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El águila

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New York, Estados Unidos, 28 de febrero de 2012.

El auto recorría la avenida a alta velocidad, hasta que se topó con la hilera de vehículos que todas las mañanas embotellaban el acceso. Cheryl miró por encima del volante e intentó contar cuántos autos tenía frente a ella.

«Medio millón más o menos», pensó mientras sacaba el celular. Marcó el número de la oficina, al instante una voz tranquila atendió del otro lado.

—Clarisa, ¿qué tal la mañana? —Se miró en el espejo retrovisor de forma inconsciente—. Estoy atascada en un atolladero de Madre y Señor mío. Ya sabes cómo es esto, te tardas unos minutos en salir y quedas en medio de la marea. —Sonrió—. Llegaré a tribunales en unos veinte minutos, a tiempo para la audiencia. Dile a John que no se preocupe.

Dejó el celular dentro de la cartera y se dispuso a esperar a que los autos se movieran. Encendió la radio para escuchar las primeras noticias del día. Lo de siempre: accidentes de tránsito, protestas en algunas carreteras, uno que otro robo, el clima, los deportes.

Ha sido un invierno duro, todos lo sabemos, esperamos que en las próximas semanas empiecen los días más cálidos —decía la voz que salía de los pequeños parlantes del automóvil.

Cheryl observó el sol matutino y dejó que los rayos dorados le calentaran el rostro. Sí, había sido un invierno inusualmente frío, pero ella amaba esa época del año. Era ideal para pasar las tardes en el sillón, cubierta con una manta, una humeante taza de chocolate y un buen libro.

—… sería uno de los descubrimientos más importantes de la humanidad. El científico asegura que los primeros resultados podrían estar en unos meses. Esto colocaría a la empresa entre las primeras en luchar contra este mal, equiparando su labor a quienes se encargan de buscar la cura contra el cáncer, el HIV y tantas otras enfermedades que nos aquejan…

La voz de la radio se diluyó entre los pensamientos de Cheryl. ¿Acaso el presentador no tenía otra cosa más importante que hacer que dar noticias como esa? ¿No era todo culpa del gobierno? Eso es lo que decían los conspiranoicos que poblaban el mundo. Cualquier problema, cualquier enfermedad, cualquier mal, siempre es culpa de alguna sección ultrasecreta del Estado.

Esbozó una sonrisa al recordar un caso en el que había actuado hacía poco. Un hombre que trabajaba en una empresa farmacológica desarrolló una violenta enfermedad en la piel, similar a la rosácea pero más virulenta. El hombre estaba convencido de que, al vacunarlos en la empresa, les habían contagiado esa enfermedad como una especie de experimento para probar nuevos fármacos. Su paranoia llegó a tal nivel que entró en crisis en el trabajo, atacó a sus compañeros e hirió a algunos de los trabajadores.

Cheryl, como representante fiscal, al principio no había creído una palabra de la demencia de aquel hombre. Estaba convencida de que era todo un teatro para evitar la condena que le correspondía. Pero cuando lo vio por primera vez, se dio cuenta de que en verdad ese sujeto había caído preso de sus propios temores; algo en su cerebro estaba roto. Al final la fiscalía recomendó el aislamiento en un instituto psiquiátrico.

Avanzó unas cuadras y una canción conocida comenzó a sonar. Aquella melodía le traía a la memoria imágenes de cuando era niña y su padre la llevaba de viaje por la carretera, con la música sonando a todo volumen. En medio de los recuerdos, le vino a la mente el sueño que había vuelto a torturarla la noche anterior; uno que hacía tiempo la sometía a noches de insomnio.

Ella caminaba sola por una calle. A ambos costados se alzaban pequeñas casas de pueblo con techos a dos aguas cubiertos de nieve. El paisaje era blanco, nieve por todos lados: por la calle, a lo lejos en la plaza, aún más allá en las copas de los árboles, copos que caían de forma incesante desde el cielo. El lugar era desconocido para ella pero, a la vez, raramente familiar. Un pueblo enclavado en medio de un bosque.

Cheryl cruzaba el sendero con tranquilidad, como si esperara encontrar a alguien. Observaba las construcciones que pasaba: un bar con fachada de madera, una franquicia de Burger King en una esquina, una tienda de ropa deportiva, una gasolinera un poco más allá y dos restaurantes con nombres extraños que no podía recordar. La vía desembocaba en la plaza principal que se encontraba cubierta con un manto blanco. Varias tiendas pequeñas rodeaban la plaza, a un lado había un viejo hotel y, del otro, una iglesia antigua dominaba la vista.

Se hacía a un lado, sorprendida por el sonido de una bicicleta. Un niño de unos diez años pasaba junto a ella y la saludaba con una mano, antes de comenzar a pedalear con una velocidad increíble hasta perderse por uno de los callejones laterales.

Sin saber por qué, Cheryl se apresuraba a seguirlo, se metía en las callejuelas de aquel pueblo desconocido, pasaba el linde del bosque y se internaba entre los árboles hasta toparse con una casa enorme que estallaba en llamas. Ella gritaba desesperada, pensando que el niño estaba dentro. Entonces una figura pequeña surgía desde las llamas y se le acercaba con sigilo. Era el mismo niño, podía notarlo, pero una sombra ocultaba las facciones de su rostro. De pronto el muchacho aparecía a su lado, se acercaba a su oído y decía: «Debes apresurarte, él te espera».

Eso era todo, ese sueño de un lugar que ella no conocía la asaltaba noche a noche, desde hacía dos meses. Ella despertaba siempre después de que el niño le dijera aquella frase. Intentaba restarle importancia al asunto, sin embargo, al despertar, le quedaba una extraña sensación de angustia que le impedía seguir durmiendo.

Logró por fin salir del atolladero de autos y se dirigió al Palacio de Justicia. La audiencia estaba fijada para las ocho de la mañana, por lo que llegaba apenas justo a tiempo, aunque dudaba que el juez iniciara sin un representante de la oficina del fiscal presente. Se apresuró hacia la sala, pero cuando entró no encontró nadie. ¿Acaso se había confundido de día? Un hombre que limpiaba los pasillos vio su desconcierto y se acercó a ella.

—La audiencia se aplazó —dijo, sacándola de su ensimismamiento—. El juez tuvo un problema, creo que quedó para mañana. Debería chequearlo con la secretaria.

—Muchas gracias. —Cheryl hizo una mueca. Fue a la oficina de la secretaria del juez y confirmó lo que el hombre le había dicho.

Sin nada que hacer decidió ir a la cafetería de enfrente. Pidió un café bien cargado para despejar de su mente las imágenes que aún la rondaban.

—Cheryl Carnaby. —Un hombre de unos treinta años se le acercó con una sonrisa bailándole en la comisura de los labios.

—Edward Wood, ¿qué le trae por aquí señor abogado?

—Lo mismo que a ti —respondió él, sentándose en la silla vacía frente a ella.

—No me has preguntado si espero a alguien —se quejó Cheryl.

—Pues si es así tendrá que aguardar a que me tome un café contigo. —Edward se echó hacia atrás con un gesto seductor. Cheryl suspiró. No le molestaba que Edward quisiera pasar tiempo con ella; aunque su instinto de autoconservación se encendía cuando lo tenía cerca.

Edward y Cheryl se habían conocido en la universidad. Ella empezaba el primer año de leyes, él iba un curso más avanzado. Se conocieron en una fiesta y el flechazo fue instantáneo. Él se enamoró de su belleza, de aquella cabellera rubia, larga, perfecta e inmaculada; de sus ojos almendrados de profunda mirada, de sus labios carnosos; de su cuerpo curvilíneo de piel pálida como la porcelana; de esas piernas largas, la curva de sus caderas y sus pechos en perfecta armonía. Ella quedó prendada de su encanto, de su forma de hablar y de vestir, la seguridad que emanaba su ser, su cuerpo atlético, sus ojos verdes.

Fue química pura. Sin embargo, el tiempo demostró que no tenían más nada en común.

Él venía de una familia adinerada, hijo de un gran abogado. Con el camino allanado por su padre, apenas salió de la universidad, Edward ya tenía un bufete de abogados esperándolo. Por su parte, Cheryl venía de una familia de clase media sin ningún contacto con el mundo de las leyes, tuvo que empezar desde cero, se agotó hasta salir recomendada de la universidad y batalló para conseguir un puesto en la oficina del fiscal.

Ella terminó la relación, pero a pesar de todo Edward nunca perdía la oportunidad de buscarla, como si ella no fuese más que un entretenimiento.

—Si me permites que te diga, no te veo muy bien. No me malinterpretes, estás espléndida como siempre, solo que tu rostro parece cansado.

—No he dormido bien últimamente —balbuceó Cheryl. Se había olvidado lo petulante que era Edward—. Insomnio.

—Mmm… tal vez tenga un remedio para eso. Quizás necesites a alguien que te acompañe por las noches para que puedas dormir bien, un poco de ejercicio antes de acostarte. Es recomendado por los médicos.

—Sí, imagino que podría salir a correr antes de irme a la cama. —Esquivó la indirecta. Se puso de pie y agarró su bolso.

—Sabes que no me refería a eso —replicó el joven acercándose a ella.

—Sé muy bien a lo que te referías, Ed. —Cheryl sonrió—. Créeme que si quisiera pasar la noche con alguien, no te buscaría a ti.

—Me has herido en lo más hondo. —Dramatizó él.

—Pídele a tu papi que te lleve al hospital. Debo irme Edward, tengo trabajo urgente.

La mañana en la oficina pasó con rapidez. A la hora del almuerzo se apresuró hacia el restaurante donde iba todos los miércoles a encontrarse con su mejor amiga. Anna Hartwood ya se encontraba sentada en la mesa de siempre.

—No me esperaste para la primera copa de vino —dijo Cheryl acercándose por detrás. Anna dio un pequeño respingo y luego se volvió, mirándola con una mueca de enfado.

—Casi logras que ensucie mi blusa nueva. —La chica de cabello negro señaló su camisa color coral, ajustada, casi tan pequeña como un top.

Hacía apenas unos días que Anna había decidido cortarse el cabello bien corto, dejando que unas mechas largas y algo rebeldes le cayeran por el rostro. Cheryl pensaba que el nuevo look de su amiga le sentaba muy bien, aunque no se le escapaba que Anna era flaca como un palillo, con el rostro algo alargado y enormes ojos marrones. Su cabello negro contrastaba con su piel blanca. Tenerlo corto resaltaba aún más sus facciones.

Cheryl se sentó y ambas se apresuraron a pedir la comida.

—¿Otra vez esos sueños? —preguntó Anna. Miró con seriedad a su amiga.

—¿Tanto se me nota?

—Las ojeras te delatan, a no ser que hayas tenido una noche de sexo desenfrenado y no me hayas contado. Pero conociéndote descartaría esa opción.

—Es el sueño de nuevo. No me deja en paz, cada vez es peor que la anterior. De verdad Anna, comienzo a preocuparme, ¿por qué ese sueño me molesta tanto?

—Amiga, yo me pregunto lo mismo. Tal vez deberías ver a un psicólogo, vaya a saber qué quiere decirte tu subconsciente con todo el rollo del pueblo desconocido y el niño extraño.

—Sí, quizás debería volver con el Dr. Johnnson.

Cheryl desvió sus pensamientos hacia aquel pueblo por un momento, pero la conversación cambió radicalmente de rumbo al contar su encuentro con Edward. Por su parte Anna se vería en unas pocas horas con un modelo de ropa interior que había conocido en una de sus presentaciones fotográficas.

—Necesito urgente que me devuelvas el vestido rojo que te presté —dijo cuando se disponían a marcharse.

—Anna, tienes tantos vestidos, ¿por qué el rojo?

—Porque resalta mi escote.

—Ven a casa conmigo y te lo doy.

Se dirigieron al departamento de Cheryl, un piso modesto en un edificio relativamente nuevo en la Quinta Avenida.

Al llegar, el portero le dio el correo de la mañana. Las cartas de siempre más un sobre marrón bastante grande y sin remitente. Anna hizo algunas bromas sobre admiradores secretos que le enviaban vaya a saber qué cosas.

Después de que su amiga se fuera, Cheryl aprovechó y salió a correr. Se distrajo dos horas dando vueltas por el parque, luego volvió a su departamento para darse un buen baño y relajarse, esa noche iba a dormir tranquila. Había decidido que no dejaría que aquel sueño la incomodara, al día siguiente concertaría una cita con el Dr. Johnnson y se sacaría los fantasmas.

Al terminar su cena frugal se dejó caer sobre el sillón de pana de la sala y encendió el televisor. Comenzó a revisar la correspondencia de aquel día, ordenó las cartas según se tratara de boletas, folletos, propagandas o alguna que otra tarjeta, hasta que llegó al gran sobre marrón.

Una extraña sensación se apoderó de ella cuando lo tomó, se paralizó por un momento antes de volver a la realidad.

En la televisión había un programa en el que varios científicos hablaban sobre la posibilidad de estudiar diversas partes del cerebro humano, mientras una mujer pelirroja, pintarrajeada, hacía preguntas carentes de sentido. Se notaba que no entendía nada de lo que los científicos explicaban con sus palabras médicas y solo estaba allí para mostrar su prominente escote. La objetivación a la que exponían a la periodista asqueó a Cheryl.

Agarró el cortaplumas y rasgó el papel del sobre con delicadeza. Al meter la mano halló otro más pequeño, blanco, un mapa doblado y una cajita de cartón envuelta con una cinta.

Lo primero que hizo fue abrir el sobre blanco, ahora con curiosidad por saber de qué podía tratarse todo eso. Apenas desdobló el papel que había dentro sus ojos se desorbitaron y se estremeció, casi saltando del sillón.

La carta estaba fechada un día antes; escrita con una letra grande, redonda y pulcra, con algunos arabescos al final de las oraciones.

Querida Cheryl,

Mi ángel, sé que esta carta puede sorprenderte, no espero que la recibas con alegría, sino más bien con miedo e incertidumbre. Sin embargo, no puedo esperar más, no puedo permitir que esto continúe así porque necesito verte.

Sé que cuando leas esto imaginarás que es algún tipo de broma cruel que alguien quiere hacerte, pero no es así, soy yo mi princesa. Lo único que me impulsa a hacerte llegar esta carta es el anhelo de volver a verte.

Han pasado varios años, lo sé. Aun así, hoy es el día que me ha tocado contactarte. Tú sabes cuánto te amo y cuánto te he necesitado siempre, por eso no puedo seguir aquí a la espera de que tú vengas. Yo te serviré de guía.

He adjuntado a la carta un mapa que te mostrará el camino hacia donde estoy. No dudes mi querida, no dudes en venir a verme porque te estaré esperando.

Con amor,

Tu padre

Cheryl releyó la carta aún desconcertada. Su cuerpo comenzó a temblar y se dejó caer otra vez en el sillón.

¿Quién se había atrevido a hacerle una broma tan cruel?, ¿quién podía ser el desgraciado? Unas lágrimas cayeron por sus mejillas y ella no intentó detenerlas. Volvió a observar la carta, atónita. Era la letra de él, la letra inconfundible de su padre, incluso su firma pulcra, casi rebuscada, lo cual hacía que todo fuera aún más irreal, porque era imposible que él le hubiera escrito una carta un día atrás.

Era imposible porque su padre, Howard Carnaby, llevaba siete años muerto.


El reloj de la mesita de noche marcó las seis de la mañana. Cheryl estaba sentada en una silla con los ojos enfocados en el cielo nublado a través de la ventana. Una manta la cubría de aquella mañana fría. Su vista vagaba entre los edificios que se extendían frente a ella, mirando sin ver. Varios pañuelos de papel yacían en el piso a su alrededor; ya había llorado y gritado hasta donde su cuerpo aguantó, para después sumirse en el más absoluto de los silencios.

Lo primero que había hecho después de leer aquella carta fue rechazarla. Furiosa con el gracioso que se había atrevido a hacerle aquella broma, agarró el sobre marrón, devolvió las cosas que traía en su interior y lo arrojó a la basura.

Una vez en su habitación se había dicho a sí misma que aquello no influiría en su estado de ánimo, había llorado y sufrido la muerte de su padre hacía muchos años. Aunque aún el dolor era como una espina afilada, clavada en su corazón, no dejaría que nadie jugara con ella. Para intentar dormir bien se tomó una dosis más alta de pastillas que la habitual y se acostó con el MP3 sonando en sus oídos.

No logró descansar mucho, el sueño del extraño pueblo la volvió a asaltar, solo que esta vez la que caminaba por la calle no era la mujer de veintisiete años que Cheryl era en la actualidad, sino una versión de ella misma cuando tenía nueve años. Y la frase que el niño le decía antes de despertar fue: «Debes apresurarte, Cheryl, tu padre te está esperando, no queda mucho tiempo».

Despertó sobresaltada, envuelta en un sudor frío que la hacía temblar. Se levantó, fue hacia la sala y entonces lo vio: el sobre se encontraba nuevamente sobre la mesa. Asustada, revisó el departamento, temiendo que alguien estuviera jugando con ella, pero no encontró a nadie. Después se sentó frente al sobre, no tan convencida de si lo había tirado o no. Lo observó por un largo rato.

Lo volvió a palpar con sus manos, luego dejó caer el contenido sobre la mesa. Esta vez se dedicó con más cuidado a observarlo. Volvió a leer la carta, segura de que, por más difícil que fuera, alguien se había tomado el trabajo de imitar la caligrafía y la firma de su padre.

Tomó el mapa. Observó con curiosidad que tenía un camino marcado con puntos rojos, hasta llegar a una cruz negra marcada con fibra. Por último, agarró la cajita de cartón, la movió y algo pequeño hizo ruido en su interior. No quería abrirla, tenía miedo de lo que podía encontrar dentro, pero si quería saber qué estaba sucediendo debía hacerlo.

Desató la cinta que envolvía la cajita y la abrió con cuidado. Dentro halló una tarjeta escrita con la misma letra de la carta: «Para que no dudes que soy yo». Al sacar la tarjeta se topó con un gran anillo de oro con el sello de un águila a la vista.

En ese momento le dio un ataque de nervios. En el interior del anillo estaba la inscripción que su madre había hecho para su padre, cuando se lo dio como regalo de cumpleaños. Cheryl no necesitaba ver esa inscripción para saber que el anillo era el de Howard, lo conocía de memoria y nunca había visto otro igual. La última vez que lo vio fue en el funeral de su padre, él lo llevaba puesto cuando lo enterraron.

Cheryl colapso, su cuerpo le pasaba factura, se dejó caer en la silla como si hubiera corrido cientos de kilómetros.

A las nueve sonó el teléfono, ella no atendió. Le dejaron un mensaje de la oficina diciéndole que no olvidara la audiencia que tenía esa mañana. A las diez y media le sonó el celular varias veces, Cheryl no se molestó en contestar. Se quedó allí sentada en la silla hasta que sintió sus labios demasiado secos y se forzó a levantarse para tomar un vaso de agua.

Tres días más tarde Anna se apostó en la puerta del departamento de su amiga y golpeó con insistencia.

—¡Cheryl, por Dios abre! —gritó desesperada—. ¿Estás ahí?

Anna tuvo que llamar al portero para pedirle que abriera. El hombre también estaba preocupado porque la chica hacía tres días que no aparecía, así que accedió al pedido.

Al ingresar al departamento Anna se encontró con una oscuridad absoluta. Las persianas y las ventanas cerradas, las luces apagadas, todo sumido en la penumbra. Encendió la lámpara que había a la entrada de la sala y vio a Cheryl sentada en el sofá, inmóvil.

—Cheryl —susurró acercándose a ella—. Por Dios, ¿qué ha sucedido? Te he llamado un millón de veces, en tu oficina están desesperados por no saber nada de ti.

La rubia se volvió apenas para mirar a su amiga, después posó la vista en la carta que había sobre la mesita.

—Alguien quiere volverme loca, Anna —murmuró—; y lo está logrando.


—Sabes que lo que dices es imposible, ¿verdad? —dijo Anna en un intento por hacer entrar a su amiga en razón. Había logrado que Cheryl comiera algo, se diera un baño y luego le contara lo sucedido.

—No sé qué pensar, créeme que he buscado todas las posibilidades, le he dado vueltas al asunto en estos días y no le encuentro explicación.

—Alguien… —comenzó Anna.

—¡No! —Le cortó Cheryl—. Admito que alguien podría imitar la letra de mi padre o copiar su firma, pero ¿el anillo? Ese anillo fue hecho especialmente para él, con el sello del águila, la misma que yo tengo tatuada en el cuello, ¿recuerdas? Mi padre fue enterrado con ese anillo porque nunca se separaba de él, había sido el último regalo que mi madre le dio antes de morir. ¿Crees que alguien podría copiarlo? No, no es posible, lo único que me queda es pensar que alguien profanó la tumba de mi padre, robó este anillo y me lo envió siete años después de su muerte. ¿Te parece probable?

Anna no respondió, la verdad es que todo le parecía una locura, por más que no quisiera darle la razón a su amiga, no encontraba explicaciones para lo sucedido.

—¿De verdad quieres ir? ¿Te ayudará ir a ese lugar? —preguntó Anna—. ¿Qué esperas encontrar?

—No lo sé. No a mi padre por supuesto, sé que está muerto. Pero algo está pasando y evidentemente las respuestas están aquí. —Tomó el mapa y lo señaló con un dedo.

—Bien —dijo Anna al cabo de unos minutos—. Iremos.

—¿Iremos? No hace falta, yo puedo sola…

—No vamos a discutir si te acompañaré o no. —La calló su amiga—. Si tú vas, yo voy contigo. Lo que sí quiero decirte es que no esperes encontrar mucho allí. Entiendo que te encierres por tres días en el departamento después de recibir esto, sé lo importante que fue tu padre para ti, pero no quiero que te ilusiones por una respuesta porque tal vez no haya nada allí y esto quede en el misterio, ¿entiendes?

—Lo sé, solo quiero sacarme la duda, no puedo seguir adelante sin ir allí y ver qué encuentro.

—Bien, entonces será mejor que reserve un vuelo lo más pronto posible. Tú llama a la oficina para tranquilizarlos a todos y pedirte unos días. Por cierto, ¿adónde vamos?

Cheryl abrió el mapa y se lo mostró.

—¿Rusia?

La llamada de Siete Lagos

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