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Buenos Aires
(República Argentina)

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5 de agosto de 1917

22:00hs

Thomas Langston abrió la celosía para asomarse a la terraza de la casa. La arboleda de la calle Misiones anunciaba la temprana primavera de 1917 a bocanadas de olor. De allí fue al otro extremo de la terraza. Acodado en la balaustrada, Langston estiraba un poco el cuello para asomarse a la otra calle que bordeaba la casa, Intendente Indart, y así poder admirar la columnata elegante del hipódromo, en pleno barrio de San Isidro. El caserón pertenecía a la empresa de ferrocarriles de la West Indies, concesionaria de las líneas más importantes del país.

—Tu maridito recibe buen trato de la empresa—sentenciaba con cierta envidia.

Susana Bianco de Verdaguer tiró de la manga a Langston para volverle a meter dentro.

—Te he dicho muchas veces que no te asomes. Nos puede ver algún vecino o alguien desde la calle y esto se me terminó…—le reprendía con aquella vocecita tan inocente, que despertaba la líbido pura de transgresor en su amante inglés, mientras ella cerraba con rapidez recatada.

—Vámonos ya de aquí. No me gusta andar por este despacho.

—Pues sí que le cuidan. Fíjate qué sillón tiene aquí tu Jacinto.

—Ya está. Salgamos, que además, no le gusta tampoco que le toque su mesa. Dice que puede traspapelar sus documentos, o qué se yo.

—Me encanta cuando te pones así de buena. Me entran unas ganas de besarte y abrazarte que….

Sin darse cuenta, con el brazo izquierdo derribó una pila de carpetas marrones. Bien ordenadas alfabéticamente, no tuvieron problemas en volver a acomodar la pila en su lugar sobre la mesa. Salieron del despacho y cenaron en el comedor. Con la ausencia de Jacinto, el servicio había recibido permiso, como ocurría siempre que Langston la visitaba. Jacinto se encontraba de viaje a la provincia de Córdoba, a 800 kilómetros de Buenos Aires. Al menos una semana.

Siempre, al acabar la cena, Tommy metía la mano en su bolsillo y sacaba un regalo para la hermosa Susana. Con gusto y dinero, Langston regalaba el ego de la bella y, al mismo tiempo, el suyo propio, lo cual les predisponía a ambos para una noche inolvidable. Hasta la siguiente.

Pero aquella noche era especial. Iba a ser la primera que pasarían juntos en la casa. Con suerte sería una semana entera para ellos dos, y Langston sabía que también ella quería hacerle un regalo. A Susana no se le escapaba que su amante aprovechaba cada ocasión posible para averiguar cosas sobre la West. Ya fuera a través de ella o del servicio, Langston espiaba y conocía con antelación las visitas que recibían en la casa, los movimientos de las personalidades o datos sobre inversiones. Y aquella noche no podía dejar de ser de gran provecho, pues tendría acceso, por vez primera y sin límites, al despacho de Jacinto Verdaguer, Director de Largos Recorridos del Ferrocarril Central Norte.

Se levantó de la cama cuando ella se hubo dormido profundamente. No pudo evitar acercarse a ella y darle un beso. Y pensó que empezaba a dar muestras de debilidad con aquella hermosa italo—argentina, que le tenía el corazón robado. Salió muy discretamente de la habitación. Recorrió los pasillos con una satisfacción tan placentera, que pensaba que la felicidad debía parecerse mucho a aquella mujer, a aquella casona de San Isidro y al despacho en el que se disponía a entrar.

Cuando había tirado la pila de archivos y expedientes, antes de la cena, pudo observar que todas ellas llevaban el mismo nombre principal y luego uno secundario. El primer nombre era “Expedientes de Concesión”. Cada carpeta llevaba después el nombre de alguna línea de Ferrocarril y la ciudad correspondiente. Decidió empezar a fisgar en cada una de ellas para encontrar algún dato que le sirviera de corroboración sobre las últimas noticias: la renovación —o no— de las concesiones sobre las líneas. En aquellas carpetas podría hallar la valoración que hacía la empresa sobre las líneas que debían conservar en su poder y aquellas que se podrían devolver al estado argentino, sin el menor de los temores.

Fue recorriendo un expediente tras otro, leyendo lo que le parecía más importante según un criterio que había decidido momentáneamente: el primero, la distancia con respecto a la capital y, el segundo, respecto a su finca, en vías de heredar, en la ciudad de Balcarce. Al leer los informes de las carpetas, no pudo evitar una sonrisa de admiración, al apreciar la eficacia endiabladamente precisa de los informantes. Allí se podía hallar no solamente nombres de las fincas, sus valores, sus dimensiones, cuál era la producción aproximada o la capacidad, así como el número de explotaciones o empleados. Pero el toque de exquisitez se dejó notar con la cantidad de información personal sobre los propietarios, datos sobre sus familias y otras propiedades. Se trataba, cómo no, de un material de primerísima calidad, digno de un servicio de información británico, a mayor gloria de su Majestad Imperial, el rey Jorge V.

Eran casi las cuatro de la madrugada y ya había leído una buena cantidad de expedientes, donde halló incluso datos de su propia familia, cuando oyó pasos acercándose al despacho. Sintió alivio al comprobar que era Susana.

—Eres muy travieso—le dijo bostezando. Se acercó a él para darle un beso como reprimenda. Después, mientras ella se afanaba en recomponer la pila de carpetas, con cara de sueño y protestando, de una de las carpetas cayó un sobre anaranjado con un rótulo muy ostentoso: Strictly confidential/ Property of the West Indies Company

Langston levantó el sobre y quiso comprobar si estaba abierto. Por supuesto que el sobre estaba cerrado, aunque no con lacre. Con la otra mano, acercó hacia sí el expediente del que había salido el sobre. Tenía el rótulo de los demás, “Expedientes de Concesión” y en la parte inferior se leía “Ciudad de Cruz del Eje— Prov. De Córdoba”. El nombre del informante figuraba, como en todos los expedientes, en la parte inferior. El encargado de firmar éste era Ralph E. Wilkinson, Director Local de Talleres y Trayectos.

Langston procedía ya con impaciencia febril. Encontrar aquel sobre confidencial le sumió en una excitación casi infantil, a ojos de Susana. No tardó en correr a la cocina y poner al gas una tetera con agua.

No tuvo el menor de los problemas en abrir el sobre al vapor y sacar cuanto había en él. Encontró documentos que pertenecían a la Embajada de España en Buenos Aires. En aquellos informes secretos, Wilkinson declaraba haber recibido de la embajada, mediante un amigo, datos sobre un propietario de aquella zona de la provincia de Córdoba. Al parecer, ese hombre, Don Joseph Loutón, de origen francés, conocido por sus viñedos, y la ganadería, se hallaba en campaña de poner en marcha una vieja mina de oro. En la ciudad, Cruz del Eje, la compañía poseía talleres y se disponía a invertir para mejorar las comunicaciones, dada la situación geográfica. Pero había algo más, que resultaba especialmente interesante para el lector ávido de detalles: la reticencia del francés a entrar en negocios con la West.

Alguien había averiguado aspectos oscuros de Loutón. Su vida en Cuba durante la guerra con los españoles, muy poco clara en lo que se refiere a sus negocios y la manera de ganarse la vida. Incluso se ponía en tela de juicio su identidad, modificada al llegar a Argentina por razones obvias. Había contraído matrimonio con otra heredera de la zona, pero, al parecer, ambos eran ya mayores y no tenían hijos.

—Mira, Susana. No es sólo uno, son dos propietarios, casados entre sí, sin hijos. Uno de ellos tiene datos ocultos sobre su vida anterior. Es casi un ejemplo de torpeza mercantil. Imagínate lo que se puede hacer con esta información, si cae en manos de alguna mente desaprensiva.

Tomó una hoja de las que llevaban membrete de la embajada española, la guardó en su chaqueta y volvió a llenar el sobre anaranjado. Una suave pincelada de goma arábiga y colocó el sobre dentro del expediente “Cruz del Eje—Prov. De Córdoba”.

—Ya sabía que mi ángel de amor tenía un regalo para su Tommy.

Cruz del Eje

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