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SOBRESALTOS: ¿CUÁNTOS SOMOS?

¿Es posible aclimatarse a lo que se transforma sin parar? El principal “método de adaptación” del chilango consiste en pensar en irse a otro sitio, valorar las alternativas, admitir la imposibilidad momentánea de partir y permanecer con el propósito de planear mejor el escape.

En medio siglo he vivido tres años en Berlín, tres en Barcelona y dos semestres en universidades de Estados Unidos. Siete años fuera, más algunos viajes. He pensado mil veces en mudarme, pero el tiempo me ha convertido en el único miembro de mi familia que nació en la capital y sigue viviendo ahí. No sé si atribuir el hecho a la voluntad o a la fatalidad. Lo cierto es que la ciudad se ha convertido en una segunda naturaleza para mí. Si el Barça gana la liga y estoy en Barcelona, quiero ir al Ángel.

En mi caso, las ansias de partir se agudizan a fines de septiembre, luego de pasar por dos ilusiones en las que he dejado de creer: las fiestas patrias y mi cumpleaños. En septiembre estoy más viejo y la patria se celebra a sí misma sin causa aparente, pero lo peor es que para entonces ya llevamos cuatro meses de lluvias.

El agua no cae en este valle; se desploma como si algo se hubiera descompuesto en el cielo. Las avenidas recuperan el curso de cuando eran ríos, todo se inunda y comprobamos que aniquilar el lago de los aztecas fue un desastre sólo superado por la amenaza de que el lago regrese a nuestra sala. Al tercer par de zapatos húmedos envueltos en papel periódico, quiero irme para siempre, sabiendo que no lo haré.

El solo hecho de vivir aquí es un trabajo de medio tiempo donde la remuneración son las molestias, pero cuesta mucho renunciar a él.

–¿Ya volviste de Berlín? –me preguntó un conocido.

–Hace treinta años.

–Ah. Te fue mal, ¿verdad?

Este diálogo refleja una superstición popular: irse es una oportunidad de salvación; regresar, una derrota. Sin embargo, la mayoría de quienes piensan de ese modo se quedan en la ciudad que crece como una prueba en piedra de que estaríamos peor en otro sitio.

“La Ciudad de México es, ante todo, la demasiada gente”, afirma Carlos Monsiváis en Los rituales del caos. Por su parte, en La guerra de las imágenes, Serge Gruzinski la describe como un “caos de dobles”.

Somos muchos, pero nadie siente que sobra. Cuando Günter Grass visitó la ciudad en los años ochenta quiso saber cuántos habitantes tenían el DF y el área conurbada. El desconcierto llegó con la respuesta que se daba por entonces: “Entre dieciséis y dieciocho millones”. El “margen de error” era del tamaño de Berlín Occidental, donde vivía Grass. Esa incertidumbre sólo ha crecido.

Diversos estudios de apariencia seria hacen un dispar conteo de la población y un narcisismo de la negatividad nos lleva a creer que la más elevada es la más precisa. Tengo la impresión de que somos menos de los que pensamos, pero aun así somos muchísimos. ¿Quince, diecisiete, veinte millones? Lo interesante, desde el punto de vista de la psicología capitalina, es que la cantidad exacta resulta inescrutable.

Cada vez que llevo a un amigo alemán a algún sitio suelo dar una o dos vueltas en falso, ya sea por despiste o porque una calle se cerró para celebrar una feria o un maratón. Al primer titubeo, el amigo pregunta: “¿Te perdiste?” Alemania es un país donde hay gente que se suicida porque reprueba tres veces el examen para taxista, tan exigente que obliga a conocer las mejores rutas de la ciudad en cualquier horario, tomando en cuenta las salidas de las escuelas, las fiestas religiosas y los partidos de futbol. Un giro equivocado indica ahí que no se domina el territorio. Ciertamente, Waze y Google Maps han llegado como aplicaciones salvadoras, pero ante la proliferación de calles con el mismo nombre te pueden llevar al rumbo equivocado. El usuario debe conocer también el nombre de la colonia, pero esto tampoco es concluyente. Vivo en un barrio que tiene dos nombres oficiales, Villa Coyoacán y Coyoacán Centro; sin embargo, el sistema operativo de Uber lo reconoce con un tercer nombre: Santa Catarina. La calle se llama como uno de los hombres fuertes de la Revolución mexicana. Esto significa que el nombre se reitera en los más distintos confines de la ciudad. De acuerdo con la Guía Roji de 2017, el área metropolitana dispone de cuatrocientas doce calles, cerradas y avenidas con el apellido Carranza. Para llegar a mi casa hay que descartar las cuatrocientas once opciones que están en otras zonas y conocer los tres nombres distintos que las aplicaciones digitales dan a mi colonia.

Además, los programadores de Waze no siempre están al tanto de los repentinos usos que damos al espacio: después de una ola de asaltos, los vecinos se reúnen un miércoles de hartazgo y colocan una reja o una pluma para impedir que los extraños entren a su calle; con la misma espontaneidad, un jueves de antojo se improvisa la feria del tamarindo en la avenida que pretendías cruzar.

En un paisaje donde la orientación es casi imposible, la vuelta en falso representa un mero tanteo; la equivocación da confianza (si la detectas, averiguando que “no es por ahí”, confirmas que la meta existe). El territorio nos excede en tal forma que es mejor ignorarle ciertas cosas. No saber cuántos somos puede desconcertar al visitante, no a nosotros, convencidos de que el “margen de error” nunca es del todo malo, pues anuncia la posibilidad de llegar a algo que no sea un error.

El vértigo horizontal

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