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IV

En la esquina de su casa, en una de las paredes de la estación de tren, vio una frase pintada que le llamó la atención. Mientras seguía caminando se dio cuenta de que era la misma que había visto aquella primera noche del episodio de las patatas. Como no quería demorarse mucho volviendo sobre sus pasos, trató de memorizar una de las últimas palabras de la frase, que era “aprender”, ya tendría tiempo de decodificar el resto.

La convocatoria o la reunión, no sabía bien cómo decirlo, iba a ser a las 19:30 y, como aún no calculaba demasiado bien los horarios, salió con una hora de anticipación. Tenía que tomar otra vez la línea verde de subte (por alguna razón identificaba más rápido los colores que las letras) y bajarse en la estación Pueyrredón. De ahí combinar con la amarilla y, por último, con la celeste para terminar bajándose en Sáenz Peña.

Todo venía saliendo más o menos bien y, cuando llegó a la estación Pueyrredón, se quedó mirando un mural sobre la Ciudad de Buenos Aires: teatros porteños, colectivos llenos, taxis vacíos, cartoneros, pizzerías, chicos jugando a la pelota, puentes, bailarines de tango, oficios típicos, situaciones cotidianas y hasta alguna que otra estatua se confundían, en esa especie de collage urbano, con las grietas y manchas de humedad que empezaban a devorarse, poco a poco, la obra.

Katka contemplaba el mural mientras eludía a la multitud que atravesaba el pasillo. A pesar del ruido, la curva del techo que la obligaba a tirar hacia atrás la cabeza y el olor desagradable de siempre, algo la impulsaba a seguir mirando.

No obstante, un principio de mareo en combinación con una sensación de frío en la espalda hizo que Katka decidiera terminar su paseo frente a la representación del Obelisco: una figura desganada con un escudo en su base y la punta marchitándose hacia la altura del techo. No pudo dejar de preguntarse, otra vez, cómo algo tan insulso había llegado a convertirse en un emblema de la ciudad.

Cuando finalmente subió las escaleras del subte tuvo una sensación agradable al mirar la Avenida de Mayo en dirección al río: árboles, edificios señoriales y veredas un poco más anchas de lo habitual. Katka recordaba haber visto esa avenida el día que contrató internet, pero no con tanto detenimiento como ahora. Por un segundo, se le cruzó la idea de que algo de todo eso le hacía acordar a la Plaza Wenceslao, pero enseguida recordó el desprecio que le generaban quienes necesitan comparar todo el tiempo un lugar nuevo con el que ya conocen.

Levantó la cabeza y vio dos cúpulas casi juntas: una era roja, la otra blanca y tenía una forma especial, granulada, como si se tratara de uno de esos templos indios construidos en homenaje al amor. Aunque aún no lo sabía, a esa misma torre iba a subir exactamente una hora y media después.

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