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PRÓLOGO
HACER QUE LA AGLOMERACIÓN PAREZCA CIUDAD

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Néstor García Canclini

Nos provocan incomodidad algunos estudios de las ciencias sociales a quienes habitamos la megalópolis: ¿es creíble el orden con que agrupan los datos, la organización tan razonada de las cifras, de los comportamientos, de las curvas de accidentes y robos a lo largo de los años, para quienes ensayamos a diario, a distintas horas del día y de la noche, caminos menos inseguros, e intentamos soportar el tránsito y otros caos, hallar sentido y alivio en el gran desorden?

No faltan en este libro estadísticas ni las versiones inmobiliarias y policiales en las que se intenta explicar la Ciudad de México; pero para descifrar “el hartazgo y los caprichos de vivir en este sitio”, donde “la figura del flâneur que pasea con intenciones de perderse en pos de una sorpresa fue sustituida por la del deportado” (no puede volver a casa), Juan Villoro reúne a los que narraron la urbe y discute con ellos. Conoce a los testigos que la documentaron cuando sólo era el Centro Histórico, pasa por “la ciudad de casas bajas” e indaga a dónde vamos cuando se alzan torres de más de 250 metros. ¿Estaremos exagerando cuando creemos excepcional este amontonamiento?

La duda es puesta a prueba por el libro El vértigo horizontal al comparar nuestra megalópolis con datos y narraciones sobre Buenos Aires y Nueva York o al recordar qué les asombró en otro tiempo a muchos extranjeros en la capital mexicana. Trenza etnografías del Mixcoac vivido por el autor en su infancia con ceremonias en que se celebra el Grito de Independencia o se consagra a próceres nacionales (Obregón) y extranjeros (Hernán Cortés). Como experto que participó en el grupo redactor de la reciente Constitución de la Ciudad de México, Villoro detecta claves de cómo se escribió y se la olvidó. Contrasta desmesuras oficiales con historias de quienes administran monotonías cotidianas: el encargado, los conscriptos, los luchadores, “el instalador accidental” que decora un estacionamiento público o cuelga zapatos de un cable de luz.

Son, a veces, investigaciones densas como las que —dice Clifford Geertz— distinguen a los antropólogos; por ejemplo, la muy documentada sobre los niños de la calle. Pero la mirada es igualmente incisiva en los relatos más lúdicos sobre Tepito, el Chopo, la burocracia capitalina, las ferias y los parques temáticos. El placer del texto proviene de esta mezcla desinhibida de estilos y de incertidumbres.

Hay algo de reto al fracaso en tratar de escribir un libro sobre “una ciudad que se vive de millones de modos diferentes”. Villoro lo intenta haciéndose cargo de distintas generaciones de una misma familia, sin desentenderse de las peripecias de la suya. En este palimpsesto de memorias, de casas abandonadas y otras que se habitan como si lo estuvieran, de infinitos variadísimos traspatios, azoteas intermedias, zotehuelas, cafés y los poemas que los evocan, de gasolineras vecinas a mausoleos de héroes, templos de las causas perdidas y sencillas intemperies, casi resulta escandaloso, dice el autor, que tantas ciudades “lleven el mismo nombre”.

“Lo infinito requiere de estrategias para volverse próximo”: hacer cercano lo desconcertante, lo que suma lejanías es la astucia del cronista. Pero ¿cómo armar un libro, una interpretación coherente o al menos creíble con este “periodismo de inmersión” en territorios y ruinas tan diversos? No hay interpretación, pero sí hay libro. Su estrategia es asediar los puntos en que se manifiesta el desorden de modos en que parece urbano, detrás de las marcas y los logotipos, esos “toponímicos de Ninguna Parte”, como los llamó John Berger.

Poco después de leer el manuscrito, mejor dicho, el palimpsesto de Villoro, apareció un libro sobre otra ciudad multicultural que tuvo sus órdenes (nunca uno solo), el de Jorge Carrión sobre Barcelona. Allí se me volvió más claro el método del cronista mexicano. ¿Por qué, si las metrópolis se definen por los peatones y la cantidad de coches, la velocidad o el tráfico, analizar la capital catalana a través de los pasajes? Porque en cada pasaje, dice Carrión, “está la afirmación y la negación de la ciudad entera”. Esos pasadizos, hipervínculos, atajos entre lugares o conceptos no son ni caminos ni calles, ignoran o eluden en pausa el vértigo del tráfico. Los pasajes de Barcelona son notas a pie de página, túneles que nos llevan “a lo que hay debajo de la página, del texto urbano”.

Villoro y Carrión, seguidores heterodoxos de Walter Benjamin, disciernen sentidos metropolitanos hurgando en los rodeos con que sus ciudades, si no se organizan, al menos se vuelven legibles. Sus ejes de referencia están más cerca de los papeles rotos en las calles, lo que la gente se narra, sus modos de pasear y de inventar pasajes que de los mapas sin basura, la distribución de la Ciudad de México en delegaciones administrativas y otras arbitrariedades.

El vértigo horizontal es un libro que se conecta con los trazados familiares, los ritos de los habitantes, sus procesiones sagradas y laicas, incluso las profanadoras, como las contadas por los merolicos y Paquita la del Barrio. Villoro ofrece explicaciones, se le nota a menudo que leyó sociología y economía de la capital mexicana. Sin embargo, persigue sobre todo rearmar nuestros vínculos con la urbe a fuerza de apuntes sobre lo que nos entrelaza, lo que nos hace de aquí. Este libro se coloca en un pasaje intermedio entre sus tuits célebres, publicados luego en diarios y revistas, y sus novelas o las de tantos otros empeñados en descifrar el Distrito Federal y ahora la Ciudad de México.

“Eres del lugar donde recoges la basura”, escribió después del sismo de septiembre de 2017, “El que regala sus medicinas porque ya se curó de espanto”, “El que fue por sus hijos a la escuela. / El que pensó en los que tenían hijos en la escuela. / El que se quedó sin pila. / El que salió a la calle a ofrecer su celular. / El que entró a robar a un comercio abandonado y se arrepintió en un centro de acopio”. Cada verso podría ser un tuit; el poema, otro modo de hacer crónica. Las descripciones de los pobladores luego del temblor pueden nombrar, una por una, lo que hace el escritor-ciudadano.

El vértigo horizontal

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