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Sospechas de sobornos en el Senado y la renuncia de Álvarez

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El entramado político con el que se había conformado la Alianza, según pudimos ver, estaba lejos de ser simple. Los equipos, cuadros y objetivos eran bien dispares en las diferentes áreas de gobierno. Casi desde su hora cero la Alianza había demostrado estar lejos de funcionar como una unidad articulada y actuaba más bien como una yuxtaposición de miembros heterogéneos que representaban las más diversas orientaciones, muchas veces enfrentadas entre sí. Aunque si bien inicialmente se buscó revolver con gestos de cordialidad los conflictos y diferencias dentro del gabinete, los ministerios y secretarias, los choques fueron frecuentes y despertaron tensiones, rispideces y desconexión en los planes a llevar a cabo, con lo que predominó la falta de coherencia programática y el desorden, cuando no la más absoluta parálisis49. A su vez, si este tipo de problemas no es algo que ningún gobierno se pueda permitir si desea llevar adelante una gestión exitosa, el asunto cobraba mucha más gravedad si consideramos el cuadro de situación que debían enfrentar los miembros de la Alianza dado el “empate institucional” que le habían dado las urnas. Con lo que, el nuevo gobierno debía buscar primero acuerdos necesariamente en su seno para luego salir a trazar alianzas con otros partidos y espacios, puesto que –de no hacerlo– resultaría muy fácil caer en el atasco y la dispersión. No obstante, si estas dificultades permeaban las áreas de gobierno casi in toto, era más claramente en el vértice gubernamental donde se encontraban los mayores problemas de coordinación.

En efecto, el núcleo duro de la toma de decisiones de la Alianza había ido mutando su composición desde la conformación de la coalición hasta su llegada al gobierno, desplazando a algunos de sus actores. Desde el inicio de la gestión la máxima dirección ya no estaba a cargo del “grupo de los cinco” como antes sino que dicho agrupamiento decantó finalmente a solo tres figuras: De la Rúa, Álvarez y Alfonsín (sobre todo porque Terragno y Fernández Meijide habían perdido mucha gravitación interna y no estaban en condiciones de imponer nada), con lo que se perdió cierto carácter de equilibrio confederal originario y la “troika” remanente estaba lejos de ser horizontal, siendo bastante despareja en varios sentidos. Por un lado, porque De la Rúa había asumido la presidencia del país por la unión de dos partidos a los cuales no controlaba pero con los que debía convivir, ya que ellos eran sus auténticos respaldos y las plataformas con las que había ascendido, más allá de que su carrera política personal se hubiera trazado por fuera de las estructuras partidarias, y que lo habían sostenido en el alto grado de aceptación de las encuestas. Por su parte, los dos líderes partidarios, tanto Álvarez como Alfonsín, debían actuar como figuras concertadoras entre presidente y partidos, y donde sus preferencias no podrían ser de ninguna manera excluídas, puesto que De la Rúa no tenía un cheque en blanco para gobernar, sino tan solo la conducción formal de la coalición. Así, por más que las campañas electorales se hubieran centrado en la persona de De la Rúa como síntesis y emblema de la Alianza, una cosa eran las publicidades y otra la realidad. Igualmente, y a pesar de todo esto, los roles que tácitamente debían respetarse como primer mandamiento de acción en poco tiempo fueron relegados lentamente, en lo que cada miembro de la troika fue asumiendo estrategias y objetivos diferentes, muchas veces cercanos a la colisión. Por parte de Alfonsín, en principio, debemos decir que no se había mostrado exigente, sino que había dado bastante aire político y solo atinó a funcionar como el catalizador de algunos sectores del radicalismo con respecto al gobierno. Sin embargo, a poco de andar empezó a ensayar posiciones cada vez más revisionistas de los objetivos iniciales de la Alianza, considerando que la acción del gobierno no debería estar centrada únicamente en las denuncias de corrupción –puesto que entendía que esto era una forma de “judicializar la política” (La Nación 27/06/2000) –, amén de que los gobernadores y legisladores del partido le habían trasmitido que no se encontraban cómodos con las querellas permanentes sobre ese tema o las sospechas que pudiera recaer sobre ellos, sus entornos o –incluso– en la misma oposición peronista de sus distritos. Del mismo modo, Alfonsín había empezado a mostrarse como la figura más heterodoxa dentro de la Alianza en función de los postulados económicos que se fijaron. Según el viejo líder radical, el gobierno “se estaba poniendo un poquito a la derecha” (Clarín 07/06/2000) cuando la realidad demostraba, al contrario de la ortodoxia hasta allí ensayada, que era indispensable comenzar a replantear los componentes básicos del modelo económico vigente, en los cuales veía un lastre demasiado pesado que más temprano que tarde habría que atacar y abordar de otro modo al fijado: continuar con la convertibilidad tal cual esta funcionaba, sostener el peso cada vez más grande de la deuda sobre las finanzas públicas, permitir el rol del FMI en la diagramación del programa de gobierno y los sucesivos ajustes eran todos, según aquel, elementos que no se podrían mantener en el mediano y largo plazo, y mucho menos de la forma conservadora –rayana al dogmatismo– en la cual el gobierno se empecinaba en hacerlo. Así, Alfonsín tuvo varios encuentros públicos con Duhalde, señalando que los giros económicos y sociales que este había planteado durante su campaña no podían subestimarse o dejarse de lado (tales como obtener una moratoria de la deuda o cuestionar el tipo de cambio fijo), abogando entre ambos líderes por conformar una concertación patriótica amplia entre partidos políticos, sindicatos y demás fuerzas sociales para establecer pronto un “cambio de modelo” y abandonar lo antes posible “el neoliberalismo50”. En el caso de Álvarez sus preferencias, estrategias y objetivos eran muy diferentes, ya que si bien había aceptado un lugar subordinado en la escena política detrás de De la Rúa, no había dejado de proyectarse como el más inquieto luchador contra la corrupción. En su cargo de presidente del Senado había advertido en más de una oportunidad que no estaría en el recinto solo para “tocar la campanita”, sino para conducir la cámara con mano de hierro y acabar con los privilegios corporativos, amenazando con investigar casos de corrupción “hacia atrás” y proceder hasta el fondo del asunto, especialmente con causas de la década de los 90. A su vez, estas acciones se complementaban con la tarea autoasignada de ser el máximo paladín de realizar recortes en el denominado “gasto político” de la administración pública, legislaturas provinciales y demás dependencias del Estado, con el fin de terminar con las “cajas negras de la política”. Decía Álvarez: “Los senadores peronistas quieren convertir al Senado en un lugar de privilegio con las mismas prácticas que tuvo el Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires. […] Quieren quedarse con el control administrativo para poder hacer caja y financiar sus actividades políticas. […] Si no los enfrento me llevan puesto” (La Nación 25/06/2000); poco después amenazó con publicar la lista de “700 u 800 ñoquis” que existirían en el Senado, nombrados por los legisladores peronistas (La Nación 29/06/2000). De allí que, entre ambas formas, pudiera acorralar al justicialismo y obligarlo a negociar las leyes necesarias, siempre con la amenaza latente de denunciar y enfrentar “a los corruptos” en la prensa. El objetivo más amplio que se podría alcanzar detrás de esto sería para Álvarez, además, el de dejar atrás a la “vieja política” y conformar un espacio superador, en el que confluyesen nuevas prácticas y discursos, desarmando las identidades obsoletas que habían sido el sostén de un bipartidismo en decadencia. Vale recordar que en la concepción de Álvarez jamás alguno de sus espacios políticos –ni el Frepaso, la Alianza o algún otro– haya sido un fin en sí mismo, sino solo medios para fundar un nuevo tipo de política –regenerada, pura, moderna y sin corrupción–, la cual podría alcanzarse de forma transpartidaria y con los elementos individuales que aún pudieran salvarse del sistema político que tenía por misión redimir. Fuerzas políticas como Acción por la República, partidos provinciales y algunos peronistas potables podrían quebrar la disciplina partidaria y sumarse según el vicepresidente a la renovación institucional que la Alianza debía encarar. Por lo que, acechar a personajes oscuros y liquidar sus cajas era una forma no solo de avanzar hacia mejores mecanismos de transparencia institucional, sino de depurar a dirigentes y partidos políticos sospechados y establecer con eso nuevos clivajes de votantes: la “trasversalidad” entonces era el único camino posible para por fin poder fundar la “nueva política” prometida, lo cual era, finalmente, “lo que la gente quería y pidió con su voto” (Novaro, 2009). Sin embargo, y en una dirección totalmente contraria, el presidente De la Rúa no estaba muy feliz con este tipo de tácticas, puesto que este apostaba a lograr una convivencia pacífica y sin confrontaciones con el peronismo, como además su estilo político se había delineado con una imagen serena y calma que apelaba más a la cordialidad que a los escándalos, y que –a su vez– le impedía estar interesado en romper el bipartidismo político en el que tan bien había anidado. Así, su razonamiento político iba en una dirección casi simétrica a la de Álvarez, confluyendo en algunas de las actitudes de Alfonsín: el consenso y las leyes solo se podrían lograr con una fuerte base bipartidista, la cual debía estar asentada más en los acuerdos con la oposición que en las presiones o amenazas hacia ella. El caso testigo de la ley de reforma laboral pareció darle la razón a De la Rúa, ya que esta se había logrado con el apoyo del peronismo a pesar de que muchos sectores internos se habían mostrado reacios a votar un proyecto como ese y que incluso Menem había desestimado pedírsela a su partido cuando era presidente para evitar confrontaciones con él. Con lo que, De la Rúa, como había sido su característica histórica, terminó por asociar el éxito de la gobernabilidad de la mano de la mayor moderación que se pudiera logar. Por último, Álvarez y De la Rúa, con todo y sus divergencias, se hallaban igualmente cerca entre sí al trazar distancia de los esbozos heterodoxos de Alfonsín en materia económica, ya que ambos apostaban a continuar con la marcha de la estrategia de la disciplina monetarista y ajustes que creían que no podría demorarse mucho en funcionar. En fin, en la troika aliancista, con posturas y preferencias que se alejaban y repelían a la vez, a pesar de avanzar por caminos incongruentes, casi incompatibles en algunos casos, habían logrado convivir bastante bien durante un tiempo, dejando en segundo plano sus conflictos larvados mientras no aparecieran inconvenientes mayores.

Ahora bien, el sistema latente de incompatibilidades inevitablemente tendría que ponerse al descubierto e incluso estallar una vez que alguna cuestión ganara protagonismo político y ello obligara al pronunciamiento público discordante entre los líderes sobre cómo proceder. Entonces, las diferencias podrían aflorar y así el armisticio palaciego ya no podría ser más la regla sino que se tendría que dar lugar a otros mecanismos de funcionamiento para el gobierno, los cuales permitieran igualmente la coexistencia de los estilos contrarios; especialmente esto último era fundamental ante un eventual y peligroso choque entre el presidente y su vice. La cuestión que operó como disparadora de los clivajes fueron sospechas de pago de sobornos en el Senado, en las que se rumoreó que el gobierno había comprado el voto de varios senadores para que aprobaran la ley de reforma laboral. En este caso, sin embargo, vale aclararlo, dichas sospechas no se instalaron en la agenda política de un solo golpe, sino que fue un proceso que ganó peso lentamente, sobre todo por la propia dinámica que los protagonistas le fueron dando en función de las heterogéneas disposiciones que asumieron. La ley bajo sospecha, como dijimos, fue aprobada en el Senado a fin de abril, empero, el primer manto de duda sobre ella apareció recién dos meses después en un diario porteño (La Nación 25/06/2000). Tal nota, realizada por el periodista Joaquín Morales Solá, sugería la posibilidad de sobornos en un párrafo muy periférico, sin datos certeros ni nombres y con poca precisión. Por lo que, en principio, ella sola no fue motivo suficiente para que las sospechas ganaran la relevancia que luego tuvieron, sobre todo en vistas a que el mismo fin de semana en que fue publicada había dominado en los medios de comunicación la muerte del cantante de cuarteto “el potro” Rodrigo Bueno. A su vez, así como Menem había tenido un sinfín de denuncias, sospechas y notas periodísticas sobre presuntos hechos de corrupción y había sobrevivido políticamente durante años a ellos, algunos operadores políticos de la Alianza recomendaban actuar con sigilo y dejar que el asunto quedara en la nada, sepultado en el olvido. Sin embargo, la dialéctica política bajo el imperio de la Alianza conllevaba disposiciones muy diferentes a los viejos tiempos menemistas, ya que las sospechas calaban ahora en el epicentro del discurso personal que Álvarez y parte de la Alianza llevaban como bandera. A su vez, el tema tuvo mayor repercusión todavía a mediados de agosto cuando el líder sindical de la CGT disidente –Hugo Moyano–, que se había decidido a encabezar el frente opositor contra el gobierno y la lucha contra el neoliberalismo –especialmente contra la ley de flexibilización laboral– comentó en la televisión un diálogo que habría tenido con el ministro de Trabajo Flamarique antes de que se aprobara la ley. Allí señaló: “Cuando yo le dije que en el Senado había mayoría peronista y la ley no iba a pasar, él me dijo ‘para los senadores tengo la Banelco’”. Por su parte, el senador del PJ Antonio Cafiero involucró a algunos de sus pares al respecto en la prensa y en la Justicia, acusando puntualmente a Ángel Pardo, Eduardo Bauzá y a Ramón Ortega (La Nación 31/08/2000).

Frente a un tema que se había ido adueñando totalmente de la escena, el vicepresidente Álvarez concibió que estaba obligado a actuar, pues las coimas, de haber existido, fueron en el propio reciento que él dirigía. Con lo que se decidió a convertir la situación en una oportunidad al utilizar su habitual ingenio político e ir por todo: señaló que un cuerpo legislativo tan importante para la democracia como era el Senado no podía estar bajo sospecha, por lo que para defender su honra este debía ser refundado. Esto último a la luz de las circunstancias brindaría diversas ventajas políticas que según Álvarez habría que aprovechar: no solo este y el gobierno podrían recuperar así el protagonismo político que estaban perdiendo, sino que también se podrían apuntar a dos objetivos más: uno de “máxima”, con el cual pretendía adelantar las elecciones directas a senadores previstas para el 2001 lo antes posible, algo ya anteriormente sugerido por el presidente provisional de Senado José Genoud (decía Álvarez: “Habría que pensar si la Constitución no deja alguna luz para adelantar las elecciones de senadores […] para un cambio de fondo” ya que para que haya “legitimidad de los que lleguen a la Cámara como senadores [tengan que ser] elegidos por el pueblo y no por los acuerdos en las legislaturas provinciales, como ocurrió hasta ahora”) (Clarín 05/09/2000), con lo que la Alianza podría invertir la relación de fuerzas a su favor en la Cámara Alta; y un objetivo de “mínima”, en el que habría que cambiar las autoridades de las comisiones, presidentes de bloques y forzar algunas renuncias en el Senado (decía aquel: hay que “oxigenar el Senado” y “se tienen que producir cambios políticos porque hay una crisis política de representación […] los sospechados deben dar un paso al costado”) (Clarín 02/09/2000). Para cualquier de los dos casos Álvarez citaba recurrentemente el ejemplo del “mani pulite” italiano, en el cual frente a casos de corrupción, muchos políticos habían decidido refundar las instituciones, los cargos y los mecanismos de gobierno, lo que podría ser un antecedente para replicar en la Argentina. Puesto que para ese momento el número de personas que creían que habían existido los sobornos había crecido a toda velocidad: llegó al 71,5% a fin de agosto, una semana después ya era el 83,2% mientras que para principios de septiembre el número era del 93,7% (Clarín 10/09/2000). Es decir, después de que los miembros de la Alianza –especialmente el Frepaso– centraran durante tantos años como principal tema político las causas de corrupción y fomentaran la cultura del escepticismo y la desconfianza –y construyeran una imagen generalizada en la que “todos los políticos roban” –, con solo mencionarse rumores de sobornos casi toda la población terminaba por adoptar la certeza de que eran hechos efectivamente ocurridos –aun cuando no se hubieran presentado pruebas, sino solo sospechas–. Con lo cual, el tema “corrupción” y las sospechas se convirtieron en un boomerang de difícil escapatoria; a su vez, el asunto se volvía más candente si se considera que también el desánimo y la resignación conquistaron la escena como su contrapartida: el 70% de los encuestados pensaban que el caso iba a quedar diluido y sin culpables (Ib.), demostrando que habían perdido la esperanza en la renovación institucional que la Alianza se había comprometido a realizar. Por lo que más que nunca Álvarez leyó en tal situación la chance de convertir la crisis en una oportunidad y volverla algo que no se podría desperdiciar para volcar así la situación a su favor –con lo cual pudieran beneficiarse tanto él como el gobierno– y se lanzó a representar el rol de máximo impulsor de la investigación, empujando para que esta se haga de forma rápida y firme –pero sobre todo pública– con el fin de marcar una clara señal de diferenciación con respecto a cómo había procedido hasta entonces el menemismo, que no hacía nada frente a las sospechas y denuncias, lo que sugería impunidad. Sin embargo, para que tal empresa funcionara su compañero institucional debía estar dispuesto a acompañarlo, cosa que nunca iba a ocurrir: el presidente, en una posición totalmente distinta, continuaba abrazado la mesura de sus acciones y buscó proteger el débil equilibrio de poder institucional que debía conducir. Gobernadores y legisladores de su propio partido le habrían pedido a De la Rúa que controlara a Álvarez, puesto que este era un peligro para la gobernabilidad y los acuerdos partidarios; peligro que ahora se extendía al Senado, en donde los opositores eran una mayoría con la que se tenía que tener buen trato y diálogo para sacar las leyes adelante, pero que empero eran duramente acusados –al igual que algunos oficialistas– de haber recibido coimas pagadas por su propio gobierno. Con lo que de darle mayor lugar a los rumores de sobornos no solo ayudaba a atacar la frágil convivencia institucional con aquellos que debía pactar, sino que empujaba por trasladar las sospechas a la propia Alianza. Como señaló el senador del PJ Eduardo Menem: “Si lo que se dice fuera cierto, incurre en el mismo delito tanto el que da como el que recibe. Vamos a caer todos en el caldero hirviente de la difamación, del cual saldremos todos quemados” (Clarín 09/08/2000). De esta forma, el presidente De la Rúa se dispuso a asegurar la paz y se reunió a mediados de agosto en la quinta de Olivos con los senadores peronistas para llevar tranquilidad sobre el asunto y expresar su “total confianza” en el bloque opositor, ya que estaba seguro que no existieron sobornos. Allí dijo sobre las supuestas coimas: “Esas versiones son totalmente absurdas [con las que] se desprestigia a la Cámara alta sin ningún asidero real. […] Yo tengo la más absoluta seguridad de mis funcionarios” (La Nación 10/08/2000). El presidente del bloque de senadores del PJ, Augusto Alasino, se quejó en dicha reunión sobre las presiones de Álvarez, que acusaba a la oposición con sus denuncias: “Con esta falta de libertad es complicado manejar los temas: si los votamos [a los proyectos del oficialismo] somos corruptos y, si no, obstruimos” (Ib.). La mayoría se sintieron cansados de “la campaña de desprestigio”, aunque aclararon que ahora se sentían “defendidos por el presidente”.

Empero, las recurrentes embestidas de Álvarez para avanzar sobre el tema estaban llevando la situación a posiciones cada vez más enfrentadas, lo que hizo pensar al entorno del presidente que su vice, además de buscar protagonismo político, quería opacarlo, minar su autoridad y tejer así una conspiración contra él, en la que buscaba presentar a De la Rúa como abrazado y protector de los políticos corruptos. En este clima, el presidente comenzó a tomar una distancia cada vez mayor de Álvarez y buscó el amparo del menemismo, que había amenazado con proyectar la misma suerte de los senadores sospechados con la del gobierno (el senador menemista Jorge Yoma había dicho: “Si quiere llegar hasta el fondo de las investigaciones, habría que citar también a declarar a De la Rúa”) (Clarín 19/08/2000). Así, primero tuvo una reunión secreta con Menem en Olivos durante una madrugada de domingo –la cual igualmente trascendió (Clarín 14/09/2000) – para luego tener un encuentro público en la Casa Rosada, en la cual ambos dijeron, tanto Menem como De la Rúa, que era la Justicia la que debería actuar (Clarín 23/09/2000); aunque esa reunión pareció también un intercambio de favores y un pacto político, en el cual el gobierno detendría las “persecuciones” contra los exfuncionarios de Menem y este se comprometería a dar su apoyo legislativo en el Congreso. A su vez, De la Rúa también pretendió con esa reunión unificar al disperso campo opositor, ratificando al riojano con el liderazgo peronista que a este se le cuestionaba dentro del PJ, convirtiendo así al expresidente en su principal interlocutor político y garante de la estabilidad institucional bipartidista. Por último, la alianza proyectada por De la Rúa y Menem también pareció confirmar lo peor al ser asociada a la firma de un acuerdo de impunidad entre ambos, ya que el juez a cargo de investigar la causa –Carlos Liporace– era acusado no solo de ser excesivamente permeable y de fallar siempre a favor del menemismo (incluso terminaría preso tiempo después por esto) (La Nación 12/05/2015), sino también por causas de corrupción y por tener un patrimonio imposible de justificar51. Todo lo cual sentaba más la sensación de que el oscuro mundo político era inexpugnable y que toda la corporación política era, finalmente, lo mismo, tal cual se sospechaba; lo que incluía también al presidente, el gobierno y a la Alianza.

A las situaciones de oposición y enfrentamiento tácito a las que se estaba dirigiendo la cuestión por las actitudes asumidas por Álvarez y De la Rúa debemos sumar un hecho más. Puesto que la pelea pública entre ambas figuras también debe ser contextuada con la guerra subterránea entre grupos. En este caso, no pueden dejarse de lado los distintos tipos de operaciones de prensa e inteligencia originados desde el entorno delarruista y sufridos por los tres principales miembros del Frepaso y quienes vertebraban a dicho partido: Fernández Meijide, Álvarez e Ibarra. Así, en el caso de Fernández Meijide se habían realizado en marzo denuncias de corrupción contra ella que terminaron por minar su trayectoria política y llevarla hasta un punto ya sin retorno, mientras que los otros dos casos tensaron la convivencia dentro de la Alianza todavía más52. Los tres casos eran instigaciones originadas en la SIDE –organismo a cargo de Fernando De Santibañes, amigo íntimo de De la Rúa–, el cual también era uno de los máximos sospechosos en la causa por los sobornos, ya que se sostenía que –de haber existido sobornos– los pagos se realizaron con dinero proveniente de esa secretaría.

Con todo, al final de septiembre Álvarez intentó una última estrategia que podría ser una salida honorable tanto para él como para De la Rúa y que podría poner fin a las disputas públicas y privadas: ella consistía en hacer huir hacia adelante a todo el gobierno, primero reformulando totalmente la Alianza –y especialmente el gabinete– haciendo que los funcionarios oficialistas sospechados dieran un paso al costado (tanto Flamarique como De Santibañes) y logrando que el Frepaso recuperara protagonismo53. A su vez, también empezó a sugerir la construcción de “una Alianza más amplia”, a la cual incluso se pudiera sumar Cavallo –quien había apoyado las posturas de Álvarez contra los senadores–, ya fuera como presidente del Banco Central o bien como reemplazante del ministro Machinea –ministro que Álvarez había comenzado a cuestionar casi a diario–, buscando así un relanzamiento del gobierno en materia económica y que proyectara “expectativas de cambios” (Clarín 28/09/2000)54. Es decir, la guerra contra los senadores no debería acabar con estos, sino en un replanteo general de la Alianza e –incluso– en una ampliación de la coalición. Sin embargo, estas opciones chocaron con escollos difíciles de atravesar. Por empezar, porque De la Rúa suponía que poner fin a los funcionarios del gobierno cuestionados significaba aceptar tácitamente que los sobornos pudieron haber existido, con lo que reflexionaba entonces que el camino a seguir debía ser exactamente el inverso al pedido por Álvarez: ratificarlos para negar tajantemente que se hubieran pagado coimas, por lo que no habría que sacarlos del gobierno. A su vez, el presidente tampoco estaba dispuesto a llevar los cambios en el gabinete como sugería Álvarez ni a recibir presiones a su autoridad con respecto a ello (Clarín 28/09/2000). En este sentido, la estrategia del vice de enfrentarse a los senadores, ya sean los del PJ o los de su propio partido, suponía derivar en una guerra institucional muy ajena a la cosmovisión de De la Rúa, sobre todo cuando ya a esa altura Álvarez parecía estar enfrentándose a unos y otros, convirtiéndose en el enemigo de todos (una idea no muy lejana a la de “conspiración” que tanto senadores como el entorno delarruistas no se cansaban de agitar)55. Por último, Alfonsín, que había permanecido al margen del conflicto, solo rompió el silencio para oponerse duramente a los planes de Álvarez: el ingreso de Cavallo al gobierno le parecía una pésima idea, totalmente indigerible, señalando que “la Alianza nació con una expectativa de cambio sobre lo que ocurrió en el período del gobierno anterior, y Cavallo fue una presencia muy dominante en ese período. […] Esta es una Alianza hecha con un sentido progresista [y] contra la nueva derecha” (Clarín 29/09/2000); a su vez, sostenía que Machinea era un ministro que el gobierno no estaba en condiciones de desprenderse, para lo que lo defendió con ahínco: “A pesar de las dificultades, lo que está consiguiendo en el FMI es algo realmente extraordinario. […] Si hay un amigo de Chacho Álvarez en el Gobierno ese es Machinea, aunque a veces se presentan las cosas tergiversadamente” (Ib.).

Con una situación empantanada y sin pruebas o indicios concretos sobre los sobornos, De la Rúa se decidió a principios de octubre por actuar de manera firme y dar por terminado el tema, buscando con esto generar una muestra autoridad. Además, pensó que la mejor forma de mostrar respeto por las instituciones y trasparencia era –justamente– dejar que la causa avanzara por vía judicial sin la intervención del gobierno. Para ello aplicó su criterio de modo unilateral e hizo jugar la situación a su favor, terminando con la simulación del “cogobierno”: además de confirmar a Santibañes en la SIDE, le dio un ascenso a Flamarique al designarlo secretario general de la presidencia (el puesto de este fue cubierto por la peronista y exfuncionaria menemista Patricia Bullrich, sugiriendo así la disposición de formar una “Alianza más amplia” de la que en el futuro también podría ser parte Cavallo); a su vez, también ratificó a Machinea y le dio un ascenso solapado al otorgarle más funciones, mientras que abandonaron el gabinete los sectores más representativos de la UCR: Terragno y Gil Lavedra fueron remplazados respectivamente por Chrystian Colombo y por Jorge De la Rúa –hermano del presidente–. Todos estos cambios sirvieron para poner una distancia mayor aún entre gobierno y partidos, con un gabinete más fielmente delarruista y homogéneo, pero que estaba lejos de resolver los problemas y las dudas sobre la autoridad presidencial y que terminaron por contribuir a su aislamiento político. A su vez, estos cambios fueron una ofrenda directa contra la persona de Álvarez, puesto que implicó tomar la dirección exactamente contraria a la que aquel había pedido públicamente, desautorizándolo y dejándolo casi al borde de la humillación. Ya que con estos gestos sería difícil pensar que aquel pudiera presidir ahora el Senado igual que antes o que continuara su lucha allí. Además, no hubo ninguna compensación para él: no existieron consultas, disposición al diálogo o siquiera algún gesto de recomposición del vínculo entre presidente y vice. La situación sugirió una victorial total de uno sobre el otro. Sin embargo, cuando Álvarez fue notificado sobre el nuevo gabinete, y a pesar del notorio golpe de mano que conllevaban los cambios, no protestó ni se opuso. Tampoco exigió una reunión con la UCR, Alfonsín, los líderes aliancistas o incluso con su propio partido56. El mismo día de la jura del nuevo gabinete, el 5 de octubre, Álvarez asistió al lado del presidente como mandaba el protocolo, saludó a todos y hasta sonrió para la prensa, por lo que la ceremonia terminó con la cordialidad habitual. Mas fue a la mañana siguiente cuando Álvarez dio a conocer su venganza secreta al anunciar públicamente su decisión de abandonar su cargo a menos de diez meses de haber asumido y sin consultar a nadie –ni a sus compañeros de equipo ni a la cúpula de su partido: todos los miembros de la coalición se enteraron por la prensa–, acostumbrado como estaba al más absoluto individualismo personal.

Las consecuencias inmediatas de la renuncia de Álvarez fueron contradictorias. Si bien de forma inmediata hubo una mínima movilización espontánea a la casa del exvice para brindarle apoyo –en la que incluso se especuló con una concurrencia masiva para la se prepararon parlantes a tono con un virtual discurso épico– y que Álvarez fue llamado por Reutemann como “el nuevo Perón” (La Nación 08/10/2000), lo cierto es que el líder del Frepaso no tuvo su “17 de octubre” como algunos soñaron ni significó el relanzamiento de su figura. Tampoco las encuestas parecieron acompañarlo, puesto que mayoritariamente la población se opuso a la decisión de renunciar (Clarín 10/10/2000). Lo que sí pasó fue un nuevo cambio de gabinete, aunque tenuemente modificado: Flamarique y De Santibáñez finalmente tuvieron que dejar sus cargos –también lo hizo el presidente provisional del Senado, el radical José Genoud, que fue reemplazado por el alfonsinista Mario Losada–, pero esto no supuso una reformulación de fuerzas a favor del exvice o los frepasistas. Más bien la reformulación ministerial fue una reacción tibia de De la Rúa para mostrar gestos de arrepentimiento y composición, los cuales encubrían su temor a ser acusado despiadadamente por la renuncia o sufrir una desgarradora pérdida de popularidad (Novaro, 2002). Además, también habitaba el peligro oculto de que el presidente sufriera un abandono o desplante masivo de frepasistas y de varios radicales, acción que hubiera llevado al gobierno frente al abismo. Igualmente, y con todo, una de las marcas más ambiguas de la renuncia de Álvarez fue que la misma no implicó ni un enfrentamiento con el presidente ni la ruptura de la Alianza, puesto que el Frepaso continuó en el gobierno tal cual funcionaba hasta entonces. No hubo un pase de nadie a las filas de la oposición, sino al contrario. Álvarez se presentó en su discurso de renuncia como un leal al presidente y al gobierno de la Alianza. No obstante estos gestos y más allá de ellos, la situación convirtió al Frepaso y a su lugar dentro de la Alianza en un imposible: puesto que si los sobornos ocurrieron, el presidente y el Senado entonces eran indefectiblemente culpables y había que enfrentarlos sin contemplaciones como pareció sugerir Álvarez con su renuncia y –con ello– ser acompañado por todo el partido en vez de permanecer como aliados y actuar como si nada hubiera pasado; en cambio, si el presidente era inocente y los sobornos jamás existieron, entonces era correcto continuar con la Alianza como se hizo aunque –en tal caso– no se entendería por qué renunció Álvarez ni tampoco por qué este creó una ruptura institucional gigante si tan solo había diferencias de “estilos” sobre cómo proceder con respecto a las sospechas de sobornos, con lo que hubiera bastado con rediscutir las condiciones del acuerdo entre socios. Por lo cual, con la decisión tomada de la renuncia junto a la permanencia frepasista igualmente en el gobierno todo se volvía confuso y lleno de sospechas, lo que reducía el asunto simplemente a una batalla comunicacional que expresaban las disputas palaciegas previas, las cuales –finalmente– mostraban ahora no tener mucho sentido. Además, para generar todavía más ambigüedades al quiebre, a poco de renunciar, Álvarez y el Frepaso empapelaron toda la ciudad de Buenos Aires con carteles de apoyo al exvice, con leyendas del tipo “Yo te apoyo Chacho”, “Fuerza Chacho” y uno en el cual estaba la cara de Álvarez y se destacaban sus ojos, diciendo “Estos ojos ven y no se callan”, todo lo cual parecía acusar a De la Rúa por los sobornos y a subir la confrontación todavía más (La Nación 09/10/2000). Dichos afiches fueron contrarrestados, del mismo modo, por sectores radicales con otros afiches que tenían la leyenda “Chacho: hacete cargo”, señalando parte de los enfrentamientos ya no tan larvados entre grupos de la UCR y el Frepaso57.


ALGUNOS DE LOS AFICHES DE LOS QUE RESPALDABAN A ÁLVAREZ

Con todo, y finalmente, el único verdaderamente derrotado en los hechos terminó siendo el propio gobierno, que resultó más débil y fragmentado luego de la renuncia –aunque, paradójicamente sin rupturas con los partidos que lo encumbraron pero con un acompañamiento a medio camino de estos– y sin que el caso de los supuestos sobornos se hubiera aclarado, lo que sostenía igualmente la sensación de impunidad. Además, con el nuevo cambio de gabinete la renombrada “Oficina Anticorrupción” terminó en manos del hermano del presidente, una estrategia que De la Rúa pensó que podría agregar “trasparencia” al trasladarle a aquel la imagen de “honestidad” que el primer mandatario creyó todavía conservar, pero que ayudó a apuntalar lo contrario: a confirmar el nepotismo en la investigación y que el presidente le daba ese puesto a su hermano para protegerse, anulando de este modo cualquier esperanza de que el caso de los sobornos hallara culpables. En los hechos, la promesa de renovación y transparencia institucional que la Alianza se había comprometido a llevar a cabo como principio de identidad quedó sepultada en la desconfianza y el desprestigio: si De la Rúa y los principales líderes aliancistas habían cimentado sus figuras ligadas a enfrentar la corrupción como su más alto valor político, de golpe, tras los incidentes del Senado, quedaron asociados a la continuidad de las prácticas corruptas, afectando severamente su imagen pública y su credibilidad. De allí que el gobierno y su presidente sufrieran un brusco cambio de percepción: si antes existía la ecuación en la cual “Alianza = transparencia”, esta pasó a “Alianza = corrupción”, arruinando su capital político.

Empero, a pesar del altísimo costo que pagaría el gobierno por el mal manejo de la situación y las sospechas que continuaron proyectándose sobre él, desde el entorno presidencial entendieron que la renuncia de Álvarez era un hecho que los favorecía y que de todas formas debía ser festejado (y de hecho fue celebrado con un asado)58, puesto que así pensaban que se sacaban de encima a un competidor y eventual desestabilizador, al tiempo que la renuncia también ayudaba a diluir el molesto peso que pudieran tener los partidos en el gabinete. Por fin, se estimó que la disolución de la Alianza por iniciativa propia del líder del Frepaso era una bendición más que una tragedia que confirmaba la disposición siempre presente en algunos miembros de la UCR –especialmente los delarruistas– de que aquel partido no debería haber existido nunca y que si lo hizo fue gracias a los errores cometidos por el propio radicalismo (Novaro, 2002); aunque por suerte, suspiraban, con el desgarro coalicional ambas desgracias ahora ya estaban en camino de enmendarse: De la Rúa quedó con mayor concentración individual de poder, sin contrapesos en el gabinete, y con el Frepaso más débil todavía en la Alianza. En suma, la renuncia de Álvarez permitía que se pasara a un presidencialismo más acentuado, que permitía homogeneizar el perfil conservador que el primer mandatario deseaba imprimirle a la coalición y, con vistas al futuro, también al destino político del gobierno59.

Camino al colapso

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