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CAPÍTULO 1
Partidos políticos y neoliberalismo El primer gobierno de Menem (1989-1995) El caos hiperinflacionario y el reordenamiento de los actores sociopolíticos

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Las nuevas autoridades asumieron el 8 de julio de 1989. A pesar de su claro triunfo electoral en los meses previos a su toma del gobierno era más bien lícito echar una mirada sin embargo sombría sobre su Argentina, ya que tenían frente de sí a un país en llamas. En ningún escenario de la vida social parecían poder pisar suelo firme. En las calles había represión, violencia y estallidos sociales; la impronta de los saqueos estaba presente y sobrevolaba como una amenaza impredecible. La pobreza había alcanzado a 18 millones de personas. El Estado estaba sometido a un ahogo financiero inédito, se hallaba sin recursos y no tenía capacidad de hacer frente a sus compromisos básicos, como pagar sueldos, jubilaciones o sostener las actividades imprescindibles. Cientos de hospitales estaban funcionando sin recursos y los empleados estatales desde hacía varios meses que no cobraban sus salarios. En algunas provincias del país la policía estaba en huelga y se hallaba acuartelada como señal de protesta. El partido político con el cual Menem había llegado a la presidencia –el Justicialismo– estaba en manos de Antonio Cafiero, quien era de la línea política opositora a Menem, y que era el gobernador de la provincia de Buenos Aires –el distrito más grande y populoso del país– en el cual le restaban por lo menos dos años más de gobierno, y donde estaba comenzando a hacer preparativos para pelear su reelección como gobernador allí. Por su parte, si bien muchos grupos sindicales habían apoyado a Menem para llegar al gobierno, ninguno le respondía totalmente, y tenía enemigos declarados dentro del ámbito gremial peronista. Es decir, puertas adentro del partido lo que había sido su principal virtud durante la campaña (sumar apoyos frágiles y sin compromisos firmes), se podía convertir en su mayor flaqueza a la hora de gobernar, ya que la falta de apoyos sólidos y orgánicos si bien le podría aportar mayor plasticidad y menores condicionamientos, también le restaba respaldos seguros a la hora de tomar un curso de acción.

Por supuesto, los problemas de Menem no terminaban allí. La cuestión militar seguía siendo un tema candente del cual no era sencillo predecir un futuro y del que tampoco era posible tener ningún tipo de garantías. El movimiento carapintada continuaba vivo y en las Fuerzas Armadas no estaban del todo purgados los grupos que no se resignaban a ver en la corporación militar a un actor político decisivo, el cual podría irrumpir –según sus propias pretensiones– con pleno derecho cuando lo desease. Así, a poco de asumir Menem se hicieron oír advertencias sobre “disgregación nacional”, “guerra civil”, golpes de Estado y nuevos levantamientos armados.

El frente externo no ofrecía un panorama mejor. El país había entrado en cesación de pagos y los principales acreedores de la deuda, poderosos bancos privados, estaban decididos a llevar sus acciones hasta las últimas consecuencias para cobrar sus deudas; y proyectaban realizar presiones aleccionadoras que pudieran ser vistas por otros países del continente que se encontraban en una situación similar. La postura de las nuevas autoridades en los Estados Unidos se había vuelto más rígida y menos permisiva con respecto a los países subdesarrollados, su cambio de enfoque sobre la deuda del tercer mundo dejó de ser considerado como un simple “problema de liquidez” (coyuntural) para pasar a ser entendido como un “problema de solvencia” (de largo plazo); suponiendo esto que serían necesarios cambios estructurales y profundos para modificar la situación. De esta manera, ahora no bastaría con aplicar tan solo un par de ajustes o equilibrar las cuentas para obtener ayuda. Es por ello que los organismos de crédito internacionales –Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID)– endurecieron más sus políticas y no realizarían nuevos desembolsos hasta no ver cambios fundamentales, que de acuerdo a los tiempos que corrían, no podrían ser otros más que exigir la apertura de la economía, desregular mercados y privatizar el sector público. Por su parte, el bloque soviético había comenzado a dar indicios indisimulables sobre su disolución final y virtual colapso; y con el derrumbe del “socialismo real” se comenzaba a ratificar un éxito arrollador del capitalismo a escala global, lo cual sentaba las condiciones para pensar hacia al futuro un mundo inevitablemente unipolar y sin la posibilidad de alternativas –por lo menos para contrabalancear– el poder y la influencia norteamericana. Por su parte, ningún país o socio latinoamericano se encontraba en condiciones de ofrecer su ayuda. El horizonte para un país periférico como la Argentina no era alentador ni fácil.

Por último, al escenario caótico y sumamente precario sobre el cual le tocaba asumir a Menem debemos agregarle el factor más evidente y claramente indócil: el descontrol que representaba la economía. En efecto, la situación económica parecía ser el mayor desafío a enfrentar desde el primer momento. Tan solo en julio, el mes de asunción de las nuevas autoridades, la inflación fue de 196,6%. Como ya se dijo, el Estado estaba prácticamente quebrado. El sector externo era un ahogo para el cual no era fácil hallar una salida, sobre todo en lo referido al agobiante problema de la deuda externa. El dólar no paraba de trepar en su cotización y los servicios públicos estaban al borde del colapso total. A su vez, la fórmula elegida para llegar a la presidencia no había sido la que mayores simpatías recogiera entre los sectores concentrados del poder económico.

Bajo este escenario más de una voz apostaba a que el nuevo gobierno no podría durar mucho. Más aún, era muy difícil pensar que se pudieran completar los seis años de gobierno que se tenían por delante. Anteriormente a su asunción, Menem no había dado muestras muy claras sobre comprender cabalmente el clima desesperante sobre el cual le tocaba gobernar. A los ojos de la mayoría, Menem era un caudillo populista del interior que había podido administrar La Rioja, una provincia periférica, pobre y atrasada, gracias a tener el 50% de la población como empleados públicos, sin brindar señales o un plan de gobierno acorde a una crisis mucho más profunda de lo primeramente atisbado. Habiendo ganado como un claro candidato antisistema, lleno de consignas incendiarias, dando discursos con un poncho rojo y patillas largas para homenajear al indómito caudillo federal Facundo Quiroga, prometió durante su campaña nacionalizar el sistema financiero, recuperar las Islas Malvinas a sangre y fuego’, como establecer una moratoria unilateral frente a los acreedores, donde se burlaba de los “doctorcitos” del FMI y del peronismo “de saco y corbata”, llamando a combatir al imperialismo financiero. Su propuesta litúrgica de festines populares o sus recorridos a bordo del “menemmóvil” tras la consigna mesiánica del “síganme” no ayudaba a la situación, en la cual apelaba a un discurso milagrero para revivir el peronismo más plebeyo y combativo tras prometer una ambigua “revolución productiva”. Más allá de su carisma y de alguna que otra astucia política, parecía estar hundido en la más absoluta soledad. Su mismo triunfo electoral había sido, por lo menos, deslucido. El peronismo solo había obtenido un resultado electoral peor cuando fue vencido en 1983. Su elocuente propuesta de “salariazo” tuvo sabor a poco frente a la digna cosecha del radical Eduardo Angeloz y su promesa de utilizar un impiadoso “lápiz rojo” en las cuentas públicas, con la cual sacó casi el 37% de las preferencias, siendo este el candidato oficialista de un gobierno que terminó de forma calamitosa, pero que le bastó para imponerse en distritos claves como la Capital Federal y Córdoba –así como en Salta y Jujuy–. Hasta la tradicional y siempre minoritaria Unión de Centro Democrática (UCeDé) tuvo la mejor elección de su historia al superar el millón de votos encabezados por el liberalismo vernáculo de Álvaro Alsogaray. Sin embargo, a pesar de este panorama, un profundo viraje pudo ponerse en marcha, y realizar una transformación gigantesca en la sociedad argentina a partir de allí.

En un panorama incierto, los primeros pasos que se dieron fueron tratar de sumar aliados estratégicos, sobre todo en el mundo empresarial. Porque se consideraba que esta área sería clave para estabilizar la situación y poner en orden las principales variables. Ya durante la campaña presidencial Menem había tenido varios acercamientos con grupos económicos locales. Al dejar la economía en manos de ellos se apostó a que esto sea visto como la primera señal de que el gobierno sería benigno con el mundo de los negocios. Así designó en el ministerio de Economía a un gerente del grupo económico Bunge y Born. Esta designación sería una de las muestras más claras de los tiempos que comenzaban a correr. Era tan solo una figuración del tiempo por venir; una fuerte ruptura con el pasado.

En efecto, durante su primer gobierno Perón había designado al frente del aérea económica a Julio Miranda, un empresario criollo nacido al calor de la industrialización de los años 30. Luego de la caída del peronismo, el hombre fuerte en la economía al interior del peronismo fue José Ber Gelbard, líder de la Confederación General Económica (CGE), institución que nucleaba a las pequeñas y medianas empresas del país con un marcado perfil mercadointernista, era representativo de un proyecto de nación en desarrollo que soñaba con convertirse en una potencia industrial sin resignar las banderas de lo nacional y popular. Con el fin del tercer gobierno peronista, la economía había recaído sobre los hombres del partido, cuadros que toda su vida habían militado al interior el justicialismo. Sin embargo, con la conducción económica en las manos del poderoso, concentrado y multinacional holding Bunge y Born, Menem comenzaba a dejar expuesto cómo consideraba al horizonte social y a la correlación de fuerzas de ese momento. El empresario mercadointernista, el sindicalismo tradicional y el Estado de Bienestar, que fueron los actores sociopolíticos centrales del modelo peronista clásico, estaban en una situación de gran debilidad como para ser considerados una salvaguarda lo suficientemente fuerte para otorgar una solución rápida y sólida. Menem atisbaba un recorrido en otra dirección a las anteriormente esbozadas.

Sin embargo, los cambios en las banderas no terminaron allí. Si bien Bunge y Born había estado señalado en el libro de Perón Los vendepatrias como uno de los principales responsables de la sumisión nacional, no dejaban de ser menos anecdóticos otros gestos realizados por Menem. Krieger Vasena –ministro de Economía de la “Revolución Argentina” y una de las principales figuras contra las que se realizó el “Cordobazo”– pasó a incorporarse como asesor tributario a principios de noviembre. El mismísimo Álvaro Alsogaray, representante del anti-peronismo acérrimo, se encargaría de parte de las negociaciones de la deuda externa y quedaría como asesor personal del presidente1, convocando a su hija –María Julia– como polifuncionaria del gobierno, como a otros tantos cuadros de la ultraliberal UCeDé. Poco después Menem se daría un abrazo histórico con Isaac Rojas, uno de los máximos responsables del golpe contra Perón en el 55, y decretaría en poco tiempo un indulto para dejar en libertad a Martínez de Hoz. Además, no serían pocos los funcionarios de la última dictadura que se sumarían al nuevo gobierno.

Estos gestos que señalaban un abrupto cambio de consignas, y que podían generar altos costos políticos, eran realizados con un único fin: ganar el apoyo empresario, considerado indispensable para controlar la situación. Confesando esta jugada de forma abierta, un diario de la época relataba lo siguiente: “Uno de los asesores del electo presidente, el ex ministro de Comercio Exterior del general Roberto Viola, Carlos García Martínez, dijo: ‘Menem comprendió que tiene votos, pero que el justicialismo, no obstante el apoyo plebiscitario recibido en los últimos comicios, carece de poder económico genuino. Y sin él no se puede gobernar una nación que experimenta la crisis más grande de su historia’” (Página 12 17/06/1989, citado en Grassi, 2003: 117)2.

Si bien Menem estaba en cierta medida solo y aislado, teniendo una enorme multiplicidad de enemigos que podrían tratar de impedir los cambios que buscaba llevar adelante (sindicatos, peronistas renovadores, radicales, gobernadores, Fuerzas Armadas y demás) muchos de ellos estaban aún en peores condiciones como para ofrecer una resistencia sólida, estando estos en una posición de debilidad, sin tampoco poder ofrecer una alternativa a una situación desesperante. Por su parte, ni los renovadores, ni los radicales tenían mejores credenciales para oponerse al giro de Menem, ya que estos habían manifestado anteriormente sus intenciones de iniciar un proceso de cambio en una dirección similar (Levitsky 2005; Novaro, 2009). De esta manera, Menem solo debía mantenerse cuidadoso de no caer frente a dos precipicios: realizar cambios demasiados rápidos llamando a evitar un nuevo “Rodrigazo”, pero lo suficientemente armónicos como para prevenir una movilización popular como la que representó el “Caracazo” en Venezuela tan solo pocos meses antes de que Menem asumiera, cuando se quiso aplicar un programa similar allí (Corrales, 1999).

Así se puso en marcha el nuevo entramado político. El plan de coordenadas general sobre el cual se basaban las reformas era explicar la crisis como la responsabilidad de un “estado elefantiásico”, demasiado grande, obsoleto, ineficiente y que se inmiscuía por demás en distintas áreas de la vida en las cuales no le correspondía participar. Así la Argentina debía modernizarse y entrar en una nueva era: abrirse al mundo, racionalizar las funciones estatales y dejar paso al gobierno de los técnicos, expertos en gestión que administrarían con criterios objetivos, científicos y neutrales donde el populismo irresponsable había fracasado. Se predicaba que los nuevos agentes, especialistas cada uno en su área, estarían ajenos a intereses parciales o a las disputas sectoriales, lo cual disponía un terreno en el cual el debate devenía algo espurio, aceptándose las decisiones como el único curso de acción posible. Paradójicamente, con este discurso hegemónico y monocorde se bloqueaba al Estado y a sus funcionarios cualquier alternativa, justamente donde las deliberaciones y decisiones se realizan a la hora de diagramar un proceso. Poco a poco el Estado comenzó a verse colonizado por hombres provenientes de fundaciones privadas de neto corte liberal, los cuales tenían en su mayoría postgrados y doctorados en el exterior, sobre todo en los Estados Unidos. Así, ministerios, secretarias y los principales órganos gubernamentales quedaron en manos de centros de estudios bastiones del gran capital y del liberalismo empresarial como el Centro de Estudios Macroeconómicos de Argentina (CEMA), la Fundación Mediterránea, el Instituto Di Tella o la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL).

Para poder aplicar los cambios era indispensable dar una explicación cabal a la ciudadanía en la cual se explicitara que un modo de pensar el espacio social, la política y –sobre todo– el Estado se había terminado. Declaraba Menem: “Ha llegado el momento de hacer los sacrificios necesarios […] habrá que hacer cirugía mayor, sin tener tiempo de aplicar anestesia” (La Prensa, 10/07/1989). Según el relato que se empezaba a construir, el país estaba en una crisis que era la marca más patente de los síntomas de descomposición y del fracaso de una forma de sociedad. Era inútil, cuando no impotente, continuar insistiendo con las viejas maneras. Había que entender a fuerza de golpes ‘la realidad tal cual esta se presentaba’. Es por esto que pasó a adoptarse desde las esferas oficiales un discurso entreguista y de doblegamiento frente a las nuevas circunstancias; una suerte de “ideología de la derrota”. Si la Argentina quería reconstruirse y no perder el tren del progreso, esta debía aprender de quienes tenían éxito, los que habían triunfado, y que –además– contaban con recursos necesarios como para garantizar la situación. Era mejor jugar con los ganadores que contra ellos. Así, el país debía volverse “atractivo” para los empresarios y para el capital extranjero, dejando de lado cualquier prédica principista que retrasara aquello que se intentaba representar como inevitable. De esta manera, la orientación y sentido general de las transformaciones se comenzó a dar en un solo curso: favorecer al capital. Como explicaba el ministro Cavallo: “La Argentina debe estar integrada y no aislada como permaneció durante seis décadas […] queremos ser vecinos y socios de los ganadores del mundo […] necesitamos capitales y por eso tenemos que acercarnos a los capitales extranjeros, y el dinero que viene del exterior es tan bueno como el que surge en el propio país” (La Prensa 29/04/1991).

No puede responsabilizarse simplemente a un “clima de época” el contexto que habilitó las transformaciones que la radicalizada prédica neoliberal llevó a cabo. Más bien, se debe señalar la activa operación política que construyó. No basta apelar a un contexto adverso, a varios años de servicios públicos ineficientes, la falta de inversiones adecuadas y de modernización –relegadas desde vieja data– o las promesas de nuevas mieles que traería transferir empresas a la órbita privada para que de allí sencillamente se desprendiera “la necesidad” de privatizar. Desplazar la prédica estatista y nacionalista fue algo bastante más complicado y difícil de lograr. Fue necesario instalar nuevas categorías de percepción y sentido. Fundar otra realidad.

Así comenzaron los fuertes recortes en los gastos estatales, el despido de empleados públicos y la apertura económica. Se dictó la ley de reforma del Estado (17 de agosto de 1989) y la ley de Emergencia Económica (1 de septiembre de 1989), lo que comenzaba a permitir –entre otras cosas– las privatizaciones, los retiros voluntarios y el desagüe del patrimonio público. Las reglas del liberalismo más vehemente debían aplicarse de forma inmediata. El ajuste estructural, las reformas, liberalizaciones y la desregulación del mercado debían ser la moneda única para fortalecer el libre juego de la oferta y la demanda, obteniendo como resultado supuesto la bonanza del país. Con lo cual, el discurso de la democracia, pasó a posicionarse en términos de la libertad de las personas, para convertirse finalmente en el imperio del mercado libre.

Más que un Estado poderoso que se encargara de garantizar el bienestar general, ahora se trataría de que fueran los mismos particulares los que guiaran con sus acciones los pasos del crecimiento económico. Así, el bienestar de la economía del país pasó a asociarse con el bienestar de los empresarios en general y con el de los grupos económicos concentrados especialmente, solo restando adoptar acciones sumisas frente a ellos por parte de los trabajadores.

De este modo, adoptando las banderas neoliberales que priorizaban el auge económico como precondición para la prosperidad y el orden, el discurso de los exitosos pasó a legitimar –a modo de contraste– la existencia de desigualdades, redefiniendo los términos de las jerarquías sociales en función de nuevas reglas de dominación. Lo que parecía como lo esperable por parte del peronismo, el “salariazo”, se concretó sorpresivamente en el “ajuste” como criterio regulador. Donde la predisposición de cada uno debía traducirse bajo la forma del “sacrificio”, un aporte a la sociedad en su conjunto.

El país, frente a una coyuntura como la señalada, no podía permitirse excesos de ningún tipo, ya fueran derechos laborales o cualquier otro “privilegio”. Ni en el Estado ni en la economía en general eran admisibles prerrogativas de algún sector “particular”. Así, se logró subir el IVA del 15 al 18%, pudiendo extenderlo de forma generalizada a todos los sectores (ahora también los alimentos básicos y los medicamentos lo pagarían), para poco después volver a subirlo ‘transitoriamente’ hasta el 21%, para ya nunca más bajar de ese nivel. Según la nueva producción discursiva, el esfuerzo debía ser colectivo, teniendo como única meta alcanzar los equilibrios macroeconómicos y fiscales.

Apelando a que los ingresos públicos eran escasos, no hubo recorte de gastos, reducción de personal o cierre de áreas que fueran suficientes como para saciar al nuevo proceso. Todo debía estar sometido a criterios de rentabilidad, ahorro y eficiencia económica, sin importar si los bienes y servicios producidos debían entrar o no bajo reglas mercantiles, dejando de lado su utilidad social. Se prometía privatizar cada empresa y área del Estado que se pudiera: agua, electricidad, petróleo, líneas aéreas, industrias, frigoríficos, licencias, represas hidroeléctricas, rutas, refinerías, telefonía celular, transportes, correos, puertos, metalurgias, gas, el espacio radioeléctrico, bancos y siderúrgicas. Además, de canales de televisión y radios, servicios que fueron los primeros en privatizarse, para –estratégicamente– comenzar a partir de allí a pregonar a todo motor un discurso de legitimación del nuevo orden social, difundiendo y “explicándole” a la ciudadanía las grandes ventajas de las privatizaciones y del capitalismo global y concentrado. Ya que con estas privatizaciones, por ejemplo, se señalaba que se fomentaba la “libertad de expresión” y se apostaba por el pluralismo al no ser el Estado “el único dueño de todo”. No había excusa, criterio alguno o excepción que valiera. Los casos de empresas o áreas particulares (sus condiciones, precios, utilidad social) fueron dejados de lado por el simple apuro de desprenderse de ellos y entregarlos a manos del capital privado para calmar el caos y dar las señales buscadas. Amén de sumar recursos. Desde los teléfonos –descriptos como deficitarios– hasta empresas de alta rentabilidad o excelente situación patrimonial –como YPF, Aerolíneas Argentinas o Gas del Estado– comenzaron a intervenirse y “sanearse” las empresas estatales para ponerse a la venta, o –cuando no– cerrarse de forma definitiva. Se realizaron miles de jubilaciones forzosas y pases a disponibilidad, rebajas de salarios y despidos masivos. Hasta se llegó a prometer la privatización de la seguridad y del cobro de impuestos. Donde el precio de la estabilidad agregada debía realizarse al costo de la desestabilización de la forma de vivir de miles de familias, teniendo un horizonte en sus ingresos y en sus trabajos cada vez más incierto y precario. Ya que gracias al feroz caos hiperinflacionario era posible disciplinar a gran parte de la población como también debilitar a virtuales obstructores de los cambios. De esta manera, el nuevo programa de gobierno no podía ser de ninguna manera moderado, sino al contrario. Un clima desesperante merecía, del mismo modo, soluciones drásticas. No solo para dejar atrás de la forma más rápida la crisis, sino también para garantizar las transformaciones del curso de acción tomado; realizando las reformas de manera masiva y evitando que no hubiera retornos al pasado, quemando todos los puentes con él3.

El desconcierto en el cual se hundía la situación argentina era muy grande. No solo el Estado estaba en crisis, sino también el tipo de sociedad del cual se desprendía. La autoridad pública, las alianzas políticas o el ahogo financiero eran tan solo algunas de sus marcas. La hiperinflación si bien parecía ser el problema más patente no era el único. Sino que más bien era la consecuencia económica de una avasallante crisis política bajo la cual era imperioso rearticular a los diversos actores sociopolíticos bajo una nueva arquitectura política.

Las nuevas leyes de empleo significaron un retroceso gigantesco en términos de protección social y laboral. Se legalizaron los contratos basura, se ampliaron los tiempos del periodo de prueba, se redujeron las indemnizaciones por despido y por accidentes laborales. Parte del sueldo comenzó a poder pagarse en especias a partir del sistema de tickets de alimentos, se impuso un límite a las asignaciones familiares en algunas categorías salariales y se bajaron los aportes patronales. La edad jubilatoria se elevó cinco años (los hombres se retirarían a los 65 años y las mujeres a partir de los 60), alargando la edad “productiva” para que el mercado tuviera mayores recursos. Además, los nuevos convenios colectivos incluyeron la negociación por empresa y por establecimiento, descentralizando las negociaciones laborales y salariales que habían sido el pilar de fortaleza del sindicalismo argentino. “De esta manera, –explicaba el presidente– desaparecerán los poderosos sindicatos con alta influencia en la vida política del país” (Clarín 26/06/1991 citado en Grassi, 2003: 119). Menem celebró el 17 de octubre de 1990, paradójicamente, con un decreto que limitaba el derecho a huelga y llamó a debilitar al todopoderoso poder gremial, el cual no era más que figurado como un estorbo para la modernización, ya que si el trabajo argentino quería ser competitivo con respecto al mundo este debía “flexibilizarse”. De ahora en más, algunas ramas podrían extender la jornada laboral a 12 horas diarias, las empresas podrían dar a sus empleados vacaciones en el periodo del año que encontraran conveniente o conceder francos sin previo aviso y sin remuneración. El mismo Menem después del primer paro general de la CGT, en noviembre de 1992, celebró “El paro fue un fracaso total […] se terminó la omnipotencia de los dirigentes sindicales” (La Nación 10/11/1992 citado en Grassi, 2003: 119).

Explicar este avance violento, desmedido y unilateral en el ámbito laboral, y especialmente contra los sindicatos, solo puede hacerse entendiendo la propia interna del peronismo. En efecto, como se vio, si bien el partido gobernante era el peronismo, Menem no era inicialmente ni su presidente ni contaba con el sometimiento absoluto de todas sus facciones; donde muchas de las bancas parlamentarias eran más bien de los renovadores. Pese a esto, Menem entendía que era vital para su proyecto contar con el apoyo interno peronista, ya que sin él podría verse condenado al desastre. Aunque siempre considerando que su giro neoliberal, frente a un partido mayoritariamente estatista, podría volverlo a la vez enterrador y víctima de intentar llevar a cabo semejante proeza de transformación. Porque la experiencia peronista de los años 70 había demostrado lo peligroso que se podría volver un partido tan indócil como el peronista y la lucha interna de sus facciones. Así, comenzó a manejar muy bien la regla de oro del partido que señalaba que ‘el que gana, gobierna; y el que pierde, acompaña’, lo cual le facilitaría construir alianzas estratégicas con los diferentes actores, puesto que ahora el control del Estado –con sus recursos, cargos, presupuestos y demás prerrogativas– estaba en manos de Menem, y con ello, la supervivencia de más de un dirigente pasó a depender de él.

De este modo se establecieron dos tácticas prioritarias: vaciar de autoridad al partido justicialista como fuente genuina de poder –restándole recursos a las corrientes internas–, y por el otro, colonizar al partido desde el Estado (Levitsky, 2003: 225). A los díscolos, el vicepresidente Duhalde les advertía: “A nadie le interesa quién es el presidente del partido. El conductor del movimiento es Menem” (Clarín, 08/06/1990). Así, señaló un protagonista: “Muchos renovadores llegaron a la conclusión de que aliarse con Menem era la mejor manera de sobrevivir políticamente. Como dijo un dirigente local, ‘todo el mundo corrió hacia Menem porque tenía miedo de perder lo que había logrado’” (Levitsky, 2003: 222)4. De manera pronta, Menem comenzó a desarticular facciones a partir de sumar a sus miembros como funcionarios, muchas veces a título individual a su gobierno y como forma de disciplinar disidencias. Sobre todo, en el ámbito gremial y obrero. Así el gobierno debió comenzar a armar su relación con los sindicatos como un pilar al que debía cooptar y disciplinar a la vez y del que era indispensable contar con su apoyo. Por ejemplo, el primer ministro de trabajo fue Jorge Triaca, proveniente de las “62 organizaciones”, quién facilitó de forma extrema el proyecto menemista, señalando que ‘como sindicalista’, “si Menem dice que necesita seis años sin paros, vamos a tener que respetarlos” (La Nación, 10/06/1989). Otro gremialista se manifestaba en la misma dirección: “No debemos pedir participación en el gobierno, puesto que ya la tenemos porque somos gobierno” (Clarín, 03/08/1989). Siendo todavía más radical el gastronómico Luis Barrionuevo: “Acá en la Argentina se terminó, por mucho tiempo, la confrontación… No es tiempo de poner palos para trabar la rueda ni hay derecho de reclamarle nada a un presidente como Carlos Menem. Lo que él pueda dar lo va a dar porque conoce las necesidades de su pueblo” (citado en Grassi, 2003: 118), rematando “acá la única es estar con Menem” (Clarín, 04/08/1989).

La mayoría de los grupos obreros, sobre todo los orgánicos al partido, se fueron sumando en forma de aluvión a los ‘nuevos tiempos’. En muchos casos, con la dirigencia gremial se trató de un simple intercambio de prebendas o algún puesto en el gobierno. Por ejemplo, la CGT San Martín prestó su apoyo a la ley de flexibilización laboral y de contratos de trabajo obteniendo como contrapartida la ley 24.070, con la cual el Estado se hizo cargo de las deudas de las Obras Sociales y de los sindicatos (Rapoport, 2000: 942). En otros casos, adscribieron directamente a los postulados tratando de evitar la confrontación y las huelgas entendiendo que el país debía modernizar sus relaciones laborales, abandonando la puja distributiva. Por último, sectores minoritarios rompieron la unidad gremial como método de resistencia. Aunque cada quiebre representó tener un sindicalismo más dividido y debilitado, donde los grupos mayoritarios fueron aquellos que se sumaron en distintas formas y motivos al discurso neoliberal que se propugnaba desde el poder ejecutivo.

Es así que varios dirigentes gremiales estuvieron al frente de las negociaciones en las privatizaciones –obteniendo ‘acciones obreras’ de las compañías que pasaron a cotizar en la bolsa–, mientras que muchos se hicieron dependientes de los fondos de la ANSSAL para mantener en orden las cuentas sindicales. Además, la política obrera menemista fue contundente y sumamente dura con los disidentes. Se sacaron personerías gremiales, se intervinieron sindicatos, declararon ilegales huelgas y –cuando no– se utilizó la represión lisa y llana de la policía frente a las manifestaciones en distintos lugares del país. Decía Menem: “100 mil trabajadores que puedan concentrarse en Plaza de Mayo, no podrán contraponerse a los 5 millones de votos que hemos conseguido” (La Nación, 28/09/1991). Con lo cual, el sindicalismo no pudo organizar una oposición consistente y unificada, y tendió a la fragmentación.

Básicamente el movimiento gremial quedó divido en tres partes. Una oficial, con mayor caudal de recursos, cuadros y sindicatos, ligada a la CGT y a las propuestas de Menem. Una segunda facción derivó en la formación del Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA), la cual también se reivindicaba como peronista, pero que llamaba a resistir los embates del neoliberalismo, agrupando sobre todo a los gremios del sector transporte; sus máximos referentes fueron Saúl Ubaldini y Hugo Moyano. La tercera entidad gremial fue la más intransigente con los cambios y –también– la minoritaria. Se trató de la creación (recién en 1994) de la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA), nucleada en torno a los sindicatos estatales y que tenía como figuras destacadas a Víctor De Genaro y a Mary Sánchez. De igual modo, y en paralelo a los cambios del proyecto menemista, el sindicalismo terminó por consolidar una imagen cada vez más espuria, asociada al alineamiento con las patronales, la traición, los negociados y la corrupción; perdiendo capacidad de movilización, credibilidad y retrocediendo posiciones de poder en casi todos los aspectos de la vida sociopolítica.

Con el discurso de subordinación y de reconversión a favor del capital, la CGT, los sindicalistas y –en especial– los trabajadores, fueron perdiendo protagonismo como actores merecedores de interpelación del nuevo discurso. De a poco dejaron de ser “la columna vertebral” del movimiento o los agentes que recibirían los mayores beneficios como en las viejas épocas, pasaron a ocupar un lugar relegado y debieron también ellos renovar sus banderas, consignas y objetivos. Así, se puso en marcha el proyecto de crear un “nuevo sindicalismo empresarial”, que dejaría de lado la cultura de la confrontación para pasar a negociar y estar en concordancia con el empresariado y con las necesidades de lo que pasaban a considerar solo un afiliado/usuario y no más un actor político5.

Ante la visibilidad pública, a los dirigentes sindicales solo pasó a importarles los ingresos provenientes de las obras sociales, la cantidad de afiliados o evitar problemas públicos por cuestiones legales ligadas a la corrupción. Así, de manera solidaria, contrapuesta y complementaria como indica Grassi (2003: 119) “mientras los grupos empresarios mantenían diferencias reales de intereses en correspondencia con los sectores económicos a los que representaban, pero lograron reconstruir un bloque hegemónico, el sindicalismo se enfrentó a un juego de controversias, rupturas, coaliciones transitorias, en correspondencia con los intereses inmediatos de sus propias organizaciones y con el posicionamiento partidario y poder interno de los líderes, pero que no representaba ni se conectaba con las necesidades de la heterogénea configuración de las clases y los sectores que son la fuente de su legítima existencia”. La protesta popular pasó casi de un solo golpe a fragmentarse, aislar sus luchas y a asumir –cada una de ella– una perspectiva particularista, como si cada reivindicación, reclamo o resistencia fuera solo una demanda de grupos desconectados unos de otros, pasando cada conflicto a ser entendido desde el nuevo discurso dominante como simples “problemas sectoriales” o de “coyuntura”. De ese modo, los cientos de marchas de los jubilados reclamando aumento en sus haberes, los paros y movilizaciones de los maestros o las luchas de los empleados públicos que intentaban detener o resistir las privatizaciones en sus empresas no lograron articularse de modo tal de responsabilizar a un mismo enemigo común, el proceso neoliberal como instancia global, como el mismo proceso o causa de todos ellos.

Esta lógica de individuación y aislamiento que se logró en la luchas y en las resistencias de los actores sociales subalternos no debe ser descuidada, ya que permitió además el enorme triunfo ideológico de invertir los términos de la responsabilidad en los agentes. En este sentido, si en los tiempos de oro del Estado de Bienestar la pobreza o el desempleo eran entendidos como la insuficiente implementación de las políticas gubernamentales, a partir del nuevo giro discursivo la carga pasaría a estar asignada de forma opuesta: quienes padecían una situación inequitativa (no tener empleo, bajos suelos, etc.) pasaron a ser culpabilizados, ya sea por sus propias carencias de formación, experiencia o simplemente por la ‘mala suerte’. Donde el progreso o malestar social se trastocaron en “éxito” o “fracaso” del individuo, destruyendo el sentido de lo comunitario y colectivo. Con lo cual, los fuertes núcleos de la protesta social pasaron a presentarse como esporádicos e inorgánicos contingentes de trayectorias individuales agregadas, convergiendo solo bajo la forma de “estallidos”, sin estructuras o instituciones de contención con las cuales contar –salvo las ya señaladas–, lo que impedía la institucionalización y una mayor eficacia en su accionar. Así, el campo de la lucha popular fue perdiendo poder, herramientas y formas para contrarrestar el avance empresarial, por lo que el trabajo se puso de rodillas ante el capital.

Con los dirigentes sindicales cooptados, los recursos del Estado a favor de Menem, el triunfo electoral que lo acompañaba y el progresivo apoyo de los sectores de poder económico concentrado, Menem terminó por adueñarse del justicialismo y de barrer los núcleos de oposición que se resistieron6. Frente al vendaval de transformaciones que Menem estaba llevando a cabo, desde el ‘ala política’ solo 8 diputados de un total de 120 (el 7%) con los que contaba el PJ se animó a romper filas contra él, reclamando pelear por volver al “verdadero peronismo”. En agosto de 1990, Antonio Cafiero, al intentar un plebiscito para lograr su reelección en la gobernación de Buenos Aires, fue derrotado por una abrumadora mayoría (el 67% de los votos) en su contra, resultado que puso fin a sus sueños de representar una alternativa a Menem. Al año siguiente, en las elecciones por esa misma gobernación, la lista peronista enfrentada al menemismo –que llevó al sindicalismo disidente de Ubaldini– solo consiguió el 3% de los votos en toda la provincia; de manera inversa, en esa elección, el candidato del gobierno (el vicepresidente Eduardo Duhalde) consiguió una victoria abrumadora, con lo cual el oficialismo se quedó con el distrito más importante del país. Así, cada resistencia interna fue barrida, demostrando a los ojos de los dirigentes justicialistas que las posibilidades de competir contra el Presidente eran mínimas. Lo cual hizo menguar las críticas y ganar en disciplinamiento interno y se terminó por reforzar aún más el poder de Menem. Ya para noviembre de 1992, cuando la CGT decretó el primer paro general contra el gobierno, el PJ se opuso de manera abierta por primera vez desde el retorno de la democracia a una huelga, argumentando que “no había motivos” para realizarlo (Levistisky, 2003: 189). Durante todo el periodo, ni una sola vez el Consejo Nacional Partidario estuvo contra las medidas adoptadas por Menem, y se aprobó la mayoría de ellas no solo con el aval del PJ, sino con el voto de casi todos sus legisladores en el Congreso, haciendo que la acción oficial pasara únicamente por los dictados del poder ejecutivo7.

Sin embargo, la concentración de poder en manos de Menem no se remitió unicamente a conseguirla al interior de su partido, sino que esta se amplió de manera paralela a los distintos niveles del Estado. No solo el PJ era el grupo preponderante en ambas cámaras del Congreso nacional, lo cual le permitía tener la llave del poder legislativo, sino que además a partir de abril de 1990 había conseguido ampliar el número de miembros de la Corte Suprema de Justicia, pasando de 5 a 9, la cual fue utilizada por el gobierno para poner como jueces a amigos personales que le respondían en forma directa. Así, con esta modificación, pasó a garantizarse una “mayoría automática” en el máximo tribunal judicial del país, que fallaba constantemente a su favor, el cual sería utilizado en reiteradas oportunidades para legalizar las más diversas maniobras y piezas vitales del nuevo orden social que se estaba construyendo. Por su parte, se recurrió sistemáticamente al recurso jurídico del per saltum, con el cual el poder ejecutivo logró evitar demoras, apelaciones, sentencias desfavorables y la intervención de los diferentes niveles judiciales para que todas las causas que encontraba como prioritarias fueran directamente tomadas por la Corte Suprema de Justicia, obteniéndose siempre fallos a favor del gobierno. Con ello, por ejemplo, en el caso de la venta de Aerolíneas Argentinas, no solo se usó el per saltum, sino que además uno de los flamantes jueces supremos, Rodolfo Barra –que era amigo personal de Menem y miembro del PJ– había participado en la confección de los pliegos para licitar la venta. De la misma manera, en una seguidilla maratónica de sesiones, el renovado tribunal destrabó la venta en otras privatizaciones, declaró la constitucionalidad del decreto del Plan Bonex por el cual el Estado se había apropiado de los depósitos bancarios de miles de personas, así como también falló a favor del ministerio de Obras Públicas en diversas compulsas bloqueadas por jueces de primera instancia (Smulovitz, 1995: 88).

Pero los avances del poder ejecutivo fueron por más aún, ya que además de la subordinación del poder legislativo y del judicial, Menem pasó a realizar las medidas más importantes de su gobierno de manera personal y unilateral por medio de la firma de decretos de necesidad y urgencia. Por ejemplo, si entre 1853 y 1989 en el país se habían firmado tan solo 23 decretos, Menem, durante sus primeros 4 años de gobierno, estableció 250. Es decir, más de 10 veces lo que se hizo en toda la historia constitucional anterior. El mismo Menem defendió abiertamente su modo de ejercer el cargo: “No debe enervarse la capacidad del Presidente para mandar por decreto. Es la única forma que tiene de mandar. Cualquiera otra interpretación ‘politizada’ o ‘desjuridizada’ significa reducirle poder, y de suyo, eximirle indebidamente de la responsabilidad de gobernar, ‘administrar’, ‘ejecutar’. Las limitaciones de su poder desvirtúan las responsabilidades del presidente” 8.

De esta manera, el dispositivo cultural discursivo sentaba una nueva lógica. La firma de decretos no solo era un instrumento para tomar medidas normativas con las cuales realizar las reformas, sino que además recargaba en la imagen presidencial un mayor poder, reafirmando un liderazgo ágil, rápido y eficaz, generando un abierto contraste con la figura del Parlamento, a la cual no solo se le recortaban –de hecho– sus funciones principales sino que también se la dejaba en una situación de debilidad y relegada frente al ejecutivo. En consecuencia, el aérea por excelencia del debate, las propuestas y las alternativas políticas –el Congreso– quedó censurada (y de hecho, casi se lo clausura)9, lo que señalaba la inviabilidad de toda discusión y la pobreza de lo que pudiera generarse desde allí, y provocaba una sensación general de resignación frente al rumbo trazado por el neoliberalismo. El orden político quedó transformado bajo un estilo piramidal e hiperpresidencialista; lo cual fue muy notorio los dos primeros años de mandato de Menem, para luego –una vez dejado atrás lo peor de la emergencia– pasar a ser un gobierno más propenso al dialogo y a las negociaciones, y a recuperar el Parlamento mayor presencia.

Por su parte, los cambios del nuevo orden no se remitieron a reestructurar solamente las relaciones con los actores internos. Sino que además una de las áreas en las que Menem se preocupó con mayor ahínco en generar modificaciones fue en el reposicionamiento del país dentro del orden internacional. En este sentido, a partir del gobierno de Menem se produjeron profundas transformaciones que dieron como resultado una ruptura tajante con el pasado, concentrándose la labor en lograr un acercamiento lo más estrecho posible con los Estados Unidos. En efecto, establecer lazos nutridos con la potencia norteamericana era considerado una de las condiciones claves para que el proyecto menemista tuviera éxito. Ya que con este apoyo se lograría un acceso preferencial a los mercados de créditos internacionales, así como el respaldo suficiente para que los organismos financieros multilaterales (FMI, Banco Mundial, BID, Club de París, etc.) entregaran recursos suficientes para que la Argentina pudiera dejar atrás su crisis, ayudando con su beneplácito a brindar una imagen del país como “atractivo”, “seguro” o “amigo del capital” frente a los mercados mundiales. Con esto sería más fácil atraer inversiones extranjeras y el ingreso de capitales, los cuales podrían sanear las castigadas cuentas externas, y podrían recomponerse las reservas internacionales del Banco Central y ganar de esta manera mayores recursos.

Instituciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario comenzaron cada vez más a gozar de un papel y rango privilegiado dentro del nuevo orden social. Este apoyo, por su parte, brindó todo tipo de recursos –económicos, simbólicos, técnicos, intelectuales– para favorecer las lógicas que se describen, actuando los organismos internacionales como autenticas canteras de legitimación ante cada accionar del gobierno. En una clave cuasicolonial o de imperialismo indirecto, estos organismos pasaron a asumir funciones de señoraje con respecto a varias medidas de gobierno, “sugiriendo” leyes, medidas y otorgando “asesoramiento”. En muchos casos, actuaron en forma indisimulada como los agentes o causas de las principales orientaciones del gobierno, realizando varios juegos de presiones y chantajes para que se tomaran las acciones que ellos encontraban como “necesarias” o “indispensables” (realizar desregulaciones, ajustes, privatizaciones, sancionar leyes, presupuestos o simplemente hacer algún anuncio) bajo el riesgo de que –de no hacerlo– créditos, avales o “la confianza” externos podrían esfumarse. Por último, estos cambios también se asumieron apuntando en otra dirección más, ya que con la venia de los Estados Unidos, el problema fundamental de la deuda externa podría ser reorganizado, lo que haría disminuir la presión de la banca acreedora y permitiría lograr una solución de largo plazo como la que ofrecía el flamante Plan Brady de la administración norteamericana para los países del tercer mundo.

El gobierno, frente a las posibilidades que ofrecía modificar severamente la forma de inserción del país en el mundo no dudó en realizar también aquí un fuerte viraje. Se consideraba que anteriormente se habían perdido jugosas oportunidades y se pagaron costos innecesarios solo por “necedad ideológica”. Por lo cual, hacia adelante se podrían abrir nuevos mercados y evitar roces con la mayor potencia económica, política, financiera y militar del planeta. Dejando de lado la tradicional bandera peronista de la “tercera posición” para asumir ahora una posición sumisa en el orden internacional, detrás de la conveniencia invocada en la teoría del “realismo periférico” (Míguez, 2013). Así, el alineamiento con el norte pasó a ser automático e incuestionable. Se prometió firmar la paz con Gran Bretaña, buscando ganar confianza y previsibilidad externa; a finales de 1989 se votó, por primera vez en la historia, la condena a Cuba en la ONU –algo que no había realizado ni siquiera algún gobierno dictatorial–; a principios de 1991 se le otorgó a Pinochet el máximo reconocimiento del Estado Argentino (la Orden del Libertador), señalando la reconciliación del hermano pueblo de Chile y por “su contribución fundamental en el tránsito a la democracia”, admirando profundamente el modelo neoliberal aplicado allí. En pocos meses se abandonó el Movimiento de países No Alineados, se aprobó el envío de tropas argentinas para intervenir en la guerra del Golfo Pérsico y el país adhirió al tribunal internacional CIADI –para garantizarle “seguridad jurídica” a los inversores externos–, relegando así soberanía legal por parte del Estado. Para fin de año, el Canciller Di Tella señaló que la Argentina debía tener con los Estados Unidos “relaciones carnales” y se desmantelaron varios proyectos armamentísticos como el misil Cóndor con el único fin de adscribir –y sobrerreaccionar– a todos los pedidos norteamericanos.

Con todos estos cambios, fue posible renegociar la deuda externa a partir de las premisas del Plan Brady, repactando los tiempos, tasas y montos. Así, se realizaron quitas de capital, los intereses se bajaron y los plazos fueron extendidos (se terminaría de pagar dentro de 30 años), recomprándose algunos papeles, como también aceptándose a estos como parte de pago en las privatizaciones. Por su parte, la nueva deuda –los bonos Brady– ahora pasó a estar garantizada por los Estados Unidos y tomó la forma de títulos de deuda (es decir, bonos públicos, lo que permitió su transformación para dejar de ser deuda bilateral con bancos privados para poder negociarse en los mercados bursátiles), algo que se pudo lograr gracias a los nuevos prestamos otorgados por los organismos internacionales de crédito (FMI, Banco Mundial, BID). La consecuencia inmediata fue que los bancos privados acreedores internacionales pasaron a cambiar papeles de deuda, en muchos casos denominados como ‘incobrables’, por bonos atractivos que cotizaban en mercados abiertos, lo que permitió que se desprendieran de sus acreencias con los países del tercer mundo, licuando el riesgo de incobrabilidad (Schvarzer, 2002: 34-37). Así, la composición de la deuda del sector público pasó de estar comprometida en más de la mitad con bancos comerciales (representaba el 53,5% en 1991) para pasar a librarlos de sus exposición al “riesgo argentino” (en 1993 la deuda con los bancos pasó a ser solo el 2,3% del total) (Ministerio de Economía). De esta manera, el gobierno argentino se había embarcado en una decisión similar a la realizada por el resto de los gobiernos de Latinoamérica, descomprimiendo el frente externo y poniéndole fin a la presión de los acreedores extranjeros, sumando aquí también nuevos aliados.

De forma paralela a estas redefiniciones, se fueron realizando otras que actuaron de modo solidario y complementario. De esta manera la liberalización y apertura económica, no solo podría estabilizar la economía y volverla atractiva para el capital extranjero, sino que además resultaba un modo para conquistar nuevos mercados y ampliar las exportaciones argentinas. Mientras que se comenzó a priorizar al Mercado Común del Sur (MERCOSUR) como principal zona de intercambio comercial, teniendo el Brasil un lugar crecientemente destacado como socio argentino en el comercio.

Pese a esto, los cambios al interior de la forma de Estado o de su partido de gobierno no acabaron allí. Dado que otra de las maneras bajo las cuales se reorganizó el orden externo fue asignar nuevos roles y funciones a algunos actores locales. Entre ellos y principalmente, a las Fuerzas Armadas. En efecto, la cuestión militar era un tema delicado, conflictivo y complejo que había tenido en vilo a la sociedad durante todo el gobierno de Alfonsín y que podía afectar –cuando no poner fin– al gobierno de Menem. Bajo estas premisas, la solución primordial del gobierno fue acceder de forma inmediata a varios reclamamos castrenses intentado ganar así la subordinación del sector, aplazando a los grupos rebeldes. La voluntad de poner fin a los conflictos fue expresada por Menem días después de asumir: “La solución al tema militar me la banco solo, no voy a caminar por el Congreso con una ley bajo el brazo pidiendo que me la aprueben porque eso es perder el tiempo” (La Nación, 28/07/1989). Con la firma de varios decretos a finales de 1989, se declaró el indulto para varias decenas de carapintadas, oficiales condenados por delitos de lesa humanidad, mandos culpables de negligencias durante el conflicto de Malvinas, sublevados durante el gobierno radical y civiles sancionados por acciones guerrilleras. Entre los indultados (277 personas) se hallaban Albano Harguindeguy, Luciano Benjamín Menéndez y Reynaldo Bignone.

Sin embargo, a pesar de varias de las concesiones realizadas por Menem y el empeño puesto por este para poner fin de manera definitiva al ‘problema militar’, el 3 de diciembre de 1990 volvió a haber un nuevo levantamiento carapintada, siendo esta vez el más sangriento y serio de todos. En este caso, no se trató de un simple autoacuertelamiento que suponía un desafío pasivo a los altos mandos (señalando la incapacidad o inviabilidad de estos para reprimir, dejándolos con una imagen de debilidad ante los ojos de la corporación militar y disputándoles cierto grado de control, aunque sea implícito, de la situación, dado que la inacción jugaba a su favor) (Novaro, 2009), sino que fue un auténtico intento de Golpe de Estado. Los insurrectos tenían un “estatuto constitucional” con más de 400 artículos (que incluía hasta un nuevo organigrama de gobierno), un plan económico a implementar, un programa de política exterior y un apoyo, si bien reducido, de grupos civiles (Quiroga, 2005: 122)10. Por su parte, como señala Sain (2004: 110), “sea por la importancia y la cantidad de unidades comprometidas, por el elevado número de cuadros implicados, por el nivel jerárquico de su conducción –todos ellos eran Coroneles– o por la crueldad del enfrentamiento desarrollado” el levantamiento fue el mayor de todos por el grado de violencia que implicó. A diferencia de los anteriores, el número de bajas fue muy alto (casi 70 personas entre civiles y tropas leales y rebeldes en combates que duraron tan solo un día) (Fraga, 1991: 134). Además, durante los primeros momentos del levantamiento, este pareció ser un duro cachetazo a la política militar menemista, ya que de los 277 indultados un año atrás, 174 se habían plegado al nuevo alzamiento (Acuña & Smulovitz, 1995: 186), lo que demostró la incapacidad de tener una política adecuada para domar a las Fuerzas Armadas. Las reiteradas rebeliones que sufrió Alfonsín parecían poder proyectarse contra el gobierno de Menem.

Los motivos del levantamiento que se mencionaron fueron muchos, ellos iban desde temas muy generales y amplios como la “traición” de Menem para con las banderas del nacionalismo (dado el giro neoliberal), pasando por cuestiones de coyuntura (entre otras cosas, la oposición a la privatización de Fabricaciones Militares), hasta aspectos más particulares y estrictamente corporativos como era la disconformidad con algunos retiros, ascensos, destinos y promociones que se estaban otorgando en las fuerzas. Lo cierto fue que los rebeldes tomaron las armas como un intento desesperado por evitar lo inexorable frente a su propia situación interna.

El mismo Menem ya días previos a la insurrección estuvo al tanto de la misma y dejó igualmente llevarla a cabo, haciendo que ella fuera funcional a su proyecto. En este sentido, Menem había designado y mantenido al frente de las Fuerzas Armadas a oficiales con un perfil institucionalista, que no pertenecían a ninguna de las facciones en pugna, y mantenían cierta distancia de los sectores rebeldes. Por su parte, las nuevas autoridades eran personas con un alto prestigio profesional –casi todos ex combatientes de Malvinas–, lo que impedía que sufrieran acusaciones como ser solo “generales de escritorio”. Más allá de todo esto, la nueva conducción en las fuerzas había asumido con un objetivo concreto: restaurar de manera inmediata las jerarquías al interior de la corporación militar; objetivo que solo se podría concretar aislando y vaciando de contenido a los sectores más díscolos, principalmente a los carapintadas.

Los militares ya habían obtenido diversas prerrogativas por parte del poder civil (Ley de Punto Final, Ley de Obediencia Debida, Indultos, una nueva conducción acreditada, etc.), con lo cual, muchos de los reclamos “institucionales” de la corporación ya estaban saciados. De este modo, los grupos que continuaban con reclamos propios pasaron a quedar en minoría y –ante los ojos castrenses– con demandas “politizadas” y que no representaban al conjunto, perdiendo legitimidad interna y sufriendo un fuerte aislamiento. Por eso su alzamiento fue un intento angustiado por frenar el avance y la consolidación del nuevo Estado Mayor, dado que esto solo significaría su virtual desaparición como facción interna (Acuña & Smulovitz, 1995: 106). Pero con su accionar terminaron por reforzar lo que buscaron impedir. Por un lado, al ser la represión de la rebelión tan drástica, rápida y contundente (Menem jamás accedió a negociar o pactar nada, por más que los rebeldes lo intentaron en varias oportunidades), a la derrota militar de los carapintadas se sumó la neutralización política que ya venían sufriendo.

Por otro lado, el gobierno logró legitimar el curso de acción tomado con anterioridad, otorgando nuevos indultos (vistos ahora como más indispensables que nunca) a cambio de compromisos de mayor obediencia militar al gobierno civil. Fortificando así a los nuevos mandos que fueron los que esta vez sí se impusieron de modo rotundo ante un desafío interno, demostrando poder controlar la situación y alineándose de forma instantánea con las autoridades constitucionales. Esto además le sirvió a Menem para desentenderse de los compromisos previos asumidos con los rebeldes (principalmente con Seineldín), ahora derrotados11. De esta manera, la represión categórica serviría para disciplinar a la disidencia interna y aleccionar a otros sobre futuras insurrecciones, evitando nuevas desobediencias por parte de los suboficiales al generalato. Desde la alta oficialidad contaban con que un triunfo rebelde y la pérdida de la disciplina interna se estaba volviendo un peligro, no solo para la elite militar a la cual siempre se cuestionaba, sino también para la supervivencia de la misma institución castrense. Sin embargo, el resultado final permitió que la conducción de la fuerza recompusiera la cadena de mandos y le otorgara a la corporación militar un perfil profesional subordinado al poder civil. Así, en menos de un mes, se volvieron a otorgar indultos, liberando a toda la cúpula mayor de la última dictadura y algunos civiles, entre ellos, al ex jefe Montonero Mario Firmenich, lo cual servía también para congraciarse con los sectores conservadores y avalar la teoría de los “dos demonios”, justificando con ella la actuación militar durante el dictadura. Menem poco después reivindicó a las Fuerzas Armadas y les agradeció su papel en la “lucha contra la subversión” durante los años 70, por lo que –de ese modo– terminó de consolidar su posición al llevar a cabo su práctica política de lo que llamó “pacificación y reencuentro nacional”.

Finalmente, con los cambios provocados en el escenario internacional, la consolidación de las democracias en toda América Latina y el fuerte reordenamiento de los actores internos y externos, la cuestión militar fue encauzada, desapareciendo prácticamente como actor político de relevancia. Las históricas “hipótesis de conflictos” territoriales en juego, sobre todo las referidas a Chile y Brasil, fueron desactivas tras el plebiscito por el Beagle de Alfonsín en el primer caso y por la integración económica en el segundo. Además, claro está, las Fuerzas Armadas habían dejado de mostrarse como un grupo “confiable”, ya sea para el capital concentrado, las potencias internacionales, los grupos políticos que tradicionalmente las alentaban a intervenir y por el grueso de la población, puesto que ahora se las veía como un actor desprestigiado, sumamente impredecible y con más diferencias internas que consenso. El gobierno de Menem con su giro de derecha, proempresario y de adscripción total a las proclamas de los sectores dominantes –tanto locales como extranjeros– terminó por restarle apoyos y cartas de validación al “partido militar” como salvaguarda ante algún ‘descontrol’ o amenaza populista, de izquierda, obrerista o de tintes colectivizantes que se pudiera temer. Parecía que ahora ya no era más necesario el reaseguro militar autoritario como la última garantía para los grupos burgueses como fue la característica de la política argentina durante el núcleo central del siglo XX. Los sectores tradicionales, conservadores y/o concentrados podían ahora recostarse con tranquilidad en el nuevo gobierno. Nadie podía garantizar mejor que él la paz social combinando de manera original democracia, ajustes y neoliberalismo. La intervención militar como defensa del orden capitalista pasó a ser un anacronismo: el sistema parecía no tener más amenazas a la vista. A su vez, la introducción de tres modificaciones terminaría por aplazar a las Fuerzas Armadas bajo nuevas lógicas. La primera, se refiere a que su rol prioritario se modificó y pasó a estar claramente definido. Las funciones de “defensa” y “seguridad” se distinguieron, quedando los militares solo a cargo de la primera, sin poder tener más injerencia en asuntos internos (Ley 24.059). Con lo cual, sus tareas se focalizaron en el exterior. Con la política de ‘alineamiento automático’ con los Estados Unidos, el uso de las Fuerzas Armadas pasó a reservarse para misiones internacionales fuera del país, algo que resultó claramente funcional. Así, no solo se enviaron como ya se mencionó tropas al Golfo Pérsico en 1991 para sumarse a la coalición bélica encabezada por Estados Unidos contra Irak, sino que lentamente a partir de allí –bajo la premisa de adscribir a las “misiones de paz” de las Naciones Unidas– se comenzaron a llevar al exterior batallones enteros y de modo generalizado a distintas partes del mundo; cumpliendo las tropas argentinas distintos tipos de tareas y fines (asegurar tratados, controlar el cese del fuego en treguas, tareas humanitarias, prestar asistencia sanitaria y demás).

Por su parte, como segundo recurso para garantizar el sometimiento militar al orden civil, se utilizó la estrategia del “ahogo institucional”. Este camino ya había sido fijado por Alfonsín durante su gobierno, pero con Menem se lo llevó a niveles extremos. En este caso, la premisa buscada era debilitar, depurar y alinear en su totalidad a las Fuerzas Armadas al mando civil a través de distintos mecanismos institucionales: reducción de presupuesto, pases a retiro masivos, bloqueo de ascensos, etc. En este sentido, el discurso generalizado del ajuste económico permitía reforzar esta dirección. Ya que las instituciones militares, en tanto órganos del Estado, también debían someterse a los mismos principios del resto de la administración pública (despidos, ‘racionalización del gasto’, privatizaciones, etc.). Por último, con motivo del asesinato de un recluso mientras este prestaba servicio (Omar Carrasco, muerto a golpes bajo la responsabilidad directa de oficiales y suboficiales durante su conscripción), Menem aprovechó la situación para poner fin al servicio militar obligatorio, utilizando en su beneficio al altísimo porcentaje de la población que estaba a favor de esa propuesta (más del 80% según las encuestas) (Saín, 2004: 118), la cual podría ser capitalizada con fines electorales, reemplazando el sistema forzoso por uno de voluntariado. De este modo, con un decreto se modificó la “ley Ricchieri”, que tenía cerca de un siglo de existencia, para pasar de un régimen de conscripción obligatorio a uno optativo, lo que terminó por debilitar aún más la participación de las Fuerzas Armadas en la vida interna del país, su influencia política y sus recursos. En suma, en muy poco tiempo se había logrado doblegar a la Fuerzas Armadas a un gobierno civil, algo que había resultado imposible a todos los gobiernos anteriores, ya sean militares o constitucionales, desde 1930.

Así, y siguiendo esta dirección, del mismo modo en que el menemismo había logrado una adscripción funcional a su lógica de poder por parte del sindicalismo y ahora lo hacía con las FF.AA., su proyecto de dominación no terminó allí, dado que también tuvo en cuenta a la tercer gran corporación que tradicionalmente desempeñó un rol fundamental en nuestra historia política: la Iglesia Católica Argentina. En efecto, la Iglesia Católica era en el país una corporación poderosa que durante los años 80 se había enfrentado con el gobierno radical en reiteradas ocasiones, restándose con este mutuamente bases de sustentación (existieron conflictos con Alfonsín por el Congreso Pedagógico Nacional –y la laicización de la educación–, por la complicidad de parte de la Iglesia y su participación en crímenes durante la dictadura, como también un enfrentamiento ligado a la promulgación de la ley de divorcio, disputa que terminó de coronarse con la visita del Papa a la Argentina en 1987 para oponerse a las políticas oficiales). En todos los casos, la Iglesia evitó perder posiciones de poder e impedir lo que consideraba el avance de las lógicas modernistas, secularizantes y de desviaciones morales que implicaban, según esta, el ‘retroceso de los valores cristianos’ (Del Piero, 2004: 128-129). Con la llegada de Menem al gobierno, la Iglesia vio una excelente oportunidad de recomponer sus relaciones con el Estado. Así, se designó en el principal arzobispado del país –la arquidiócesis de Buenos Aires– al Cardenal Antonio Quarracino, un hombre fuertemente ligado al nacionalismo conservador y al peronismo.

De esta manera, el recambio de autoridades se convirtió en una jugosa chance para que ambos, Iglesia y gobierno, se fortalecieran mutuamente; chance que Menem no dudó en usar para sumar cuotas de legitimación y lograr así santificar su modelo de poder. Uno de los primeros acercamientos fue cuando Menem debió –tal como lo indicaba la Constitución– convertirse al catolicismo para acceder a la presidencia, sobrereaccionando a partir de aquí en muchos de sus gestos y discursos con tal de congraciarse con las autoridades eclesiásticas. Así, comenzó a invocar de manera continua a Dios en varias de sus presentaciones públicas, propugnó políticas de salud reproductiva en línea con los postulados de la curia, se opuso rotundamente a la despenalización del aborto, llegando a considerar como fecha oficial el “Día del niño no nacido”, donde varios de sus ministros y funcionarios –especialmente los del área educativa y cultural– estuvieron fuertemente vinculados al catolicismo o eran directamente hombres de la Iglesia –así como del Opus Dei, como el fugaz ministro del Interior Gustavo Béliz–, permitiendo una alta injerencia de los prelados en la redacción de la nueva ley educativa. En la misma dirección, comenzaron a aumentar los fondos girados y el favorecimiento por parte del Estado a los colegios católicos privados y al sostenimiento del culto católico. Por su parte, Menem también intentó desvincular a la Iglesia Católica de su complicidad con los crímenes de la última dictadura (por ejemplo desalentando causas judiciales) como además apostó por políticas de “pacificación, perdón y reconciliación” entre la sociedad argentina y las FF. AA., en sintonía con las proclamas oficiales de la Iglesia. Con ello, la jerarquía católica terminó por bendecir la transformación neoliberal y sentenció la pax de un modelo que se volvía cada vez más excluyente, cerrando filas desde la elite eclesiástica detrás de Menem. Decía el Cardenal Quarracino: “Todo ajuste va suponer ciertamente conflicto y situaciones difíciles. Ningún país levantó cabeza sin una cuota de sufrimiento” (Esquivel, 2004: 160). El obispo Rómulo García, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, explicaba las ventajas de la estabilización económica y justificaba los recortes a partir de la ‘necesidad’ del sacrificio: “Después de una gran postración del país, donde se estaba tocando fondo, creo que ha habido esfuerzos positivos desde el gobierno, sectores sociales y ciudadanos, para sacar al país adelante. Esto no se logra sin hacer sacrificio” (Ib.: 161). Mientras que Monseñor Ogñenovich, obispo de Luján, justificaba las desigualdades sociales en una línea similar excusando al gobierno: “No hay gobierno en el mundo que pueda resolver el problema de la pobreza, ya que pobres habrá siempre según el evangelio” (Ib.).

El viraje que estaba realizando el nuevo gobierno era claro, rotundo y contundente. En casi todas las áreas de la vida social se estaban llevando a cabo transformaciones, con la producción de un discurso que se imponía, perneaba y proliferaba sin cesar, consolidándose cada vez más. El cambio de reglas a favor del capital estaba dejando atónitos a más de uno. Se aplicaron ajustes, privatizaron empresas, se abrió la economía, los mercados se desregularon en muy poco tiempo, mientras que el sindicalismo fue arrinconado. Todo esto sin grandes desbordes sociales y en un clima de desmovilización general de la sociedad, lo cual tendía a asegurar lo ya conseguido y pacificar, en principio, todo el espacio social. La gobernabilidad se fortaleció, el Estado recuperó capacidad de iniciativa y se creó un clima de negocios que le otorgaba el beneplácito total al sector empresarial. La magnitud y la velocidad de las reformas que se introdujeron le hicieron ganar apoyos meteóricos dentro del sector del capital más concentrado. A un año de asumir, le gritaban a Menem “¡Viva Carlitos!” cuando visitó la Bolsa de Comercio de Buenos Aires (Clarín 16/05/1990). El Jockey Club Argentino lo nombró socio honorario del tradicional bastión antiperonista. Ya que para los hombres de negocios nada parecía garantizar mejor el orden que el pragmatismo aplicado por Menem. Los distintos grupos de capital concentrado uno a uno se fueron sumando al proyecto menemista, creándose una auténtica celebración de apoyo en las altas esferas de la economía. De aquí que se construyera una subcultura de elite que comenzó a hacerse pública y a mostrar con gran elocuencia en un extraño cóctel a famosos, empresarios, funcionarios públicos y nuevos ricos en un clima de ostentación y despilfarro en clave de show mediático que inundó revistas de actualidad, la televisión y al espectáculo, montando una auténtica “fiesta menemista” resumida bajo la consigna de la “pizza con champagne”. Las principales corporaciones empresariales le terminaron de dar un apoyo unánime al gobierno peronista. Se creó una nueva comunidad de negocios al interior de los sectores concentrados, en la cual se pactaron múltiples acuerdos sectoriales para respaldar las políticas de Menem. Del agro a la industria, de las finanzas a la construcción, pasando por el comercio, los rubros de la salud, minería, petróleo y servicios, los distintos grupos de elite de cada sector económico, a pesar de cierta desconfianza inicial o enfrentamiento, terminaron por cerrar filas detrás del nuevo orden.

Por supuesto, realizar todo este tipo de transformaciones es toda una proeza que no siempre ni todos los gobernantes pueden lograr. En este caso, el talante y la habilidad política de Menem –como además el hecho de provenir del peronismo– fueron factores indispensables. Todo ello es más elocuente todavía si se compara lo sucedido con los otros países latinoamericanos, los cuales se embarcaron en un rumbo similar, si bien menos extremo que en la Argentina. Por ejemplo, en Perú el presidente Fujimori aplicó el programa neoliberal al costo de clausurar el Congreso, en Venezuela Carlos Andrés Pérez sufrió el “Caracazo”, el cual fue reprimido durante casi seis meses, debió enfrentar dos golpes de Estado y finalmente sufrir un juicio político que lo destituyó por carecer de apoyo político y sin haber podido realizar muchos de sus objetivos iniciales, en Brasil el presidente Collor de Melo fue destituido ya que perdió en muy poco tiempo todo respaldo, en México Carlos Salinas de Gortari –candidato del histórico PRI– solo pudo alcanzar la presidencia bajo un fraude escandaloso, mientras que Bolivia y Paraguay debieron gobernar sus países con un uso sistemático del Estado de sitio y de represión. Sin embargo, aunque Menem no sufrió nada de eso, no debemos exagerar el caso argentino, ya que siempre es más sencillo cometer virajes a favor de los grupos dominantes que hacerlo en contra de ellos. Reforzar las jerarquías sociales, los esquemas de dominación y asegurar la disciplina vertical se ve enormemente facilitado cuando se beneficia a los sectores poderosos que cuando se los perjudica. Independientemente de los méritos políticos, el diseño de estrategias o el uso preciso de los tiempos, gobernar con el apoyo del bloque dominante –ya sea rearticulándolo o dándole mayor fortaleza– es una tarea que se ve facilitada enormemente con su ayuda. Los medios masivos de comunicación, adscribir a las lógicas demandadas por el gran capital, la proliferación discursiva e ideológica o el respaldo político y económico de grupos enquistados –sumados al fuerte respaldo externo– son elementos fundamentales a la hora de propagar un orden social. Es por ello que el gobierno constantemente tenía estas ideas en su cabeza y deseaba consagrarse siempre a favor de estos.

Como se ve, en apenas dos años fueron tantos los cambios y transformaciones que el nuevo orden social ya estaba prácticamente construido. Había existido un gigantesco reordenamiento de todos los actores sociopolíticos, ya sea en el plano institucional, internacional, político, legislativo, militar, sindical, eclesiástico, social, ideológico y partidario (tanto interno como externo). Aunque en algunos casos los caminos, apoyos, apuestas y los triunfos hayan tenido un curso sinuoso y zigzagueante –con algunos retrocesos parciales, como las dos recaídas hiperinflacionarias que casi costaron un naufragio absoluto–. Así, el reformateo definitivo del vértice gubernamental y el control por primera vez efectivo de la situación se darían recién a principios de 1991, cuando Domingo Cavallo recalara en Economía e implantara el plan de convertibilidad, con el cual haría valer un peso con un dólar, permitiendo que la dirección general del proceso termine por ser aceptada como un éxito arrollador. Por lo que, los primeros resultados del nuevo orden político fueron impresionantes. Repasemos tan solo algo de esto.

La inflación, que era uno de los principales problemas, con un potencial desestabilizador inmenso, se logró controlar, reduciéndola a cero gracias a los éxitos del plan de convertibilidad. El país tuvo un crecimiento económico vigoroso (por varios años la suba anual promedió el 7%), las exportaciones se multiplicaron y la economía se modernizó; entraron capitales del exterior y se alcanzó por primera vez en muchos años (en 1991) superávit en las cuentas del Estado, las cuales se vieron reforzadas en parte por los ingresos de las privatizaciones. El presupuesto público del año fiscal pudo presentarse –y preverse– por primera vez en la historia tal como ordenaba la Constitución, siendo establecido y aprobado por el Parlamento antes de que se iniciara el año de su ejecución. A su vez, la informatización para la recaudación impositiva mejoró aún más el resultado fiscal. Los niveles de pobreza, que desde 1988 estaban en el orden del 30%, y superaron el 50% de la población en lo peor de la hiperinflación, para 1991 ya estaban cerca del 20%, y descendieron aún más hasta 1994 (la indigencia estaba teniendo un curso similar, reduciéndose hasta casi desaparecer). El desempleo, que había estado subiendo durante casi todo el gobierno de Alfonsín y que tuvo un pico del 10%, cayó a casi la mitad en junio de 1991 (fue del 5,5%). Mientras que el salario, aplazado en niveles muy bajos, recuperó su poder de compra gracias a la estabilidad de precios, y comenzó a crecer durante los primeros años de la convertibilidad y de la expansión económica. En el plano internacional existieron varios sucesos que acompañaron el proceso palmo a palmo: las tasas de interés comenzaron a desplomarse, lo que facilitó mayores niveles de crédito y que una abundancia de capitales externos buscaran nuevos destinos de inversión que terminaron por aflorar a plazas como la argentina, mientras que los precios de los principales bienes que exportaba el país tuvieron un ininterrumpido aumento durante la primera mitad de la década, lo que reforzó los esquemas e ingresos. Todo parecía acompañar al cuadro de transformaciones.

Gracias a los buenos números que podía ofrecer el menemismo en materia económica, el consenso que había logrado en torno a los principales actores sociopolíticos y el ordenamiento político institucional logrado, el nuevo poder fue ratificado en las urnas. Por lo que la hegemonía neoliberal se consolidó y amplió sus apoyos. Así, el respaldo plebiscitario no paró de crecer. En 1991 el PJ se impuso en casi todo el país, sumando más diputados nacionales que los que tenía anteriormente –aún los suficientes como para sobrepasar las bajas sufridas–. Los nuevos legisladores tenían una total afinidad con el proyecto menemista, lo que socavó aún más a los grupos disidentes. El año 1993 fue todavía mejor en votos, volvió a crecer el menemismo en número de diputados nacionales y se amplió el apoyo institucional que no paraba de expandirse.

A pesar de las crecientes y escandalosas denuncias de corrupción o algunas secuelas que empezaron a evidenciarse en materia social, el consenso logrado en torno a las propuestas producidas por el orden neoliberal tuvieron un aceptación generalizada en casi toda la población. Se creó así un dispositivo sociopolítico que no paró de consolidarse y de crecer. Las elecciones no hicieron otra cosa más que fortalecer las transformaciones. De manera progresiva, los distintos aspectos de la vida social fueron modificados y permeados por la hegemonía neoliberal. La salud, educación, jubilación, vivienda, la prensa, tecnología y las principales ciudades del país –hechizadas con el desembarco de imponentes shoppings centers– sufrieron bruscas transformaciones. El sistema de representación en su conjunto fue amoldándose a los cambios. De golpe, pasó a considerarse que, si todavía quedaban algunos problemas pendientes por resolver, esto se debía a que el nuevo orden social no se encontraba aún lo suficientemente extendido. Solo podían solucionarse los escollos a través de mayor neoliberalismo. Por ello se crearon las Administradoras de Fondos de Pensiones y Jubilaciones (AFJP) en 1993 para subsanar al que se llamaba deficiente sistema jubilatorio argentino, se desregularon las Obras Sociales para que el mercado pudiera hacer más eficiente el régimen de salud y se amplió la educación privada (buscando privatizar las universidades y cientos de escuelas).

El vendaval de cambios parecía que había llegado a la Argentina para quedarse de una vez y para siempre. América Latina y el mundo daban la sensación de estarse dirigiendo en una única y misma dirección, donde las democracias liberales y las economías de mercado eran los únicos senderos posibles. No solo los países que habían conformado la ex Unión Soviética se estaban embarcando por este rumbo, sino que también los países insignia que todavía se autodenominaban parte del ‘socialismo real’ no estaban tampoco por un sendero muy alejado; hasta China y la mismísima Cuba estaban abriendo sus economías y privatizando sus empresas en manos del capital extranjero y del neoliberalismo económico. Promediando el primer gobierno de Menem, en la nueva Argentina del neoliberalismo, ya no existían más proscripciones políticas, censura, represión militar, amenazas de golpes de estado ni caos económico. El tren del progreso, la estabilidad, la democracia y el crecimiento parecían que definitivamente estaban empujando a la Argentina hacia un periodo de prosperidad sin límites. No parecían existir mayores nubes de preocupación o temor con vistas al futuro. Al contrario, la única preocupación consistía en expandir aún más el viraje realizado, consolidando los esquemas económicos y, por sobre todo, la estabilidad.

Era inmenso el contraste que se podía trazar entre los últimos años del gobierno de Alfonsín –con un clima de crisis y de descomposición general– y el nuevo orden instaurado. Recordemos las condiciones sobre las cuales le tocó asumir a Menem. En ese momento no había pasado mucho tiempo desde que el país había perdido una guerra, lo que tuvo como consecuencia una joven y débil república democrática renaciente con muchas dificultades para consolidarse, con constantes amenazas de alzamientos militares (y civiles), paros sindicales, ahogo externo, sobreendeudamiento, un Estado muy limitado en sus recursos y capacidades y un proceso hiperinflacionario fulminante que en sus estragos finales aumentó la pobreza a niveles insólitos, que generó consecuencias sociales terriblemente angustiantes y sumió en la incertidumbre completa a gran parte de la sociedad con respecto a su futuro; de allí que algunas voces protagónicas de la época vaticinaban que solo se podría resolver con una “guerra civil”12. No hay muchos ejemplos en la historia mundial del siglo XX que puedan compararse con la difícil situación argentina de ese entonces; salvo tal vez la República de Weimar de los años 20 en Alemania, la cual terminó generando como secuela a Hitler y la pesadilla del nazismo. Casos similares ofrecieron como “solución” dictaduras, desgarramiento del territorio o conflictos internos al estilo balcánico. Es por eso que algunos autores a la hora de reflexionar sobre el resultado final obtenido por las articulaciones de Menem señalan al periodo caracterizándolo como “las hiperinflaciones de la paz”. En donde, el proceso argentino resultó, en palabras de Novaro (2009: 325), ser la megacrisis “más pacífica, la que menor secuela de violencia, política, criminal y represiva arrojó; y, lo que es aún más llamativo, la que a la postre se cerraría con un mayor entusiasmo en las soluciones encontradas; dado que los afectados podrían decir que, gracias a ellas, tras haberse asomado al abismo, nada verdaderamente irreparable había sucedido, todo se había resuelto del modo más práctico y efectivo”. Si a finales de la década de 1980 la Argentina fue representada como presa de su más clara decadencia y descomposición, la primera mitad de la década de 1990 pasó a ser concebida como una patente y vigorosa “resurrección nacional”.

En este sentido, promediando la primera presidencia de Menem el orden sociopolítico estaba lo suficientemente consolidado y sumaba tantos apoyos que nadie podía contar con los recursos capaces como para cuestionarlo de un modo suficientemente amenazador. Es así que los principales partidos políticos realizaron un pacto político para asegurar al nuevo proyecto de poder. En noviembre de 1993 la UCR y el PJ (los dos partidos mayoritarios del país, que en las elecciones generales tendían a aglutinar a más del 80% de las voluntades), con sus respectivos líderes –Alfonsín y Menem– realizaron lo que se conoció como el “Pacto de Olivos” que sentó las bases para reformar la Constitución Nacional al año siguiente. Por primera vez en todo el siglo XX argentino partidos políticos enfrentados llegaron a acuerdos sin ningún tipo de proscripción ni violencias para consensuar los términos de un nuevo orden institucional. Así, en 1994 se logró la reforma constitucional que, entre otras novedades, habilitaba una reelección para Menem, la principal figura que podía garantizar el proyecto neoliberal.

Camino al colapso

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