Читать книгу Delitos de opinión y libertad de expresión: un análisis interdisciplinar - Juana Del-Carpio Delgado - Страница 7

II. La libertad en el Siglo XIX: Gran Bretaña y Alemania

Оглавление

Tras la revolución francesa la burguesía se consolidó como clase social preponderante a la vez que el liberalismo político y el capitalismo económico se asentaban en las sociedades europeas. El ascenso de la burguesía resquebrajó el sistema de clases imperante y redefinió la ubicación social de la nobleza y del clero y, sobre todo, de la clase trabajadora. Desaparecieron los restos del feudalismo que habían llegado hasta el siglo XVIII, y que en zonas rurales dominaban las relaciones serviles entre los nobles y los campesinos, sustituyéndose por las nuevas estructuras laborales industriales. Pero junto a estos restos del feudalismo también desaparecieron instituciones sociales que compensaban en alguna medida las desigualdades en el ámbito educativo o sanitario, y que ofrecían una cierta seguridad al individuo. El desmantelamiento del antiguo régimen fomentó la defensa de derechos ligados a la noción formal y teórica de la libertad, pero provocó también un menor acceso a la satisfacción de necesidades básicas por parte de las capas débiles de la sociedad.

En las décadas posteriores a la revolución francesa, Gran Bretaña no vivía tantas conmociones políticas, pero sí estaba inmersa en una revolución económica y social que la convirtió en la primera sociedad industrial. Las irregulares cosechas y los avances tecnológicos empujaron a los campesinos a emigrar a las ciudades, en las que se llegaron a crear escuelas industriales para los pobres desamparados. Quizás no haya mejor forma de describir las ciudades inglesas de la primera mitad del siglo XIX que la utilizada por Dickens en sus novelas. Las libertades individuales, que tanto esfuerzo había costado alcanzar, colocaron en la práctica a los poderosos en una situación de dominio mucho mayor, y a los débiles en la obligación de someterse inevitablemente a cualesquiera condiciones laborales que se les impusieran para poder continuar viviendo. La mayor libertad ideológica y religiosa no se tradujo desde luego en mayor felicidad, y las cadenas tradicionales se sustituyeron por otras más pesadas y sofocantes. Ante la cínica neutralidad del Estado, unos nuevos vínculos basados en la sumisión, en la amenaza y en el chantaje se configuraron entre los empresarios y los trabajadores, estos últimos dedicados casi toda su vida desde la infancia a engordar las plusvalías capitalistas recibiendo salarios míseros.

El eco de las enseñanzas de Lutero, Calvino y Baxter parecía retumbar en los oídos de los nuevos empresarios capitalistas cuando relacionaban causalmente la dedicación intensiva al trabajo y la tendencia al ascetismo con las mejores virtudes religiosas y morales. El industrial ascético de la Inglaterra de principios del siglo XIX no dudaba en invertir casi todos sus beneficios en la compra de nuevos medios de producción que ampliaban su mercado y contribuían a maximizar los beneficios, principalmente por la fabricación masiva de productos y por la reducción salarial provocada por el exceso de oferta de mano de obra. Solían bastar inversiones iniciales reducidas, e incluso con frecuencia no era necesaria la financiación bancaria, ya que el incremento paulatino de beneficios y la incorporación de socios capitalistas permitía la autofinanciación.

Los bancos se centraron preferentemente en ofrecer capital circulante, que unido al que proporcionaba la autofinanciación permitió que pequeñas industrias pudieran fabricar productos masivamente favoreciendo su rápido crecimiento empresarial. Pero esta evolución empresarial no iba acompañada de mejoras en las condiciones vitales y laborales de los trabajadores. Al hecho incontestable de la implacable explotación laboral se añadía la saturación demográfica de las ciudades, incapaces de ofrecer prestaciones residenciales dignas. Además, se diluyó la solidaridad tradicional de los medios campesinos y se trastocó el papel que en ellos ocupaban mujeres y niños, convertidos en mano de obra tan susceptible de abuso como cualquier otra o todavía más. El nuevo obrero estaba mucho más aislado, inseguro y angustiado ante su futuro. No sólo se sentía marginado, sino también insignificante ante la complejidad del nuevo entramado socioeconómico, en el que sólo participaba pasiva y sumisamente. La nueva burguesía capitalista no era ya la que en el siglo XVIII había patrocinado la revolución tecnológica y había impulsado la cultura, sino que resultaba del nacimiento de una nueva clase de comerciantes y capitalistas que venía de abajo, pero que cada vez influía más en el poder político. El temor al surgimiento de movimientos obreros radicales o revolucionarios empujó a esta nueva burguesía a converger con los poderes fácticos tradicionales.

La situación financiera en la que había quedado Gran Bretaña tras las guerras napoleónicas era casi crítica, a lo que se sumaba la brusca caída en la producción de la industria bélica y parabélica. En los últimos años de la segunda década del siglo XIX casi un millón de antiguos soldados y obreros de estas industrias se quedaron desempleados. En el resto de industrias también se perdía empleo por la utilización de maquinaria, como ocurrió por ejemplo con el uso de los nuevos telares mecánicos que se movían gracias a máquinas de vapor, las cuales sustituían a los pies y a las manos de los obreros, ya innecesarios.

Para luchar contra la crisis se elevaron las cargas impositivas de las clases bajas mientras se abolía el impuesto sobre la renta, con lo que los nuevos impuestos apenas podían destinarse a pagar los intereses de la inmensa deuda pública. Esta situación provocó respuestas obreras como la de los luditas, quienes organizaron campañas de destrucción de maquinaria industrial como forma de protesta contra los despidos y las reducciones salariales. Durante unos meses las acciones de los luditas fueron extendiéndose desde Nottingham hasta muchas ciudades inglesas, hasta el extremo de que el parlamento elaboró una estricta ley específica contra ellos que llegaba a contemplar la pena de muerte, y cuya aplicación generó una espiral de violencia. Una comisión parlamentaria creada para afrontar la aparición de movimientos revolucionarios sentenció que se estaba preparando una insurrección general dirigida al colapso institucional y a la distribución igualitaria de la propiedad. Se suspendió la ley de habeas corpus y se prohibió la emisión y publicación de opiniones favorables a la adopción de medidas radicales en defensa de los trabajadores. Y se reprimieron duramente manifestaciones populares como las de los blanketeers, grupos de obreros que iniciaron una marcha de protesta hasta Londres envueltos en mantas.

En general, la actitud reaccionaria de los gobiernos británicos de la primera parte del siglo XIX muestra el miedo al contagio revolucionario, amplificado por la frecuente utilización en las manifestaciones obreras de símbolos como la bandera tricolor francesa. Lo cierto es que el desarrollo industrial en Inglaterra requirió una mayor protección de las libertades individuales, pero sólo hasta el punto de que pudieran representar un peligro sistémico, en cuyo caso se producían retrocesos evidentes. Este reconocimiento general de libertades individuales siguió colaborando por lo demás en el fortalecimiento de un capitalismo salvaje que hacía inservibles esas nuevas libertades teóricas para gran parte de la población.

Desde la década de los cuarenta el panorama bélico parecía despejado, y el resto de países reclamaba una reciprocidad arancelaria antiproteccionista, pero sobre todo influyó en la reforma agraria el hecho de que ya sólo un treinta por ciento de la población activa trabajaba en la agricultura. En la mitad del siglo XIX el predominio del industrialismo empezaba a percibirse en la mayoría de los países de Europa Occidental, y seguía destacando especialmente en Gran Bretaña, sobre todo por el perfeccionamiento de la máquina de vapor y por la generalización del uso de maquinaria en la industria textil. El progreso científico se intensificó, y unido al aumento del capital invertido y a la expansión comercial contribuyó a recolocar las relaciones de fuerzas internas y externas de la impresa industrial.

La multiplicación del número de obreros industriales no sólo provocó su unión para revindicar conquistas sociales, sino que también se movilizaron reclamando reformas parlamentarias y sufragio universal en alianza con los sectores radicales de la burguesía. El sufragio universal parecía un inevitable punto de llegada en un régimen político basado teóricamente en la libre participación política, en la libertad para decidir los gobiernos. Sin embargo, durante varias décadas tanto Inglaterra como el resto de países europeos se resistieron a actuar en coherencia con los propios principios liberales.

A nivel teórico el principal defensor del sufragio universal fue Bentham, quien defendió categóricamente que el interés de la sociedad sólo se podía determinar mediante “la suma de los intereses de los miembros que la integran”. Bentham consideró la felicidad humana como primer objetivo político, jurídico y moral, y su influencia fue decisiva para lograr importantes reformas penales y penitenciarias, y para poner de manifiesto las bases corruptas de las instituciones políticas inglesas9. En el ámbito electoral las reformas de 1832 fueron no obstante bastante tímidas, limitándose a ampliar el sufragio a algo más de un millón de electores, con exclusión absoluta de los obreros, y a equilibrar las circunscripciones con la ley de los burgos podridos, que disminuyó la elevada desigualdad territorial del voto. Sólo desde 1872 el voto será siempre secreto, y hasta 1885 el sufragio masculino no será universal. Habrá que esperar hasta el fin de la primera guerra mundial para que las mujeres puedan también votar.

El cartismo compartió las reivindicaciones de reformas laborales que había hecho el owenismo, y algo antes el ludismo, pero se centró instrumentalmente en exigencias de naturaleza política. Nació con la Carta del Pueblo enviada por un grupo de opositores al Parlamento en 1838, en la que se mencionaban seis puntos concretos: sufragio universal, voto secreto, profesionalización de la política, periodicidad anual de las elecciones, eliminación de la condición de ser propietario para asistir al parlamento e igualdad del valor del voto entre las circunscripciones. Estas conquistas políticas deberían haber ido abriendo el camino para que los trabajadores hubieran podido entrar en el parlamento y legislar en defensa de su clase. Aunque las propuestas cartistas no se materializaron y el movimiento se disipó pronto debido a la represión y a la división entre sus líderes, lo cierto es que por primera vez se denunció claramente en voz alta que el principal cambio que había aportado el liberalismo era el de haber sustituido el tradicional dominio social de la nobleza y el clero, por las nuevas formas de dominación que ejercía la burguesía sobre la sometida clase obrera.

En Alemania, la victoria sobre Napoleón había producido una oleada de entusiasmo patriótico que se tradujo en la introducción de algunas reformas, pero que sobre todo provocó el comienzo del debate sobre la unificación alemana. Fieles a su tradición de sumisión, los campesinos que temporalmente se habían convertido en soldados para defender a la nación del ejército napoleónico volvieron tras la guerra a cultivar sus campos inhibiéndose de participar en movimientos antiautoritarios. Las relaciones económicas de producción continuaban en algunas regiones con esquemas casi feudales, y en las ciudades la burguesía todavía pugnaba por ocupar un papel preeminente.

La sociedad alemana de principios del siglo XIX seguía siendo muy predominantemente rural. La mayoría de los vínculos feudales persistían de hecho y las relaciones laborales y de producción continuaban dependiendo de las instituciones gremiales. En una enciclopedia británica de Historia del mundo de la Edad Moderna publicada en 1907 por la Universidad de Cambridge, con una ideología conservadora y bastante exófoba, se podía leer el siguiente comentario sobre la economía primitiva en Alemania durante la primera parte del siglo XIX: “Alemania nos suministra un cuadro completísimo de condiciones económicas y sociales verdaderamente primitivas. A pesar de la construcción de fábricas y hornos de fundición, de las reformas introducidas en los sistemas de cultivos, y de la penosa situación de los hilanderos de lino, continuaron viviendo a la antigua usanza maestros y aprendices o jornaleros en innumerables ciudades y distritos. El labrador era a menudo el que molía su trigo; y cuando existía molinero, de ordinario cobraba en especie. El herrero de aldea era en muchos distritos un oficial pagado por el Ayuntamiento con la obligación de trabajar por las pequeñas retribuciones establecidas por la costumbre. Aun tratándose de industrias como las de curtidos y tintes, los pequeños industriales, que trabajaban en su casa, conservaron en general su parroquia y negocio. La clase manufacturera capitalista (esto es, los patronos de la moderna teoría económica) contaba entonces solamente algunos individuos aislados y no formaba un grado de la sociedad con caracteres propios y bien definidos. Verdad es que la industria había quedado libre de las antiguas trabas en una gran parte de Alemania, pero conservó la mayoría de sus antiguos hábitos y avanzó con gran lentitud por los nuevos caminos, mientras en más de un Estado el acceso a éstos estaba prohibido por la ley. En los negocios y en la industria, la Alemania interior, y con ella toda la Europa oriental, seguían aplicando los métodos que en Inglaterra y en otros países del Occidente habían desaparecido desde hacía largo tiempo. La negociación era medieval en su sencillez. El campesino y el habitante de la ciudad trataban directamente sus asuntos en todas partes acudiendo a los mercados semanales. Por regla general, no había intermediario alguno entre el productor y el consumidor. Los productos de la localidad en materia de alimentación bastaban para satisfacer casi todas las necesidades. La clase de los tenderos apenas existía, como no fuera en las ciudades de más importancia, estando sustituidos por buhoneros y mercaderes ambulantes, a quienes los campesinos y lugareños compraban las herramientas, utensilios, prendas de vestir y artículos de lujo que no podían fabricarse en sus puntos de residencia10”.

El comentario continuaba igualando el grado de desarrollo de la economía alemana con el de Rusia y resaltando el atraso de estos dos países respecto a Francia, y sobre todo a Gran Bretaña. Más allá de la tendencia a la exageración y al chauvinismo, premonitorios de la inminente explosión de la primera guerra mundial, la enciclopedia reflejaba la situación económica alemana de los primeros años del siglo XIX, impactada todavía por la intensidad de las guerras napoleónicas. En pocos años, Alemania cambiaría completamente su estructura productiva sin apenas retocar los cauces de representación política ni introducir reformas jurídicas defensoras de las libertades individuales.

El Reich se había disuelto formalmente en 1806 y había sido sustituido por una Confederación Germánica de treinta y ocho Estados que agrupaba a entidades políticas soberanas heterogéneas, las cuales coincidían fundamentalmente en el interés común de evitar y prevenir que la ilusión popular antinapoleónica se transformara en reivindicaciones de libertades individuales y democracia. Dos de los primeros cometidos del nuevo Bundestag consistieron en la regulación y limitación de la libertad de expresión y de publicación mediante la institucionalización de la censura, y en una reforma fiscal que favorecía a los grandes patrimonios.

En Prusia y en varios Estados más la emancipación completa de los campesinos no llegó hasta que se reconoció la completa igualdad jurídica de todos los ciudadanos para acceder a la propiedad y la libre contratación laboral. Antes se les negaban algunas libertades tan básicas como la de circulación o la de matrimonio. Una ley de 1807 había suprimido la adscripción estamental forzosa desde el nacimiento, pero no había igualado aún los derechos individuales según se perteneciera a uno u otro estamento, con lo cual la pertenencia a la clase social de los terratenientes se pudo comprar y vender durante unos años. Otra ley de 1821 estableció al fin la libertad personal de los campesinos vinculados a tierras del Estado o de los nobles, pero hasta la revolución de 1848 éstos fueron compensados con la obligación de los campesinos de realizar gratuitamente determinados trabajos. La liberación de los campesinos volvió a ser una quimera, y sus condiciones materiales de vida no mejoraron generalizadamente. Las labores policiales y judiciales siguieron controlándola los nobles y los antiguos señores feudales, con lo que además recibían como recompensa una serie de ventajas de representación política que les aseguraban la mayoría en el parlamento, así como ventajas fiscales y financieras, puesto que tenían acceso privilegiado a instituciones crediticias subvencionadas que estaban vedadas para los campesinos.

La Prusia de la mitad del siglo XIX era un Estado fundamentalmente militar, escasamente urbanizado e industrializado, pero a la vez crecido moral y territorialmente tras las victorias bélicas conseguidas en las anteriores décadas. Las tierras conquistadas a los eslavos eran controladas por los junkers, que establecieron un férreo sistema de servidumbre al que debían acogerse los campesinos eslavos. Procedente de este estrato social, e inevitablemente mediatizado por su Weltanschauung, Bismarck combatió la revolución de 1848, y desde entonces se cifró como objetivo la unificación alemana. Shirer afirma que la Alemania que nació en 1871 fue así el producto elaborado por un pertinaz prusiano gracias a una particular alianza entre la casta militar y una extraña intelectualidad nacionalista, que consiguió inculcar a los prusianos un “anhelo vehemente de poder y dominación, una pasión irrefrenable por el militarismo, un desprecio hacia la democracia y la libertad individual, y finalmente un afán desmesurado por la autoridad y el autoritarismo”. Tal como nacería, Alemania sería una extensión de Prusia. El rey de Prusia sería el emperador de Alemania, y además detentaría el poder por derecho divino. Designaría al canciller, quien no podría ser obligado a dimitir por el Reichstag, y a través del canciller supervisaría e influiría en las reformas legislativas y políticas11.

Como en casi toda Europa, también en Alemania la libertad y la igualdad se escribían en papel mojado para los campesinos, pero sin embargo la burguesía aprovechó los principios igualitarios del liberalismo para participar en el reparto de la propiedad de las tierras y, consecutivamente, en los ámbitos de decisión política. Además de favorecer a la burguesía, estos mínimos cambios legislativos sí tuvieron como último efecto la aparición de un tipo peculiar de proletariado, que procedió del campesinado que no había podido obtener los medios para acceder a la propiedad de las tierras. La paulatina eliminación de la obligación campesina de trabajar gratuitamente en beneficio de los grandes terratenientes empujó a éstos a buscar mano de obra adicional, que muchas veces procedía de otras regiones. Esta nueva mano de obra se unió al campesinado no propietario para componer una clase proletaria todavía bastante poco comprometida políticamente. Verdaderamente, aunque la servidumbre feudal se había extinguido jurídicamente, en los Estados en los que las leyes sobre la herencia desmotivaban el fraccionamiento de las tierras, los latifundios provocaban de hecho la creación de relaciones de dependencia y opresión similares que conllevaban que toda la vida del campesino, desde su infancia hasta la vejez, se organizara en función de lo permitido, prohibido u obligado por el señor del que dependía. Las actividades a las que debía dedicar su vida cotidiana, la mujer o el hombre con el que se casaría, el destino de sus hijos, sus relaciones sexuales, la benevolencia con la que se le aplicaría el derecho, el control policial que pudiera tener que soportar y cualquier otra faceta vital debían estar supervisadas por su superior.

La evolución de la Confederación Germánica hacia el liberalismo fue muy heterogénea, dependiendo de la fuerza con la que la burguesía avanzaba en cada Estado. Fue paralela a un lento proceso de industrialización que a su vez influyó en la generalización de protestas obreras y campesinas contra la autocracia y contra la perpetuación de los privilegios. Desde los años veinte del siglo XIX los estudiantes universitarios y los intelectuales habían comenzado a movilizarse reclamando reformas sociales y políticas, dando lugar a su vez a una mayor represión y a una involución jurídica consistente en la supresión de algunos derechos y libertades que se habían conseguido unos años antes. La escasa convergencia entre el proletariado y la intelectualidad dificultó la capacidad de la oposición para armar alternativas rupturistas creíbles, que se diluían además con frecuencia al combinarse con las reivindicaciones unificadoras.

Delitos de opinión y libertad de expresión: un análisis interdisciplinar

Подняться наверх