detenimiento el cuadro que había en la pared: un dibujo de un hombre con los brazos cruzados, al que se le llegaban a ver las rodillas. Los colores y el diseño le hicieron pensar a Katka en una estética indígena, tal vez vinculada con el norte del país. Sin embargo, enseguida vio que la forma cuadrada de la cabeza y, sobre todo, ese peinado estilo carré con el que se lo había representado en el cine y también en un capítulo de Los Simpson se parecía mucho a él. Se puso a leer los mensajes pendientes. A pesar de que ya hacía casi tres meses que había llegado, los de la embajada checa le preguntaban con delicadeza cuándo tenía pensado acercarse al edificio ubicado en el barrio de Recoleta para conocer al personal.

Desde Praga, por otro lado, empezaban a mandar las primeras instrucciones. Pero, como bajo ningún punto de vista esa información podía circular, la obligaban a encontrarse con un enviado de los servicios a las siete de la tarde del día siguiente en un lugar cuyo nombre le sonaba tan raro como gracioso, una especie de contradicción en sí misma: el Palacio Barolo.

Con la excusa de un tour para presentar a la nueva delegación de la embajada checa, en determinado momento sería apartada para recibir algunas precisiones sobre la misión.

La contraseña que iba a escuchar en castellano y, a la vez, funcionaría como alarma era “erizo”, una palabra que no conocía, pero tampoco tuvo ganas de buscar en el diccionario.

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