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El toro

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San Francisco, Estados Unidos, 28 de febrero de 2012.

La habitación, oscura y pequeña, no era más que un cubo lleno de muebles apretados: una cama desvencijada, una mesa con un pequeño televisor viejo, una silla y varias cajas regadas por el piso. Un poco más allá, cruzando la puerta, estaba el baño con los cerámicos caídos. La humedad era palpable, llenaba las paredes y el techo.

La ventana daba a una calle que tenía mucho movimiento nocturno. Aunque se ubicaba en el sexto piso, el rugido de los autos retumbaba por toda la habitación, mezclado con los gritos de borrachos y drogadictos que pasaban por la vereda. Jed no quería imaginar cómo sería si estuviera en el primero.

Se levantó de la cama y cerró la ventana con fuerza. Los sonidos menguaron un poco, así que volvió a dejarse caer pesadamente sobre el catre, arremolinándose entre la sucia manta raída.

«Maldita ciudad del demonio», pensó Jed tapándose la cabeza con la almohada para poder dormir. El sonido de la calle se apagó, pero en su lugar escuchó un golpeteo constante en la pared

—¡Ya cállense! —gritó a los vecinos.

El sonido se detuvo para luego reiniciar, un golpe tras otro, con una fuerza tal que parecía que la pared descascarada se vendría abajo. De pronto cesó y luego el ruido vino desde el techo: sillas que se corrían, muebles que caían, pasos, corridas, gritos.

«Son todos unos malditos enfermos —Jed miró el cielorraso—. Este edificio parece un animal viejo a punto de morir, un día se nos va a caer a todos encima».

Se volteó y escondió la cabeza bajo la almohada. Su cuerpo era demasiado grande para la pequeña cama y los pies le sobresalían. Sus brazos colgaron a ambos costados del colchón. Tanteó el piso hasta toparse con una cajita de metal.

Los sonidos volvieron, ahora se trataba de un crujido incesante que provenía del baño, como si las cañerías estuvieran a punto de reventar o algún roedor se escabullera por detrás del concreto y rasguñara las paredes por dentro. Jed agarró la cajita y se sentó en el colchón.

—Si no queda otra… —murmuró. La abrió con cuidado, dejando a la vista varias bolsitas con un polvo blanco.

«Esto me ayudará a dormir». Sonrió. Sacó una bolsa, preparó a un costado la cuchara donde colocó a la Dama Blanca, como él solía llamarla, y comenzó el proceso de quemado que terminaría con aquel líquido dentro de una jeringuilla y luego en sus venas.

Al cabo de unos minutos todo a su alrededor se desvanecía y algunas imágenes aparecían en la periferia de su visión.

Primero el pálido y bondadoso rostro de su madre que le sonreía. Su mirada dulce era un bálsamo para su mente confundida, pero pronto transfiguró con una contorsión grotesca: la cara se ensanchó, su cabello desapareció y en su lugar apareció una pelada prominente.

Los saltones ojos negros de su padre lo miraron, primero con decepción, luego con furia, su boca hizo una mueca de disgusto.

No llegarás a nada si sigues así —cuestionó el viejo.

—Como si a ti te importara —murmuró Jed desde algún lugar recóndito de su mente.

La carcajada que lanzó su padre resonó en toda la estancia. Jed quiso arrancarse la cabeza.

Eres un maldito vago. Un adicto. Un yonqui de mierda que un día va a morir debajo de un puente y allí se lo comerán los perros. Nadie nunca te buscará, nadie nunca querrá saber nada sobre ti.

—¡Nada de esto sucedería si no fueras un maldito viejo tacaño! —rugió el muchacho con furia.

La imagen mental de Jed le sacó la lengua. Una rata desvaída y sin pelaje se coló en sus visiones. Ahora recorría un pasillo oscuro que parecía no tener fin. Al entrar en una habitación, Jed pudo ver a un hombre sobre una mujer. La chica ni siquiera emitía sonido mientras el mastodonte que estaba sobre ella la penetraba con fuerza. La rata se escabulló por los rincones hasta esconderse debajo de la cama. Los sonidos de gemidos forzados llegaron a sus oídos y un grito escapó de sus labios.

La visión cambio. Ahora Jed estaba sentado en una playa paradisíaca, con las olas bañando la costa. Esbozó una sonrisa, ahí quería quedarse para siempre…

Cuando despertó, ya pasaba del mediodía. Miró el reloj y se dio cuenta de que no había ido a trabajar y que era probable que lo despidieran. Había pasado por tantos trabajos en el último tiempo que poco le importaba perder uno más; en realidad, trabajar en una sucursal de Burger King era lo que menos quería hacer.

Se levantó de la cama y fue hasta la mesa. Había un sándwich a medio comer del día anterior. Jed corrió con el dedo una cucaracha que correteaba sobre la mesa para poder agarrarlo y lo terminó de un bocado.

Alguien golpeó la puerta.

—Hartwood, ¿te encuentras ahí? —La voz del portero resonó por toda la habitación. Jed no contestó—. Vamos Hartwood, sé que estás ahí, no sales nunca. Me debes una semana de alquiler.

—Le pagaré señor Harris, he tenido algunos problemas con el sueldo este mes, pero mañana tendré el dinero —gritó sin abrir la puerta.

—Más vale que así sea, sino te sacaré a patadas de allí dentro —murmuró el hombre, alejándose por el pasillo.

Cuando Jed se dejó caer de nuevo en la cama sonó su celular. Se estiró para agarrarlo de entre las cajas que había en el piso.

Hombre, ¿qué ha pasado? El jefe se puso loco cuando no viniste, ya es la tercera vez este mes. Me dijo que ni aparecieras.

—Me pasé de vuelta, Malcom —respondió Jed—. De todas formas, no estoy perdiendo un gran trabajo, ¿verdad?

¿Y qué vas a hacer ahora? —cuestionó su amigo—. Has caído en lo más bajo, estás en la cochina miseria.

—Lo sé, lo sé, no hace falta que me lo digas.

¿Le pedirás plata a tu padre?

—Nunca. Querrá que vuelva a vivir con él y, lo que es peor, querrá que trabaje.

Si yo tuviera un padre millonario, no me molestarían esas condiciones. Tú porque no quieres traba…

—Es un tacaño —escupió Jed enojado—. Tiene millones, tanta plata que podría vivir tranquilamente sin mover un dedo el resto de mi vida, la de mis hijos y mis nietos.

Pero él trabajó para conseguir lo que tiene, ¿no crees que deberías…?

—Comienzas a parecerte a mi hermana. No recurriré a mi viejo de ninguna manera, puedo manejarlo solo. —Cerró el celular con fuerza y lo dejó caer a un costado.

La vida de Jed no siempre había sido así. Su padre, Richard Hartwood, era un empresario, un hombre con visión de negocios que empezó desde joven en Wall Street e invirtió muy bien sus ganancias. Logró amasar fama y una gran fortuna jugando en la Bolsa.

Se casó con una joven actriz en ciernes que dejó el mundo del espectáculo luego de que naciera Jed, el primer hijo. Sus primeros tres años de vida fue criado como un príncipe, hasta que llegó Anna y acaparó toda la atención de su madre. Jed tuvo muchos celos, pero cuando él tenía seis y ella tres, comenzaron a pasar más tiempo juntos y disfrutar de los juegos en común. Aunque en todo ese tiempo su padre casi no había participado en sus vidas, su madre suplía esa falta con creces; era una mujer maravillosa que adoraba a sus hijos y Jed la adoraba a ella.

Pero entonces, al cumplir Jed los diez años, la mujer cayó enferma. Esa fue la primera vez que oyó la palabra cáncer. Su madre aguantó heroicamente tres años antes de que el cuerpo le dejara de funcionar.

Con trece años, Jed estaba solo y con una hermana pequeña que solicitaba su compañía a cada momento. Al principio trató de ser la persona que Anna necesitaba, pero no lo consiguió. Un año más tarde Jed descubrió que lo que más le gustaba era salir, el alcohol y las drogas. Pasó el resto de su adolescencia de fiesta en fiesta, intentando no pensar en nada más, cruzándose con su padre solo por la noche o la madrugada, cuando el hombre salía a trabajar y él volvía.

Al cumplir dieciocho años Jed le pidió a su padre una buena suma de dinero como adelanto de herencia para poner su propio negocio. Ya estaba cansado de los sermones que el viejo le daba a cada oportunidad que tenía, sobre su futuro, sus malas notas, su falta de visión. Los gritos, las cachetadas, las miradas de odio. Sin embargo, el viejo accedió. Le dio el dinero, casi esperando que fracasara. Jed lo gastó todo en fiestas, viajes y drogas. Volvió a su casa para pedir más, pero esta vez su padre se negó. Le exigió que trabajara con él en alguna de sus empresas y ganara su propio dinero. Jed se negó rotundamente y abandonó la casa.

Luego de eso le pidió ayuda a su hermana. Hacía tiempo que habían perdido el contacto, pero al parecer la dulce niña no solo había crecido, también había heredado la visión de negocios de su padre. Invirtió su parte del dinero en una galería de arte y hasta se convirtió en una fotógrafa de renombre. Jed trató de imaginar en qué momento su hermana había llegado a estudiar y convertirse en la mujer que ahora era.

Anna, por supuesto, le negó la ayuda, por lo que Jed cortó toda relación. Se dijeron muchas cosas ese día, Jed había olvidado la mayoría, pero recordaba con claridad que ella le dijo que se pondría el dinero en las venas y terminaría matándose. Como si ella supiera lo que sentía, la desidia, el entumecimiento que embargaba sus sentidos, la anestesia de sus emociones que le impedía sentir nada, hacer nada.

Lo habían empujado a esa pocilga, saltando de trabajo en trabajo y sin ambición de hacer nada con su vida. En realidad, no le importaba, sabía que cuando su padre muriera podría reclamar lo que le correspondía, entonces viviría holgadamente el resto de su vida. Solo le restaba esperar.

Cuando volvió a caer la noche, Jed seguía en su habitación, tirado en la cama mirando televisión. Los sonidos nocturnos resonaban desde la calle. Se levantó para mirar por la ventana, sus ojos recorrieron la acera hasta posarse por fin en un hombre anciano, estaba parado en la vereda de enfrente y lo miraba fijamente.

«Otra vez ese viejo», pensó mientras lo observaba. Hacía varias noches que el extraño se apostaba en ese lugar y se quedaba horas parado con la vista fija en el edificio. Estaba seguro de que era un ciego o un pordiosero que no tenía adónde ir, que en realidad no lo miraba a él directamente. Sin embargo, lo incomodaba un poco. Cerró las persianas y volvió a la cama.

El teléfono sonó.

—Diga.

¿Señor Jed Hartwood? —preguntó una voz al otro lado de la línea.

—El mismo.

Mi nombre es Jessica. Lo llamo de Manpower. Tenemos su información en nuestra base de datos y hemos encontrado un puesto que se ajusta a su perfil. ¿Se encuentra escuchando ofertas?

—En realidad no —mintió Jed—. Pero dígame que me ofrecen. Yo veré si me conviene dejar el lugar donde estoy ahora. La paga es muy mala.

Lo entiendo, está muy difícil hoy en día conseguir algo bueno con un sueldo decente. Pero teniendo en cuenta que no tiene estudios universitarios podemos ofrecerle un puesto de telefonista en una empresa de servicios de Internet. Sería jornada completa, el turno de la mañana, desde las seis hasta las dos de la tarde, la paga sería…

—¿Desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde? ¿Y usted qué se cree que soy yo? ¿Un robot? Con gente como usted este país se irá al demonio —replicó y colgó con brusquedad.

El viejo Hartwood tenía que morir pronto, sino Jed se vería obligado a aceptar alguno de esos empleos de empresas que explotaban a sus empleados.

—¡Maldito, maldito! —rugió mirando fijamente la pared. Si tan solo tuviera la fuerza para matarlo él mismo, no lo dudaría.


Eran las tres de la mañana. Jed se había quedado dormido después de una buena dosis de Dama Blanca, pero esta vez lo despertó una voz. Se sentó en la cama, seguro de que alguien lo llamaba. Aguzó el oído. Los sonidos de siempre llegaron a él: autos, risas, llantos, gemidos. De pronto una sombra se materializó en la ventana, Jed dio un respingo y se puso de pie.

El edificio empezó a crujir de nuevo, golpes en las paredes y el techo, las cañerías que se retorcían a punto de estallar. Una voz que siseó algo que no pudo descifrar. Con rapidez la figura pasó sobre la cama y se paró frente a él. Jed se encontró con el hombre viejo.

—¿Sabes qué significa eso? —El anciano señaló el tatuaje de un toro negro que Jed tenía en el brazo—. Es la entrada, el pasaje que te abrirá las puertas hacia los terrenos de Abaddón.

—¿Qué diablos…? —balbuceó el muchacho dando un paso hacia atrás.

El hombre lanzó una carcajada y se abalanzó sobre él con un cuchillo en la mano. Jed gritó, cubriéndose la cara con los brazos.

Despertó sobresaltado, con la respiración agitada, la boca seca. Encendió la luz para recorrer la vista por la habitación en busca de algún intruso.

—Fue un sueño. Una maldita pesadilla.

Fue al baño, bebió agua del grifo, se mojó la cara y vio su rostro en el espejo.

—No te ves bien —le dijo a su reflejo, a su rostro demacrado y con enormes ojeras debajo de los ojos negros.

Su cabello castaño estaba alborotado; por más que trató de peinarlo se dio cuenta que no tenía arreglo. Su cuerpo, alguna vez fornido, ahora parecía consumido. Tenía los brazos delgados como palillos, las costillas que se le notaban a través de la piel como si fuera un esqueleto. Jed era un hombre apuesto o, por lo menos, lo había sido.

Notó que la pared detrás de él tenía una sombra de humedad donde ya no quedaban cerámicos. Se volvió hacia la horrible mancha, de la que goteaba una especie de agua turbia y espesa. La mancha parecía tener vida propia, como si respirara y emitiera el suave sonido de un latido.

Algo lo atraía hacia ella. Sin pensar, se acercó lentamente. Estiró la mano. Cuando la tocó un ruido gutural escapó de la mancha, como el quejido de un animal moribundo. Jed intentó separar la mano de la pared, pero no pudo, se había quedado pegada. La inmundicia comenzó a extenderse por los costados de la pared hasta que el piso, el techo y todo el baño se convirtieron en una cavidad de humedad putrefacta.

Jed quiso gritar, pero la voz no le salió, entonces algo tiró de él con fuerza hasta hundirlo en las sombras.

Afuera, en la acera de enfrente, un hombre ciego esbozó una sonrisa y se perdió entre el tumulto de autos y gente que abarrotaba la noche.

La llamada de Siete Lagos

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