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Siete Lagos, julio de 1805

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La casona se hallaba en lo alto de una pequeña colina, alejada del pueblo, casi al linde del bosque y junto al gran lago.

Era una habitación oscura pero muy lujosa. Las paredes estaban pintadas de negro, al igual que los muebles, y el piso era de ónix. Una enorme mesa de ébano pulido dominaba la estancia, rodeada de sillas con respaldos altos y tallados con lóbregas figuras. A un costado un aparador del mismo material se encontraba adornado por una estatuilla de plata con dos candelabros antiguos a los lados. Una araña de bronce, con caireles de cristal, colgaba del techo e iluminaba todo con una mortecina luz amarilla. Dos hombres flanqueaban la puerta cerrada.

Seis personas entraron y ocuparon sus lugares alrededor de la mesa. Apenas tuvieron que esperar hasta que una figura imponente ingresó a la estancia con solemnidad y se sentó en la cabecera.

Llevaban túnicas negras con capas rojas, una capucha cubría sus rostros. Sendos medallones de metal colgaban pesados de sus cuellos. Hicieron una reverencia, se quitaron sus medallones y los colocaron en la mesa, sobre unas figuras talladas en la madera.

—Bienvenidos —dijo el hombre que ocupaba la cabecera: Tom, como se lo conocía en el pueblo.

Sacó una pipa y la encendió. Dos camareros sirvieron el mejor whisky y se alejaron para dejar que empezara la reunión.

—Las cosas se complicaron con la captura de Lucius. —La voz de uno de los hombres comenzó—. Han descubierto algunos de sus rituales y, por más que el abogado apelará, será prácticamente imposible que un tribunal se atreva a sacarlo libre —agregó.

—Ya no podemos apelar a la justicia —replicó Tom—. Las cosas se han ido de las manos, ahora no depende de abogados ni de jueces, Lucius deberá salir de allí sin la ayuda del derecho.

—¿Y quién hará el trabajo? —preguntó otro de los presentes.

—Ya tengo a alguien que se encargará de eso —respondió Tom, escueto—. Vayamos a otro tema que me preocupa. Es lamentable, pero no me queda otra opción que sacar este asunto a la luz. Hay uno de los presentes que me ha desilusionado; nos ha desilusionado a todos los miembros de la Orden. En el pueblo se empieza a hablar de lo que sucede en la última casa a la orilla del lago, no me gusta que la gente venga a meter sus narices en asuntos que no le incumben. ¿Alguien quiere hacerse cargo de las acusaciones? —Las últimas palabras quedaron flotando en la estancia.

El silencio reinó en la habitación, los hombres que rodeaban la mesa se miraron unos a otros; ninguno se atrevió a hablar. Al cabo de unos minutos, en los que Tom parecía haber quedado inmóvil como una escultura de cera, uno de ellos se puso de pie y dejó caer su capucha, dejando su rostro al descubierto.

—Sergei. —Tom por fin se movió—. Sabía que eras tú, solo quería ver si tenías las agallas para dar la cara.

—No he hecho nada malo. Nunca fui infiel a la Orden. He trabajado como todos aquí —replicó el acusado.

—¿Con quién has hablado? —cuestionó Tom.

—Hubo rumores en el pueblo, la gente de pronto hablaba de algunas cosas… ya sabes, de que cuando nuestros antepasados vinieron desde Inglaterra encontraron un pueblo desolado a causa de la guerra. El campo de prisioneros estaba destrozado y nadie había vuelto a este lugar. Sin embargo, nuestros padres y abuelos decidieron reconstruir el pueblo y pronto Siete Lagos volvió a ser un lugar próspero e incluso turístico.

—Creo que olvidas que nuestros antepasados también crearon una orden para protegernos, ¿o acaso ya te has olvidado de dónde nos encontramos? El nombre La Secta del Silencio, ¿te dice algo? —Se burló Tom—. Lucius ha sido imprudente y ahora está preso; tú has hablado de más. ¿Qué haremos contigo? No podemos dejar que las cosas continúen de esta forma.

—Tengo una familia —dijo Sergei con algo de temor—. Mi padre fue uno de los creadores. No he sido infiel, solo traté de acallar los rumores que se dicen por allí. Si hablé, fue con la mejor intención.

Tom asintió en silencio y miró hacia afuera. La niebla cubría la superficie del lago, la luna apenas se vislumbraba a través de ella.

—Creo que tendremos que dejar esta casa, no podemos permitir que alguien descubra este lugar, ni lo que sabemos. Llevaremos todo a un sitio más seguro y encontraremos un nuevo lugar de reunión. —Miró a Sergei de soslayo—. Aún puedes venir con nosotros. Mi confianza en ti está perdida, pero tendrás nuevas oportunidades de demostrar que sigues siendo fiel a la Orden. Ya no te harás cargo del Dragón Rojo, le dejaremos ese trabajo a alguien más capacitado.

Sergei asintió en silencio y volvió a sentarse.

—Cuando hayamos cambiado de lugar, este será quemado para no dejar rastro. —Tom tomó el medallón que había frente a él—. No olvidemos quiénes somos ni qué hemos venido a hacer. Siete Lagos nos necesita, siempre lo ha hecho. Ahora que comienza a respirar no podemos abandonarlo. Los antiguos nos necesitan.

La llamada de Siete Lagos

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