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I. La ilustración y la libertad

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Nuestros dos siglos y medio últimos abarcan una etapa histórica que tiene como uno de sus elementos diferenciadores el de la consecución de la libertad. Siguiendo la estela de las ideas ilustradas, el lema de la revolución francesa fue libertad, igualdad, fraternidad, y en él se inspiró la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Una de las primeras decisiones de la Asamblea constituyente fue la de abolir la ley de servidumbres personales, y en 1790 se suprimió el derecho de la Iglesia a cargar con impuestos propios a los campesinos. El desarrollo del Estado liberal de derecho hizo que fuera más la libertad que la igualdad la que definiera el periodo histórico que se iniciaba. El liberalismo y el antiintervencionismo enfatizaron la importancia de la libertad personal en el ámbito de las creencias, de la expresión y manifestación de las mismas, de la participación política y de la iniciativa empresarial. El laisser faire, laisser passe significaba que nunca el Estado podía estar por encima del individuo, que no podía imponerle sus ideas, que sus intereses nunca podían prevalecer. Comenzaba así una nueva fase para la humanidad. Verdaderamente los individuos lograron en muchos aspectos evitar formas de sumisión que históricamente habían tenido que padecer.

La libertad siempre ha tenido enemigos. En la antigüedad el principal enemigo de la libertad fue la institución de la esclavitud, presente en la mayoría de imperios y civilizaciones. La Iglesia Católica, que durante siglos había padecido mucha represión y persecuciones, se convirtió en un evidente enemigo de la libertad durante la Edad media, cuando trató de impedir el pensamiento libre y combatió verdades científicas distantes u opuestas a sus dogmas. El papel que cumplió la Iglesia en la Edad media fue en parte ocupado en la edad moderna por el Estado absoluto, conceptualmente basado en la sumisión al monarca, al soberano. La libertad de todos se concentraba en una libertad ilimitada de una sola persona, que presuponía la obediencia de todos sus súbditos, sin que ni siquiera las leyes pudieran constituir un instrumento de protección ciudadana frente al poder.

La irracionalidad del absolutismo se vino abajo con la Ilustración, pero en realidad la libertad humana siguió teniendo un importante enemigo: el propio hombre. El concepto kantiano de imperativo categórico sirvió bien para reflejar este cambio. La libertad implicaba para Kant no injerencia externa, pero los deberes y obligaciones no desaparecían, sino que eran sustituidos por el imperativo categórico de actuar según dictara la propia conciencia. Resulta sugerente que Freud se remontara en diversas obras al imperativo categórico como precedente de su noción de superego, de la instancia moral interna que nos compele a comportarnos de un modo u otro dependiendo de cómo se haya resuelto el complejo de Edipo y de cómo se hayan internalizado posteriormente las normas procedentes del padre o de las autoridades sustitutivas o complementarias; esto es, de cómo evoluciona desde la infancia el inconsciente, el ello, y de cómo se ha ido relacionando con el consciente, con el ego.

La historia se puede interpretar como lucha por la consecución de la libertad, lucha que protagonizaron sobre todo los oprimidos de cada momento histórico. Teóricamente, la revolución francesa marcó la frontera a partir de la cual las sociedades comenzaron a caminar firmemente hacia la libertad, hacia el fin de la dependencia de las cadenas políticas, religiosas, económicas, sociales y morales con las que secularmente habían cargado los seres humanos.

El valor de la libertad constituyó el eje de la fundamentación y defensa de los derechos humanos durante la Ilustración. El reconocimiento de la libertad individual frente al poder político en la revolución francesa tenía el antecedente lejano de la Declaración de derechos inglesa de 1689, destinada a garantizar, en palabras de Locke, “la vida, la libertad y los bienes de los asociados”, y los más próximos de la Declaración de independencia norteamericana de 1776, en la que se puede leer que “todos los hombres son dotados por su creador de algunos derechos inalienables, entre los que están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”; y de la Declaración de derechos del mismo año del Buen Pueblo de Virginia, según la cual “todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes (…) y tienen el derecho innato al goce de la vida y de la libertad”.

Influida por estos textos normativos, la Asamblea Nacional constituyente de Francia proclamó el 26 de agosto de 1789 la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, que afirmaba que la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión “son ‘derechos naturales, imprescriptibles y fundamentadores de toda asociación política’. Cuatro años después la Asamblea realizó una nueva Declaración que desarrolló la anterior concretando las referencias a la libertad de expresión, a la libertad religiosa y a la libertad de reunión, e incluso enunciando el derecho de resistencia ante la opresión política. Eran evidentes los ecos de las voces de quienes doctrinalmente habían anticipado este nuevo marco político, como Wolff, quien ya en sus Principios del derecho de la naturaleza y de las gentes, de 1758, había definido la libertad como ‘independencia en la que se encuentra el hombre, en relación con sus acciones, de la voluntad de cualquier otro hombre, y que es natural porque la naturaleza se la da a todos los hombres en el estado original, y en virtud de la cual, en tanto que no se actúe contra el derecho ajeno, se puede seguir el propio juicio en la determinación de sus acciones1’. O como el que encontramos en la voz Autoridad política de la Enciclopedia de Diderot y D´Alambert, donde se afirma que ‘ningún hombre ha recibido de la naturaleza el derecho de mandar sobre los otros. La libertad es un regalo del cielo y cada individuo de la misma especie tiene el derecho a gozar de ella de la misma manera que goza de la razón’ ”.

La filosofía práctica de Kant ofrece claras alusiones a la libertad en tanto que ausencia de opresión. La libertad jurídica y política constituye para Kant la razón de ser de la sociedad civil y del propio Estado, pero no por ello está desconectada de su ámbito subjetivo y psicológico: “Expreso el principio de la libertad para la constitución de una comunidad con la fórmula: nadie me puede obligar a ser feliz a su modo (tal y como él se imagina el bienestar de otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando que al hacerlo no lesione la libertad de los demás a tender a este fin de forma que su libertad pueda coexistir con la de cualquier otro2”.

En su breve ensayo ¿Qué es la ilustración?, Kant define este periodo histórico-conceptual como “la liberación del hombre de su culpable incapacidad”, entendiendo la incapacidad como imposibilidad de servirse de su inteligencia sin ayuda externa. Esta definición optimista da paso después a un análisis sociológico y psicológico bastante más pesimista: “La pereza y la cobardía son causa de que una gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena tutela”. El ser humano prefiere mayoritariamente rehuir la emancipación, optando por seguir sometido al poder como mal menor ante los riesgos de la libertad: “los tutores cuidan muy bien de que la gran mayoría de los hombres considere el paso de la emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso. Después de entontecer sus animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino trillado donde los metieron, les muestran los peligros que les amenazarían caso de aventurarse a salir de él3”.

En tanto que seres racionales los hombres no pueden ser para Kant instrumentos al servicio de los demás. A diferencia de las cosas, que al estar privadas de razón “tienen sólo un valor relativo, de medios”, las personas, como entes racionales, son fines en sí mismos. El imperativo categórico que ha de presidir la conducta humana debe derivar “de la representación de lo que es necesariamente un fin para cada uno, siendo fin en sí mismo, y como tal constituir un principio objetivo de la voluntad que sirva de ley práctica universal”. Así enuncia Kant el imperativo práctico correspondiente: “actúa de modo que consideres siempre a la humanidad, tanto a tu persona como al resto de personas, como fin y nunca como simple medio”. Este principio de la humanidad como fin en sí mismo es “la condición limitativa suprema de la libertad de acción de cada hombre”. Como imperativo categórico este principio es un principio moral que se refiere “al comportamiento libre en general, a las costumbres”, diferente de los imperativos hipotéticos pragmáticos, medios dirigidos a fines “relativos al bienestar”, que contienen necesidades condicionadas “de forma subjetivamente accidental al sentido de la felicidad de cada persona”, y que como tales constituyen obligaciones prácticas de acciones que representan medios para alcanzar determinados fines4.

Kant diferencia lúcidamente la libertad interna de la libertad externa. La libertad interna conlleva la inexistencia de impulsos psicológicos conducentes a una determinada decisión. Pero además de combatir el determinismo el hombre aspira a tener capacidad para materializar en la práctica sus decisiones personales evitando intromisiones de los demás. La finalidad del derecho y del Estado no es la perfección moral de los ciudadanos, sino garantizar a todos un círculo inviolable de libertad. Esta libertad externa es sobre todo una libertad jurídica porque, como Kant recalca en la Metafísica de las costumbres, “el derecho existe fundamentalmente para la libertad”. La ley universal del derecho establece: “obra externamente de modo que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de cada uno según una ley universal”. Para su desarrollo la libertad requiere una correcta articulación jurídica. Entonces se conseguirá que la libertad no sea sólo una libertad natural, una libertad “propia del salvaje en tanto que desprovista de leyes y de coerción, bajo la cual me hallo en continuo peligro de perder mi libertad”, sino una libertad jurídica a la que se llega mediante un “contrato social originario”. A través de este contrato el pueblo se constituye como Estado “renunciando a su libertad exterior para recuperarla seguidamente como miembros del Estado”. El hombre no renuncia a su “libertad exterior innata”, sino que “abandona por completo la libertad salvaje y sin ley” para retomarla como libertad jurídica5.

Realmente, el contrato social kantiano no alude a un hecho histórico real, sino que es un presupuesto necesario para explicar el origen de las sociedades, las cuales tienen como función fundamental garantizar la máxima libertad humana: “El contrato originario o pacto social, en tanto coalición de cada voluntad particular y privada, en un pueblo, en una voluntad general y pública (con el fin de una legislación únicamente jurídica), no ha de ser supuesto como un hecho (e incluso no es posible suponerlo como tal)”. El contrato social originario no es un hecho sino una idea racional, pero “con una realidad práctica indudable en cuanto obliga a cada legislador a que dé sus leyes como si éstas pudieran haber emanado de la voluntad colectiva de todo un pueblo y a que considere a cada súbdito, en tanto éste quiera ser ciudadano, como si hubiese contribuido a formar con su voto una voluntad semejante6”.

El derecho es el mecanismo que hace posible que las garantías de la libertad estén ajustadas de forma que nunca una libertad excesiva pueda perjudicar la libertad de los demás. Por eso no se pueden regular jurídicamente las intenciones, sino sólo las acciones perceptibles externamente. El derecho es para Kant la limitación coactiva de la libertad de cada uno a condición de que esta libertad concuerde con la libertad de todos: “como toda limitación de la libertad por el arbitrio de otro se llama coacción, resulta que la constitución civil es una relación de hombres libres, que (sin perjuicio de su libertad en el todo de su unión con otros) están si embargo bajo leyes de coacción: y esto porque la razón misma lo quiere así, y ciertamente la razón pura, legisladora a priori, que no considera fin empírico alguno (todos los fines empíricos se hallan abarcados por el nombre general de felicidad); cuando se colocan en el punto de vista de ese fin y de lo que cada uno quiere poner en ello, los hombres piensan de modos muy diversos, de manera que su voluntad no puede ser puesta bajo un principio común, ni tampoco entonces bajo una ley externa que concuerde con la libertad de los demás7”.

La razón pura jurídica se desarrolla a través de tres principios que constituyen para Kant los presupuestos del Estado: la libertad de cada miembro de la sociedad como hombre; la igualdad entre los miembros de la sociedad como súbditos; y la independencia de cada miembro de una comunidad como ciudadano. Como uno de tales presupuestos, la libertad se define en función de la capacidad subjetiva para poder alcanzar la felicidad: “Nadie me puede obligar a ser feliz a su manera (tal como él se figura el bienestar de los otros hombres), sino que cada uno tiene derecho a buscar su felicidad por el camino que le parezca bueno, con tal que al aspirar a semejante fin no perjudique la libertad de los demás que puede coexistir con la libertad de cada uno según una ley universal posible (esto es, con tal que no perjudique ese derecho del otro)8”.

En Kant se distinguen tres ámbitos de exterioridad del derecho. En primer lugar, el derecho es exterior en el sentido de que se refiere a conductas humanas empíricas que se ajustan a lo establecido por la norma, independientemente de que la motivación psicológica sea el miedo a la sanción o la satisfacción por el cumplimiento. En segundo lugar, el derecho se desarrolla a través de relaciones entre dos arbitrios, que presuponen la conciencia humana de producir el objeto mediante la acción. El arbitrio se diferencia del mero deseo en que es una facultad racional que posibilita que la relación jurídica sea horizontal, recíproca e igualitaria. Y en tercer lugar el derecho es formal, no material, ya que es independiente de la finalidad subjetiva de la persona que participa en la relación jurídica. Atiende sólo al hecho de que la acción de cada individuo sea compatible con la libertad de los demás según una ley universal. En definitiva, el derecho es para Kant la herramienta social mediante la cual se armonizan las diferentes libertades individuales siguiendo el principio de igualdad, ya que rige el imperativo categórico obra externamente de tal modo que tu libertad pueda coexistir con la libertad de los demás.

El derecho posee una función distributiva, pero no en el sentido material de equilibrar la riqueza material o las oportunidades sociales, sino en el sentido formal de distribuir la libertad jurídica de forma que todos tengamos un círculo inviolable de privacidad en el que no sean posibles injerencias externas de ninguna autoridad. Aunque cada hombre es un fin en sí mismo, y no un instrumento al servicio de ningún otro hombre, su libertad no es una libertad positiva que le impulsa a conectarse con el mundo espontánea, creativa y productivamente, sino que está limitada al aspecto negativo de la no intervención del Estado, de la no injerencia de los demás. El progreso no tiene que venir de la mano del igualitarismo a juicio de Kant, sino de la capacidad humana para desarrollar su libertad de pensamiento, que a su vez irá contribuyendo a romper las cadenas económicas y políticas. La Ilustración representa el proceso de liberación humana frente a la dependencia espiritual e intelectual, y en este proceso es fundamental la emergencia de la libertad ideológica y de la libertad de expresión como presupuestos para la evolución cultural.

Delitos de opinión y libertad de expresión: un análisis interdisciplinar

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