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Día 1

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Seguía lloviznando en Buenos Aires. Gorgonio y Ochandiano se dirigieron sin demora hacia las habitaciones que este último había alquilado en el barrio San Martín. No estaban lejos del puerto, tampoco de la estación de ferrocarril, pero sí había preferido alejar a Colinas lo más posible de su embajada, pues su estancia en la ciudad porteña era conocida únicamente por el embajador y su secretario, Ochandiano, y así debía permanecer durante la mayor parte posible del tiempo. No en vano, las llegadas, idas y venidas de funcionarios de todo pelaje era controlada por casi todas las embajadas en Buenos Aires, sobre todo en las de aquellos países implicados en la Gran Guerra, que ponían a trabajar a sus servicios de información ante cualquier movimiento. Claro es que cuando éstos pasaban algo por alto, también eran los servicios domésticos los que se encargaban de corregir el entuerto, de forma que Ochandiano había preferido alejar en lo posible a Colinas de miradas indiscretas de su propia embajada, tan poco inclinada a la reserva.

Colinas descubrió que la humedad de Buenos Aires es concupiscente. Se pega a la piel y te anuncia que algo va a salir de tu cuerpo de un momento a otro. Así que Gorgonio se dedicó a investigar y a pensar sobre esa espera. Quería averiguar si no era ese algo, lo que daba a los porteños ese aire añorador del que había oído hablar tanto. Supuso, y además comprobó con creces, que todos vienen de algún sitio distinto, de un pueblo, o una gran ciudad. Tal vez del campo. De países remotos y, otra vez, del campo o de la ciudad y acaban por juntarse en Buenos Aires. Como para no tener aire añorador. No hay nada como el tango para despertar el viento de la nostalgia. Un vuelco que te da el corazón, después de que el sonido metálico y punzante del bandoneón lo hienda. Casi como un puñal en el cuero de un cristiano.

Los arrabales de Buenos Aires se habían ido llenando de gauchos indómitos que huían de la miseria pampeana. Pero era inútil: la misma indisciplina e incorrección que les echaba de las llanuras, convertía a las ciudades en el lugar más inhóspito y letal para esos ejemplares en vías de extinción... Se iban arremolinando en la margen del Río de la Plata, en el barrio porteño de La Boca. Casi como los elefantes van en busca de su paraje para morir. Los italianos, los “tanos” como se llama aún hoy a los napolitanos, se arracimaban también junto a los gauchos y pasaban a ser “gringos” que no hablaban ni jota de español. Pero compartían derrota y tristeza en la misma cantidad... Tan sólo variaba el metro del verso y la música con que las envolvían.

Como no podía ser de otra forma, entre las rarezas de las que hacía gala Colinas, empezó dando los primeros pasos hacia allí. Quería ver a Aníbale Corsino. Ochandiano había averiguado quiénes eran los funcionarios de servicio en Inmigración durante los días que podían corresponder con los que hubieran coincidido con la llegada de los militares fugitivos. Y Corsino, que era uno de ellos, vivía en la Boca.

Las chozas de chapas pintadas de colores muy llamativos hacían de La Boca un pequeño laberinto en el que Gorgonio no tuvo miedo de perderse, a pesar de las advertencias de Ochandiano. Aníbale Corsino le había anticipado que si preguntaba por él a cualquiera en el barrio no tendría problemas de ningún tipo. Era la única persona que podía darle algún dato fiable sobre el paradero de los huidos, pues trabajaba en la aduana de Buenos Aires desde hacía diez meses gracias a su formación en el funcionariado italiano e interpretaba para las autoridades argentinas cuando éstas se lo requerían. Así que Gorgonio se daba con un canto en los dientes por tener a alguien como él, avispado y rápido, y además, conocido de confianza para hacerle las primeras preguntas.

La casa de Corsino era pequeña, pero tan sólo la necesitaba para él y su hija, así que era lo suficientemente cómoda. Cuando entró en aquellas dos habitaciones grandes de tierra batida, el italiano se disponía a cenar, pero decidió no hacerlo y pidió a su hija:

—Chipolata, porta vía questo. Non mi piace —ordenó Aníbale a su hija con una dulzura que sólo revelaba la contundencia de la autoridad paterna.— Siéntese, signore Colinas, prego...

—Gracias. No quiero entretenerle, Corsino...

—No, no. Tómese su tiempo, signore Colinas, per favore. Cuénteme sobre la travesía.

Dos horas y seis vasos de grappa más tarde, Aníbale le había pronunciado ¡mío caro, vecchio amico! unas veinte veces. Tantas como Gorgonio le había rememorado personas e historias de San Fernando, donde se habían conocido. Mientras Corsino se mantuvo trabajando en el funcionariado italiano, había visitado Cádiz con frecuencia, trabando amistad con los reclutas y estudiantes de la escuela naval. Allí se intercambiaban cigarros, comida e ilustraciones. Trabajaba junto a otros muchos oficiales y civiles de varios países europeos, en la puesta en marcha de un sistema cartográfico nuevo. Y, como ocurría en todas las historias de emigración, al irse a Buenos Aires, había dejado tras de sí un tropiezo profesional, un amor imposible y un pecado inconfesable.

En fin. Regresaba Colinas a sus cálculos. Si Lezama salió de España el 21 de Agosto, y la travesía dura entre doce y quince días, debió arribar al puerto de Buenos Aires entre los días 3 y 6 de septiembre. Según los informes que Ochandiano había conseguido, la autoridad del puerto consignaba que en esos días hubo cuatro llegadas. Dos de ellas provenían de Turquía, Grecia e Italia. Esos barcos eran improbables y fueron descartados ya que no hacían escala en España. Los otros dos eran de las Compañías Hamburguesas, con salida desde Hamburgo y hacían escala en Inglaterra, en Vigo y Canarias. CAP Caracas y CAP Vilano alteraron sus planes esos días. Era tal la cantidad de personas que huían de la guerra, que el Caracas no haría escala en Canarias, sino que recalaría solamente en Lisboa y en Casablanca.

Eso dejaba a nuestros hombres embarcados en el CAP Vilano, llegado desde Santa Cruz de Tenerife, último rastro de evidencia que se tenía del coronel y los huídos. Y ese barco había arribado a Buenos Aires el día 5 de septiembre de 1917.

Corsino presumió ante Colinas de conocer a todos los funcionarios del puerto. Y consultados los que participaron en el turno de ese día, casi no dudaron en identificar al coronel. No por que su porte fuera excepcionalmente arrogante y dispuesto. Es que traía dinero consigo, y eso se nota de inmediato, cuando surge de una muchedumbre inmigrante. Pagó a un “changuita” para que le llevara rápidamente a la estación de ferrocarril, porque dijo que quería llegar cuanto antes a Córdoba.

Al salir de la casa, Gorgonio llevaba noticias de los movimientos de los huidos, al menos de uno de ellos, el coronel Lezama, mezclados con vapores espesos de puerto y aguardiente en la nariz. Aún así, en cuanto pudo, le deslizó Colinas el consejo de abandonar aquel barrio tan infame en tanto su pecunio se lo permitiera, pero Corsino contestó con un gesto incomprensible. Se excusó argumentando que allí servía a sus compatriotas en apuros, los recién llegados y los que no. Gorgonio pensó que, tal vez, aquel vecindario era un retiro anacoreta, una especie de castigo aceptado, que Aníbale sobrellevaba en expiación de algún error. A cambio de sus favores, aquella noche, Gorgonio había endulzado lo oídos de Corsino con escenas y episodios del barco. Él preguntó por su Italia. Corsino le despidió en la puerta como flotando y con el rostro iluminado, pero allí, varado en la puerta de su choza de chapa, no cabía sino tomar su gesto como un quejido.

Al pasar por la esquina, Colinas dejó caer unas monedas en el jarrito del ciego que fumaba y tocaba el bandoneón. :

¡Aullando entre relámpagos

perdido en la tormenta

de mi noche interminable, Dios!

Busco tu nombre...

No quiero que tu rayo

Me enceguezca entre el horror,

Porque preciso luz para seguir...

¿Lo que aprendí de tu mano

no sirve para vivir?

Yo siento que mi fe se tambalea,

Que la gente mala vive, ¡Dios!

Mejor que yo…

Cruz del Eje

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