Читать книгу La llamada de Siete Lagos - Julieta P. Carrizo - Страница 10
El león
ОглавлениеNizhni Tagil, Rusia, 13 de octubre de 1987.
El haz de luz entraba por aquella pequeña rendija casi con timidez, despacio. Iluminaba a su paso la alfombra, una remera, un par de zapatillas gastadas, un autito de juguete sin ruedas y un oso de peluche que había perdido los ojos y la nariz.
Más allá, en la semioscuridad, se podía ver una estantería desvencijada que se usaba como biblioteca. Algunos libros desgastados se apoyaban sobre las tablas. La mayoría eran tan viejos que les faltaban páginas, pero a Alek le gustaba imaginar aquellas escenas faltantes de las historias. Como si se convirtiera en parte de ellas y pudiera decidir lo que hacían los personajes a continuación.
Su hermano Liov siempre le había dicho que poseía una imaginación incomparable, tal vez por eso Alek era tan diferente a los niños que conocía. Prefería pasar el día leyendo un buen libro antes que salir. Muchas veces esto le traía serios problemas con su padre, pero su hermano siempre lo había defendido.
Ahora ya nadie podía defenderlo, por eso casi no tocaba los libros destartalados que se apilaban en esa esquina. Todos excepto uno, el que su hermano adoraba; lo había ocultado bien al fondo para que su padre no pudiera desgarrarlo con sus crueles manos. Ese libro, de tapa negra con letras plateadas de estilo gótico, era su tesoro. Junto con la estatuilla extraña y extravagante que representaba a un ser antropomórfico pero monstruoso que habitaba sus pesadillas; la conservaba porque era una de las pocas cosas de Liov que había podido rescatar.
Tal vez era el contraste de la luz con la oscuridad lo que hacía que la puerta se viera pequeña, cuadrada, como si se tratara de un portal en la pared que llevaba vaya uno a saber a qué lugar de la casa. Por ese motivo fue que Alek se entretuvo mirando divertido el juego que producía la luz con la puerta, imaginándose en otro lugar, muy lejos de allí, donde no escuchaba los gritos, ni los insultos, ni el llanto, ni los golpes.
Logró despegarse de su cuerpo y volar hacia afuera, pasando por debajo de la puerta, yendo directamente hacia el haz de luz. Afuera lo esperaba una pradera extensa, verde, fresca y primaveral, una ráfaga de aire tibio lo recibió con un exquisito aroma. En ese lugar él era otra persona, allí no existían las peleas ni los puños; no había platos rotos ni vidrios destrozados y, lo que era mejor, no tenía heridas ni cicatrices que marcaran su cuerpo. Liov estaba a su lado, nada ni nadie podría hacerles daño.
Tic, tac.
El sonido que llegó a sus oídos lo sobresaltó, entonces la pradera se secó, las flores se marchitaron, su mundo desapareció. Su alma había vuelto a su cuerpo.
Tic, tac.
—Que no venga, por favor que no venga —susurró para sí. Cerró los ojos con fuerza y se tapó los oídos, como si de aquella forma pudiera ahuyentar el fantasma del miedo que amenazaba con poseerlo.
Tic, tac.
El sonido era de un reloj de bolsillo grande, redondo y antiguo; de esos a cuerda cuyos engranajes parecen oírse con mayor fuerza al moverse las manecillas. Él lo conocía de sobra, era el sonido del miedo, aquél que le prevenía cuando algo malo iba a suceder, el que lo hacía temblar.
Tic, tac.
Se acercaba, podía sentirlo subiendo las escaleras, por lo que se acurrucó más en las sábanas, mientras ahogaba un gemido de dolor al mover el brazo que tenía entablillado, cubierto con una venda vieja y sucia.
TIC, TAC.
La sombra pasó frente a su habitación, se detuvo unos segundos detrás de la puerta, luego siguió camino por el pasillo. Aleksandr se relajó, si no había entrado ya, entonces no lo haría. Cerró los ojos e intentó volver a su mundo de fantasía. Pero entonces un estruendo, seco y ahuecado como un trueno, lo hizo saltar de la cama. Se quedó allí parado, temblando, sin saber qué hacer ni qué pensar, sin atreverse a salir a mirar.
TIC, TAC.
—Mamá, ¿dónde estás? —susurró.
TIC, TAC.
—¿Por qué no vienes?
TIC, TAC.
—Tengo miedo, mamá, tengo mucho miedo.
El oscuro fantasma del temor por fin se había apoderado de él, las piernas le temblaban y tuvo que hacer un esfuerzo para ahogar el llanto que luchaba por salir. No pudo evitar que un hilillo de orina escapara allí mismo, formando un charco a sus pies.
El sonido del reloj se extinguió en la lejanía, como si hubieran apagado una radio. Eso le dio valor para ir hacia la puerta de su habitación, girar el pomo y abrirla con cuidado.
El pasillo estaba completamente vacío, casi en penumbras, con un foco a punto de quemarse que se encendía y apagaba, iluminando por momentos. Con pasos lentos y temblorosos recorrió el trecho que lo separaba de la habitación de sus padres, aguzando el oído para asegurarse de que no se oía aquel terrorífico tictac.
Al principio la habitación parecía normal, pero pequeños detalles se hicieron visibles: el ropero abierto, desordenado; los cristales de un vaso roto en el piso; la lámpara de la mesita de noche fuera de lugar, con el cable arrancado de la pared; el teléfono descolgado, y una mano sobre la alfombra asomando detrás de la cama.
Algo andaba mal, lo mejor sería volver a su cuarto, cubrirse con las sábanas y esperar a que amaneciera. Pero no podía dejar de mirar lo que se encontraba del otro lado. Debía cerciorarse que su madre estuviera bien, que los golpes solo la habían dejado inconsciente, que despertaría en cualquier momento y le diría que no había sido nada, que ella se recuperaría y que su padre no volvería a tocarlos.
Titubeó unos segundos antes de dar uno, dos, tres pasos para bordear la cama. Se topó con el cuerpo de su madre, o lo que quedaba de él.
Le costó reconocerla, lo que le reveló que era ella fue la ropa y el dije de plata que le colgaba del cuello.
El cuerpo estaba sentado en el piso, con la espalda apoyada a los pies de la cama, la cabeza caída hacia adelante. Aun así, Aleksandr vio el rostro completamente desfigurado, la mandíbula salida y colgando hacia un costado. La sangre caía por el pecho, teñía la ropa y se escurría por el piso. El lado derecho de la cara había desaparecido, reemplazado por una masa sanguinolenta de músculos, tejidos y parte del cráneo.
Aleksandr no podía descifrar la escena. ¿Qué había sucedido?, ¿por qué su mamá se encontraba así? Sus ojos grabaron cada detalle del espectáculo mientras él se repetía que aquello no estaba pasando.
TIC, TAC.
El sonido lo hizo reaccionar. Apartó la vista del cuerpo y observó la habitación desesperado.
TIC, TAC.
«Muévete Aleksandr» se reprendió en un intento por moverse, pero tenía los pies clavados en el lugar. Su cuerpo no respondía a la transmisión desesperada de su cerebro.
TIC, TAC.
«Está más cerca, por lo menos cierra los ojos e imagina que no estás aquí». Aquella orden tampoco tuvo éxito, muy por el contrario, abrió sus ojos más que nunca, sin siquiera pestañear.
TIC, TAC.
Al sonido del reloj se unió el de unos pasos que subían las escaleras con parsimonia. Los escalones terminaron, los pasos se detuvieron y luego reanudaron su andar hacia la habitación.
TIC, TAC.
La figura apareció en el umbral de la puerta, alta y tambaleante, ocupó todo el espacio que había en la entrada. Se detuvo para mirar la cama. Unos segundos después, reparó en el niño que estaba inmóvil en el lugar, junto al cadáver.
—Aleksandr. —La voz sonó gutural, ronca y algo sibilante.
TIC, TAC.
Entró en la habitación con pasos temblorosos, arrastrando la escopeta detrás, como si fuera una bolsa. El niño de pronto comprendió qué era lo que le había hecho semejante daño a su madre y comenzó a temblar mientras las lágrimas se escurrían a través de sus ojos.
TIC, TAC.
—Tu madre está dormida —dijo el hombre acercándose al niño—. Creo que… Creo que no va a despertar. —Formó una sonrisa diabólica en su rostro, los ojos le brillaron espectrales. Cuando se inclinó, el reloj de bolsillo que colgaba de una cadena se tambaleó hacia adelante.
TIC… TAC.
El hombre observó al niño unos segundos y con un rápido movimiento lo tomó del pelo con fuerza, mirándolo con furia.
—¡Apuesto que tú no eres hijo mío! —rugió—. ¡Siempre lo supe! No podía ser que alguien tan débil y estúpido como tú lo fuera. No eres ni la mitad de hombre que tu hermano.
TIC, TAC.
El cañón de la escopeta estaba apoyado en la frente de Aleksandr.
TIC, TAC.
—No…. —sollozó el niño—. Yo… sí soy… tu hijo.
TIC, TAC.
Un fuerte golpe de puño lo hizo volar hacia atrás hasta estrellarse contra la pared. La sangre empezó a emanar de la nariz hasta mancharle el mentón y el pecho.
TIC, TAC.
«Desaparece» pensó Aleksandr mientras estaba tirado en el piso.
TIC, TAC.
Esperó a que el resto de los golpeas vinieran, él siempre seguía hasta que el niño rogaba que se detuviera o estuviera inconsciente. Lo único que le martilleaba los oídos entre golpe y golpe era el sonido que emanaba de ese reloj del demonio.
TIC, TAC.
No sucedió nada. Aleksandr abrió los ojos lentamente y vio a su padre parado en el lugar, observando el cuerpo destrozado de la única mujer en el mundo que le había dado algo.
—¡Mira lo que me hiciste hacer! —dijo el hombre llorando.
TIC, TAC.
—¡Ella era una puta y tú el hijo bastardo de alguno de los vagabundos que se acostaban con ella! —rugió.
TIC, TAC.
Se secó las lágrimas, lo miró.
TIC, TAC.
—Ya no me queda nada… —añadió el hombre antes de llevarse el cañón de la escopeta hacia el mentón y apretar el gatillo.
Aleksandr no tuvo tiempo de cerrar los ojos. Vio como la cabeza estallaba y los sesos regaban el lugar.
Pasaron horas antes de que encontraran al niño en estado de shock, lloroso y temblando en una esquina de la habitación, lejos del charco de sangre que se había formado alrededor del cuerpo de sus padres. Entre sus manos sostenía un reloj antiguo que había sido golpeado hasta que el vidrio se trizó y las manecillas volaron por los aires.
Aquella fue la última vez que Alek lloró. Y la última vez que tuvo miedo.
Klyuchí, Península de Kamchatka, Rusia, 22 de febrero de 2012.
—¡Mierda! Maldito aparato —musitó Alek. Estiró la mano y tomó el celular que no paraba de sonar sobre la mesita de noche—. Si, Boris. ¿Qué puta quieres? —Se sentó en la cama—. ¿Viste la hora que es? ¿Tuviste algún problema con tu guardia? ¿Acaso apareció una vaca loca y te asustó o qué…? Ok, voy para allá. No me vuelvas a llamar a no ser que sea algo realmente importante como que del cielo cayó una lluvia de meteoritos o algo por el estilo, ¿sí? —Cerró el aparato con fuerza y lo dejó sobre la mesita de nuevo.
—¿Qué sucede? —preguntó la chica de cabello castaño largo que descansaba a su lado.
—El trabajo, linda —respondió Alek. Se levantó de la cama y fue a la cocina.
Volvió un momento después, con un vaso de whisky en una mano y la botella en la otra. Lo bebió mientras observaba a la mujer desde la puerta de la habitación. Estaba completamente desnudo y ella se deleitó unos minutos con su cuerpo.
—Me gusta mucho ese tatuaje, ¿sabes? —La chica señaló el dibujo de un león que recorría la mitad de la espalda de Aleksandr. Tenía las fauces abiertas y las garras prestas en posición de ataque. Era feroz y salvaje.
—Una locura de juventud. —Sonrió él mientras se servía otro vaso.
—¿Ya debes irte? —Ella se levantó de la cama.
—Bueno, estoy en esta ciudad para trabajar —respondió Alek—. El resto viene por añadidura.
—No deberías tomar desde tan temprano —dijo señalando el vaso.
—Eso, querida, es problema mío, no tuyo. Yo no te digo a ti que no te acuestes con otros hombres, ¿o sí?
—A ellos les cobro, a ti no —replicó ella aireada.
—Pues tampoco te pagaría. —Terminó lo que quedaba en el vaso y lo dejó a un lado—. A lo que voy es que a ti te gusta el sexo y te acuestas con todos los del pueblo, a mí me gusta el alcohol y lo tomo cuando se me da la gana.
—Hablas como si fuera una cualquiera.
—Es que eres una cualquiera.
—¡Basta! ¡Me hartaste! No sé por qué mierda sigo viniendo a verte. —Dio media vuelta y comenzó a buscar la ropa que estaba regada por el piso.
Aleksandr se le acercó por detrás, la tomó de los brazos y acercó su rostro por un costado. Ella pudo sentir la calidez de su cuerpo.
—Sigues viniendo porque te gusto —susurró él—. Porque nadie te hace lo que te hago, ¿verdad? Ah claro, en ese momento no tienes problemas con el trato que te doy.
Ella titubeó unos segundos porque, lamentablemente, sabía que él tenía razón, pero al final se soltó de su agarre y se volteó a mirarlo.
—Me acuesto con otros porque es mi trabajo. —Lo miró directo a los ojos—. En cambio, a ti nadie te paga por beber.
—Es parte de mi trabajo también. —Alek hizo una mueca. Tomó de arriba de la mesa su arma reglamentaria—. En fin, será mejor que te vayas. Tú debes dormir para trabajar esta noche y yo debo ir a cumplir con mi deber.
La chica se puso el vestido sencillo, corto y escotado que usaba, y se encaminó hacia la puerta.
—Bueno… Si no termino tarde tal vez pueda pasarme —susurró desde la entrada.
—Llámame. —Aleksandr le regaló una sonrisa.
Era probable que no volviera a verla, sabía que ese era el día en que lo transferían. Todavía no le habían informado su destino, pero esperaba que se tratara de un lugar que le ayudara a subir un escalón en su carrera. Alek aspiraba a más, mucho más.
La puerta se cerró con un estruendo y el joven se apresuró a vestirse para salir hacia la comisaría. Trabajaba allí desde que se había graduado en Moscú e ingresado a la Milítsiya rusa. Su carácter temerario le había ayudado a ascender con rapidez, con solo treinta y cinco años le esperaba un gran futuro.
En realidad, su infancia lo había ayudado. No podía decir que hubiera sido feliz, muy por el contrario, había sido sumamente traumática. Después de la muerte de sus padres el estado se encargó de enviar a Alek a una institución en Magnitogorsk, donde recibió la formación necesaria. El lugar era como todos los orfanatos: desagradable, impersonal, con raciones de comida justas y asquerosas. Lleno de niños con ansias por cambiar de vida, que se iban frustrando a medida que el tiempo pasaba y nadie iba por ellos.
Cuando Alek entró en el orfanato ya tenía diez años, era grande para que alguien lo aceptara, sobre todo teniendo en cuenta que había sufrido de maltrato infantil y había visto cómo su padre mataba a su madre y luego se suicidaba.
Realizó varios tratamientos psiquiátricos, todos favorables. Aleksandr, o Vladímirovich como solían llamarlo en la institución, había bloqueado gran parte de lo sucedido. Sabía con certeza qué había pasado, pero no recordaba haber visto el cuerpo de su madre ni el momento en que su padre se volaba la cabeza frente a él. Según le explicaron, su cerebro había bloqueado aquellas imágenes para no producirle un daño irreparable.
Aun así, la personalidad de Alek empezó a forjarse y vislumbrarse al poco tiempo de haber llegado a Magnitogorsk. A los pocos meses se dio cuenta de que si quería sobrevivir en ese lugar debía ser alguien importante. Después de varias riñas, muchas heridas y algunas pruebas peligrosas a la que se sometieron con los niños del orfanato, Alek ganó la posición de líder de los niños más grandes. Fue rebelde, con un deje de maldad en sus juegos que luego trasladó a otros aspectos de su vida. Sin embargo, desde allí comenzó a sentir que le gustaba el poder y lo mucho que podía lograr cuando se lo proponía.
Su forma de ser lo llevó a los excesos. En su adolescencia terminó inclinándose a la bebida. Eso no le impidió llegar a donde quería, sabía de lo que era capaz y, al salir del instituto, se mudó a Moscú donde se graduó con honores para ingresar a la Milítsiya rusa. Su decisión de entrar en la policía no se debió solo al hecho de que su hermano mayor, que había fallecido cuando él era pequeño, deseaba pertenecer a la KGB, sino también a su creencia de que así podría redimir de alguna forma el pasado de su padre. Para Alek, ser policía le daba el poder de capturar criminales e impartir algo de justicia en la selva que era la sociedad.
Ahora había llegado el momento esperado, por fin, después de varios años de dedicado trabajo le asignarían un lugar donde él sería la autoridad máxima.
—Boris —saludó al entrar. Un policía joven, de unos veinticinco años, estaba sentado detrás de un escritorio mirando un partido de béisbol en un televisor chico.
—Aleksandr Vladímirovich. —Se puso de pie algo sobresaltado por haber sido sorprendido por su superior.
—¿Ya está aquí? —Alek lo miró, divertido ante la reacción del muchacho.
—Vladislav Petróvich lo espera.
Fue hacia la oficina de su jefe sorteando las mesas, la mayoría vacías por ser demasiado temprano.
—Señor —dijo Alek ante Vladislav. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años con algunas canas que le salpicaban el cabello negro azabache, bien vestido y con modales impecables. Justamente todo lo contrario a él. Sin embargo, a pesar de las diferencias, habían tenido buena relación desde el principio. Vlad había visto el potencial del muchacho y lo había ayudado a calmar sus explosiones de furia cuando sucedían.
—Siéntate, por favor. —El hombre hizo un ademán con la mano—. Discúlpame que te haya hecho venir tan temprano, es que recibí la información hace apenas unas horas y tienes que marcharte pronto, así que preferí decírtelo cuanto antes.
—No hay problema.
—En realidad… —Vlad titubeó unos segundos—. No es lo que esperabas. Pero es un buen lugar, un pueblo chico…
—Sí… —No le gustaba el tono de voz de su jefe, era ese que utilizaba para mantenerlo calmado.
—Bueno mejor míralo por ti mismo, aquí tienes los papeles. —Le pasó una carpeta. Alek la leyó con rapidez y volvió la vista hacia su jefe.
—¿Siete Lagos? ¿Qué mierda es ese lugar? ¿Quién lo conoce?
—Es un pueblo pequeño; el uchastkovyi falleció, tú ocuparas su lugar. Sé que no era lo que esperabas, pero es un ascenso y no puedes dejarlo pasar. Será por un tiempo, prometo que buscaré la forma de sacarte de allí cuanto antes. Además, tú eres muy capaz para ocupar ese puesto, has estado en homicidios, sabes de criminalística más que nadie en este lugar. Es normal que te hayan enviado allí teniendo en cuenta que ante cualquier cosa tendrías que hacer todo el trabajo tú solo. Sabes cómo son esos lugares, no tienen muchos recursos.
Alek dejó la carpeta sobre la mesa. Se masajeó las sienes en un intento por calmar un ataque a punto de estallar. Lo logró con un poco de esfuerzo y asintió en silencio, no podía dejar pasar esa oportunidad. Si el próximo escalón en su carrera era Siete Lagos, allí iría.
—¿Cuándo debo presentarme? —preguntó.
—Cuanto antes, mejor. Si puedes, mañana mismo.
Siete Lagos, 25 de febrero de 2012.
Recién llegado al pueblo Alek se hospedó en el único hotel que había, un lugar pequeño de doce habitaciones, llamado Daemon Hotel. Había pasado por el banco, pero aún no le habían depositado el dinero para poder mudarse a su nueva casa.
Más tarde estacionó el auto frente a la comisaría, un edificio pequeño de frente blanco. En la oficina apenas cabían los escritorios necesarios y tenía unas celdas estrechas en el subsuelo.
Se presentó ante el personal. Había un policía ya entrado en años llamado Denis, de estatura media y con varios kilos de más, que lo miró con reticencia; seguramente creía que el puesto del fallecido uchastkovyi del pueblo le correspondía a él, por lo que la llegada de Alek le había destruido las ilusiones de ser algo más en ese lugar. También había un policía joven, Artur, de cabello rubio y mirada profunda que lo recibió con efusividad, como el novato que quiere agradar a su superior. Alek pensó que se llevarían bien, por lo menos tendría a alguien con quien salir a tomar unas copas. Por último, estaba Irina, una mujer de unos cuarenta años que se ocupaba especialmente de recibir y despachar los llamados al 102.
Algo positivo del pueblo, tal vez, era que todo estaba cerca, por lo que Alek solo debería utilizar el auto para llegar a su trabajo o recorrer los alrededores. El lugar en sí era igual a como él recordaba su pueblo de la infancia, aunque más chico y sin fábricas. Había casas pequeñas, distribuidas sin orden entre las granjas y campos cubiertos de nieve, con fachadas desgastadas por el tiempo.
Por suerte él iba a vivir en la denominada zona residencial, alejada algunos kilómetros del centro, en donde las casas eran más modernas. Modestas, como cabía de esperar, pero mejor mantenidas, con instalaciones nuevas y un poco más de confort.
En el centro se encontraba la comisaría, la iglesia, una sede distrital, el mercado, el banco y algunas viviendas antiguas que parecían haber nacido con el pueblo mismo.
El banco quedaba a solo tres cuadras del hotel, por lo que al día siguiente volvió a ir para buscar su dinero.
Era un edificio sencillo, como todos los que lo rodeaban, con una fachada amplia de paredes blanqueadas con cal. Tenía una puerta de doble hoja de madera pesada y gruesa. El lugar estaba prácticamente vacío, un poco más allá de la puerta había una chica rubia sentada detrás de un escritorio.
—Buenas, señorita Novikova.
—Aleksandr Vladímirovich —respondió la muchacha con timidez.
Era la segunda vez que la veía, la primera ya había notado que la muchacha era introvertida, de pocas palabras, respondía lo justo y necesario. Por unos segundos se preguntó cómo sería su vida, si el vivir en ese pueblo la había convertido en lo que era o en algún remoto pasado fue feliz, extrovertida y alegre, deslumbrando a todos con su belleza y simpatía. Sin embargo, pudo notar que detrás de sus ojos tranquilos se escondía una especie de furia contenida. Su trabajo lo había acostumbrado a observar y analizar la forma de actuar de las personas, muchas veces eso era de vital importancia para resolver algún caso.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó la chica e intentó esbozar una sonrisa.
—Quisiera saber si ya ha llegado el depósito. —Alek le tendió un papel y se sentó en la silla. Hizo un mohín con la boca, de esos que a él se le daban tan bien. La mujer se quedó observándolo apenas unos segundos.
—Llegó esta mañana. Voy por su dinero, capitán. —Con rapidez se dirigió hacia la caja fuerte. Volvió al cabo de unos minutos con los fajos en la mano—. ¿Desea algo más?
—¿Cuántos años hace que vive aquí, señorita Novikova? —cuestionó.
—Cuatro años, capitán.
—¿Le han intentado robar alguna vez? No parece que su caja fuerte tenga muy buena protección —comentó Alek, que había evaluado la oficina con ojo profesional. Un simple bandido con un poco de cerebro sabría perfectamente qué hacer para desbaratar el edificio.
—Todas las familias del pueblo tienen cosas de valor aquí. Nadie de Siete Lagos entraría a robar. Pero gracias por su inquietud, capitán —dijo Larissa cortante.
«Otra vez llamándome capitán», pensó Alek. Lo había asombrado que lo llamaran así apenas llegó al pueblo. Insistió en la comisaría que él no tenía ese rango, pero Irina le explicó que el anterior uchastkovyi era capitán y ahora, al ser él la máxima autoridad, automáticamente había recibido ese nombre. Debería acostumbrarse.
—Así que lo más emocionante que puede pasar aquí es que alguien transgreda una norma de tránsito o que alguna casa quede aislada por la nieve, ¿no? —murmuró con pesar.
—Bueno… —La joven titubeó unos segundos —. Ha habido algunas muertes, casi todas por culpa de los accidentes de coches —comentó casi en un susurro. Bajó la cabeza unos segundos y luego volvió a mirarlo—. En una época sucedieron con bastante frecuencia, fue cuando… cuando yo llegué. Pero luego todo se calmó, debe haberse tratado de una etapa. En fin, ¿desea alguna cosa más? —inquirió dándole la señal de salida.
—No, gracias. Que tenga un buen día señorita Novikova —saludó y salió al frío de la calle. Ahora que tenía su dinero iría a buscar las cosas que había dejado en el hotel para mudarse a su nuevo hogar.
Ese pueblo no parecía tener mucha vida. Alek debería conformarse con hacer su trabajo cada día y volver a su casa con la esperanza de que pronto lo llamaran para marcharse.
«Por lo menos tienen un bar», pensó mientras se subía al auto.
Al llegar a la casa, Alek hizo lo que siempre hacía cuando se iba a quedar un tiempo en un lugar nuevo, la recorrió entera y se aseguró de que no hubiera ningún reloj de pared o de cualquiera otro tipo que pudiera torturarlo con su tictac. Un residuo nocivo de los recuerdos que a veces lo asaltaban.
La casa era confortable, un estilo de cabaña de dos pisos con suficiente espacio para que vivieran cuatro personas. Tenía las habitaciones y el baño arriba; la cocina, la sala de estar y el comedor abajo. Al encontrarse en la parte residencial del pueblo estaba rodeada por árboles, casi al linde del bosque nevado. La vivienda más próxima se encontraba bastante alejada. Un lugar tranquilo donde nadie lo molestaría.
Ordenó con rapidez el poco equipaje que llevaba, colgó las prendas en el interior del armario y abrió la única caja con objetos personales que siempre llevaba consigo. En su interior había un par de libros viejos, entre ellos el antiguo tomo de tapa negra y letras plateadas que alguna vez fue de su hermano, y la extraña estatuilla que antaño lo había mirado dormir durante tantas noches. Observó a la criatura amorfa, llena de tentáculos, y esbozó una débil sonrisa. A Liov le encantaba contarle historias de miedo cuando él era apenas un crío.
Se apresuró a acomodar los libros en un estante y dejó la estatuilla donde la colocaba siempre allá donde iba: la mesita de luz.
Cuando había llegado al orfanato, veinticinco años atrás, arribó con esas mismas cosas. Al principio la figura aterrorizaba a los niños que lo acompañaban en la gran habitación, tal como le había dado miedo a él antes de que se convirtiera en el único recuerdo feliz de su infancia. Al descubrir que ese ser extraño hacía que los demás niños lo mirasen con temor, usó eso a su favor y comenzó a contarles las macabras historias que el libro negro reunía en su interior. Claro que, en general, las condimentaba con sus propias anécdotas, eso ayudó a que muchos sintieran reverencia hacia él: el niño de mirada dura y saberes desconocidos.
Una vez que se hubo instalado, comió una cena para microondas y se sentó a mirar la televisión acompañado por varias latas de cerveza. Afuera ya caía la noche, el viento soplaba con insistencia, silbando entre las hojas, haciendo que las ramas golpearan contra las ventanas. Intentó buscar una película, pero solo encontró unas sitcoms, un documental sobre nuevas técnicas de estudios cerebrales en humanos y un reality show sobre una mujer con su perro.
Casi a medianoche sonó el teléfono. Alek se había quedado dormido en el sillón y se despertó sobresaltado.
—Vladímirovich —respondió con evidente mal humor.
—Al parecer tu llegada ha traído algo más a este pueblo que simples multas de tránsito —respondió la voz de una mujer del otro lado.
—¿Qué sucede Irina?
—Tu primer caso serio. Una muerte, probablemente un suicidio. Se trata de un periodista que estaba cubriendo una nota aquí y se hospedaba en el hotel. Su compañera lo encontró muerto en la habitación.
—Voy para allá. —Alek se espabiló con rapidez y buscó las llaves del auto—. Llama a Artur y dile que lo espero en el hotel en quince minutos.