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I

En uno de los interiores art déco más impactantes de la Primera República, en plena Mariánské náměstí, el vicealcalde de Praga empezaba a devorar su opíparo desayuno en el centro exacto del gran hall de recepción cuando el insistente llamado de uno de sus más fieles colaboradores lo despertó de golpe.

La mezcla de luz natural que entraba por los ventanales y la de las tres enormes arañas que colgaban sobre la mesa se reflejaban sobre dos símbolos de la ciudad tallados en piedra.

–Señor, tal como me temía, hemos confirmado que el astrólogo y sus colaboradores lograron llegar al sur del mundo, aunque aún no se entiende cómo hicieron para salir del país sin registrarse.

Josef Pfitzner lo miró como si su lacayo acabara de salir de un mal sueño, esperando quizás que se disolviera en el aire majestuoso del salón pero, como eso no sucedía, le señaló su desayuno que recién acababa de empezar y le ordenó entrevistarlo al menos una hora más tarde en el jardín de invierno.

El colaborador acató la orden con un resto de rebeldía desbordante de fidelidad y se dirigió a su despacho para preparar el informe con el propósito de hacer notar al vicealcalde lo preocupante de la situación.

Una hora y media después, en el patio, con la música del piano de fondo y la vista en las fuentes de agua, lo único que le preguntó Pfitzner a su colaborador fue si se lo habían llevado, casi sin ninguna curiosidad, como si no temiera una respuesta y sólo esperase una confirmación antes de decidir.

–Todo hace suponer que sí, él y su equipo lo deben estar escondiendo en el sur, aunque nadie puede explicarse cómo, dado que casi no llevan equipaje. Es un verdadero misterio, yo le dije que había que secuestrarlo cuanto antes y tentarlo al astrólogo para que se uniera a nosotros.

Josef Pfitzner sonrió como si estuviera a punto de dormirse en un plácido lecho con sábanas de algodón egipcio. Inmediatamente golpeó con suma potencia el costado de la silla de cedro en la que estaba sentado. El golpe retumbó en todo el jardín de invierno y enseguida le gritó a su colaborador que se guardara sus consejos.

–¿Averiguaron en qué país del sur están?

–Brasil o Argentina, ahora mismo no lo recuerdo, el asunto es que no sabemos por cuánto tiempo se van a quedar...

–¡Basta! –gritó con tanta potencia el vicealcalde que su colaborador tuvo que cerrar los ojos.

Un minuto después, le hizo un gesto para que lo siguiese. Josef Pfitzner se dirigió hacia su residencia en el tercer piso del edificio, sus pasos resonaban en la cerámica con el eco de los de su colaborador, que intentaba ir rápido pero atento a no alcanzarlo. En cierta forma, estaba actuando de su sombra, aunque una sombra moderada, respetuosa, consciente de su condición. Cuando el vicealcalde aceleraba, la sombra aceleraba; cuando el vicealcalde disminuía el ritmo, lo mismo hacía la sombra. En la habitación principal el vicealcalde abrió el armario, sacó la enorme valija de cuero que apoyó abierta y vacía sobre la cama. La sombra se quedó esperando en el umbral sin entender bien lo que tenía que hacer y él habilitó con un leve movimiento de su mano derecha el ingreso de la sombra.

El vicealcalde salió al balcón como si necesitara tomar un poco de aire antes de sucumbir al ahogo de las malas noticias. La sombra hizo lo propio y los dos se quedaron extasiados ante la vista de esa magnífica ciudad en la que Josef Pfitzner se encontraba trabajando a sol y sombra, no sólo para hacer lucir todos sus encantos sino también buscando eliminar algunos tumores malignos como la horrible estatua del rabino Löw en uno de los laterales del edificio de recaudación tributaria, donde planeaba instalar un nuevo ayuntamiento, o la de Moisés en el barrio judío, tan desagradable que ni siquiera valía la pena mantenerla para el futuro museo de la raza extinta.

Al igual que le ocurría al mismísimo Führer, tanto le interesaba esa ciudad que ya estaba por ultimar los detalles para la regulación de los guías de turismo de Praga, con el propósito de que los asiduos visitantes no se expusieran a los cuentos y la ignorancia de cualquier improvisado que pretendiera mostrar la ciudad y pudieran recibir siempre información valiosa y fidedigna.

A pesar del frío de noviembre, el contacto con los rayos de sol ofrecía una hermosa calidez que revalorizaba aún más ese ventanal al que en muy contadas oportunidades el colaborador del vicealcalde tenía autorizada la entrada.

–Vamos a buscarlos. No hay manera de que se nos escapen, pero si los dejamos a su libre albedrío podemos perder de vista esa tan valiosa arma, y al Führer no creo que le agrade enterarse de que la perdimos.

–Por supuesto, señor, ¿pero usted estaría en condiciones de emprender semejante viaje? –preguntó el colaborador mientras paseaba su vista por algunas de las cúpulas de la ciudad, deteniéndose, sobre todo, en las majestuosas puntas que coronan la iglesia de Týn, como si el precio de abandonar ese entorno, aunque fuera sólo por unos meses, resultara demasiado oneroso.

Alto en el cielo

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