Читать книгу Alto en el cielo - Juan Pablo Bertazza - Страница 8

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I

En pleno despegue, al ver los puentes sobre el río Moldava, Katka se dio cuenta de que se había olvidado el rito. Cada vez que debía enfrentar un cambio le gustaba atravesar el Puente de las Legiones para exorcizar cualquier miedo. Recorrerlo de punta a punta y tratando de pensar muy bien en lo que estaba por venir era para ella la mejor forma de combatir la ansiedad. Lo había hecho por primera vez con su padre, a los once años, al tener que ir a un nuevo colegio. Y haberlo olvidado ahora que el cambio implicaba no sólo mudarse de país sino también de hemisferio le provocó una mezcla de bronca y amargura, aun cuando no se consideraba una persona supersticiosa.

Lo peor era que lo había tenido en cuenta: estaba entre las tareas pendientes anotadas en un cuaderno diez días antes del viaje pero, con tanto para hacer, se le había pasado.

Como se lo distinguía perfectamente bien desde esa ubicación, además de conocerlo en detalle, trató de verse a sí misma, desde las alturas, atravesándolo. Pero apenas lo intentó, giraron en diagonal, el puente quedó totalmente tapado por una de las alas y el avión ingresó en una nube densa y profunda que sacudió la estabilidad.

Los pasajeros más fastidiosos, esos que en pleno vuelo se ponen de pie para buscar algo en sus bolsos o recorren sin ningún propósito los pasillos, empezaban a quedarse sentados.

El avión siguió su ascenso, dejó abajo la nube y miró de frente al sol que comenzaba a despedir el verdadero color del atardecer.

Era la primera vez que se olvidaba de hacer el rito ante un cambio fuerte y era la primera vez que Katka dejaba Praga sin saber cuándo iba a volver. De repente, la misión le pareció ridícula, como si desde el aire pudiera ver todo mejor. Para tranquilizarse recordó que había aceptado el viaje también por un impulso cada vez más intenso, algo entre la necesidad de alejarse y el deseo de descubrir qué hay más allá.

Con la mirada extraviada, y sin poder mirar el puente, se distrajo tocando la pantalla de su asiento, que se dividió entre títulos de películas casi nuevas, canciones con las que regresaban artistas olvidados y un menú de juegos que iba desde el clásico buscaminas hasta un test de cultura general que, en la pantalla de presentación, preguntaba quién había sido el primero en clasificar como elementos fundamentales el agua, el aire, la tierra y el fuego.

Luego de identificar la respuesta correcta entre otras dos opciones bastante ridículas, Katka recordó que, aunque algunas veces se había hecho esa pregunta, nunca lograba elegir con certeza cuál era su elemento preferido. Cambiaba de acuerdo a las circunstancias. El aire, en todo caso, le resultaba tentador. Quizás por ser el elemento más inhabitable: bajo el agua es posible permanecer algún tiempo, en la tierra ni hablar y el fuego permite cierta cercanía, a tal punto que es posible tocarlo un instante sin quemarse, como si su poder destructivo dependiera más de la duración que del contacto. El aire, en cambio, le resultaba excluyente y enigmático: sólo se lo podía atravesar, como ahora, mediante la ayuda de algún transporte aéreo, pero no de manera directa. Y esa imposibilidad la atraía.

Aire. Estaba yendo a una ciudad que llevaba el aire en su nombre: BA como NY que también es BA, Big Apple: una hoja en blanco, una ciudad totalmente nueva de la que sólo conocía lo que mostraba el universo musical de Evita bajo el filtro de Madonna. Un lugar en el que, según le habían dicho, reina el caos, pero quizás por eso mismo hace que una pueda sentirse más viva.

Todas esas frases que tenían como objetivo hacer entender un lugar antes de conocerlo le parecían terriblemente estúpidas. Intentaba anularlas y hacerse, en cambio, preguntas que tuvieran que ver con su propio modo de transitar la incertidumbre, esa incertidumbre que de haberse olvidado del rito del puente se había vuelto incluso más grande: ¿qué es lo que la haría reír de Argentina? ¿Cómo serían el cielo y los olores de una ciudad que se hace llamar Buenos Aires? Pero, sobre todo, ¿qué le esperaría en ese lejano país donde, si todo ese delirio terminaba siendo cierto, alguien había llevado el más extravagante souvenir de Praga?

Un rápido movimiento en el cielo le llamó la atención. Giró la cabeza y vio por la ventanilla la estela de un avión que iba en dirección contraria.

Le asombró la rapidez con la que se movía, aun cuando quizás fuera la misma que mantenía su propio avión. Pero la velocidad es algo que no puede observarse en uno mismo.

A pesar de que ya estaba bastante lejos reconoció que era de Czech Airlines y, por lo tanto, estaba yendo a Praga. Mientras empezaba el desfile de las azafatas ofreciendo comidas y bebidas neutras, Katka imaginó su eventual regreso: alguna vez, no sabía cuándo, y no terminaba de entender qué se suponía que debería haber hecho para ese entonces. ¿Cómo debía ser, en términos generales, su vuelo de regreso a Praga para poder decir que cumplió con éxito su misión? ¿Con un paquete gigantesco al lado? ¿Entrará en un único asiento? En el caso de finalmente encontrarlo, ¿serían capaces de hacerlo viajar en la bodega del avión para mayor seguridad? ¿Tendrá pene? ¿Se hará la paja como alguna vez le dijo su amiga Sandra sobre los osos del castillo de Český Krumlov?

Se rio sola. Una carcajada estruendosa que rasgó el silencio desodorizado del ambiente y despertó a la mujer del asiento del pasillo, que la miró mal y le preguntó si le pasaba algo. Ese fue el comienzo de una conversación que duraría todo el viaje, incluyendo las horas de escala en París y en el aeropuerto de San Pablo, y que sólo se vería interrumpida cuando Katka decidió mantenerse con los ojos cerrados y Delfina –que, al momento de presentarse, había hecho un chiste sobre la rima entre su nombre y su nacionalidad– siguió hablando sola.

Como los comienzos que parecen contradecir toda la historia posterior, al principio la miró con bronca por esa carcajada que la había arrancado de su sueño. Y le preguntó, en español, si le pasaba algo, con un tono de reproche al que Katka, que apenas podía entender el sentido general de la frase pero no las indirectas, contestó en checo, como una autómata.

Delfina se quedó pensando de qué país sería esa rubia espléndida mientras se perdía en el color de sus ojos, muy parecido a ese cielo que ya dejaba de ser Praga para convertirse en algo distinto, ambiguo, neutral.

Alto en el cielo

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