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Prólogo

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En el mes de Febrero de 1997, tuve que ir a Galicia a cobrar una cantidad que la compañía de seguros nos iba a entregar a mis hermanos y a mí, tras la muerte de nuestra madre. Murió en un accidente de tráfico, mientras se dirigía a Vigo para visitar a mi cuñado Tito, quien acababa de ser desahuciado por un cáncer de pulmón, a los 44 años. No debo olvidarme de estos detalles, sobre todo porque éstos son los hechos que decantaron en mí un estado de ánimo propio para la tristeza, la zozobra y la escritura.

La emigración, en varias generaciones de mi familia, de ida y vuelta, da para contar historias como ésta y mucho más. Ellos dos, por ejemplo —mi madre y mi cuñado Tito— eran también dos gajos desarraigados, viviendo en maceta ajena.

Pero creo que cumplo con mi deber al decir que lo que se puede leer a continuación ya estaba escrito antes de suceder lo que menciono más arriba. No, yo no he escrito nada del relato. Apareció en un manuscrito amarillo y muy ajado, en la salita de mi casa de Maside, Ourense. Encontré las hojas bien atadas con su cordel en esa sala, que es una biblioteca respetable, junto a fotos y otros objetos que mi madre se había traído de Argentina y que, no cabía duda, había decidido guardar, quizá con la secreta intención de dármelos más adelante. Ignoro si era esa su intención, pero algo me dice que, habiendo estudiado lengua y literatura inglesas en Santiago, tal vez mi madre quisiera que fuese yo quien guardase el texto. Cuando ya llevaba leídos muchos capítulos, y después de estornudar mucho polvo, comprendí la razón por la que había guardado el manuscrito.

La ciudad de Cruz del Eje existe en la realidad y es donde nacimos mis hermanos y yo. Donde había nacido mi madre, gran parte de mi familia argentina y parte de mi familia española. A su vez, mi familia argentina procede de Siria, Líbano y España.

Alguna vez yo había preguntado a mi madre cómo habíamos ido a parar a aquella aldea de Galicia. Mi madre respondió que lo entendería el día que yo quisiera a alguien.

En la misma caja que encontré el manuscrito, había una cosa que me llenó los ojos de lágrimas: un Rolls Royce rojo metalizado, de una colección Matchbox que yo traje de Argentina, tal vez mi tesoro más valioso. El cochecito había sido el primero que tuve, y, por tanto, iniciaba la colección. Aún lo conservo, desde 1968.

Un año después de abrir aquella caja, empecé a transcribir con ordenador el manuscrito. Me limité a rellenar hojas, a zurcir los agujeros de las páginas —en las que los tachados o roturas nos privaban de su contenido— con alguna ocurrencia que pudiera encajar en esta historia.

Cuando encontré aquel autito supe que mi madre quería que esta historia se publicase. Entendí que ella quería que fuese yo quien lo hiciera. Así, algún día, de paso, tal vez entenderíamos por qué nos había querido tanto.

Hay que decir que averigüé, en conversaciones con mi anciano padre, que los personajes, en su mayoría, son reales.

Juan José Helvecio Álvarez Carro

(Helvecio Maside)

Cruz del Eje

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