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ENTRADA AL LABERINTO: EL CAOS NO SE IMPROVISA

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Durante cerca de veinte años he escrito sobre la Ciudad de México, mezclando la crónica con el ensayo y el recuerdo personal. El sincretismo del paisaje –la vulcanizadora frente a la iglesia colonial, el rascacielos corporativo junto a la caseta metálica de un puesto de tacos– me llevó a adoptar un género híbrido, respuesta natural ante un entorno donde el presente se deja afectar por estímulos que vienen del mundo prehispánico, el Virreinato, la cultura moderna y la posmoderna. ¿Cuántos tiempos contiene la Ciudad de México?

El territorio es tan extenso que produce la ilusión de tener distintos husos horarios. A inicios de 2001 estuvimos a punto de que eso ocurriera. El recién nombrado presidente Vicente Fox propuso un horario de verano y el jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, se negó a acatarlo. Como hay avenidas donde una acera está en la Ciudad de México y otra en el área conurbada, que pertenece al Estado de México, se creó la posibilidad de ganar o perder una hora al cruzar la calle. Los políticos mantuvieron con terquedad sus respectivas posturas cronológicas hasta que, por desgracia, la Suprema Corte de Justicia de la Nación consideró que era absurdo tener dos horarios y perdimos la oportunidad de caminar unos metros para pasar de la hora federal a la hora capitalina.

En este valle de pasiones, el espacio se somete a las mismas vacilaciones que el tiempo, comenzando por la nomenclatura. Durante décadas nos referimos a la “ciudad de México” para hablar de las dieciséis delegaciones que integraban el Distrito Federal y las colonias que se le habían unido desde el Estado de México. La expresión era un apodo, de modo que los académicos aconsejaban escribir ciudad con minúscula. A partir de 2016 el DF se transformó en Ciudad de México y adquirió los poderes que tienen los demás estados de la República, pero su nombre siguió siendo ambiguo, pues no abarca toda la metrópolis (como lo hacía el mote de ciudad de México), sino una parte, lo que antes era el Distrito Federal. ¡Bienvenidos al Valle de Anáhuac, la zona donde el espacio y el tiempo se confunden!

El sincretismo ha sido nuestra más socorrida fórmula para “hacer ciudad”. Esto se aplica a las construcciones, pero también a los recuerdos. Las distintas generaciones de una misma familia convierten la ciudad en un palimpsesto de la memoria, donde la abuela encuentra misterios ocultos para la nieta.

Tomemos de ejemplo la esquina de Eje Central (antes San Juan de Letrán) con Madero, en el corazón de la capital. Mi abuela paterna vivía frente a la Alameda Central y consideraba “moderno” ir al Palacio de Bellas Artes, ese extraño despliegue de mármoles que su generación asociaba con fantasías otomanas y la mía con un casino en Las Vegas. Para mi madre, la modernidad de esa zona era representada por la cafetería Lady Baltimore, de inspiración europea. Para mí, el contundente sello de los tiempos es la Torre Latinoamericana, que se alza en esa esquina y fue edificada el año de mi nacimiento, 1956. Por último, para mi hija, la marca de novedad está frente a la Torre, en la Frikiplaza, centro comercial de tres pisos consagrado al manga, el animé y otros productos de la cultura popular japonesa. En ese rincón de la ciudad coexisten las “modernidades” de cuatro generaciones de mi familia. Más que en un tiempo y un lugar determinados, vivimos en la suma y la intersección de distintos tiempos y lugares, un códice tanto físico como memorioso de los destinos cruzados.

Sin saber que comenzaba un libro, concebí el primero de estos textos en 1993, cuando viajé a Berlín para presentar la traducción al alemán de El disparo de argón. Como mi novela aspiraba a ser un mapa secreto del DF, la editora me recomendó un número de la revista Kursbuch que incluía un ensayo sobre el urbanismo soviético del filósofo ruso-alemán Boris Groys: “El metro como utopía”. Fue un descubrimiento decisivo. De manera sorprendente, el subsuelo soviético tenía un espejo en nuestro Sistema de Transporte Colectivo.

Al año siguiente pasé un semestre en la Universidad de Yale. Guiado por el texto de Groys y una antología preparada por Klaus R. Scherpe, Die Unwirklichkeit der Städte (La irrealidad de las ciudades), que encontré en el laberinto de la Biblioteca Sterling y que buscaba entender la ciudad como un discurso unitario, escribí un ensayo sobre el metro mexicano. Fue el inicio de un proyecto que a lo largo de los años y sus mudanzas crecería tanto como su tema, sin un plan que contuviera su expansión. Ante la proliferación de cuartillas, en algún momento pensé que no necesitaba un corrector de estilo sino un urbanista.

El vértigo horizontal incorpora diversos recursos testimoniales. Es el libro donde más géneros he mezclado y en cierta forma está constituido por varios libros. Su estructura obedece a un criterio de zapping. Los episodios no avanzan de manera lineal, sino conforme al zigzag de la memoria o los rodeos que provoca el tráfico urbano.

El lector puede seguirlo de principio a fin o elegir, al modo de un paseante o un viajero del metro, las rutas que más le interesen: los personajes, los lugares, los sobresaltos, las ceremonias, las travesías, las historias personales (todas lo son, pero los pasajes ordenados bajo el rubro “Vivir en la ciudad” insisten más en este aspecto).

El vértigo horizontal

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