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Los partidos de oposición frente al neoliberalismo menemista

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El año 1989 fue un momento bisagra en la historia argentina. No solo porque durante ese año cambiaron las autoridades institucionales, sino también porque, como se vio en el apartado anterior, a partir de allí se llevó a cabo uno de los procesos de transformación más grandes de los conocidos en nuestra historia. Por su puesto, la producción de sentido para construir un nuevo orden social no dependió únicamente de las decisiones llevadas a cabo por el gobierno o por aquellas avaladas desde el peronismo o algunos de sus integrantes. Sino que también requirió de la conformación de un espacio de posibilidad que permitiera desplegar un nuevo curso de acción, donde la antesala de la crisis hiperinflacionaria fue un elemento fundamental al respecto. Sin embargo, también debemos evaluar el rol asumido por otros actores del proceso, puesto que los principales partidos políticos de la oposición también debieron actuar como partícipes necesarios, ya sea estableciendo alianzas, por inconsecuencia o por una desinhibida proactividad en el proceso. En este caso, si bien el justicialismo había ganado las elecciones en 1989, el principal partido opositor, la Unión Cívica Radical (UCR), no realizó mayores impedimentos para moderar, torcer o detener el giro y las transformaciones que se estaban llevando a cabo, sino todo lo contrario. En la mayoría de los casos resultó desenvolverse como un impecable partícipe del proceso. Dado que no presentó grandes resistencias a los cambios, facilitó el quórum en varias sesiones claves en el Parlamento, las apoyó con votos y hasta se mostró como un abierto promotor de las nuevas medidas. Con lo que, sin la complacencia y permisividad del radicalismo, ya sean estas implícitas o explícitas, el curso de la historia hubiera resultado de un modo muy diferente. No obstante este comportamiento, el mismo no sería gratis para el partido, ya que sus posiciones lo irían llevando a una crisis cada vez mayor.

En efecto, el radicalismo a partir de su derrota electoral de 1989 se vio envuelto en una creciente crisis interna. Por un lado, retrocedió muchas posiciones con respecto a su capacidad y recursos institucionales: si en 1983 había alcanzado la primera magistratura del país, contaba con la gobernación de 7 provincias y tenía 129 diputados nacionales (el 51% de la Cámara), seis años después, cuando Menem asumió el gobierno, no solo la UCR debió abandonar la presidencia, sino que además se encontró con que únicamente había logrado retener tan solo dos provincias y que había perdido el 30% de sus bancas de diputados (se quedó con 90 de ellas). Sin embargo, a pesar de su claro relegamiento, pérdida de popularidad y de haber dejado el gobierno en forma anticipada, el partido no cambió su conducción ni surgieron nuevos dirigentes. En claro contraste con lo ocurrido con el peronismo –que durante el mismo periodo tuvo tres conducciones partidarias distintas (ortodoxos, renovadores y menemistas) y que había logrado democratizarse internamente y realizar internas abiertas–, el radicalismo continuó estando en manos de Raúl Alfonsín13.

Con los resultados obtenidos en 1989 el efecto inmediato asumido por la UCR fue el replegamiento sobre sí misma, lo que permitió que el justicialismo avanzara con su raid de reformas. La postura general del partido ante las mismas fue habilitarlas con el fin de “colaborar con el nuevo gobierno y no entorpecerlo”, mientras que al mismo tiempo alentó muchas de ellas, ya que las mismas formaban parte de los cambios que había intentado llevar adelante Alfonsín sobre el tramo final de su mando y otras tantas habían sido sugeridas por su candidato presidencial, Antonio Angeloz, en la campaña electoral de 198914. Es por ello que muchos radicales comenzaron a sufrir una crisis de identidad frente a la dirección que estaba asumiendo Menem, ya que del mismo modo en que este cooptó, debilitó y sumó cuadros de la Ucedé o logró apoyos de la CGT para aminorarla, se intentó replicar la estrategia con el radicalismo. Por ejemplo, a Eduardo Angeloz, quien había sido el candidato radical para la presidencia del país, se le ofreció públicamente integrar el gabinete de Menem; y el flamante senador radical por la Capital Federal, Fernando De la Rúa, mientras Menem estaba conformando su “mayoría automática” en la Corte Suprema de Justicia, fue buscado para ser parte de ella. Por último, dos importantes referentes económicos del partido, Ricardo López Murphy y Adolfo Sturzenegger, tuvieron amplios contactos con los equipos económicos de Menem y recibieron ofrecimientos concretos para sumarse al gobierno.

En este sentido, la dirigencia radical terminó por asumir dos posturas básicas frente a su retroceso electoral y a su crisis interna. La primera de ellas fue el repliegue territorial, con el cual muchos miembros partidarios intentaron consolidar sus chances electorales en los distritos donde tenían mayor arraigo y relevancia. Así, se propagó una tendencia de dispersión y difuminación en las elites radicales que tendió a focalizar su mirada en las gobernaciones provinciales y en las intendencias municipales, desentendiéndose de lo que ocurría en el escenario nacional. La segunda postura asumida fue prestar resistencias y cuestionamientos a la conducción alfonsinista. En este caso, se forjaron dos corrientes diferentes dentro del partido. Una de ella fue el avance de los sectores más conservadores y más claramente enfrentados a Alfonsín, liderados por el gobernador cordobés Angeloz y por Fernando De la Rúa, los cuales eran partidarios de una ideología conservadora y del pensamiento económico neoliberal. Es decir, eran cercanos a muchos de los postulados que contemporáneamente estaba llevando a cabo el peronismo. Por otro lado, existió una corriente minoritaria, progresista, modernista y anclada en banderas éticas, más cercana a Alfonsín que –sin cuestionar de fondo su proyecto– apostaba a otro liderazgo partidario, más agresivo para con el menemismo. Los representantes más cabales de esta línea eran Federico Storani, Manuel Casella (ambos de la provincia de Buenos Aires) y Rodolfo Terragno (Capital Federal).

En las elecciones de 1991 se expresaron claramente estas tendencias. Allí el radicalismo volvió a perder bancas en el Parlamento, el liderazgo del partido continuó en manos de Alfonsín, aunque todavía de manera más cuestionada15, mientras que el perfil ideológico de la UCR siguió en crisis: el partido no pudo (o siquiera intentó) mostrarse como una oposición certera frente al camino que estaba llevando adelante Menem, el cual logró coronar la primera ratificación electoral de su modelo y adueñarse de la escena política, especialmente gracias al reciente lanzamiento de la convertibilidad en abril de ese año. Como lo indicó Álvaro Alsogaray en un reportaje al celebrar la victoria del peronismo bajo el programa neoliberal: “Es indudable que el debate [en estas elecciones] giró en torno de la política económica y social del presidente Menem y que la ciudadanía se expresó intuitivamente en apoyo de esta en una proporción entre el 75 y el 80 por ciento” (Página 12 29/10/1991). En ese mismo reportaje, Alsogaray, al ser cuestionado por algunos triunfos de la oposición, también señaló: “Ténganse en cuenta que aún en los distritos donde perdió el oficialismo, quienes resultaron ganadores no se oponen a esa política sino que la aceptan como una realidad a la cual no pueden sustraerse. De manera que la conclusión es una sola: la opinión pública en su gran mayoría apoya política y electoralmente la ‘reforma Menem’” (Ib.). Por su parte, a pesar de sufrir un nuevo retroceso en los sufragios, la estrategia del repliegue territorial por parte de algunos cuadros del partido les permitió festejar algunos triunfos, desvinculando lo que sucedía con el partido a nivel nacional con la realidad vivida en algunos distritos. Así, la UCR duplicó el número de sus gobernaciones, sumando a Catamarca y a Chubut al tiempo que conservaba Córdoba y Río Negro.

Dos años después, en 1993, esta propensión volvió a confirmarse. El número de bancas retrocedió una vez más con nueva derrota electoral, Alfonsín fue elegido de nuevo como presidente partidario y se continuó sin hacer cuestionamientos serios al proyecto menemista. En ningún caso se practicó un enérgico reclamo u oposición a la hegemonía neoliberal. No se buscó rearticular al alicaído frente sindical, llamar a movilizaciones o acciones de protesta; no se intentaron resistir las privatizaciones ni impedir la flexibilización laboral. Por su parte, tampoco se desarrollaron –siquiera– estrategias claras en defensa de “las instituciones”, la lucha “contra la corrupción” o por pedir una “mayor sensibilidad social” más allá de alguna declaración aislada. Más bien, se realizó la apuesta contraria. Con la progresiva consolidación de los esquemas neoliberales, el partido –a través de la figura de Alfonsín– prefirió capitular ante el orden neoliberal y facilitar los votos para reformar la Constitución Nacional que propendía a eternizarlo. Así, desorientada, sin rumbo o programa político capaz de contrarrestar el avance y la solidez que mostraba el proyecto menemista, la UCR tendía a desdibujarse cada vez más como partido de oposición. Erman González, multiministro de Menem, se sinceraba sobre esto: “No hay en el espectro político argentino un proyecto alternativo distinto [al del gobierno] que pueda atraer a la gente” (El Cronista Comercial 15/02/1993, cit. en Yannuzzi, 1995: 170).

Precisamente, este pasaje lento, forzoso, pero real del radicalismo del primer plano de la escena política nacional a una posición relegada lo estaba llevando a un callejón sin salida. Las fuerzas territoriales que habían logrado acceder a cargos locales estaban demasiado ancladas y fortificándose en sus nichos. Las figuras de mayor relevancia nacional del partido no se encontraban en las mejores condiciones para postularse como una alternativa veraz frente al menemismo en ningún aspecto. Por ejemplo, Angeloz, que era el único líder del partido por fuera de Alfonsín que pareció proyectarse como una contrafigura de Menem, logró un tercer periodo en la gobernación de Córdoba con una interpretación muy forzada –casi fraudulenta– de la constitución provincial en 1991, estaba acusado en varias causas por enriquecimiento ilícito y hasta lo habían implicado en el crimen político mafioso que desembocó en el asesinato de Senador Manders. De la Rúa, el otro liderazgo radical en ascenso, abrazado a la prudencia, el perfil bajo y la moderación, era un sector periférico dentro del partido y acordaba –al igual que Angeloz– de sumo agrado con el giro neoliberal y pro mercado que se estaba realizando. Mientras que los sectores más críticos del radicalismo representaban a un grupo minoritario dentro de la UCR. Por su parte, Alfonsín, en tanto conductor partidario, en los hechos solo atinaba a coordinar la confederación de estructuras partidarias de la UCR que actuaban con fuerzas centrípetas y sin ninguna intención de volverse una verdadera fuerza de oposición nacional frente a la eficacia menemista. Es por ello que realizar el “Pacto de Olivos” con el PJ de noviembre de 1993 para reformar la Constitución Nacional, más que un contrasentido, fue una solución para no afectar al débil equilibrio interno de la UCR. De este modo, si en 1983 cuando retornó la democracia la UCR había logrado despertar un auténtico furor político bajo la egida moral democrática, con el cual se prometía que con la política y la democracia se podía realizar hasta lo imposible, diez años después el partido se encontraba sin vitalidad, relegado y casi vencido, y con un discurso despolitizado que ya no pugnaba más por comprometerse para cambiar la realidad, sino con uno que sugería que únicamente era posible rendirse ante ella.

En efecto, como se vio anteriormente, ya para 1993 el apoyo, los triunfos y consensos configurados bajo el orden neoliberal eran cada vez más extensos. Menem, junto al plan de convertibilidad, la estabilidad y el crecimiento económico avanzaban a pasos agigantados en sus niveles de aceptación. A tal punto que contaba con los respaldos suficientes para que el fin del ciclo menemista, hacia 1995, no pareciese lo más auspicioso. Las encuestas hablaban claramente de altos respaldos cosechados en la población, los cuales le permitían soñar con continuar en el gobierno bastante más que un solo periodo.

Menem en más de una oportunidad adelantó sus intenciones de tener un segundo mandato consecutivo y seguir en la presidencia más allá de 1995. La única forma de convalidar esto institucionalmente era modificar la Constitución, posibilitando un segundo mandato inmediato. En el Parlamento, a través de distintos mecanismos de alianzas con varios partidos menores y diversas formulas de interpretación de los textos, contaba con el respaldo para hacerlo (según el menemismo, la Constitución hablaba de reformas con solo “dos tercios de los presentes”–una lectura igual a la que realizó Alfonsín en 1984 con la consulta sobre el Canal de Beagle–). Además, de no darse las condiciones parlamentarias suficientes, el gobierno estaba decidido a realizar una apuesta aún más contundente para validar los apoyos con los que contaba: si no se habilitaba la reforma por la vía del Congreso, se llamaría a una consulta popular sobre esto en la cual Menem posiblemente terminaría por triunfar. Este segundo recurso implicaba para la UCR obtener un retroceso todavía mayor frente al PJ del que ya venía registrando.

Así, la consolidación del proyecto menemista en las urnas, un virtual nuevo traspié electoral para el radicalismo junto a las fuerzas internas en disputa representaban un cóctel demasiado poderoso como para que el partido lo pudiera resistir. Este, seguramente terminaría fragmentado y disuelto, lo que pondría fin a más de 100 años de historia radical. Ante este peligro, los principales líderes prefirieron ceder y negociar con Menem, para obtener de este modo una mayor injerencia en la reforma Constitucional. Por su parte, los cuatro gobernadores con los cuales contaba el radicalismo (Carlos Maestro de Chubut, Horacio Massaccesi de Río Negro, Angeloz por Córdoba y José Zavalía de Santiago del Estero) ya habían expresado y negociado públicamente su apoyo a la reforma y preferían los acuerdos pragmáticos que les permitieran continuar con el bipartidismo en sus distritos más que tener sobresaltos y peleas de poder con el peronismo. Con lo cual, como la reforma parecía inevitable, se escogió otorgar los votos necesarios para que se lograra, obteniendo a cambio los miembros de la UCR modificaciones en la Constitución que encontraban apetecibles (un senador por la minoría, la elección directa del Intendente en la Capital Federal, etc.). Por su parte, el radicalismo había insistido desde la segunda mitad del gobierno de Alfonsín con la necesidad de realizar una reforma constitucional muy parecida en algunos puntos a la propuesta por Menem. Por lo que, de cara a la sociedad, no se encontraba con mayores argumentos como para ahora buscar impedirla (Acuña, 1995).

La realización del Pacto de Olivos si bien logró que en algunos casos la UCR se viera favorecida –tanto para ganar orden interno como para recuperar protagonismo político–, en otros generó consecuencias desastrosas. Ya que con esta acción pasó a firmar en forma pública, abierta y de manera innegable el certificado de aceptación de todos los preceptos menemistas. Abandonó su papel de oposición y de diferenciación político ideológica para abrazar al orden vigente, sin cuestionarlo en absoluto y renunciando a presentar alternativas. Es decir, se autorrelegó a una posición pasiva, pactista y convalidante de aquello que ya había declinado a debatir, subordinándose así toda iniciativa política propia. En este caso, las coincidencias entre el peronismo y la UCR habían terminado por ser tantas que, incluso, se llegó a barajar la posibilidad de establecer la fórmula Menem-Angeloz y que López Murphy fuera miembro del nuevo gobierno, realizando “el sueño de Perón-Balbín” de construir una fórmula conjunta entre ambos partidos, para sellar una alianza histórica entre los dos máximos partidos populares del país (Silletta, 2001: 51)

Las consecuencias de estas acciones fueron inmediatas. Si 1993 fue un año sin mucha esperanza electoral para la UCR, y obtuvo cerca del 30% de los votos totales, en 1994 con las elecciones para constituyentes fue aún peor: solo sacó el 20% de los sufragios. Al año siguiente, en las elecciones presidenciales terminó en el tercer puesto con un caudal de votos todavía menor con la fórmula Horacio Massaccesi-Antonio Hernández. Así, en los primeros 12 años que pasaron desde el retorno de la democracia el radicalismo terminó de perder más de dos tercios de sus votantes (en 1983 contó con el 52% del total y en 1995 con solo el 16%). De este modo, ha señalado Ollier (2001: 39) que el “radicalismo [en 1995] haya ido a los comicios con un candidato de bajo perfil político e incierto grado de representatividad era una fiel expresión de la reducida energía que el aparato partidario estaba apostando para su recuperación en el terreno de las urnas. […] Si el movimiento inercial de la hegemonía peronista persistía era plausible pensar en un radicalismo reducido a una mínima expresión, condenado a ser una oposición frágil y poco significativa”. El gráfico 1.1 puede servirnos como una ilustración que ejemplifica estas tendencias en la representación a nivel nacional, donde podemos ver la progresiva (y constante) pérdida de recursos institucionales por parte del radicalismo en contraposición al PJ, que desde 1985 no paró de acrecentarlos.

GRÁFICO 1.1: DIPUTADOS NACIONALES DEL PJ Y LA UCR (1983-1995)


Fuente: (Gambina & Campione, 2002: 295).

El pacto entre la cúpula peronista y la cúpula radical dejó afuera de él a importantes sectores de la sociedad sin ningún tipo de opción viable para modificar, aunque sea mínimamente, los esquemas vigentes. Sin embargo, en esas elecciones para constituyente de 1994 también quedaría en claro que una oposición más férrea o –si se quiere– menos complaciente con el gobierno solo podía salir de las mismas filas del PJ, funcionando el justicialismo al mismo tiempo como un sistema político en sí mismo, ya que pasó a actuar –en los hechos– como un partido oficialista y de oposición (Torre, 1999).

En efecto, como se mencionó antes, la reconversión sufrida por el peronismo bajo el gobierno de Menem había despertado algunas disidencias internas en el partido. Un pequeño grupo de diputados miembros del PJ, denominado el “grupo de los 8”, fue el que finalmente rompió con el bloque oficial, bregando por luchar para recuperar “el verdadero peronismo”. Los indultos, las privatizaciones, el alineamiento automático con los Estados Unidos o la alianza con Bunge y Born habían sido parte de los límites de lo tolerable para este grupo. Así, en abril de 1990 votaron en contra de la ampliación de la Corte Suprema, en agosto del mismo año se plegaron activamente a la huelga de los telefónicos contra la privatización de ENTEL –la cual no fue apoyada ni por el sindicato ni por el PJ–, en septiembre rompieron oficialmente con el partido y formaron su propio bloque parlamentario. Decían, “somos parte del bloque de diputados justicialistas […] es el presidente quien se fue del peronismo” (Página 12 13/09/1990).

En diciembre de 1990, uno de los miembros del “grupo de los 8”, Luis Brunati, se decidió a formar un nuevo partido político (Encuentro Popular) junto a otro peronista disidente, el cineasta Fernando “Pino” Solanas, que también había roto con Menem. En mayo de 1991, la figura que comenzó a destacarse por parte del peronismo disidente y que había sido parte del “grupo de los 8”, Carlos “Chacho” Álvarez, realizó lo mismo junto a dos integrantes más del grupo (Juan Pablo Cafiero y Germán Abdala), para crear en la Capital Federal y en la provincia de Buenos Aires el Movimiento por la Democracia y la Justicia Social (Modejuso). Poco después, el Modejuso propugnaría por crear un “Frente Social” de resistencia contra el ajuste y el neoliberalismo junto a otras agrupaciones partidarias (un sector del Partido Comunista –liderado por Eduardo Sigal–, el Partido Intransigente –facciones conducidas por Marcelo Vensenati y Horacio Viqueira–, de la Democracia Cristiana –cuyos principales referentes eran Carlos Auyero y Graciela Fernández Meijide– y facciones de los Partidos Socialistas), sumando grupos sociales y sindicales (parte del movimiento de Derechos Humanos, Federación Agraria y los gremios CTERA y ATE) (Palermo & Novaro, 1998: 88-89). El muy heterogéneo conglomerado proponía mostrarse como una “oposición activa” ante el avance menemista.

Sin embargo, el amplio abanico de actores y fuerzas que conformaron no pudo ser traducido en listas de unidad ni tampoco ganar apoyo electoral. El segundo trimestre de 1991 encontró divisiones. Se creó la Unidad Socialista que ligó a los grupos socialistas (Partido Socialista Democrático y el Partido Socialista Popular), y se realizó una alianza con boletas propias. Encuentro Popular se unió a grupos de izquierda y formó el Frente Popular. Mientras que el Modejuso concretó un frente con la Democracia Popular y el Partido Intransigente para dar luz al FREDEJUSO. Pese estas particiones, en ninguno de los casos se logró un buen caudal electoral. El Frente Popular apenas superó el 1% de los votos en la Capital, mientras que el Fredejuso solo consiguió el 3,7% allí (lo cual impidió que Fernández Meijide se convirtiera en diputada) y un 2,7% en la Provincia. La Unidad Socialista sacó el mejor resultado de todo el espacio con el 6% de los votos.

Ciertamente, a pesar de la decepción inicial y de la baja performance obtenida, el año 1992 le daría revancha a todos los grupos. Para las elecciones de junio en la Capital Federal se concretó una lista de unidad entre el Frente Popular, el Partido Comunista y el apoyo del Fredejuso y los sindicatos de ATE y CTERA, llamado Frente del Sur, el cual fue encabezado por Pino Solanas. El resultado fue mejor, se obtuvo el 7,4% de los votos. En 1993 el avance fue aún mayor, al armarse una convergencia más amplia: el Fredejuso, sectores del sindicalismo de la CTA y el Frente del Sur finalmente terminaron por unirse y crear el Frente Grande. Con esta unión se logró obtener el 14% de los votos en la Capital Federal (lo cual permitió las bancas para diputados de “Chacho” Álvarez y Fernández Meijide, más 4 concejales) y el 4% en la provincia (en cabeza de Pino Solanas, que también logró su banca), aunque continuó con muchas dificultades para presentar listas propias y obtener resultados alentadores en otros distritos del país16.

El crecimiento electoral que tuvo este espacio, si bien era modesto, también pareció representar una oportunidad para capitalizar dicha tendencia y aspirar a dar un salto todavía mayor. Esto último era sobre todo la opinión del grupo liderado por Álvarez, que había comenzado a explorar otro tipo de perfil y propuestas políticas, para apuntalar a su figura en la Capital Federal, distrito que ofrecía una gran repercusión política. En este caso, aprovechando que el electorado porteño era más reacio a la adscripción directa de los partidos políticos tradicionales –sobre todo del peronismo–, que tenía un predominante sesgo independiente, progresista y de defensa de las instituciones, las principales consignas empezaron a estar centradas en demandas republicanas y en cuestiones ligadas a la ciudadanía en desmedro de la presentación de un programa económico alternativo. De allí que, para la línea de Álvarez en el Frente Grande, la moderación, la prudencia y el apoyo de los medios masivos de comunicación lentamente se fueran convirtiendo en sus ideas y elementos fundamentales. A su vez, dentro del Frente se presentó el dilema sobre cómo crecer aún más y presentarse como la “fuerza política del futuro” pero sin quedar identificados con las “ideas del pasado” (como se hablaba en la época), puesto que se los acusaba desde el oficialismo de que, con su discurso opositor, no había otro interés más que el del volver a una sociedad “estadocéntrica”, al atraso y a las viejas recetas como las que habían llevado a la hiperinflación. Es por ello que algunos grupos del Frente Grande dejaron de criticar con dureza las reformas y a defender, entre otras cosas, a la estabilidad como un bien que debía ser protegido primordialmente, señalando que el fin de la alta inflación era algo a lo cual la sociedad ya no podía renunciar. Es decir, las banderas originarias de intransigencia que tenían un enérgico reclamo de resistencia, oposición a las reformas pro mercado, de rechazo a las privatizadas o de lucha activa para volver al “verdadero peronismo” fueron mutando. Así, la resistencia de los comienzos devino en un tibio “realismo progresista” reconvertido y en el cual lo que inicialmente había sido llamado a combatir lentamente terminó por ser aceptado como parte de una nueva realidad y que era “irresponsable” cuestionar a fondo. Bajo el aliento de los medios de comunicación, las principales propuestas se transformaron en demandas de mayor transparencia en los actos de gobierno, defender las instituciones y luchar contra la corrupción y la “mafiocracia”.

La celebración del Pacto de Olivos (noviembre de 1993) fue el punto de quiebre que le permitió a Álvarez, Fernández Meijide, Solanas y al Frente Grande hacer un fuerte salto. Ya lo habíamos visto, el Pacto de Olivos encontró a la UCR en retroceso y significó su identificación inmediata con el menemismo por su inconsecuencia. Gracias a él, el PJ y la UCR pasaron a confundirse entre sí, casi sin presentar distinciones entre ambos. Esta fue la oportunidad donde el Frente Grande supo capitalizar los rechazos contra lo que era visto como los vicios de las viejas corporaciones políticas y de los “partidos pactistas”. Lo cual se plasmó en las elecciones para constituyentes de abril de 1994. Allí el Frente Grande se impuso en la Capital Federal con el 38% de los votos y terminó primero. En la provincia de Buenos Aires, principal distrito del país, salió en segundo lugar y relegó a la UCR al tercero. Además, se consiguieron buenos números en otros distritos del país: Neuquén (29.8%), Entre Ríos (12,5%), Santa Fe (10,2%) y Río Negro (9,7%). Los principales ejes de la campaña fueron la lucha contra la corrupción, la crisis de la educación y la justicia, el peligro de un poder ejecutivo sin contrapesos, la perpetuación personal de Menem en el gobierno y el control de los gastos en las campañas políticas. Aunque fueron sin dudas las denuncias de corrupción las que más atractivo le dieran al Frente, especialmente una realizada contra la interventora del PAMI, Matilde Menéndez, efectuada poco tiempo antes de las elecciones.

Igualmente, el rápido crecimiento que llevó al Frente Grande a una alta exposición y a un importante posicionamiento que tendría consecuencias internas para sus protagonistas, ya que ciertas fricciones y diferencias no se podrían disimular más. La disputa por el liderazgo entre Chacho Álvarez y Pino Solanas en poco tiempo explotó. Además, en el conflicto individual entre ambos líderes también se puso en juego la demarcación del perfil político ideológico de la nueva fuerza política. Así, mientras Solanas era partidario de continuar con una línea de intransigencia contra el gobierno de Menem, no aceptar sus cambios y rechazar de cuajo las privatizaciones, el neoliberalismo y la sumisión empresarial, Álvarez optó por llevar al partido opositor por otro rumbo, a través de darle un giro de moderación y aceptando los cambios económicos como irreversibles. Tras “arrepentirse” públicamente de no haber acompañado con sus votos en el Congreso a la ley de convertibilidad (Clarín 08/09/1994) y de negar que alguna vez haya sido de “izquierda”, la claudicación frente al nuevo orden fue notoria. Decía Álvarez, “la estabilidad es algo que no puede discutirse […] no puede volverse atrás con las privatizaciones […] deben fortalecerse los entes reguladores” (Clarín, 11/04/1994); “[ahora] hay que armar un equipo que, en principio, no politice o ideologice la economía” (Palermo & Novaro, 1998: 139); “en esta etapa que se abre, evidentemente, el diálogo con los empresarios es un dato inobviable” (Ib., 95). A su vez, también comenzó a cuestionar las protestas encabezadas por la CTA contra el gobierno por los efectos que ello pudieran generar en la economía. De este modo, Álvarez pasó a reclamar realizar una mejor administración de un orden sociopolítico, el cual había renunciado a cambiar, y que al contrario, ahora parecía que quería fortalecer gracias a su compromiso con él.

La fractura en el Frente Grande se produjo a mediados de 1994 al poco tiempo de haberse alcanzado los muy buenos resultados electorales de la constituyente. Pino Solanas abandonó el Frente Grande junto al Partido Comunista, grupos de Encuentro Popular, el obispo De Nevares y a los sectores de izquierda más radicalizados. Muchos de ellos en noviembre de ese año formaron la Alianza Sur bajo el control de Solanas. Sin embargo, es importante notar que la mayoría partidaria del Frente Grande no rompió y quedó en manos de Álvarez (Jozami, 2004). Así, con este quiebre se produjo una mayor homogeneización del partido, que se deshizo de la disidencia interna más radicalizada y disolvió a los grupos y partidos pequeños que Álvarez no controlaba, con lo que ahora los sectores moderados devinieron mayoría. De allí hacia adelante el Frente Grande pasó a catapultarse al aspirar a hegemonizar el espacio opositor, con vocación de alcanzar la presidencia del país el próximo año, convirtiendo a la Capital Federal y a su espacio en una punta de playa para un proyecto nacional, que intentaría unirse a otras fuerzas.

En esta dirección, el 8 de agosto de 1994 se realizó en una confitería porteña lo que se denominó el “Encuentro del Molino”, allí convergieron sectores del PJ no menemistas, encabezados por el senador mendocino José Octavio Bordón, los grupos de la UCR contrarios al Pacto de Olivos, cuya figura destacada era Federico Storani, y la cúpula del Frente Grande encabezada por Álvarez. En dicho encuentro se debatieron lineamientos, alternativas y la posibilidad de entablar un frente conjunto antimenemista para 1995. Sin embargo, al poco tiempo la corriente de Storani (en alianza con Terragno) fue derrotada en la elección interna de la UCR y esta se decidió a no romper con su partido. Por lo cual, el flamante frente transversal que se buscó constituir recayó solo en las manos de Álvarez y Bordón. Para fin de año (diciembre) nació un nuevo partido político: el Frente del País Solidario (Frepaso), el cual fue la convergencia de además del Frente Grande y del partido Política Abierta para la Integración Social (PAIS) de Bordón, de la Democracia Cristiana y de la Unidad Socialista.

Con la creación del Frepaso comenzó una nueva disputa, esta vez en torno a quién encabezaría el nuevo espacio. Graciela Fernández Meijide, relató con respecto a esto:

[Bordón] se traducía en una imagen compuesta de experiencia de gobierno [había sido gobernador de Mendoza], honestidad y representación del interior del país. […] Pero en el Frente Grande primaba el consenso de no ceder el primer lugar de la formula a Bordón. Nos parecía que había una desproporción evidente entre lo que ofrecían una y otra fuerza a la alianza en ciernes. El Frente Grande sumaba nada menos que la creación del espacio político desde el que se iba a competir, había atravesado con éxito las últimas contiendas electorales y tenía en Chacho un dirigente de, al menos, la misma proyección que Bordón. […] [Sin embargo] éramos solo una cabeza porteña sin cuerpo federal, vulnerable a este tipo de argumentos. Además, Chacho pensaba que carecíamos de un número aceptable de cuadros políticos y técnicos que nos hicieran fiables como alternativa real de gobierno. En su fuero íntimo debía tener la certeza de que era mejor una fórmula Bordón-Álvarez que la inversa (Fernández Meijide, 2007: 74-75).

El 26 de febrero de 1995, finalmente, se realizaron internas abiertas, en las que participaron cerca de medio millón de personas. El resultado obtenido fue escasísimo en sus diferencias, estuvo lleno de irregularidades y fue para Bordón con el 50,6% de los votos frente al 49,4% de Álvarez. Igualmente, no hubo reclamos y se silenció la ayuda del Sindicato de Camioneros de Hugo Moyano y de los grupos del PJ que empujaron la diferencia a favor de Bordón17. Una vez definido el orden de la fórmula, el principal dilema del Frepaso fue sobre cómo sortear el temor de Álvarez de no convertirse simplemente en una fuerza de “oposición testimonial o ideológica” (sic), sino en proyectarse como un espacio que fuera capaz de gobernar y con “vocación de mayorías”. Con lo cual, el énfasis político ya no estuvo centrado en las consignas originales de romper con el régimen, sino en mostrarse como la alternativa ética frente al bipartidismo. Así, ya no se habló más de representar a todas las víctimas y excluidos del modelo, sino que se apeló a todos aquellos afectados por el “cansancio moral” a los que los sometía el gobierno, lleno de escándalos de corrupción y autoritarismo, sino que se habló de representar a una etérea masa impersonal llamada “la gente”. De allí que el Frepaso hablara únicamente de la “defensa de las convicciones” y desde el plano ético, cuidándose cada vez más de mostrarse como un espacio amenazante o que condenara el modelo económico, sino al contrario. Bordón y Álvarez se encargaron de aclarar que concordaban en tres aspectos básicos con el programa económico de Cavallo: defendían la paridad cambiaria, la apertura económica y la necesidad de sostener los equilibrios fiscales, amén de que señalar que habría que reforzar los controles de las empresas privatizadas, pero sin anularlas y sin tampoco aspirar a un “estado propietario”. Como señaló Álvarez: “Un político que quiere ser mayoría tiene que plantearse la estabilidad como una cuestión básica. La estabilidad también es indispensable para un modelo alternativo” (Clarín 20/11/1994). Su consigna de campaña reflejó esto bajo el lema “cambio seguro” y apostó por ganar el llamado “voto útil”, con el cual se esperaba que todo el espectro antimenemista se alineara detrás del Frepaso. Igualmente, y a pesar de los esfuerzos, en el resultado de las elecciones presidenciales de mayo de 1995 no hubo milagros: el Frepaso obtuvo cerca del 30% de los votos –casi el doble de lo obtenido por la UCR, pero lejos del binomio Menem-Ruckauf del PJ– y debió dejar atrás sus sueños de forzar un ballotage18.

Entonces, el cuadro de situación política general para 1995 resultó claro. Ninguno de los tres principales partidos políticos (PJ, Frepaso o la UCR) estaba dispuesto a llevar a cabo cuestionamientos profundos sobre la economía neoliberal y el ordenamiento sociopolítico. Entre los tres partidos sumaron más del 90% de los votos y colonizaron el espacio de la representación política y el de la mayoría de la población. Las legitimidades, alianzas, consensos y consecuencias del curso tomado tras el giro neoliberal de Menem no se pusieron en tela de juicio por ninguno de ellos. Tampoco otros grupos de la sociedad parecieron suficientemente dispuestos a poner en juego mayores cuestionamientos y cambios. Por ejemplo, el discurso más acérrimamente confrontativo de Pino Solanas y Alianza Sur, que había roto con el Frente Grande buscando menor permisividad con el orden neoliberal, obtuvo tan solo el 0,4 % de votos en esa elección de 1995, dando cuenta de que mayoritariamente la sociedad no avalaba ir mucho más lejos en sus querellas. Así, las diferencias se remitieron a disputar cuál de las tres opciones mayoritarias administraría mejor el mismo orden social, al que ya ninguna discutía y que menos aún estaban dispuestas a modificar. Algunos hicieron hincapié en reforzar la transparencia administrativa o la lucha contra la corrupción, otros en los contrapesos frente a la figura de Menem, mientras que algunas voces pujaron por asegurar el orden y continuar con el pragmatismo que tan bien había funcionando. Además, no debemos olvidar el fuerte shock externo que irrumpió sobre el final del primer gobierno de Menem y que hizo centrar las dudas especialmente sobre la continuidad de la convertibilidad. Allí, cuando se sufrieron los efectos de la crisis mexicana desatada en diciembre de 1994 –conocido como “efecto Tequila”–, se puso a prueba a todos los actores y reglas. Sin embargo, a pesar de que ese año el desempleo fue elevadísimo, se aplicaron ajustes estatales y de que las denuncias de corrupción se multiplicaban por doquier, ningún elemento pareció ser demasiado importante como para no ratificar al poder que aseguraba dicho orden. Tampoco existieron propuestas de peso con respecto al rol de los organismos de crédito internacionales en la política interna y la subordinación a sus dictados o cómo solucionar los problemas de aquellos que habían quedado desprotegidos frente al neoliberalismo. Todo se centró en proteger el orden alcanzado, garantizar sus esquemas de poder y preservar la estabilidad político económica. De este modo, este cerrado consenso fue suficiente para mostrar los costos que estaban dispuestos a pagar los distintos sectores de la sociedad con tal de salvar la economía. Por tanto, hacia el futuro el orden económico construido en torno a la convertibilidad y al neoliberalismo continuaría profundizándose. Sin embargo, algunos cambios y desplazamientos comenzarían a reconfigurar el orden político una vez que Menem fuera ratificado en el gobierno, introduciendo algunas modificaciones en el horizonte.

1 En octubre de 1983, Menem señaló que Alsogaray era “uno de los personaje más siniestros y funestos” que “cuando fue ministro hambreó al pueblo”. Citado (Nun, 1995: 87).

2 Un testimonio similar ofrecía Jorge Triaca, ministro de Trabajo de Menem: “Una de las causas por la que nosotros caímos en el 55 fue habernos peleado con Bunge y Born. Hoy el presidente cerró ese capítulo, porque lo importante es que los empresarios estén sobre la mesa y no en las bambalinas del poder empujando desde la trastienda” (citado en Senén González & Bosoer, 1999: 25).

3 Señalaba Rudiger Dornbush “la escuela que sostiene que, en lo que respecta a las privatizaciones, es importante hacerlo rápido que hacerlo bien, representa un punto de vista crudo pero correcto. Así, en América Latina, no deberían preocuparse por hacerlo excesivamente bien, sino más bien por conseguir hacerlo”. Citado en (Gerchunoff & Torre, 1996: 743).

4 Por su parte, Cafiero ofrece un relato esclarecedor de la situación: “La experiencia me decía que un sector de esas características sería devorado por el poder. Si ganábamos las elecciones de 1989, sin duda todos los renovadores, o gran número de ellos, emigrarían hacia el bando de Menem. […] Yo no iba a poder detener ese proceso. […] Muchos de mis amigos renovadores ya habían comenzado a aspirar a cargos en el nuevo gobierno. […] Aunque teníamos un programa basado en una ideología, no era lo bastante fuerte como para resistir la tentación del poder. Y el poder había pasado a manos de Menem” (Levitsky, 2003: 223).

5 Por ejemplo, señalan Martuccelli & Svampa (1997: 270): “[Para el ‘nuevo sindicalismo’] la técnica de la afiliación sigue de cerca el comportamiento de los usuarios, entre quienes la apatía se alterna con la relación instrumental. Es así que el número de afiliados disminuye enormemente en el período comprendido entre marzo y septiembre, y solo ‘retoma’ cuando las vacaciones –la ‘temporada’– comienzan a avizorarse y son requeridos los servicios turísticos y recreativos del sindicato. Para todos es claro que la afiliación gremial pierde significación política”. Destacados en el original.

6 Por supuesto, existieron muchos factores más para explicar el giro del PJ que avaló al proyecto menemista. Levistisky (2003) menciona además a la débil o inexistente burocracia partidaria con carrera política, vagos vínculos horizontales que favorecen la verticalidad (tanto política como financiera), la fragmentación partidaria, el discurso fuerte y estructurado que ofrecía Menem para salir de la crisis, etc. Se volverá sobre esto en el Capítulo 4.

7 García, quien había sido la máxima autoridad partidaria del justicialismo, recuerda el vaciamiento de poder y desconocimiento que se le realizaba: “…hubo tres fases en mi Presidencia. En la primera, yo redactaba los comunicados del partido y los llevaba a que fueran aprobados por el gobierno antes de firmarlos. En la segunda, el gobierno me enviaba los documentos ya preparados y yo los revisaba y firmaba. En la tercera, me enteraba de los comunicados por los periódicos. Entonces me di cuenta de que había llegado la hora de renunciar”. Citado en (Levistisky, 2003: 233).

8 “El decreto es la forma ejecutiva de mandar” Clarín (18/09/1996).

9 En febrero de 1990 desde el Poder Ejecutivo hicieron circular un decreto para cerrar el Congreso y gobernar por decreto. Ver (Palermo & Novaro, 1996: 264).

10 Si bien los sublevados tenían planes, o por lo menos la expectativa de máxima de tomar el gobierno, en los primeros momentos del levantamiento señalaron que su accionar “no era un golpe de estado”.

11 Menem se refirió así a los hechos: “Fue un intento golpe de Estado y como tal ha sido tratado sin ninguna posibilidad de diálogo ni de parlamento […] se acabaron los carapintadas y toda esa payasada que tanto mal le hizo al país. […] Las sanciones serán lo más enérgicas posibles. […] Yo ya les había advertido a estos facinerosos, que ya no está Raúl Alfonsín, sino Carlos Menem, que es algo muy distinto” (Página 12 04/12/1990).

12 Aldo Rico, líder carapintada, por ejemplo, advirtió en junio de 1989, un mes antes de que Menem asumiera, que en la Argentina “no solo es posible sino probable una guerra civil”. Citado en (Novaro, 2009: 307). Es preciso tener presente que este comentario no es ajeno al clima general de aquel momento. Varios países latinoamericanos atravesaban disputas internas armadas (como Colombia, Perú), las cuales podrían ampliarse. Además, el copamiento del Cuartel de La Tablada, provincia de Buenos Aires, de unos meses atrás todavía resonaba en el ambiente.

13 Quizás uno de los ejemplos más claros de esto fue lo que sucedió en la provincia de Buenos Aires, principal distrito del país. Allí, en 1990 el radicalismo bonaerense se perjudicó cuando Cafiero no logró triunfar en su plebiscito (Moreau, principal dirigente de la UCR de la provincia, apostó al triunfo de Cafiero y debió dejar su cargo luego de este fracaso). Un año después, en 1991, el radicalismo volvió a ser derrotado, obteniendo solo el 23% de los votos con la figura de Pugliese, el cual fue designado a competir por su sola cercanía con Alfonsín. Es decir, desde 1983, cuando el radicalismo ganó la gobernación con el 52%, a 1991 solo pudo retener menos de la mitad de los votos, y Alfonsín conservó igualmente el aparato partidario provincial. En ese mismo periodo, el PJ tuvo tres conducciones provinciales (Iglesias, Cafiero y Duhalde) y logró recomponerse aún con derrotas y triunfos. Ver (Ollier, 2006).

14 El mismo Angeloz afirmó en varias oportunidades que el programa económico llevado a cabo por Menem era el mismo que había propuesto en su campaña presidencial, dando un acalorado apoyo a las reformas estructurales de mercado y alentando a los legisladores de la UCR para que voten a favor de ellas. Ver por ejemplo la nota “Menem me robó el libreto” Clarín (22/08/1994). Para ampliar (Obradovich, 2011).

15 Alfonsín fue el presidente formal del partido hasta el fin de 1991, cuando debió renunciar debido a los flacos resultados electorales de su estrategia para con el menemismo, sin embargo su sector continuó con el control del partido a pesar de la renuncia de aquel, el cual quedó en manos del misionero Mario Losada, quien –a pesar de los formalismos– era un representante fiel del alfonsinismo.

16 Se lograron presentar listas en La Pampa, Santa Fe, Tierra del Fuego, Neuquén, Río Negro y Entre Ríos. Aunque en todos los casos se obtuvieron resultados por debajo del 3%, cuando el PJ se impuso en todo el país con el 43%.

17 Fernández Meijide agrega: “Mi opinión es que para Bordón la disyuntiva era simple: o él encabezaba la fórmula o no había formula. Creo que Chacho también lo entendió así y, entre la confrontación mutua destructiva y la cooperación, terminó optando por esta última, resignando el primer lugar que estaba en condiciones de pelear” (2007: 76). La derrota de Álvarez también fue leída como un signo de madurez: “Los partidarios de Álvarez (el FG, los socialistas y algunas organizaciones sindicales) acataron disciplinadamente el resultado. Lo que también fue una muestra de la solidez alcanzada por la coalición. Otro indicador de esa solidez fue que el liderazgo de Álvarez no se esfumó a consecuencia de la derrota. Siguió siendo el mentor del FG, el sector más numeroso del FREPASO, el más activo y el que reunía la mayor parte de las figuras destacadas de la coalición (Fernández Meijide, Ibarra, Auyero, etc.). Álvarez además siguió actuando como bisagra entre los líderes y grupos de coalición” (Palermo & Novaro, 1998: 123-124).

18 El Frepaso logró imponerse en la Capital Federal y en Santa Fe –aunque aquí por un margen mínimo–, salió segundo en 10 provincias (entre ellas Buenos Aires, Mendoza y Tucumán) y tercero en el resto del país.

Camino al colapso

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