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Siete Lagos, febrero de 1718

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Los copos de nieve caían de forma irregular, tendiendo un manto blanco sobre la tundra congelada. La noche era fría, como cabía esperar en aquella época del año, por eso los soldados se guarecían en la taberna, vieja y desvencijada, que podía ofrecerles un poco de cobijo y suficiente alcohol para calentar sus cuerpos.

Un grupo de cinco hombres tocaba algunas canciones en un rincón, mientras el resto charlaba animadamente a la espera de que la noche pasara pronto y llegara un nuevo día.

El cadete se había sentado en la barra, su jarra de cerveza casi estaba vacía. Recorría el lugar con su mirada por momentos, luego se volvía para tomar un sorbo en silencio. Un hombre mayor se sentó a su lado y pidió un vaso de vodka. Cuando lo tuvo al frente, lo bebió de una vez.

—¿Nuevo? —preguntó el hombre al muchacho.

—Llegué ayer. —Aunque no lo dijo, el joven agradeció que alguien se sentara a hablar con él. Era un recién llegado en un lugar que no conocía, no había podido relacionarse con nadie.

—Fyodor Smirnov —se presentó el hombre.

—Lyov Golubev. —Esbozó una sonrisa.

—Dime, Lyov. ¿Vienes del frente?

—Luché un tiempo en el frente, pero me hirieron en el muslo por lo que me dieron de baja. —Se golpeó con la mano la pierna derecha—. Me ha quedado un poco más corta, por eso me enviaron aquí donde no hay batalla.

—El lugar indicado. —Sonrió el anciano—. Acá solo nos ocupamos de cuidar a los prisioneros y ayudar a las tropas que pasan para quedarse unos días, es un trabajo sencillo, hasta algo aburrido. —Hizo una seña al camarero que le llenó nuevamente el vaso—. Sin embargo, agradecí cuando me enviaron a este pueblo hace siete años, ya estoy viejo verás. Cuando llegué el edificio penitenciario estaba en construcción, casi terminado.

—¿Y este lugar quién lo fundó?

—¿El pueblo? Ya estaba cuando una tropa lo descubrió y decidió apostarse aquí. Una aldea abandonada. Las malas lenguas dicen que encontraron el hospital arruinado, lleno de cadáveres. Las casas estaban vacías. Al parecer una peste mató a todos cuando azotó el pueblo hace medio siglo. El capitán se encargó de que se juntaran los cuerpos y fueran quemados en una pira antes de que el resto llegáramos. Una historia un poco macabra.

—Bastante escalofriante —susurró el joven.

—No dejes que te impresione, a los prisioneros les encanta asustar a los nuevos con leyendas de fantasmas. No les hagas caso, son prisioneros de guerra, están enfadados y quieren jodernos porque vamos ganando —replicó el viejo—. ¿Ya te tocó la primera ronda en la penitenciaría?

—No, me toca esta noche. —Lyov apuró su vaso de cerveza.

—Pues ya verás a lo que me refiero. El lugar es un poco lúgubre, como todas las penitenciarías, pero es tranquilo, son pocos los prisioneros que puedan darte algún problema.

—Gracias.

—Mañana me cuentas qué tal la primera noche. —Fyodor saludó al joven y se alejó de la barra.

Afuera el viento arremetía cada vez con mayor fuerza, los soldados comenzaron a retirarse a sus tiendas. La mayoría se encontraba de paso en el campo de prisioneros y tenía que seguir viaje al día siguiente; los que vivían allí de forma permanente usaban las antiguas casas que habían encontrado al llegar.

La nieve aminoró y empezó a caer una llovizna fina que pronto se convirtió en un aguacero. El cielo nocturno se iluminó con varios relámpagos cuando Lyov se dirigía al edificio penitenciario, ya pasada la media noche.

El lugar era sencillo: una construcción de ladrillo de dos plantas, con celdas pequeñas en su interior, como si se tratase de una colmena. Lyov se internó por un pasillo estrecho que recorría las instalaciones, iluminado solo por antorchas, ubicadas a intervalos regulares, que dejaban tramos sumidos en la oscuridad. El repiquetear de la lluvia contra el techo era interrumpido, de vez en cuando, por una voz, un quejido, alguna tos ronca o alguien que simplemente se movía en su celda haciendo resonar las cadenas.

Lyov ya había terminado la primera ronda y comenzaba la segunda por los pasillos de la planta baja, cuando escuchó a alguien que tosía con insistencia. Se acercó a la celda número 144 e iluminó su interior. Allí vio a un hombre mayor, encorvado debido a un ataque de tos que lo hacía convulsionarse. Al calmársele la tos, el anciano se irguió y miró al soldado.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el joven.

—Estoy bien, chico. —El prisionero esbozó una sonrisa que dejó a la vista varios dientes rotos y amarillentos—. Eres nuevo, ¿verdad? —Se acercó a la puerta de madera y apoyó su rostro en los barrotes pequeños que cubrían la ventana—. Es una pena que hayas llegado justo cuando se acerca el final.

—El final de la guerra. —Liov sonrió—. Lamento decir que el resultado no será favorable para los tuyos.

—No me refería a la maldita guerra, me refería a este lugar. Este pueblo, ¿acaso no te has dado cuenta? ¿No lo has sentido? Están aquí, en este preciso momento, expectantes, vigilándonos, esperando el momento de salir.

—No entiendo una palabra de lo que dice, creo que el encierro le ha hecho mal a la cabeza.

—No. Estoy cuerdo, muy cuerdo. Sé que todos vamos a morir, lo sé con una certeza infinita porque Él me ha venido a visitar, me lo ha dicho. Todos moriremos aquí, el pueblo no nos dejará ir porque le pertenecemos. Una vez que alguien llega a esta tierra maldita, infestada con los males del mundo, ya no puede volver a salir. —El anciano rió a mandíbula batiente y la carcajada retumbó por los pasillos. Lyov se alejó involuntariamente de la puerta hasta que su espalda tocó la pared de piedra.

«Maldito viejo loco», pensó cuando reanudaba su camino. La ronda terminó a las siete de la mañana y Lyov agradeció salir de aquel edificio.

La noche siguiente, halló a varios prisioneros muertos en sus celdas, entre ellos el anciano de la celda 144. Nadie pudo determinar la causa.

La llamada de Siete Lagos

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