Читать книгу ¡Ping! - Juana Inés Dehesa - Страница 12

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Mami, si un día tú y papá se mueren,

¿quién nos cuidaría?

—Mami, ¿si ustedes se mueren, nos va a cuidar la tía Catita?

Está muy mal que me haya reído. Muy mal. Es mi hermana y la quiero hasta el fin del mundo. Que es donde casi siempre está cuando se le necesita. Es mi hermana, la quiero enormemente, es mi compañera, mi amiga y mi cómplice, y no sé qué hubiera sido de mi infancia sin ella y en manos de la doctora y de mi papá, pero de ahí a que la considere capaz de hacerse cargo de mis hijos si un día pasa algo terrible, pues no tanto.

No es que no pueda con el paquete, seguramente sí. Tampoco es que Andrés y yo seamos el prototipo de los padres modelo, para nada. Y de hecho nosotros somos la prueba de que los niños sobreviven a sus padres aunque éstos disten mucho de ser perfectos.

Pero Catalina es un caos. Desde que éramos muy chicas, quedó muy claro que yo era la hermana responsable y Catalina era la artista. Mucho antes de que nos diéramos cuenta de que sí, en efecto, tenía una cierta sensibilidad y una enorme facilidad para entender el arte y conceptualizarlo, ella ya era una diva como para ir por la vida con boa de plumas y turbante en la cabeza. Y yo era la que iba detrás de ella, con una lista interminable de pendientes, recogiéndole el vestuario y recordándole que tenía audición a las tres y media en el Teatro Fru-Frú.

Mi hermana nunca actuó en el Fru-Frú. Es una manera de hablar.

Lo que sí es cierto es que Catalina siempre ha ido por la vida sin pedirle permiso a nadie. Yo, que siempre siento que tengo no sólo que pedir permiso, sino que pedir perdón, aunque no haya hecho nada, no la entiendo. Y la envidio muchísimo, para qué más que la verdad. Yo era la que sufría enormidades si sacaba un ocho en matemáticas, y pasaba todo el trayecto de la escuela a mi casa pensando en lo decepcionados que iban a estar mis papás, y Catalina entregaba una boleta llena de seises como si les estuviera haciendo el favor de ir a la escuela y a ver si ya me valoran, malditos.

Yo tomaba clases de natación y de piano, Catalina vivía en clases de regularización de matemáticas, primero, y luego física y cálculo, y vivía pasando los extraordinarios de panzazo.

A mí me temblaba el ojo y se me iba el sueño antes de cada examen. Catalina llegaba a los exámenes habiendo estudiado media hora y tenía clarísimo que con pasar la materia tenía más que suficiente.

Mis hijos no podían crecer así. ¿Qué iba a ser de ellos?

Claro que la otra opción lógica, así, en el papel, serían mi cuñado Jorge y Tatiana, mi concuña. Pero son impresentables. Por lo menos Catalina los llevaría al cine y al museo y les enseñaría que no todo en esta vida es tan limpio y tan fácil como uno creería, que en la mugre y en lo complicado también hay cierto chiste.

Esto también es una manera de hablar, no es que mi hermana viva sumergida en el cochambre.

Más bien, digamos que a la hora de repartir, yo me quedé con la forma de vida convencional, la familia nuclear, los dos hijos, la camioneta y el marido, mientras que ella dice que lo único latoso de no vivir con alguien es que a veces necesitas quien te suba el cierre del vestido.

Por eso digo que la envidio. ¿Quién no? Va de aeropuerto en aeropuerto, de un lugar al otro del mundo, y sus decisiones más exhaustivas pasan por elegir entre ir a un coctel o a una exposición, y no sabe lo que es pasar las tardes teniendo que corretear, literalmente, a un par de enanos para que se metan a la tina.

Por eso también pienso, con esta duda que me sembraron los gemelos y que ellos a su vez adquirieron después de que mi suegra los puso a ver una película de ésas de huérfanos que van a dar a casa de una tía, que ella qué culpa tiene. Ella no eligió tener a mis criaturas, por más que sean unos personajes tan divertidos y a mí me hagan tanta gracia (casi siempre).

Y entonces ya cuando llego a ese punto en la reflexión, se me llenan los ojos de lágrimas de pensar en mis pobrecitos hijos y en mi pobrecita hermana.

Hasta que alguno, o mis hijos o mi hermana, me hacen alguna de las suyas, y entonces se me olvida.

¡Ping!

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