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CAPÍTULO 2
De Menem a la Alianza I. El segundo gobierno de Menem (1995-1999) Quiebres en el menemismo y el nacimiento de la Alianza (1995-1997)
ОглавлениеEl 8 de julio de 1995 comenzó el segundo mandato de Carlos Menem. Tras echar una breve ojeada retrospectiva, el inicio de este mandato se mostraba diametralmente distinto al de seis años atrás. El país ya no estaba sumergido en una feroz crisis hiperinflacionaria, no había caos, saqueos ni eran contemplados grandes problemas sobre el horizonte. Los peligros del “efecto Tequila” parecieron quedar pronto atrás ni bien se ratificó el triunfo electoral de Menem, puesto que los depósitos bancarios volvieron a crecer el mismo mes de la nueva asunción y, desde allí, el grueso de las variables recuperó en poco tiempo sus tendencias positivas: el ingreso de capitales y de préstamos no tardaron mucho en volver, las tasas de interés y del riesgo país comenzaron ininterrumpidamente a descender, mientras que el sistema financiero mostraba una fortaleza mucho mayor a la imaginada previamente. De este modo, la convertibilidad y el orden social que giraba en torno a ella parecieron quedar asegurados hacia el futuro. Con lo cual, si durante su primer gobierno Menem tuvo como principal misión salir lo más rápido posible de la situación desesperante que había heredado y hacer lo indispensable para romper con ella, las marcas de esta segunda gestión deberían darse más por sostener la continuidad que por introducir cambios. En este sentido, y con respecto a esto último, en muy poco tiempo Menem y su gobierno comenzarían a quedar presos también de sus propios éxitos, puesto que lo que se entendía que eran sus principales logros parecieron quedar tan asentados y ser lo suficientemente fuertes como para ya no depender más de su persona como única garantía del modelo. Además, la propia Constitución reformada en 1994 no permitía un tercer mandato consecutivo para Menem, lo cual habilitaba con más fuerza la competencia política y la emergencia de nuevos contrincantes que pudieran continuar los mismos esquemas que aquel había inaugurado, ahora consolidados. Así, hacia el futuro la disputa política podría centrarse no ya en “cambiarlo todo” sino tan solo en corregir y mejorar aquellos vicios que el menemismo parecía dejar como herencia pero que lucían como inherentes al mismo (corrupción, personalismo, poco respeto por la división de poderes, etc.) y que, por lo tanto, no podría ser su propio titular el más adecuado para suprimirlos. Con ello, la competencia política que se abría en 1995 parecía más dispuesta a mostrarse como lo suficientemente sólida para “superar y conservar” los principales logros del menemismo y no con intenciones de romper con estos, lo que produjo una cada vez más clara separación entre Menem y su modelo, del cual ya buena parte de la sociedad y del arco político se había apropiado, al adoptarlo como un legado necesariamente imperturbable. De este modo, con la naturalización del orden neoliberal, sería posible que se iniciara la competencia sobre quién se encargaría de gobernarlo de cara al futuro. Por su parte, algunos sutiles desplazamientos y reacomodamientos de los principales actores sociopolíticos comenzaron a marcar pronto el pulso del tiempo que se abría con este segundo mandato para configurar un nuevo panorama político.
En agosto de 1995, un mes después de haber comenzado la segunda presidencia menemista, en el Congreso de la Nación se logró constituir una comisión anti mafia, alentada por un acuerdo entre Alfonsín y Álvarez. Dicha comisión había nacido por las denuncias de Domingo Cavallo en la Cámara de Diputados, según la cual había “mafias enquistadas en el Estado” (Clarín 24/08/1995), y señalaba vínculos apócrifos entre Menem y el empresario Alfredo Yabrán. En septiembre, el MTA de Hugo Moyano se reincorporó a la CGT, actuando ahora como facción interna de esta y redefiniendo el perfil del sindicalismo oficialista, que comenzó a recorrer un camino cada vez menos permisivo y más confrontativo con el gobierno.
Ya para octubre el horizonte político empezó a traslucir algunas modificaciones más. Si bien el PJ había logrado retener la mayoría de las gobernaciones durante ese año, un acuerdo de último momento entre el Frepaso y la UCR modificó el resultado final en Chaco, lo cual permitió que el radical Ángel Rozas se quedara con esa gobernación en vez del peronismo. En el mismo mes, cuando se realizaron las elecciones a senadores en la Capital Federal, el Frepaso obtuvo un amplio triunfo con fuerte olor antimenemista con la boleta que encabezaba Graciela Fernández Meijide, apuntalando así el ascenso político de esta. El mes de noviembre fue aún peor para el gobierno. La flamante CGT reunificada realizaba el segundo paro general en su historia contra un gobierno de Menem, inaugurando con este el nuevo trato político, puesto que al año siguiente continuaría esta misma línea, realizando tres huelgas generales más (agosto, septiembre y diciembre) y teniendo reuniones públicas con la UCR y el Frepaso para intentar paliar la situación social.
En abril de 1996 fue el turno de actuar del gremio que agrupaba a los maestros públicos, CTERA, cuando decidió establecer una Carpa Blanca frente al Congreso de la Nación. Desde allí, docentes estatales de todo el país realizarían huelga de hambre y actividades de todo tipo con figuras nacionales e internacionales provenientes del campo del espectáculo y de la cultura para reclamar una nueva ley de financiamiento para la educación pública.
Del mismo modo, el interior del país también sería protagonista de nuevos desplazamientos, a partir de una serie cada vez más explosiva de “estallidos sociales”. En 1995 fueron la antesala directa en Córdoba para lograr en julio la renuncia del gobernador Angeloz, mientras que en septiembre casi ocurrió lo mismo en Río Negro con el gobernador Pablo Verani; un año después, en 1996, en el partido de Cutral-Co –provincia de Neuquén– una fuerte pueblada había logrado la solidaridad de un amplio espectro social; en Tartagal y General Mosconi –provincia de Salta– ocurrió igual, con protestas lideradas principalmente por trabajadores desocupados. Así, en el interior del país y con las economías regionales cada vez más en crisis, desde sindicatos hasta partidos de oposición, se alzaron voces para señalar los límites a un modelo económico que estaba fabricando continuamente una masa enorme de excluidos.
En este sentido, no debe dejarse de lado tampoco la reconversión que comenzó a hacer la Iglesia Católica Argentina a partir de la segunda presidencia de Menem. Con el nombramiento de Monseñor Estanislao Karlic al frente del Consejo Episcopal Argentino (CEA) y los cambios en la Pastoral Social (con la llegada del Cardenal Primatesta) la bendición general con la cual había contado Menem en su primer mandato (con Antonio Quarracino como titular del CEA) comenzó a desfigurarse (Del Piero, 2004). Con el avance de la vulnerabilidad social, el desempleo y las crecientes denuncias sobre corrupción (leídas como “decadencia moral y espiritual”) empezaron a alarmar a numerosos miembros de la Iglesia. A principios de 1996 un grupo de obispos publicaron en conjunto un manifiesto –el cual dejaba en claro los cambios y reacomodamientos internos en la Iglesia–, señalando contra el gobierno que “la gravedad de la situación social y la existencia de corrupción en diversos niveles del Estado y la sociedad, acompañada de una notable impunidad [es alarmante]” (Página 12 13/03/1996). Además, el grueso de las protestas sociales realizadas en el interior del país contó con el apoyo eclesiástico, y utilizó misas y demás espacios como plataforma de esas luchas1.
Con relación a estos cambios, es importante señalar que en muy poco tiempo el clima general de apoyo con el cual había contado el menemismo había comenzado a desmoronarse. Si a mediados de 1995, cuando obtuvo la reelección, la imagen de aprobación superaba con creces el 50%, para fines de ese año había disminuido hasta el 35%. Ya para mediados de 1996 se encontraba en torno al 20% en todos los sondeos (Novaro, 2009: 494). Una de las explicaciones con respecto a esto ha sido el desgaste, de alguna manera natural, que se suele producir con los gobiernos cuando comienzan su segundo mandato consecutivo, esto es algo que le pasó a Perón desde 1952, le pasaría al kirchnerismo a partir de 2008 y era algo que le estaba ocurriendo a Menem. En este caso, porque el recambio de gobernantes en las repúblicas tiende a tomarse como un valor en sí mismo, como además los actores sociales y políticos se encuentran en mejores condiciones de enfrentar a los gobiernos ya establecidos, puesto que conocen cómo funcionan sus lógicas internas y cómo golpear para obtener respuestas a su favor, como a su vez, algunos temas importantes que habían estado en un segundo plano durante su primer mandato, y que ocuparon un lugar periférico frente a otras cuestiones consideradas como prioritarias, suelen tener más peso en un segundo mandato y ganar así el centro de la escena política. Particularmente para el gobierno de Menem, su imagen congénitamente asociada a la corrupción continuó acentuando el perfil que lo relacionaba con prácticas políticas poco honestas, la malversación de fondos, los amiguismos y demás hechos ilícitos que se habían vuelto un lugar común del espacio político argentino. En este sentido, una vez que el orden socioeconómico menemista pareció finalmente asegurado, se instaló un nuevo clima de opinión, como una suerte de proyecto fundacional común, en el cual una vez garantizadas primero la democracia (con Alfonsín y la UCR) y luego la estabilidad (con Menem y el PJ), debía construirse una nueva política y una mejor república todavía, bajo una regeneración moral, capaz de acabar con lo que comenzaba a denominarse el “horror de la corrupción” y que debía erradicarse como principal utopía política hacia el futuro. Como había dicho por esa época Álvarez: “Yo creo que terminar con las tranzas, los canjes y la corrupción es parte de la utopía de los años 90” (Página 12, 11/04/1994). Ahora la corrupción ya no era percibida como resultado de un caso individual aislado, sino bajo una lógica sistémica general que todo lo carcomía. Y con ello, se ratificaba una imagen espuria y de cierto hartazgo social por el tipo de prácticas dudosas que se le atribuían cotidianamente a Menem y a su gobierno, estableciendo una narrativa omnipresente que reforzaba el componente melodramático del problema. Desde diarios de centro izquierda como Página 12 (bajo las plumas de Horacio Verbitsky, Román Lejtman o de Gabriela Cerruti), o de centro derecha, como La Nación (con columnas de reflexión a cargo de Mariano Grondona o de Joaquín Morales Solá), y de programas de televisión que realizaban periodismo de investigación, como Telenoche investiga (de canal 13, que luego amplificaba sus denuncias en las tapas del diario Clarín, del mismo grupo empresario) y el programa Día D (a cargo de Jorge Lanata, por canal 2), se referían una y otra vez a temas como coimas, sobreprecios, contratos irregulares, compras sin control, negocios con empresas fantasmas y todo tipo de mecanismos de captura de fondos estatales por parte del gobierno de Menem, en los cuales se hacían cámaras ocultas, se sugería la existencia de negociados y se revelaba información oficial en clave de sospecha. Varios libros se habían convertido en auténticos fenómenos de venta en torno a casos de corrupción así como las “biografías no autorizadas” de políticos, legisladores, gobernadores, jueces de la Corte Suprema, militares y hasta del entorno familiar del presidente. Títulos como Robo para la corona (Verbitsky, 1992), Todo tiene precio (Capalbo y Pandolfo, 1992), La corrupción (Grondona, 1993), Hacer la Corte (Verbitsky, 1993), Narcogate (Lejtman, 1993) El palacio de la corrupción (Carnota y Talpone, 1995) y El otro (López Echague, 1996) construían una y otra vez una imagen de abusos inescrupulosos por parte de políticos, los cuales quedaban recurrentemente impunes gracias a tener una red de protección garantizada por esa misma corporación política de la que se sospechaba. Incluso, el legislador por el Frepaso Juan Pablo Cafiero llegó a pedir la instauración de una suerte de nueva CONADEP, pero ya no para abordar el tema de la desaparición de personas, como había sido luego de la última dictadura militar, sino para investigar la corrupción, pedido que era recurrentemente promovido por el periodista Mariano Grondona desde su programa Hora clave, por canal 9.
Sin embargo, que la retórica “anticorrupción” haya ganado una centralidad inusitada durante la década de 1990 en el país no puede ser atribuido únicamente a los medios de comunicación, por más que ellos hayan cumplido un rol importante en esto. Por empezar, porque según los relevamientos empíricos que se han realizado, durante el periodo 1990-2001 fueron principalmente políticos (oficialistas y opositores) y funcionarios públicos los responsables de originar el 56% de las denuncias que se convirtieron en “escándalos de corrupción” y que tuvieron gran notoriedad pública, cuando los periodistas o los medios de comunicación generaron solo el 13,8% en ese periodo (Pereyra, 2012: 271); más aún, durante el segundo gobierno de Menem, cuando el tema tuvo mayor relevancia política, los medios de comunicación y los periodistas tuvieron su menor participación en ello, originando el 8,6% de aquellas denuncias (id.: 272). Es decir, el tema de las denuncias y los usos simbólicos de la corrupción deben ser entendidos más propiamente como un recurso que se generó al interior de la propia corporación política y que sirvió principalmente como un instrumento de lucha política y de posicionamiento entre líderes y partidos políticos en aquel contexto, donde además serían –precisamente– los partidos de oposición los que más hincapié harían en esta temática, siendo el Frepaso el caso más activo y destacado al respecto, al apelar a este tópico como parte de su estrategia de relucir como el partido de la “nueva política2”. De igual modo, ante un clima de consenso mayoritario sobre los esquemas económicos vigentes, el uso reiterado de hablar sobre la corrupción era una rápida vía de escape que permitía ganar consenso fácil al tocar un tema de acuerdo universal (¿quién se opondría a eliminar la corrupción?) pero que evitaba, sobre todo, discutir otras cuestiones en un contexto en el cual la debilidad ideológica tendió a aflorar, sin promover una disputa por proyectos políticos alternativos más que por combatir el tema de la corrupción. Un buen ejemplo al respecto es el de Chacho Álvarez, cuando hablaba acerca los principales problemas del país a poco de asumir Menem su segundo mandato: “La contradicción no es ya inflación o recesión, ni se trata de bajar sueldos, sino que hay que empezar a bajar los bolsones de privilegio, luchar contra la corrupción y tener un presupuesto equilibrado con control parlamentario, a partir de allí, con un nivel de austeridad muy fuerte, se puede discutir la situación económica” (Página 12, 2/11/95). Como vemos, el prerrequisito antes de esbozar cualquier cambio no podía ser otro más que la transparencia, el control de los gastos y la austeridad. De este modo, se solía esgrimir que los problemas económicos y sociales del momento (desempleo, concentración de la riqueza, desigualdad, exclusión, primarización del aparato productivo, sobreendeudamiento, etc.) eran debidos a la corrupción y no ya al modelo que los provocaba y que tácitamente se naturalizaba al no ser cuestionado. Con lo que, bajo estas premisas, se terminaba por construir una visión degradada y peyorativa del mundo político, representado como homogéneo, espurio y sin otra motivación más que el lucro individual, la inmoralidad y el robo, y en el que se fabricaba una imagen de distancia cada vez más grande de “la gente” frente a aquellos que debían representarla (“los políticos” y la “partidocracia”).
Reforzando esta idea, debemos decir que el discurso anticorrupción lejos de ser un elemento que pudiera amenazar al orden social de aquel contexto, era más bien funcional al mismo, no solo porque era una herramienta que evadía poner en entredicho ciertos esquemas de poder, sino que incluso permitía insertarse dentro de las claves de disputas políticas propias del neoliberalismo, en el cual el combate acérrimo contra la corrupción envuelve solapadamente su oposición irrestricta a toda forma de intervencionismo estatal. Justamente, uno de los principales argumentos utilizados por Menem y por la prédica neoliberal al inicio de las reformas estructurales, fue asegurar que al privatizar las empresas públicas y desregular los mercados se aniquilaban las “bases estructurales de la corrupción”, señalando implícitamente que la transparencia solo podría lograrse con menos Estado y con más mercado (Astarita, 2014). Con lo que, el Estado y “los políticos” no solo terminaban por ser fácilmente ubicados como los focos y causas por antonomasia de la corrupción, sino que se hacía hincapié en la separación tajante entre técnica y política, donde la primera se considera neutral, científica y objetiva, mientras que la segunda sería espuria, arbitraria y cargada de vicios inherentes. De allí que el discurso “antiestatal” y el de la “anticorrupción” neoliberal tendieran a confundirse uno con otro y a generar finalmente un posicionamiento “antipolítico” como lugar común, en el cual se evitaba la discusión de los proyectos económicos y sociales alternativos al neoliberalismo y al orden imperante, y en el que su corolario no era otro más que la sugerencia de que la diagramación de las políticas públicas debería recaer ahora únicamente sobre los “técnicos”, libres de cualquier sesgo político o ideológico. De igual modo, con la instalación del tema de la corrupción como principal eje de las discusiones también se comenzaría a construir la importante demarcación dentro del espectro político de la supuesta división entre “honestos y corruptos” y ser con ello un clivaje fundamental de las articulaciones partidarias. Una prueba representativa de esto, y no sin casualidad, fue que las figuras que se estaban estableciendo como los principales líderes de la oposición (Chacho Álvarez, Fernando De la Rúa, Graciela Fernández Meijide, etc.) comenzaron a sacar jugosos frutos políticos de este tipo de dicotomías, bajo su aura de hacer política con decoro, respeto por las formas y austeridad, pero por sobre todo por hacerlo “sin corrupción”3. Así, este tipo de dinámica cultural sobre el mundo político no solo iría cimentando una mirada cínica y desesperanzada de los problemas públicos –con cierta negatividad y desentendimiento sobre la política y los partidos–, sino que también permitiría vaciar de contenidos los temas de discusión –o por lo menos a empobrecerlos–, poniendo fin a las cuestiones que habían sido fundamentales bajo la edad de oro del Estado de Bienestar –ligadas a la distribución, la igualdad y al desarrollo industrial–, para centrar ahora parte de los conflictos en torno a la institucionalidad y la ética pública.
Igualmente, junto con el nuevo clima político que se estaba edificando, los cambios más importantes que se produjeron en él fueron los realineamientos internos realizados en el propio gobierno y que jugaron también un rol de peso para transformar el horizonte. En este caso, porque la elaborada alianza que había logrado construir un sólido bloque gubernamental entre Menem, Cavallo y Duhalde terminó finalmente por fragmentarse y luego por estallar con los primeros tiempos del segundo mandato del PJ. La competencia y rivalidad de estas tres figuras –que habían funcionado como aliadas, logrando estructurar al menemismo hasta entonces bajo una exitosa coalición de gobierno–, abrirían ahora interrogantes hacia el futuro sobre los rumbos de la política nacional.
Con respecto a la figura de Cavallo, debemos decir que si bien no fue el más importante promotor del giro neoliberal llevado adelante por Menem y el peronismo, solo con su llegada al ministerio de Economía a principios de 1991 y el lanzamiento de la convertibilidad el gobierno pudo tener por primera vez un control de la situación y ganar el consenso suficiente para legitimar el giro realizado y todo el plan de reformas. Es por ello que, desde ese momento, a partir del éxito casi inmediato que tuvieron sus medidas y por el tipo de perfil discursivo que llevó adelante, Cavallo fue teniendo peso propio al convertirse en el principal defensor ideológico del programa de gobierno, lo cual le fue permitiendo escalar en sus posiciones y a hacer desembarcar a hombres de su riñón en una amplia serie de cargos gubernamentales de importancia, excediendo con mucho su influencia por fuera de su ministerio y pudiendo controlar así áreas estratégicas del Estado (Cancillería, Banco Central, Ministerio de Trabajo, Salud, Interior, DGI, etc.). A su vez, por el estilo expresivo que lo caracterizaba, de tipo tecnocrático, avasallante y totalmente acorde al rumbo pro mercado encarado por Menem, terminó por consolidar un alto protagonismo que no solo se complementaba y conjugaba muy bien con el carisma político del Presidente, sino que le daba visos de racionalidad económica al gobierno y que devino fundamental para ganar el apoyo del gran empresariado y de los mercados financieros. Incluso, el mismo talante y apoyos ganados por Cavallo proyectaron en más de una ocasión una rivalidad no tan larvada con el presidente. Sin embargo Menem, a pesar de la peligrosa autonomía que pudiera desplegar Cavallo y de que pudiera estar convirtiéndose en un amenazante competidor político, debió asumir su relación con este de manera resignada como una sociedad imprescindible, puesto que era su ministro verdaderamente quien le garantizaba la paz económica y el apoyo empresario suficiente para sostener la convertibilidad y el modelo económico en el cual sustentaba su capital político. En cada ocasión que intentó desprenderse de Cavallo, las señales y presiones que recibió para que no lo hiciera fueron las que se terminaron por imponer: desde el FMI y los organismos multilaterales de crédito, hasta las embajadas de los países centrales y dueños de las empresas privatizadas, los empresarios del capital concentrado local, bancos privados extranjeros, inversores y grupos importantes de la población a través de encuestas se lo impedían. Como era habitual ante cada rumor de ruptura, frente a conflictos públicos o disputas de protagonismo entre uno y otro, en los diarios solían aparecer solicitadas por parte del mundo de los negocios diciendo: “Expresamos nuestro más decidido apoyo a la política del presidente Menem ejecutada por su ministro Cavallo”, y en la que hablaban frente a la prensa sobre que “no imaginamos un país sin Cavallo” o “es el mejor ejecutor económico que conocemos” (Clarín, 12/09/1995 citado en Novaro, 2009)4, como también lo respaldaban en las denuncias de corrupción que sucesivamente lo iban llevando a enfrentarse con Menem y con el propio gobierno. Del mismo modo, Menem solía contraatacar remarcando que el plan de Cavallo no había implicado un cambio de rumbo al que ya previamente su gobierno se había decidido a realizar, y que el único y verdadero “garante del modelo” era él. Decía Menem: “Vamos a ser muy claros en este aspecto, el presidente de la nación es el padre de la criatura” (Clarín, 13/09/1995). Con todo, tras la reelección y nuevos chispazos entre ambos, Menem se había decidido a terminar con la dependencia de su ministro, por lo que comenzó a recortarle atribuciones, espacios de injerencia, funcionarios y a montar operaciones de prensa en su contra, especialmente al comenzar 1996, cuando lo signos de recuperación económica empezaron a tonificarse. Así, y a pesar de estar viviendo su peor momento político, el presidente intentó hacer una muestra de fortaleza y dar por terminada su vinculación con Cavallo, señalando que la supervivencia de la convertibilidad ya no dependía de ninguna personalidad.
La noticia del final de la era Cavallo se oficializó el 26 de julio de 1996, cuando este fue reemplazado por el que había sido hasta entonces presidente del Banco Central, Roque Fernández, y fue una noticia que –más allá de los temores– finalmente no afectó la marcha de la economía ni sacudió al mundo de los negocios. Tampoco implicó un éxodo masivo de funcionarios detrás de aquel o un quiebre en las lógicas económicas previas. Igualmente esta ruptura le sirvió a ambas partes para liberarse al uno del otro y ensayar sus propios planes políticos. Puesto que con su salida del gobierno, Cavallo se sintió habilitado para construir un espacio propio. El ejemplo reciente de lo sucedido en Brasil con Fernando Henrique Cardoso parecía serle un excelente espejo en el cual mirarse, dado que este había recorrido un camino casi paralelo al de Cavallo: se acercó al mundo político partidario luego de haberse ganado un nombre propio fuera de él en el ámbito académico profesional, fue Canciller y luego Ministro de Economía de un gobierno que tenía como principal meta domar una salvaje hiperinflación, y así, tras lanzar el Plan Real en 1994 (un plan económico con anclaje cambiario similar a la convertibilidad) (Brenta, 2006), redujo abruptamente la inflación con lo que coronó un alto éxito político que le permitió crear su propio partido político, disputar una elección presidencial y terminar imponiéndose en ella. Del mismo modo, Cavallo lanzó su propia agrupación partidaria, Acción por la República (APR), con la cual tendió a disputar el espacio de centroderecha y a ganar el apoyo del mundo de los negocios que, como dijimos, veían en el exministro al mejor garante de la visión empresarial y del rumbo económico sobre el cual transitaba el gobierno, espacio que había quedado vacante luego de la reducción partidaria de la UCeDé. Desde allí, Cavallo construiría una plataforma política que buscara acentuar el curso neoliberal y continuar desarrollando sus denuncias de corrupción y sentar las bases para llevar a cabo su disputa en la carrera presidencial que se abría hacia 1999; sin descuidarse tampoco de presentar a su partido en las elecciones legislativas de octubre de 1997.
Por su parte, la relación y el conflicto entre el gobierno de Menem y Duhalde eran más entrelazados que para el caso de Cavallo, por lo que su desarrollo por ende debía surcar otros caminos. En principio, porque fue la alianza política entre ambas figuras la que les había permitido a uno y otro consolidar su poder en la década de 1980 y escalar hasta la presidencia de país5. Luego, fue también esa alianza la que terminó por relegar definitivamente a Cafiero como polo de poder interno del peronismo, no solo en la interna partidaria de 1988, sino también en el plebiscito provincial de 1990. Un año después, en 1991, se repitió una situación similar cuando Menem necesitó ratificar el curso de su proyecto político y asegurarse la provincia más importante del país, donde la figura de Eduardo Duhalde devenía central, dado que era quien encabezaba todas las encuestas. Así, tras un tironeo inicial, Menem logró negociar con Duhalde para que este aceptara la candidatura a la gobernación a cambio de otorgarle un fuerte subsidio de fondos en caso de ganar, para que pudiera administrar la provincia sin problemas de presupuesto, y que duraría cinco años (1992-1997). Medida que se ratificó por ley, cuando se creó el “Fondo de reparación histórica del conurbano bonaerense”, un jugoso caudal de dinero constituido por el 10% de la recaudación del impuesto a las ganancias, del cual Duhalde podría disponer libremente para hacer obras públicas, distribuir recursos con intendentes, legisladores, ganar lealtades y expandir su aparato político, y colonizar así al peronismo bonaerense6. De esta manera, en 1991, con ese acuerdo y esos fondos, si bien Menem sabía que podía estar construyendo a un poderoso rival hacia el futuro, también sabía que el conurbano bonaerense y la provincia eran irrelegables, los cuales debían estar inexorablemente bajo control de un peronista para gobernar con tranquilidad el país y que más fácil o difícil este debía ser su aliado. Así, con el triunfo de 1991 en la provincia de Buenos Aires –gracias en gran medida a Duhalde– y al lanzamiento del plan de convertibilidad con Cavallo en igual contexto, fue que el menemismo definitivamente selló sus esquemas y sus alianzas principales de poder, con los cuales coronaría hacia adelante mayores triunfos y apoyos. De allí que Menem, con el poder y apoyos cosechados, pudiera llevar adelante el sueño de la reforma constitucional para obtener la reelección presidencial en 1995, pero la que también obligó a Duhalde a reconfigurar sus aspiraciones políticas, dado que por esos años no contaba con el poder suficiente como para disputarle a Menem la candidatura presidencial peronista de 1995. Duhalde, en vez de apostar por enfrentarse a Menem y competir contra él, decidió posponer su proyecto presidencial y esperar hasta 1999, sosteniendo el juego colaborativo que habían realizado hasta entonces. Así, bajo la opción de mantener la cooperación con el presidente, trazó una estrategia similar en la provincia a lo hecho por Menem en la Nación: logró modificar la constitución provincial para obtener la chance a un nuevo periodo como gobernador (la cual obtuvo con un cómodo 62%) y, desde allí, soñar con la presidencia para 1999. De esta forma, tanto Menem como Duhalde, apoyados uno en el otro, lograron ambas reelecciones en 1995 y comenzar un nuevo periodo de gobierno, uno como presidente de la nación y otro como gobernador. Sin embargo, como dijimos arriba, una vez reelectos ambos hombres fuertes del PJ, a partir de 1995 la alianza funcional de apoyos recíprocos comenzó a agrietarse de manera acelerada, puesto que ambos comenzaron a fijar como objetivo último coronar un triunfo presidencial en 1999.
En efecto, si bien armó su campaña de reelección en la provincia como una continuidad y cercanía a lo realizado por Menem hasta entonces, y era un candidato oficialista, desde siempre Duhalde manifestó un “apoyo crítico” y supo trazar ciertas distancias con Menem y lo que este representaba. El bonaerense gustaba establecer su discurso con guiños más cercanos al populismo clásico al hablar de la necesidad de “mayor justicia social”, definirse como un “peronista biológico, no como menemista” y señalar que, sobre todo desde 1995, era ya “la hora en que la estabilidad debe dejar paso a la hora del trabajo”. En este sentido, Duhalde buscó alejarse del exacerbado neoliberalismo monetarista ejecutado por Menem y Cavallo, para pensar hacia adelante en un modelo de “capitalismo nacional”, apoyado en los sectores industriales, agropecuarios y de la “producción”. De igual modo, a través de su mujer, intentó apuntalar su figura en base a una política social más activa, fundando una amplia red de cobertura para las familias de bajos recursos, contención a menores con problemas de drogadicción, buenos vínculos con la Iglesia Católica Argentina y una extensa distribución de ayuda en los barrios populares a través del tejido de 17 mil trabajadoras vecinales conocidas como “manzaneras” por toda la provincia (Otero, 1997: 102). Es decir, su principal estrategia de diferenciación frente al desafío que Menem comenzaba a plasmar al buscar un tercer mandato presidencial, fue mostrarse como un hombre cercano al capital nacional y productivo (y no tanto al sector bancario y las privatizadas)7, proponer darle un mayor lugar de intervención al Estado en la economía y ofrecer una cara social de mayor presencia, para remitirse con todo esto al modelo populista tradicional del peronismo. De esta forma, Duhalde lograría ir sumando apoyos gremiales para su proyecto presidencial (la Mesa Sindical Duhalde Presidente fue un núcleo representativo de ello) y del mundo empresarial “productivo” de los que ya venían acompañando al gobernador desde puestos en la provincia y en las listas electorales. El mismo Duhalde gustaba presentarse como el “candidato natural” del peronismo –decía: “Aunque a alguien no le guste yo soy el candidato natural del justicialismo para el ‘99” (Clarín 20/05/1997)– y estaba decido a jugar fuerte para consolidar su proyecto presidencial: para las elecciones legislativas de octubre de 1997 presentó en una lista única a su mujer, Hilda “Chiche” González de Duhalde, como candidata a la diputación en la provincia, como paso previo y trampolín hacia 1999, consolidando así su aspiración de ser el candidato indiscutido del partido.
De este modo, con el ascenso del desafío duhaldista y el peligro cierto por parte del menemismo de perder posiciones dentro del peronismo por esto, tanto Menem como Duhalde comenzaron a disputar entre sí por la conducción partidaria y a elaborar distintas estrategias para debilitar al otro, como también a desplegar formas de seducir a otros miembros del PJ para que los apoyaran y les permitieran consolidar sus chances. Fue así como Menem comenzó a alentar el lanzamiento de varios candidatos presidenciales en paralelo a Duhalde para perjudicar las chances de este dentro del peronismo, como fue el caso con su hermano (Eduardo Menem, casi sin éxito)8 y más sólido todavía del exgobernador de Tucumán, Ramón “Palito” Ortega –y en el que ambos aseguraban que declinarían sus postulaciones en caso de que el presidente lograra una habilitación para 1999–, como también a ensayar alternativas legales para lograr dicha candidatura, que iban desde una nueva reforma constitucional hasta realizar una larga serie de presentaciones judiciales por todo el país, con el fin de que alguna de ellas prosperara y que, finalmente, fuera la Corte Suprema de Justicia –con mayoría menemista– la terminara por permitir. A su vez, Menem, ante las opciones de pasar en el plano económico hacia una gran y segunda reforma del Estado, que radicalizara las reformas neoliberales iniciales, o dar lugar a un perfil exportador de desarrollo, y que implicaba salir de la convertibilidad (en las que frente a ambas opciones tendría que reformular sus bases de poder), prefirió un tercer enfoque, al mantener los esquemas económicos vigentes, sostener el status quo y la convertibilidad, y aplicar lo que comenzó a llamarse el “piloto automático”, sin hacer modificaciones de peso sobre cómo funcionaba la situación económica hasta entonces. En suma, estas fracturas, enfrentamientos y rivalidades entre las tres figuras claves del gobierno (Duhalde, Menem y Cavallo), sobre quienes se había estructurado el menemismo, hacían menguar la chance de encontrar un heredero único de este hacia el futuro. Ahora el gobierno había perdido a un aliado por derecha tras desprenderse de Cavallo y se enfrentaba también al ala más tradicionalmente populista con el lanzamiento de la competencia duhaldista. Con lo cual, el horizonte del orden político posmenemista parecía menos claro y no unificado, y ofrecía un importante espacio para nuevas apuestas.
No obstante el cambio de contexto político y los quiebres en el oficialismo, los partidos de oposición parecían igualmente encerrados en su propio laberinto, sin encontrar un rumbo claro sobre el cual posicionarse. Con respecto al Frepaso, porque una vez que quedó atrás la elección presidencial, su frente interno pasó por articular dos desafíos: por un lado, el del liderazgo del partido –por el tipo de tensiones que implicaba la convivencia entre Álvarez y Bordón–, y, por otro, el tipo de perfil político que se demarcaría hacia el futuro. El primer tema acentuó sus conflictos cuando comenzó a diagramarse la candidatura frepasista para la elección de jefe de gobierno porteño que se realizaría a mediados de 1996. Allí, Álvarez había propuesto una interna entre el socialista Norberto La Porta y el frepasista Aníbal Ibarra para definir al candidato del espacio. En cambio, Bordón consideraba que al no competir Álvarez en dicha interna –a pesar de verlo sin dudas como la mejor opción electoral en ella–, prefirió bregar por incorporar al espacio a Gustavo Béliz –exministro de Menem– para que encabece la boleta. La pelea entre ambas figuras comenzó a escalar hasta que finalmente en febrero de 1996 Bordón abandonó el partido y luego renunció a su banca como senador, se fue a vivir a los Estados Unidos, para terminar poco tiempo después por volverse a afiliar al PJ9. Con lo que, tras diecisiete meses de sociedad política entre Álvarez y Bordón, la precaria alianza política que habían conformado terminó por naufragar. De ese modo, el Frepaso mostraba que no había logrado articular mecanismos de resolución de los conflictos ni tampoco estructuras partidarias lo suficientemente sólidas para no depender únicamente de los criterios individuales de sus líderes, reposando el grueso del destino político del espacio en las pocas figuras que lo conducían. Así, e irónicamente, las principales críticas que se realizaban desde el Frepaso al gobierno de Menem eran las mismas marcas que terminaban por caracterizar al partido: personalismos como conducta de organización, falta de mecanismos colegiados de resolución de disputas, carencia de transparencia institucional, ausencia de programas elaborados, inexistencia de consultas con las bases, limitadas reglas para decidir, nulos debates partidarios y debilidad de la democracia interna10; por lo que el partido, al estructurarse fuertemente detrás del carisma y de la voluntad arbitraria de sus líderes tuvo una muy baja calidad institucional11. Estas falencias, que poco tiempo atrás también habían sido uno de los motivos que permitieron fácilmente la ruptura con Solanas con otro portazo, se volvían a repetir una vez más y ponían de manifiesto el tipo de estrategia por la que se optaba al construir al Frepaso. Puesto que este, para crecer de forma tan meteórica como lo hizo, se había estructurado más como un espacio de opinión que como un partido político institucionalizado, en el cual hacía converger su agenda con el discurso periodístico, y en el cual utilizaba a los medios de comunicación como tribuna de difusión y de posicionamiento, sin los mecanismos con los que se habían caracterizado otros partidos, como los actos de masas, la militancia, una ideología que confrontara contra otras, los intereses organizados o los congresos internos, todos elementos identificados despectivamente como parte de “la vieja política” (Corral, 2011). En cambio, el Frepaso optaba por tener liderazgos sin muchos condicionamientos, que fueran flexibles y libres, y con la suficiente capacidad para adaptarse a los volátiles climas de lo que llamaban la “opinión pública” o “la gente”. Principalmente, el Frepaso dependió del olfato político y del carisma que pudiera mostrar Álvarez, quien contaba con la notable habilidad para instalar temas, leer muy bien las situaciones y climas políticos y se desenvolvía cómodamente en los estudios de televisión, aplicando metáforas vívidas allí y dando encabezados sencillos pero contundentes a la prensa. Además, su buen manejo de los tiempos le otorgaba cierta audacia en sus denuncias, mezclando a las mismas con inteligentes reflexiones, lo que le permitía ser, paradójicamente, una figura cada vez menos amenazante para el status quo y para el orden económico, pero crecientemente comprometida con enmendar ciertas situaciones; aunque a veces, parecía más cómodo en su rol de líder de opinión y de “fiscal del poder” que el de un líder con vocación de poder12. Es por estas características que cuando Bordón abandonó el espacio, el partido tampoco se quebró y terminó de afianzar una vez más a la figura de Álvarez como conductor partidario y con la suficiente informalidad para dirigirlo sin contrapesos. Es decir, por el tipo de liderazgo que ofrecía la figura de Álvarez el partido buscaba compensar su flaqueza institucional pero al costo de volverse fuertemente dependiente de la voluntad individual y la capacidad arbitraria de decisión de aquel. Así, los buenos resultados alcanzados hasta entonces habían maquillado este déficit presentándolo como una virtud13. Por su parte, los frepasistas carecían de un claro modelo político al cual emular dentro del contexto de nuevas izquierdas latinoamericanas, como también de objetivos ideológicos claros más allá de sus denuncias de corrupción y de hablar de representar al ambiguo espacio que se denominaba “progresista”. En este sentido, los frepasistas, si bien compartían muchos cuadros y ciertas cercanías con la central sindical CTA, tenían mucha distancia con esta institución, lo que impedía que el Frepaso buscara convertirse en un partido laborista, de clase o gremial como podría ser el contemporáneo Partido dos Trabalhadores (PT) en Brasil14. Del mismo modo, su débil estructura institucional y la falta de penetración territorial y municipal (excepto en Rosario, donde gobernaban los socialistas desde 1989), le dificultaba a los frepasistas ensayar una estrategia como las que habían optado por ese entonces el Partido de la Revolución Democrática (PRD) en México o el Frente Amplio en Uruguay, a partir de primero hacerse de la capital del país para luego disputar desde allí la presidencia, sino que la poca voluntad mostrada por el partido para gobernar la Capital Federal –su distrito electoral más propicio–, lo alejaban de estos ejemplos. En definitiva, más bien, desde el Frepaso parecían más dispuestos a emular el modelo chileno de los partidos de la Concertación, para buscar alianzas políticas con varios partidos políticos y espacios hasta edificar una coalición lo suficientemente amplia y viable como para hacerse del gobierno. Aunque igualmente, y de hecho, el Modejuso, Fredejuso, el Frente Grande y ahora el Frepaso eran todas estructuras polisectoriales y polipartidarias en esta dirección de amplia vocación coalicional y que optaba por construir un heterogéneo y transversal grupo de fuerzas, aunque todavía insuficiente para poder dar un salto todavía mayor.
Con vistas al radicalismo, el partido luego de la nueva merma electoral de 1995 intentó refrescar algo sus figuras dirigentes y ensayó algunos cambios: Rodolfo Terragno conquistó la presidencia partidaria para el periodo 1995-1997 como una suerte de reivindicación por haber sido uno de los más duros oponentes dentro de la UCR al Pacto de Olivos y por haber intentado construir una coalición antimenemista para los comicios de 1995. En consecuencia, desde la UCR se intentaría redefinir sus estrategias y perfil opositor hacia adelante. Con todo, cabe aclarar que a pesar de contar con cierto contexto político a favor, los partidos de la oposición –tanto el Frepaso como el radicalismo– tenían problemas para encontrar la forma de capitalizar el desgaste en el cual estaba cayendo el gobierno de Menem. El radicalismo, porque a pesar de sus esbozos de renovación estaba demasiado cómodo con el lugar político que el bipartidismo articulado junto al PJ le ofrecía. El Frepaso, porque no supo aprovechar la oportunidad de conquistar la jefatura de gobierno de la Capital Federal, en la cual terminó por armar una pobre boleta electoral (no presentó finalmente como candidatos ni a Álvarez ni a Aníbal Ibarra –con buenas chances ambos– y sí al menos atractivo La Porta), ni tampoco llevó a Fernández Meijide como aspirante al ejecutivo, sino en la estatuyente. A su vez, tanto la UCR como el Frepaso tenían dificultades para sacarse ventajas entre sí y lograr hegemonizar el campo opositor. Por ejemplo, en junio de 1996, cuando finalmente se llevaron a cabo en la Capital Federal las elecciones para elegir por primera vez en la historia un jefe de gobierno porteño y estatuyentes –creaciones de la reforma constitucional de 1994–, la UCR y el Frepaso compitieron entre sí y no lograron obtener resultados demasiado nítidos. La jefatura de gobierno quedó en manos del radical Fernando De la Rúa (que triunfó con el 39,7% de los votos contra el 26,5% del Frepaso) mientras que en la elección de legisladores se sacó el resultado inverso: el Frepaso se impuso con el 34,7% con Graciela Fernández Meijide a la cabeza frente al 27,3% de la UCR (el PJ obtuvo en ambos casos valores cercanos al 15%). Es decir, aún en la Capital Federal, un distrito muy esquivo al peronismo y sobre todo a Menem, las principales fuerzas opositoras no lograron destellar ni aprovechar las tendencias de debilidad del gobierno. Es por ello que tres meses después de esas elecciones, en septiembre, el Frepaso intentó recuperar la iniciativa y llamó a realizar un “apagón” en protesta contra el gobierno, en el cual llamaba a apagar la luz durante cinco minutos como forma de manifestar el descontento15. Este apagón se articuló gracias a un Foro Multisectorial, encabezado por Álvarez y por el recientemente elegido presidente de la UCR, Rodolfo Terragno, aunque también contó con el apoyo no solo de los partidos de ambos, sino de Béliz, Bordón, Solanas, el Partido Comunista, la CTA, el MTA, Federación Agraria y APYME entre otros. Álvarez, igualmente, pensaba utilizar esta convocatoria como la antesala de un proyecto más vasto:
La gente está diciendo que no puede esperar hasta el ’99 y está exigiendo un instrumento más potente, más amplio y más eficiente. Ahí se juega la mayor inteligencia y capacidad de la oposición. Aunque no haya coalición electoral en el ’97 es importante que haya un acuerdo trasversal de ideas pragmáticas, porque para gobernar la Argentina en un sentido del programa actual va a haber que construir un amplio consenso (Página 12, 05/09/1996).
El éxito aparente del apagón envalentonó a Álvarez para declarar que “se acabó la era menemista” (Página 12 14/09/1996). Unos meses después, se replicaron los esquemas para llamar a un “cacerolazo” de protesta junto a otro apagón contra el aumento de las tarifas telefónicas que se realizó en febrero de 1997 por parte del mismo Foro Multisectorial. Así, ante esta nueva convocatoria, Álvarez volvió a advertir: “Si en esta situación de crisis, con la acumulación de indignación social, con el grito furioso de sacarse a Menem de encima, con el apagón, con las huelgas, no se vence al PJ, se consolida la idea de la ‘invencibilidad del peronismo’ […] si no hay alianza en 1997 no hay alianza en 1999” (Página 12, 24/11/1996). Desde el radicalismo, Terragno se mostraba como un abierto partidario de realizar un acuerdo electoral, secundado por el sector de Federico Storani, mientras que Alfonsín y De la Rúa se mostraban dubitativos y algunas líneas internas de la UCR eran más refractarias al pacto, como la del gobernador radical de Córdoba, Ramón Mestre, que directamente se oponían. Sin embargo, ante la falta de concreción de un acuerdo, los tiempos se terminaron de acelerar cuando el Frepaso modificó el escenario al proponer el pase electoral de Graciela Fernández Meijide de la Capital Federal –distrito donde era habitualmente candidata– a la provincia de Buenos Aires. Allí, las encuestas pasaron a ubicarla segunda, detrás de la candidatura propuesta por el PJ, con Chiche Duhalde a la cabeza, y relegaban a un tercer lugar la postulación de Alfonsín por parte de la UCR. A su vez, en la Capital Federal, la lista frepasista encabezada por Álvarez proyectaba imponerse en primer lugar y dejar a la UCR en segundo plano con la candidatura de Terragno. Por lo que, en los dos principales distritos del país, el radicalismo quedaría una vez más con una baja performance, aun cuando compitieran dirigentes de mucha relevancia partidaria como eran Terragno y Alfonsín. Por otra parte, cuando se produjo el asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas en el verano de 1997 bajo una forma mafiosa en la costa bonaerense, con la sospecha y luego confirmación de la participación de oficiales de policía provincial, se cristalizaron nuevas dudas y sospechas sobre Duhalde acerca de la poca transparencia con la que manejaba la política en su distrito. A pesar de que el gobernador se vio entonces obligado a comprometerse personalmente con el esclarecimiento de ese crimen con el fin de no ver definitivamente lastimada su candidatura presidencial, fue igualmente debilitado, lo que permitió que, al unirse, quienes competían por el segundo y tercer lugar electoral pudieran rivalizar con él e, incluso, derrotarlo. De este modo, y con todas estas condiciones, primero Alfonsín declinó su candidatura en la provincia para acercar un acuerdo entre el Frepaso y la UCR, el cual finalmente se terminó por oficializar el 2 de agosto de 1997, poco más de dos meses antes de las elecciones de octubre. Así nació la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación.
La conformación de la Alianza fue un verdadero trastrocamiento político. Hasta ese momento el triunfo del peronismo se daba por descontado en casi todo el país, el cual la flamante coalición vino a poner en cuestión. Dicha unión se realizó en quince de los veinticuatro distritos electorales del país (Chaco, Entre Ríos, Santa Cruz, Tucumán, La Rioja, Santa Fe, Jujuy, Salta, Tierra del Fuego, San Luis, Misiones, Santiago del Estero y Corrientes, además de Buenos Aires y Capital Federal), intercalando los puestos de los candidatos entre la UCR y el Frepaso, e intentando que encabezaran las listas los aspirantes que pudieran ofrecer los mejores resultados. Además, se acordó que sería el denominado “grupo de los cinco” (integrado por Álvarez, Fernández Meijide, Alfonsín, Terragno y De la Rúa) el que quedaría a cargo de la plasmación del acuerdo a nivel nacional y el que buscaría institucionalizar la Alianza en todo el país, dar sus programas y conducir la campaña. Aunque la proporción de candidaturas se estableció casi 2 a 1 a favor del radicalismo.
El tipo de intercambio que se daba entre los dos miembros de la Alianza era entonces desequilibrado, pero esto no se leía como una debilidad, sino como una complementariedad que podría traducirse en fortaleza mutua. Porque si bien el Frepaso no podía ofrecer muchos dirigentes con carisma ni tampoco un aporte institucional o distrital de peso, sí ofrecía la opción de sumar a los dos dirigentes más importantes de la oposición para aquella elección y en los dos distritos más importantes: Fernández Meijide (provincia de Buenos Aires) y Álvarez (Capital Federal). Por su parte, el carisma, la renovación y la tenacidad con los que se identificaba a Álvarez y a Meijide parecían integrarse muy bien frente a la organización, trayectoria y cuadros que la UCR ofrecía, ya que el radicalismo desbordaba grandemente en poder institucional en relación con el Frepaso: tenía legisladores en todas las legislaturas provinciales, era la primera oposición en Diputados y en senadores de la Nación, contaba con inserción territorial, gobernaba cinco provincias y 461 municipios, mientras que los frepasistas solo controlaban un municipio (Rosario) y algunas bancas legislativas en Diputados (Ollier, 2001). Con lo cual, el radicalismo podía ceder algunos lugares en sus listas frente al Frepaso, pero se beneficiaba largamente al estar en mejores condiciones de hegemonizar el nuevo espacio. A su vez, la UCR, por el perfil opositor débil, opaco y en declive que venía manifestando, podría beneficiarse con la frescura y determinación que los miembros del Frepaso parecían ofrecer, así como también, al unificar sus listas con este, podría lograr una mejor performance en el interior del país, aún en localidades donde le era esquivo imponerse. Por último, cabe decir que el Frepaso ya era en sí mismo una aglomeración de partidos y fuerzas políticas de distinto tipo, por lo que ya tenía dentro suyo cierto aire de coalición (Dikenstein & Gené, 2014), lo que convertía a su alianza con el radicalismo en “otra capa más de la cebolla” (Novaro, 2002).
Si bien los comicios de octubre eran legislativos y se realizaban en todos los distritos del país, desde el “grupo de los 5” se fijó como principal campo de batalla el resultado que se pudiera obtener en la provincia de Buenos Aires con la candidatura de Fernández Meijide, nacionalizando la elección. Allí, desde la Alianza se empezó a hablar del “menemduhaldismo”, acusándolo de todos los males que vivía el país (desempleo, inseguridad, corrupción) y se apostó por derrotar al peronismo en su principal bastión e impactar así en las perspectivas presidenciales hacia el futuro. En dicha campaña, el PJ bonaerense a cargo de Duhalde no logró reaccionar con claridad, ni tampoco a separar a la figura del gobernador de la de Menem sino que solo atinó a acusar a la candidata de la Alianza de ser “una paqueta de Barrio Norte” y a señalar que era una persona más identificada con la Capital Federal que con el conurbano provincial. Sin embargo, por la polarización que conllevó y por el tipo de incertidumbre que despertó sobre quién vencería allí, el veredicto final terminó por potenciar los resultados de la elección, catapultando a la Alianza con su triunfo como verdadera opción de gobierno hacia el futuro.