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III. La caída de los imperios y la paradoja de la libertad

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Una de las principales consecuencias de la Primera Guerra Mundial fue el fin de la Europa imperial, la caída de cuatro grandes imperios que monopolizaban el poder político en Europa Central y Oriental. O al menos ésta fue una relación de causalidad repetida por la historiografía predominante durante todo el siglo XX. Pero sobre todo desde la caída del muro hay una tendencia cada vez mayor a invertir la relación de causalidad. Fue la descomposición económica, social y cultural de los Imperios europeos la que provocó la derrota bélica, y no al revés.

Esto es algo que sólo se había estudiado detenidamente en el caso del Imperio Ruso, precisamente porque fueron los bolcheviques quienes decidieron la salida de la guerra y su rendición ante los Imperios centrales, colocándoles en la paradójica situación de soportar cuantiosas pérdidas territoriales a pesar de encontrarse entre los aliados que después ganarían la guerra. Por eso en este caso sí parecía evidente que la causa fue la caída del Imperio, y el efecto la derrota en la guerra. Pero sobre todo en el caso de Alemania los historiadores huían de una interpretación similar, en buena medida por la insistencia de Hitler en culpar a los traidores de la incapacidad para ganar una guerra que dominaban territorialmente. En el devenir histórico influye desde luego el azar, pero no tanto como para pensar que los Imperios cayeron porque la moneda de la guerra cayó cruz. Cayó cruz por el deterioro de unos sistemas políticos autocráticos que se agarraron a la guerra como un clavo ardiendo que soltarían después del periodo inicial eufórico, cuando emergió en la ciudadanía la sensación de agotamiento mental ante la opresión autoritaria.

Y sin embargo, las esperanzas democráticas pronto se frustraron. El esquema teórico de Wilson, basado en la creación de la Sociedad de las Naciones y en el principio de la autodeterminación, chocó con la realidad sociológica de la dificultad de que el progreso jurídico se plasmara en progreso social. En pocos años, casi todos los nuevos países creados tras la desmembración de los imperios perdieron el ímpetu democrático, y quedó patente en ellos la ausencia de libertades. Incluso algo que parecía consolidado a finales del siglo XIX como el reconocimiento de la libertad ideológica y de expresión se fue desvaneciendo. Entre estos países la Alemania nazi y la Unión Soviética destacaron por rebasar límites represivos desconocidos durante muchos siglos. Asistimos, en palabras de Hannah Arendt, al peor de los totalitarismos.

El totalitarismo nazi consiguió la “superfluidad humana”, afirmó Arendt. A través del mundo de los campos de concentración y exterminio, un mundo de moribundos, atrapó con la lógica irracional de la superstición ideológica el cuerpo y el alma de millones de seres humanos. Esta lógica tenía como premisa mayor la necesidad y el deseo de Hitler de dañar, dominar y destruir, y se trasladó a otros cuantos de millones de fieles seguidores que repercutieron su sumisión a Hitler sometiendo a las víctimas en los campos, anulándolas como ellos estaban a su vez siendo anulados. La superfluidad unió a víctimas y verdugos transmutando revolucionariamente la sociedad y transformando en cierto sentido la propia naturaleza humana, cuya reacción fue analizada y comprobada en el laboratorio que supuso la institución fundamental de los campos de concentración y exterminio. Los lemas nihilistas todo está permitido y todo es posible se tradujeron exacerbadamente en el aplastante todo puede ser destruido. Y al destruir no sólo vidas humanas, sino también normas ancestrales, la experiencia constituyó un precedente que lamentablemente se repite a otra escala en el mundo actual, que para muchísimas personas es también un colosal campo de concentración del que es imposible huir, tan imposible cómo combatir esa misma superfluidad. Hizo bien Arendt en alertar ante la situación política, social y económica de la era posnazi, en la que el deslumbrante progreso esconde la tácita conspiración con instituciones totalitarias presentes en la mayoría de los países. La refundación de nuevas fábricas de aniquilación, como solución para el problema de “las masas humanas económicamente superfluas y socialmente desarraigadas”, en palabras de Arendt, constituye tanto en el orgulloso norte como en el desheredado sur una tentación atractiva, y asimismo una dura advertencia: la de que las soluciones totalitarias pueden sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios como el que Hitler armó12.

Arendt ha recordado que el totalitarismo se basa en la lealtad total, base psicológica de la dominación total; y la lealtad total sólo es posible si el individuo está aislado, si no está vinculado emocionalmente, con independencia de su ideología, que es prescindible e incluso inconveniente. El partido nazi se apoyó en un programa completamente variable y versátil desde el punto de vista del fondo de los argumentos teóricos esgrimidos. A Hitler ni siquiera le hizo falta abolir ni reducir su programa político, sino que simplemente se abstuvo de referirse a él mostrando así su inocuidad. A la ideología le sustituía la noción de enemigo objetivo, como sujeto que, en palabras de Arendt, “portaba tendencias desviadas como quien porta enfermedades”. Como también hacía Stalin, Hitler dirigía sus insultos contra sus objetivos hasta que su auditorio los identificara como enemigos. Impulsada por la lealtad total, la dominación total aspiraba a acabar con las diferencias humanas concibiendo la humanidad entera como un solo individuo, con unas únicas reacciones psicológicas ante cualquier estímulo recibido. Para alcanzar este objetivo se utilizaba el adoctrinamiento propagandístico, y también el terror absoluto que se implantaba en los campos de concentración y en los campos de exterminio, en tanto que laboratorios para la comprobación de la validez de la seudoideología subyacente. No sólo servían para eliminar a seres humanos, sino también para eliminar conceptualmente la espontaneidad natural como expresión del comportamiento humano, de forma que el ser humano quedaba cosificado. Por eso los campos estaban aislados de todo, aislados del “mundo de los vivos en general”, incluso de la propia sociedad totalitaria13.

Como tales laboratorios, los campos de concentración y de exterminio fueron a juicio de Arendt la institución verdaderamente central del poder nazi. Pero como en ellos la ideología realmente no existía, sino que la sustituían los sentimientos (de odio, de miedo, de traición, de desprecio, de sufrimiento…), es prácticamente imposible conocer racionalmente lo que ocurrió en ellos, por muchos relatos que se puedan escuchar o leer. O se vivió directamente la experiencia o no se vivió, y si no se vivió resulta incomprensible. Al centrarse en tratar de transformar a los hombres en “animales que no se quejan”, el funcionamiento de los campos se acercó a su propósito fundamental de cuestionar la veracidad de las propias sensaciones de quienes los padecieron. No es extraño percibir sentimientos de duda cuando los internados narran sus vivencias, como si existiera el riesgo de estar confundiendo la realidad con una pesadilla infernal. Fue tan increíble lo que llegó a ordenar Hitler, y a ejecutar sus fieles seguidores, que ni siquiera las víctimas parecieron creerlo del todo14.

En uno de sus últimos libros, Dahrendorf analizó los motivos de que tantos intelectuales se dejaran seducir por el nazismo y por la tentación esclavizante de ceder la libertad a un poder totalitario. Y lo hizo consciente de que en el siglo XXI todavía existe el riesgo de construir nuevos dioses a los que adorar y seguir irracionalmente, de que las fronteras entre los tiempos convulsos de la primera parte del siglo XX y los tiempos actuales no son claras ni están definidas15.

Junto al estalinismo, el nacionalsocialismo es definido por Dahrendorf como “tentación de servidumbre que induce a renunciar a la libertad16”. Tentación en tanto que impulso irracional que conduce a capitular ante él, a rendirse y entregarse, derrotados y subyugados ante la atracción y la seducción que ejerció. No fue difícil para muchos dejarse atrapar por el enganche emocional y cuasireligioso basado en la idea de que Hitler era un salvador providencial que regeneraría la nación alemana. Para conseguirlo necesitaba la ayuda del pueblo alemán, que sumisa y sacrificadamente debía dedicarse a seguir las pautas marcadas por el Führer. Se renunciaba a la libertad, pero gracias a ello se obtenía la fusión con una entidad todopoderosa que supuestamente solucionaría los conflictos existenciales derivados de la inmensa angustia que provocaba la sensación de soledad, aislamiento, insignificancia e impotencia derivada de la irrupción de la modernidad17.

El principal factor constitutivo del nacionalsocialismo fue para Dahrendorf el “sentimiento de pertenencia solidaria”, que se plasmaba en la necesidad de establecer vínculos con nuevos padres. Tras la derrota en la primera guerra mundial, la caída del imperio, la fugaz revolución y la hiperinflación, la excesivamente libertaria República de Weimar no había logrado que los perdidos, atomizados y huérfanos alemanes hubieran encontrado elementos sustitutivos de los primeros vínculos familiares. Sí los proporcionaba el nacionalsocialismo, tal como había precisado y reclamado Heidegger en su discurso de toma de posesión como rector de la Universidad de Friburgo, en mayo de 1933: El estudiantado alemán estaba ya en marcha, afirmaba Heidegger, y lo que buscaba es “un Führer por cuyo medio eleve a verdad fundada su propia vocación”. La libertad académica debía ser expulsada de la universidad por su negatividad e inautenticidad, por su “ausencia de compromiso en el hacer”, y sustituirse por un concepto verdadero de libertad basado en tres tipos de vínculos: el vínculo con la comunidad nacional, que obliga a participar y compartir los esfuerzos, deseos y capacidades de todos los miembros y estamentos de la nación, y que se debe afianzar a través del servicio del trabajo; el vínculo con el honor y el destino de la nación, que exige la voluntad disciplinada de entrega ilimitada, y que se debe materializar a través del servicio de las armas; y el vínculo con la misión espiritual del pueblo alemán, que “forja su destino colocando su historia en medio de la manifiesta hegemonía de los poderes de la existencia humana que configuran el mundo y luchando, una y otra vez, por conseguir su mundo espiritual”. El pueblo exige “a su Führer, desde sí y para sí, la más severa claridad del más elevado, amplio y rico saber”, con el que la juventud alemana se vincula a través del servicio del saber, al cual deben someterse todas las profesiones, y la educación para formarse en ellas, al amparo de un estado que “exige del pueblo trabajo y lucha”. El saber es acción acerca del pueblo, y voluntad acerca del destino del estado, y se unen con “el saber de la misión espiritual” para crear la “esencia plena y originaria de la ciencia”, cuya enseñanza disciplinada es garantizada por el Führer del destino alemán18.

Delitos de opinión y libertad de expresión: un análisis interdisciplinar

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