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IV. El comienzo del fin

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La semana que transcurrió entre el incendio del Reichstag y las elecciones de marzo de 1933 había sido el preámbulo de lo que ocurriría en Alemania en los siguientes doce años. Estos días sirvieron para que los alemanes asistieran impresionados y subyugados ante la emergencia súbita de un fundamentalismo político lindante con lo religioso que canalizó la agresividad acumulada en las anteriores décadas por la mayoría de la sociedad alemana. De repente el pensamiento único y la acción violenta y totalitaria eclipsaron los principios jurídicos y políticos de la democracia y el estado de derecho, y distorsionaron la noción de libertad humana subordinándola a la razón y los fines del Estado nazi. El fundamentalismo político y cuasireligioso también invadió la esfera cultural. Como recuerda Shirer, prácticamente desde la Edad media no se habían presenciado en Europa escenas como las que se vivieron en Berlín y en otras ciudades alemanas el 10 de mayo de 1933, que a su vez recuerdan muchos tristes episodios de las posteriores revoluciones culturales padecidas en las últimas décadas. Decenas de miles de libros fueron esa noche arrojados al fuego por fanáticos estudiantes por fomentar la subversión “contra nuestro futuro o ataque a las raíces del pensamiento alemán, la patria alemana y las fuerzas impulsoras de nuestro pueblo”, en palabras de la proclama estudiantil incentivada por Goebbels. Las llamas no sólo iluminaban el final de una era decadente, sino que sobre todo anunciaban la llegada de un hombre nuevo. Pocos meses después se promulgaba la ley de la cultura, en cuyo preámbulo se podía leer que, “con el fin de proseguir una política de la cultura alemana, es necesario reunir a los artistas creadores de todas las esferas en una organización unificada bajo la dirección del Reich. El Reich debe no sólo determinar las líneas del progreso mental y espiritual, sino también dirigir y organizar las profesiones”. De hecho, se constituyeron siete comisiones distintas (Bellas Artes, Música, Teatro, Literatura, Prensa, Radio y Cinematografía) para guiar e inspeccionar todos los ámbitos de la vida cultural, y paralelamente se crearon otros siete sindicatos de obligatoria participación19.

En muy poco tiempo se suprimió la estructura federal de la República, se ignoró el derecho a expresarse libremente, se vulneraron las garantías procesales y la seguridad jurídica, y se suspendieron los partidos políticos. Incluso el partido nazi, después de la noche de los cuchillos largos de 30 de junio de 1934, fue purgado con la excusa paranoica de una conspiración contra Hitler, que dio lugar a la eliminación física de centenares de supuestos adversarios que compartían su ideología. Los prejuicios demagógicos y superficiales de Hitler contra el derecho y los operadores jurídicos se tradujeron en la creación de los Tribunales del Pueblo y de campos de concentración a donde llegaban quienes transgredían la nueva ley, la ley equivalente a la voluntad del pueblo alemán interpretada por el Führer.

El régimen que instauró Hitler en Alemania en 1933 no sólo fue dictatorial, sino que también fue, en palabras de Goldhagen, consensual en el sentido de que la mayoría de los alemanes, incluidos muchos de los que no le votaron, aceptaban la autoridad de Hitler20. En un porcentaje importante de sus seguidores, que fue incrementándose crecientemente, el grado de aceptación era tan alto que llegaba a la subordinación, al sometimiento, al servilismo y a la dependencia personal. Desde sus primeros años en el poder, Hitler percibió que esta vinculación generalizada con el pueblo alemán le iba a servir para prepararlo para acompañarle y secundarle en sus objetivos más deseados, como la expansión hacia un espacio vital y el genocidio nazi.

242.1 a 243.2

En julio de 1934 Karl Schmitt publicó un artículo con un título diáfano: El Führer protege la ley. El constitucionalista más reconocido del país desarrollaba y aplicaba las tesis en las que había insistido en sus obras anteriores: todas las acciones y motivos políticos pueden reconducirse a la dialéctica amigo-enemigo, conectada con el papel fundamental de la violencia en el proceso político: “Los conceptos de amigo, enemigo y lucha adquieren su sentido real por el hecho de que están y se mantienen en conexión con la posibilidad real de matar físicamente. (…) La guerra no es sino la realización extrema de la enemistad”. Lo importante para las agrupaciones políticas no es que tengan una estructura normativa, sino que se organicen previendo respuestas violentas ante las posibles amenazas internas y externas, porque lo político tiene siempre como referencia necesaria la violencia y la guerra21.

El título del artículo de Schmitt reflejaba su aspiración a la imposición de una nueva teoría de las fuentes del derecho que consagrara la supremacía del Derecho del pueblo, y en la que la ley se supeditara a fuentes emergentes como el liderazgo providencial del Führer, la comunidad racial del pueblo, el espíritu del nacionalsocialismo o el sentimiento popular. Como resalta Rüthers, la pluralidad y la ambigüedad de esta nueva jerarquía de las fuentes del derecho facilitó aún más la arbitrariedad judicial, que con frecuencia se justificaba con referencias a la voluntad del Führer. Más allá de la mediatización ideológica de la interpretación del derecho, esta nueva situación produjo una considerable inseguridad jurídica. Las nuevas fuentes propiciaron que los tribunales de justicia ignoraran el principio del imperio de la ley, provocando así el inicio de un proceso evolutivo que, con la participación de muchos juristas sumisos entregados a Hitler, desembocó en la perversión y degeneración del derecho, que dejó de ser un instrumento para la consecución de la justicia y se convirtió en una herramienta del terror de Estado22.

245.1 y 2

La vinculación entre el frágil individuo alemán aislado y su conductor y guía era una vinculación total. Anulaba totalmente la libertad individual presuponiendo ficticiamente que cada ser humano era una célula que sólo existía en tanto que formaba parte de un organismo mucho mayor. No podía haber un pensamiento propio ni unos sentimientos propios, sino una única dirección vital colectiva que debía encauzar el Estado totalitario. La actividad propagandística del organismo estatal era crucial para evitar confusiones subjetivas y orientar a los individuos hacia los objetivos adecuados, por más que se tratara de objetivos más viscerales que racionales. El carácter totalizador de la propaganda se proyectaba en el fomento de una visión global e integral de la sociedad que excluía la posibilidad de divergencias individuales. El control de los medios de comunicación y de las editoriales era fundamental para fabricar y reactivar incesantemente la fe que debía unir emocionalmente a cada alemán con la nación, con la raza y con el Estado, identificados en el supremo guía.

A través de la vinculación con todo lo que representaba el Führer, el alemán medio cayó en la tentación de eludir la responsabilidad de construir una vida propia. Ante la angustia por la pequeñez e impotencia para resolver los problemas vitales, este impulso simbiótico constituyó un mecanismo de evasión que aparentemente le sirvió para no afrontar sus propias miserias. Los sentimientos de odio y desprecio hacia otros países, hacia otras razas o hacia los propios alemanes que envidiaban, sentimientos que acompañaban ubicuamente la vida cotidiana del alemán, parecieron diluirse gracias a la creación de estos nuevos vínculos. Pero verdaderamente el resentimiento continuaba, y se redireccionaba y desplegaba hacia otros lugares sin desde luego disminuir. Si se hubiera podido hablar de una ética del totalitarismo, esta ética podría haberse definido como la ética de la violencia y de la destructividad, la ética del anhelo sádico de poder y dominio, satisfecho mediante la percepción del daño ajeno, no incompatible en muchos casos con el deseo inverso de ser sojuzgado, sometido y dañado.

Delitos de opinión y libertad de expresión: un análisis interdisciplinar

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