Читать книгу Cruz del Eje - Juanjo Álvarez Carro - Страница 17
Día 2
ОглавлениеAl día siguiente, emplearon todo su tiempo en localizar y preguntar uno por uno a los funcionarios de aduanas que Corsino había mencionado, sobre los demás fugados. Ninguno había dado muestras claras de adónde se dirigían, ni habían sido identificados. Sólo dos recordaban la figura de Lezama según al retrato que les estaban mostrando. Los demás, al parecer, habían pasado lo suficientemente desapercibidos.
La última de las entrevistas con los aduaneros había tenido lugar en un pequeño pero elegante café, el de “Los Inmortales”, de la calle Corrientes, muy cerca de la Avenida de Mayo. Allí preguntó Colinas a los dos últimos de los aduaneros, que parecían ser los más jóvenes, sobre qué podrían hacer dos solteros esa noche en la primavera de Buenos Aires. Casi al unísono, contestaron lo mismo y sin dudar. Con dinero en sus carteras, no tenían más que cruzar al otro lado de la Avenida de Mayo. Con todo el pesar del mundo, Ochandiano se vio forzado a llevar a Gorgonio a cenar al Armenonville. El gran y hermoso Armenonville.
Buenos Aires es la ciudad de los árboles. Casi como la antigua leyenda de las ardillas, uno podría recorrer la ciudad saltando de copa en copa, sin tocar el suelo. La arboleda de la Avenida de Mayo se confundía con la de aquel local de moda. En el hermoso jardín de verde intenso del Armenón se podía cenar al aire libre oliendo las glicinas. Era una mezcla de patio andaluz y cervecería alemana, que permitía bailar de vez en cuando un tango y— sobre todo— recordaba al Hansen, que había cerrado cinco años antes. El amplio jardín contaba con decenas de reservados, separados por setos naturales de arrayán y al fondo, se divisaba el enorme chalé de estilo europeo imponiendo su personalidad a todo el jardín, cubierto de verdes mirtos tallados en formas acolchadas, curvas ellas de una sensualidad desbordante.
Después de situarles en una mesa discreta, una vez que el maitre se había retirado, Ochandiano pareció sentirse más cómodo y relajado. Miraba a su alrededor, como si quisiera encontrar a alguien entre el abundante público de aquella noche. Se percibía un ambiente especialmente tanguero, en función del espectáculo que mostraba el cartel. Y Gorgonio no ocultaba su entusiasmo:
—Vamos a ver, Ochandiano. No se me escandalice —pensaba en voz alta Gorgonio.
—Si la Duquesa de Norfolk ha dicho que va contra el espíritu británico y el Kaiser lo ha prohibido a sus oficiales, entonces no hay duda. Hay que ver el tango.
—Aquí se puede ver cualquier cosa, Colinas —advertía con pavor mientras miraba a su alrededor.
Mientras decía esto, con temor de ser oído por alguno de los muchos personajes que pululaban entre las mesas, Ochandiano continuó.
—Aquí hay señoritos, chulos, finos y cafishios de postín peleando las minas —ya sabe, las mujeres— a lo más florido del arrabal orillero. No hay lugares así en Madrid, ni creo que en el mismísimo París...—mascullaba Ochandiano, suavizando el tono de su voz.
—El “Armenon” es un espectáculo en sí mismo, Colinas. Es un espectáculo vivo. Nosotros podemos pagar el caro menú para ver evolucionar en escena a verdaderos orilleros con un tango; para ver cómo el bacán de turno se lleva una “mina” a su reservado, o para ver a los músicos zanjando con una puñalada disputas artísticas.
Y cada palabra con la que Ochandiano intentaba disuadir a Gorgonio, sólo conseguía agrandar la sonrisa lasciva de éste.
Con elegante esmoquin y pechera dura, el sexteto de músicos apareció en escena. Era entonces cuando el “Armenón” abría sus encantos en todo su esplendor. Bueno, en casi todo su esplendor. Aquella noche aparecía en el cartel del programa una voz de éxito, un gordito que ya no lo era tanto como cuando había debutado dos o tres años antes, en el mismo local. A decir de Ochandiano, aquel cantor era francés. Y que venía de Montevideo. El ex gordito cantaba bien. Su nombre era francés, pero era realmente oriental —como llaman a los uruguayos en Buenos Aires— y lo hacía bien. Se llamaba Carlos Gardés o Gardel. En fin. El caso es que emprendió un repertorio con canciones camperas de cierto agrado. Al igual que todo lo que le rodeaba, el cantor poseía el encanto de lo nuevo para los oídos y los ojos del ávido Colinas. En cómo prolongaba las vocales, nasalizando y convirtiendo el portamento, un defecto técnico sin perdón, en una cualidad narrativa. Todo lo cual conducía a corroborar sus orígenes franceses. Y cuando no cantaba y se extendía en la presentación de su siguiente tema, Gorgonio no dejaba de hallar encantador el tono añorador en su voz, en cómo la impostaba y en cómo, a fin de cuentas, ese acento dulce, corregía elegantemente la pedantería de su hablar. Así que poco a poco se fue abriendo lugar en la atención de las gentes.
Pero cantó un tema —ese sí— que invadió el sentido de Gorgonio de pronto. Ya no había lugar a dudas de que el origen rufián y canalla del tango le dotaba de un aire enormemente atractivo.
Percanta que me amuraste
en lo mejor de mi vida...
dejándome el alma herida
y espinas en el corazón,
sabiendo que te quería,
que vos eras mi alegría
y mi sueño abrasador...
Gorgonio se dio cuenta de que había casi dejado de respirar durante los versos de aquel tema. Se llamaba “Mi noche triste”.
—Cenemos, pues. Y disfrutemos —se apresuró a decir Gorgonio al terminar aquella pieza, mirando al plato con esperanza. Un segundo después su tenedor se hundió en el tierno y macizo pedazo de carne asada humeante. Al igual que se hundió en el corazón de Gorgonio el recuerdo de Paloma, la golfa adolescente que le trajo al mundo de los adultos una noche de invierno en Valladolid.
—¿Qué ha averiguado del italiano, Gorgonio?— le espetó. Colinas volvió a la realidad.
La interrupción de Ochandiano fue como morder un pedacito de hueso.
—Corsino dice que alguno mencionó la ciudad de Córdoba expresamente.
—Desde luego, eso tiene visos de certeza, habida cuenta de que la variedad de opciones no es tanta. Mendoza, al oeste, les acercaría a Chile. Pero un paso fronterizo siempre tiene cierto riesgo para el que va inseguro y sin papeles claros.
—¿Y el sur, Ochandiano?
—La Patagonia. Mmmm —dudó el navarro.
—Desde luego es segura. Pero desierta. Córdoba es la opción. Militares de prestigio como ellos, seguro no pueden renunciar a sus aspiraciones internándose en zonas desiertas. La mayoría deben haber ido a Córdoba...
Ochandiano se convenció ya de que Colinas no había leído nada de las cartas que le enviara a Valladolid. Si lo hubiese hecho, no habría tenido dudas de que había que ir a Córdoba sin dilación. Pero no se halló con el valor necesario y prefirió dejar por cuenta del instinto canino de Gorgonio seguir el rastro de Lezama.
La pausa que Ochandiano había hecho tuvo razones de peso. Una bellísima dama se acercó a la mesa contigua hasta ocuparla como una reina ocupa su trono y quiso que todos lo supieran. Como respetuosos cortesanos, los comensales del salón hicieron silencio, hasta que la reina ocupó el lugar más destacado del restaurante. El caballero que la acompañaba se movía con pasitos graciosos y cortos. Lucía una cabeza grande, redonda. “Vive para ella.”— pensaron todos los presentes. Y a continuación los hombres añadieron a su pensamiento: “¿Y quién no?”
Unos minutos después, cuando ambos estaban ya sentados, el maitre del local se acercó a la mesa de Ochandiano y Colinas, a traer un ofrecimiento del recién llegado. Una botella de Cabernet—Sauvignon mendocino. Un “Hipólito”, según la etiqueta, de 1911. Agradecieron con una reverencia y continuaron.
Ochandiano no necesitó la interrogación y se dispuso a contestar a la muda pregunta de Gorgonio:
—Ella es Susana Bianco de Verdaguer. El enanito es su marido. El actual subdirector de las líneas de Largos Recorridos del Ferrocarril. Le llaman el Kinoto. Es una historia triste, Colinas...
— ¿Cuántas veces te he dicho que no quiero la leche en taza, amorcito?
Y Kinoto se giró para regresar a la cocina no sin antes tropezar con el zapato de taco alto que Susana se quitaba siempre al vuelo antes de caer en la cama.
Había regresado a las dos de la mañana de esa cita con las amigas y la canasta en el club, en la que se bebía. Claro que con moderación.
—Leche y galletitas, linda.
—He visto a Mr.Langston en el club y me preguntó por vos. Se queja siempre de que no vas por allí.
—Tengo mucho que hacer por acá, linda.
—Te vendría muy bien dejarte ver por el club de vez en cuando. Mirá a Landáburu cómo le ha ido.
—Landáburu es un cretino con un estómago de basurero.— dijo Kinoto con un gesto de náusea, además de añadir— Le chuparía las medias a su sepulturero para que le busque un buen sitio en la fosa común.
—Sí, pero se va a su nuevo destino en Inglaterra en enero, amorcito. Eso es una carrera fulgurante. Con Sir William Leguizamón, querido...
Se observaba que Susana sabía que su marido la amaba con desesperación, y que ella tendría el sol que pidiera y galletitas con leche. Susana ni se molestaba en recomponerse el peinado ni el vestido tras las noches de juerga y desenfreno con Langston o con el mismísimo Landáburu. Tenía el suficiente castigo con saber que él no le concedería el divorcio por nada del mundo. Y que mientras Kinoto siguiera siendo subdirector de Recorridos en los Ferrocarriles, Susana tendría la vida asegurada a buen ritmo.
Toda la compañía sabía lo de Kinoto con Susana. Sabían más bien lo del mote, pero con toda seguridad ignoraban lo de su origen. Jacinto Verdaguer medía uno cincuenta y cinco. Su cabeza redonda y calva tenía una piel de tonos anaranjados que encajaba perfectamente con la descripción. Aunque la verdadera historia traspasaba los límites de la normalidad, si por tal entendemos la vida, desprendida de emoción, sabor y pasión. Los que se suben a la montaña rusa aceptan el riesgo de un encuentro poco afortunado con la ley de la gravedad. Pero, ay, los que prefieren no subirse a ella por miedo, por desear menos de lo que la vida a veces da sin que se lo pidamos. Éstos se aseguran el tránsito salubre por sus caminos, aunque sin el vértigo de las curvas y otras sinuosidades. Así pensaba Kinoto para sí, sobre la posibilidad de que algún día, quizá todavía lejano, Susana quisiera mirarle con los mismos ojos del primer día. Y a ese afán se entregaba con toda la esperanza que su menguado cuerpo y su graciosa figura le permitían.
El caso es que el país se encontraba sumido en un momento de tensión general, pues Argentina no estaba ajena a los vientos de revolución. Los disturbios de los ferroviarios en huelga sacudían por entero contra la empresa británica en aquellos años. Una noche, tras una intensa jornada de negociación sindical, los ingleses del Comité salieron a cenar junto a los miembros argentinos de la empresa. Algunos activistas de los trabajadores se habían enterado del lugar elegido para la cena y la casi segura juerga posterior. Sir Thomas Langston era uno de los jerarcas británicos quien, aunque no era precisamente un recién llegado, había conocido aquella misma semana a Susana Bianco de Verdaguer durante la presentación que se hizo a los ingleses de los principales ejecutivos de la empresa ferroviaria. Unas horas después de terminada la cena del Jockey Club de Buenos Aires, a la que habían acudido todos para celebrar el buen fin de aquellas primeras negociaciones, les pillaron a ambos en el coche de Langston, desnudos, con una larga borrachera que dormir. Así, les llevaron al hotel Emperador, para dejarles en el suelo del lujoso vestíbulo rodeados de ramos de flores y botellas de champán y un gran cartel que decía: “Negociamos por ti. Por tu país. Por tu ferrocarril”. Entre las piernas de Susana vaciaron un cesto de kinotos, que había sido el postre elegido aquel día por todos los comensales de aquella cena. Naranjas de la China en almíbar con suave y elegante toque de “Cointreau”...Tuvieron la enorme suerte de ser inmediatamente retirados a una habitación por parte del gerente del hotel, amigo de ambos, Langston y Susana, pero sin evitar la indiscreción de algún miembro del personal.
Antes de pagar la cuenta, Ochandiano se levantó a agradecer la botella de vino. Colinas se sintió incómodo, pues creía que debía participar del agradecimiento. Aún así pudo sentir sobre sí la mirada de ambos hombres, la de ratoncillo que tenía aquel y la de Ochandiano. Mantuvieron una charla larga, durante la que vio cómo Ochandiano negaba con la cabeza varias veces. Por fin, se dieron la mano, dio un beso a Susana Bianco y regresó a la mesa. El navarro pagó con una firma sobre la bandeja del elegante maitre y se dispusieron a partir.
—Es una historia de amor...triste. Lo de este hombre es de una humillación y sumisión suicida, Colinas.
Colinas miraba sorprendido a Ochandiano, con el gesto de alguien que observa incrédulo la ceguera de otros:
—¿Pero es que el amor es otra cosa, Ochandiano?