Читать книгу Alto en el cielo - Juan Pablo Bertazza - Страница 9

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II

Apenas atravesó la línea de llegada, Katka supo quién era la persona de la embajada checa que la estaba esperando. Un hombre robusto y macizo, con escaso pelo en forma de cepillo y una cicatriz en la mejilla izquierda. Vestía un traje oscuro y manipulaba un juguete que ella había tenido en su infancia: una vara metálica con una casita de madera por la que descendía en forma circular un pequeño pájaro carpintero, como si estuviera trabajando el tronco de un árbol. A Katka le pareció tan bizarra la escena que tuvo el impulso de esquivarlo. Pero cuando parecía alejarse de su campo visual, el checo hizo un movimiento demasiado rápido. Detuvo con el dedo índice la marcha descendente del pájaro carpintero y, haciendo del juguete una especie de prótesis de su cuerpo, lo utilizó para señalarla como si se tratara de un revólver o un cuchillo: ¿qué tal el vuelo?, le preguntó en una frase seca y letal que, al diferenciarse de todos los idiomas, llegó inesperadamente a los oídos de Katka.

Ella no acusó recibo, cruzó la salida y, con toda la naturalidad del mundo, eligió un taxi de la hilera desprolija que esperaba a los pasajeros.

El conductor era un muchacho de remera gris, pelo revuelto y un olor insoportable a perfume que, apenas la vio, trató de hacer lo imposible por caerle bien.

Katka apenas respondía sus preguntas: primera vez, vacaciones, una amiga, Puente Pacífico y, mientras decía esa última frase, tuvo la sensación de que su alojamiento quedaba en alguna parte del océano, a miles de metros bajo del nivel del mar.

Sí, alemana; no, primer viaje; no, no lo sé. Además de la actitud invasiva del conductor del taxi, lo que más le molestó a Katka fue el volumen de la música. Una melodía sincopada y de ultratumba que hacía brotar una voz grave y falsa, tan excéntrica como desagradable. Sin que ella le hiciera ninguna pregunta, el conductor tuvo la amabilidad de informarle que era la banda más polenta de la Argentina, algo así como una religión: trasciende la música y va más allá del fútbol, el peronismo y las pastas del domingo, dijo y, aunque ella no entendió una palabra, él se rio orgulloso de su síntesis.

–¿Podría bajar el volumen? –preguntó Katka en un español mucho más correcto de lo que imaginaba, y el conductor no sólo no le hizo caso, sino que, mirándola con cara de pajero por el espejo retrovisor, le dijo que era hermosa.

Lo que más le molestó no fue el piropo sino su expresión de ternura tan idiota como fingida, esa clase de falsedad que podía abrir las puertas a cualquier tipo de conducta.

Entonces Katka le pidió que parara el auto.

–¿Cómo? –preguntó él.

–El auto, ¿no entiende? –insistió y cuando el muchacho empezaba a disminuir la velocidad, con una cara que había pasado del enamoramiento instantáneo al asombro, ella se sacó el cinturón, desactivó el seguro manual y, una vez que se detuvo, se bajó del vehículo.

El conductor gritó inseguro y, apenas con un gesto de su mano, ella consiguió que el oloroso taxista se alejara por la Riccheri con cara de estas cosas no le deben pasar a nadie más que a mí.

Katka se sentó sobre el guardarraíl. Tosió y cruzó los brazos. Los rayos de sol sudamericano lograban un efecto interesante en su pelo rubio, pero aun así le molestaban. Sacó sus anteojos de sol de un estuche blanco que llevaba en el bolsillo de la campera, se los puso y, a los dos o tres minutos, estacionó al lado un Honda negro que bajó la ventanilla del acompañante. Lo que asomaba, después de un instante, no era la cabeza de ninguna persona sino una larga vara de metal por la que descendía un pájaro carpintero.

Cuando el ave terminó de aterrizar, Katka se subió al auto.

Alto en el cielo

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