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VIVIR EN LA CIUDAD: “SI VEN A JUAN…”
ОглавлениеConocí el mundo en la colonia Insurgentes Mixcoac, región de casas pequeñas, construidas en su mayoría en los años treinta del siglo pasado, donde mi abuelo, pastor de ovejas español que llegó al país a “hacer la América”, había levantado un dúplex con muros de una solidez extrema, inspirados en algún baluarte visto en su infancia. Enfrente vivían otros españoles, dueños de la panadería La Veiga, el negocio más popular del barrio junto con la Tintorería Francesa, enorme establecimiento en avenida Insurgentes, revelador de la importancia que entonces se concedía a sacar manchas de la ropa.
La casa de los Fernández, propietarios de La Veiga, tenía la misma cuadrada consistencia que la nuestra. Por lo visto, era el sello de los inmigrantes que prosperaban, pero seguían temiendo que el techo se les viniera encima.
Las calles de la colonia llevaban nombres de ciudades españolas. Vivíamos en Santander esquina con Valencia. Yo pasaba largo rato sentado en la banqueta, esperando que un coche se aproximara como un insólito espectáculo. Cuando jugábamos futbol callejero, usando las coladeras como porterías, nos servíamos de un grito atávico para anunciar la ocasional llegada de un vehículo: “¡aguas!”
En tiempos virreinales, las familias se deshacían de los orines lanzándolos por la ventana al grito de “¡aguas!” Un par de siglos después, ese alarido señalaba entre nosotros la presencia de un auto. La interrupción permitía recuperar aliento y estudiar el modelo en turno. Si una mujer iba a bordo, nos acercábamos a la ventanilla para verle las piernas (comenzaban los tiempos de la minifalda).
Resulta difícil narrar esos años sin asumir un tono nostálgico. La ciudad se ha modificado en tal forma que el solo hecho de describirla parece una crítica del presente. Aclaro, para mitigar la lucha de las edades, que no deseo reencarnarme en el niño que creció en Mixcoac, ‘lugar de serpientes’. Ésa fue la peor época de mi vida.
No idealizo lo que desapareció, pero debo consignar un hecho incuestionable: la ciudad de entonces era tan distinta que casi resulta escandaloso que lleve el mismo nombre.
En el barrio donde crecí bastaba abrir la puerta para socializar. De modo genérico, hablábamos de “amigos de la cuadra”, aunque se tratara de meros conocidos. Todo mundo se dirigía la palabra a la intemperie, no siempre con buenos resultados.
El aislamiento era una condición de los misántropos. Junto a mi casa había una construcción diminuta, agobiada por un jardín convulso, donde las plantas crecían con el mismo desorden que inquietaba la cabellera de su propietario. Rara vez lo veíamos salir de ahí. Además, tenía un telescopio, indicio de que sus turbulencias podían ser astrales. Su mujer contaba con los atributos de melena, vestuario y uñas largas para ser considerada bruja, incluyendo un gato que la seguía con raro magnetismo. Esa pareja sin hijos, aislada en su mínimo bastión, confirmaba que sólo los muy extravagantes se resistían a hablar con los demás.
Sin embargo, la tarea de socializar no era sencilla para alguien de seis años, sin antecedentes en la zona y con padres que vivían ahí, pero rara vez estaban en casa. El niño que salía a conocer a sus congéneres enfrentaba una compleja cultura del agravio, donde se consideraba desafiante “quedársele viendo” a una persona (¿cuántos segundos de insistencia óptica llevaban a esa ofensa?), donde los diminutivos denotaban falta de virilidad y donde la cordialidad dependía menos del afecto que del temor a ser agredido.
La vida callejera se regía por un darwinismo primario, una impositiva apropiación del espacio, donde una palabra fuera de lugar podía meterte en problemas. El prestigio territorial se imponía con los puños, el carisma o el dinero. Yo carecía de esas virtudes y necesitaba protección para no convertirme en esclavo de quienes dictaban la ley.
La gran utopía de mi infancia fue tener un hermano mayor. Anhelaba que, por obra de un inexplicable azar, una persona que me llevara dos o tres años se presentara a la puerta de la casa, reclamando los derechos del primogénito que yo aborrecía. Ser el primero de mi estirpe me obligaba a salir a la calle sin instrucciones de uso.
A los seis años no era valiente, carecía de personalidad arrolladora y de dinero para congraciarme con los otros invitándoles refrescos en la miscelánea La Colonial.
Me aceptaron en la pandilla sin convertirme en súbdito de último rango porque mi manera de hablar les hizo gracia. No tenía ingenio ni don para los chistes, pero decía cosas extrañas. Eso venía de mis revueltas influencias culturales. Mi padre había nacido en Barcelona y crecido en Bélgica. Decía peonza en vez de trompo y báculo en vez de bastón. También mi abuelo materno era español. Vivía en la parte baja de nuestro dúplex y casi nunca hablaba, pero cuando lo hacía parecía un sacerdote iracundo salido de una película (en aquel tiempo, todos los sacerdotes del cine mexicano hablaban como españoles, y mi padre había actuado de cura en La sunamita, film de Héctor Mendoza basado en el cuento de Inés Arredondo). Mi abuela era yucateca y contaba historias con un abigarrado popurrí lingüístico. Al festejar algo decía ¡chiquitipollo! en vez de ¡lero, lero! No siempre le entendíamos. Desesperada ante nuestra incomprensión, decía: “¡Mato mi pavo!”, lo que significaba “Me rindo”.
Mi madre estudiaba psicología y pocos años después entraría a trabajar al Hospital Psiquiátrico Infantil. Regresaba a casa cansada de ver niños profundamente afectados, indispuesta para enfrentar a mi hermana Carmen y a mí, niños superficialmente afectados.
Yo estudiaba en el Colegio Alemán Alexander von Humboldt. Por un capricho de la diosa Fortuna, caí en el grupo de los alemanes. A los seis años sabía leer y escribir, pero sólo en alemán.
Todo esto me convirtió en alguien que hablaba raro. No era una gran virtud, pero esa singularidad me salvó de algunas palizas y permitió que los más fuertes me protegieran, como lo hubieran hecho con un loro capaz de pronunciar palabras locas o recitar la alineación del “campeonísimo” Guadalajara.
El barrio tenía dos zonas de misterio: la miscelánea y las casas abandonadas. La tienda olía a chiles en vinagre, papel de estraza y cosas dulces. Aquella cavidad mal iluminada nos ponía en contacto con un universo lejano y abigarrado –decididamente moderno–, el mundo donde se producían las golosinas envueltas en el crujiente prodigio del celofán.
Nuestro destino se medía en centavos: la Coca pequeña costaba treinta y cinco; la grande, cuarenta y cinco, y la familiar, noventa; los polvorones, cincuenta; los chicles Motitas, diez, y los Canguro, cinco centavos. Mi mente nunca ha estado tan atenta a la economía como entonces. Soy incapaz de recordar el precio de lo que ayer compré en un Oxxo, pero no puedo olvidar que el insólito Delaware Punch costaba cuarenta centavos, cinco menos que una Coca mediana.
Nos reuníamos en la miscelánea La Colonial, más que a comprar, a discutir de cualquier tema y codiciar los pastelillos chatarra que comenzaban a dominar el mercado con sus nombres de fábula: Gansitos y Pingüinos (más tarde llegarían los Mamuts). Aquel sitio fue para nosotros el equivalente del ágora en Atenas. El punto para pensar la urbe.
El otro destino de interés eran las casas abandonadas. La vida inmobiliaria parecía sometida a intensas tragedias personales que obligaban a salir de un sitio sin poner un cartel de “Se renta”. Las plantas invadían esos hogares, y ocasionales vagabundos encendían hogueras en los cuartos con restos de algún mueble. Saltábamos las rejas rematadas en puntas de flor de lis para explorar esos museos del abandono y la desgracia. Las casonas vacías solían ser más lujosas que las nuestras, lo cual aumentaba el enigma de que hubieran sido cedidas al salitre y los ratones. ¿Qué catástrofe explicaba la huida? A alguien le tenía que haber ido muy mal para dejar esos cuartos pintados en color palo de rosa a merced de los niños del vecindario.
Exploré la colonia por mi cuenta, pero encontré mi principal amistad frente a la casa. Una solterona cobró un singular afecto por mí. Vivía en una anticuada casa con duelas de madera. Ahí, el aire olía a genciana y trapos húmedos, cosas buenas y vagamente submarinas. Me invitaba a merendar, me pedía que le contara asuntos de mi escuela, me preguntaba por los gatos callejeros y pedía que los bautizara para ella.
Una tarde me preparó un baño. Me encantó entrar al cuarto de mosaicos blancos y muebles arcaicos –un aguamanil desportillado, un armario con doble espejo, una tina sostenida por cuatro garras de felino–, un baño de la época de la Revolución. Continué la amistad en estado de remojo.
A la distancia, me sorprende la relación con esa mujer cuyo nombre no recuerdo y a quien bauticé como La Señora Amiga. No hubo frotamientos ni indicios de un temprano y confuso trato erótico. No quiso abusar de mí. Sencillamente, era una persona solitaria. Parecía hecha para las casas abandonadas de la colonia. La pasé bien en su discreta compañía, sumido en un tibio nirvana sin obligaciones, hasta que mi madre se enteró del asunto y reaccionó como lo hace cualquier mujer inteligente que estudia psicología; es decir, como una loca. Fue la primera escena de celos que contemplé en mi vida, siendo el involuntario protagonista de la afrenta. Mi madre me acusó de preferir a La Otra.
–¿Si tanto la quieres por qué no te vas con ella? –preguntó al borde del colapso.
Antes de que yo pudiera responder, fue por una maleta, la llevó a mi cuarto y comenzó a empacar mis cosas. Dobló con cuidado las camisas y enrolló los calcetines sin que yo creyera que en verdad me estaba corriendo de la casa. Se trataba de mi madre, la mujer que yo adoraba al punto de creer, con granítica convicción, que su biografía aparecería en una de mis historietas favoritas, Vidas ejemplares, que narraba en forma melodramática los martirios de los santos.
La vi colocar mis pertenencias en la maleta que usábamos para ir a Veracruz, esperando que de un momento a otro suspendiera su absurda tarea. No lo hizo. De pronto, se dirigió a la cocina y regresó con el frasco de hierro. En las mañanas yo tomaba una cucharada de ese denso jarabe que supuestamente ayudaba a crecer. Cuando el frasco entró a la maleta, se produjo un efecto mágico: aquello era cierto. Si mi madre se tomaba el trabajo de empacar algo tan preciso, no podía estar jugando.
Fue la mejor y más dolorosa lección literaria de mi vida. Para que una escena resulte verosímil requiere de algo que no debería estar ahí y, sin embargo, está ahí. La mosca en la sopa. Esa presencia insólita y al mismo tiempo lógica otorga al hecho una singularidad que sólo puede ser creída.
Al ver el frasco en mi equipaje, me arrodillé, pedí perdón, juré no amar nunca a otra mujer. Pude seguir en casa.
Conté esta anécdota en El libro salvaje, como un homenaje a las enseñanzas literarias de mi madre y un tardío afán de superar el trauma de no amarla en exclusiva.
A partir de ese incidente, dejé de salir a la calle. Concebí entonces una fantasía negativa. Imaginaba que me fugaba y mis padres me extrañaban mucho. Durante años vivía en la oquedad de un ahuehuete en Chapultepec. Cuando ellos finalmente daban conmigo, yo era un mendigo balbuceante que había olvidado el español. Al contemplar mis taras lingüísticas, provocadas por el sufrimiento y la miseria –mi esforzado desaprendizaje en Chapultepec–, mis padres sentían una honda lástima por mí, pero, sobre todo, se sentían tremendamente culpables. Con deleitable detalle, imaginaba sus rostros arrepentidos. Mi ideal de vida consistía en arruinarme para hacerlos sufrir.
No tuve oportunidad de ejercer este masoquismo porque ellos alteraron el destino de otro modo. Ambos provenían de tradiciones separatistas: él de Cataluña, ella de Yucatán. No fue extraño que se separaran cuando yo tenía nueve años.
Dejamos la casa en Insurgentes Mixcoac y nos mudamos a un departamento en la colonia Del Valle. La familia quedó reducida a mi madre, mi hermana Carmen, dos años menor que yo, y a mí. Mi padre vivía bastante cerca, en el edificio Aule, en la esquina de Xola e Insurgentes. Él comía en casa dos veces por semana, dormía la siesta, y los domingos nos llevaba al zoológico o al cine, y a mí al futbol. Esta apariencia de normalidad no era suficiente en un entorno donde el divorcio se revestía del halo negro del fracaso y el escándalo. Ninguno de mis compañeros de escuela tenía padres divorciados, y entre los nuevos amigos de la cuadra sólo los Mondragón habían pasado por ese trance. Fue el primer motivo para acercarme a ellos.
Mi vida cambió para siempre al contacto con esa familia. Jorge tenía mi edad y eso facilitó la amistad. El mayor de los varones, Gustavo, era cuatro o cinco años más grande que nosotros, pero disfrutaba enormemente la compañía de los menores. Pasaba las tardes enseñándonos nuevas formas de dominar el balón o descubriéndonos grupos de rock. Entendí que la vida tenía sentido porque existían el futbol y la música. Poco después, los Mondragón me revelaron otro asombro. Estudiaban en el Colegio Tepeyac, en la colonia Lindavista, al norte de la ciudad, y un día me invitaron a un entrenamiento de los Frailes, el equipo de futbol americano. Gracias a esa travesía, entré al laberinto. Atravesamos el DF en camiones y tranvías. De un modo inexpresable pero cierto, sentí que esas calles, plazas, glorietas, avenidas, cines, tiendas, letreros luminosos y parques desconocidos eran míos. Mi familia estaba reducida al mínimo, estudiaba en el Colegio Alemán, donde no dominaba suficientes frases con cláusulas subordinadas para integrarme, y hablaba en forma rara. Estaba fuera de lugar. Sin embargo, la vastedad del territorio me hizo saber que ahí podía tener acomodo. Decidí ser de la ciudad, como si no lo fuera antes. Decidí amarla y despreciarla como sólo se ama y se desprecia lo que te pertenece. Decidí entenderla, con una mezcla de entusiasmo y estupor. Para un desorientado, el laberinto es una casa.
Recién mudado a la colonia Del Valle, pasé cada vez más tiempo en las calles en torno a la cerrada de San Borja, algo que a mi madre le resultaba conveniente, pues llegaba muy tarde del Hospital Psiquiátrico Infantil. A las siete u ocho de la noche, ella volvía a casa y no tenía la menor idea de dónde estaba yo. Eso no la alteraba en lo más mínimo. Al no encontrarme en el departamento, bajaba a la calle y le decía al primer conocido con el que se topaba:
–Si ves a Juan, dile que venga.
No era necesaria otra búsqueda. Más temprano que tarde, el mensajero daba conmigo:
–Que ya vayas a tu casa –decía.
No hacía falta buscar a la gente para encontrarla. Todos estábamos ahí, en un microcosmos contenido. La inseguridad existía en la mente, no en las calles.
Algo me quedó para siempre de esa época. Camino por la ciudad sin rumbo fijo y sin pensar en la hora del regreso, confiando en que algún conocido me avise de pronto que debo volver a casa.