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II. La Alianza en el gobierno y su lenta desintegración (de diciembre de 1999 a febrero de 2001) Primeros meses de gobierno: ajustes estatales, tensiones internas, triunfos electorales

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El 10 de diciembre de 1999 le tocó a la Alianza asumir el gobierno de la Nación. Su triunfo se había logrado sin demasiados problemas, replicando en gran medida el resultado obtenido en 1997. Sin embargo, aún la relativa sencillez y facilidad con la que había escalado hasta conquistar la presidencia, el apoyo político acumulado y cierto horizonte apacible, los integrantes de la coalición debían prestar atención a una serie de dificultades y limitaciones que ya antes de comenzar su gestión amenazaban con condicionar su capacidad de acción. Desde la Alianza era preciso tomar en consideración tanto las fortalezas como las debilidades que asomaban para trazar a partir de ello diversos tipos de estrategias y lograr así sortear un panorama que pudiera volverse eventualmente complejo. Con lo que, si la victoria electoral era un motivo de festejo y alegría, lo cual brindaba esperanzas y oportunidades, empezar a gobernar requería no descuidar problemas que restringían el ámbito decisorio.

Para comenzar, debemos decir que las limitaciones institucionales que encontraba el nuevo gobierno no eran pocas. Una de las más duras sin dudas fue la sorpresa final recibida la noche misma de la elección cuando se descubrió que Graciela Fernández Meijide no había logrado imponerse en la provincia de Buenos Aires. Las encuestas de los meses previos habían señalado una elección muy pareja entre la candidata de la Alianza y el candidato del peronismo, Carlos Ruckauf, en la que era muy difícil anticipar un resultado certero. Para ello desde el PJ se intentó no repetir ciertos errores ocurridos en 1997 y se elaboró una estrategia diferente, centrada no tanto en la disputa entre bonaerenses y porteños, sino en el tema “seguridad”. Allí Ruckauf se mostró como un hombre dispuesto a resolver el tema de manera firme y habló de “meterle bala a los delincuentes” (Clarín 04/08/1999), tocando este tema también para sacarle votos a la candidatura del excomisario Luis Patti, como a su vez acusar a Fernández Meijide de “abortista”. La “masacre de Ramallo” permitió orientar luego muchos votos a favor del discurso de “mano dura” de Ruckauf. Mientras que, por su parte, desde la Alianza, cuando se conformó la boleta electoral no se lo hizo con el fin de presentar a los candidatos que pudieran tener una mejor performance, sino con el de mantener los equilibrios de poder, ya que el radicalismo no postuló a Federico Storani como su candidato a la vicegobernación –un hombre que se identificaba con la UCR y que era atrayente en la provincia– sino a Melchor Posse –con menos talante–, lo que le impidió a la Alianza retener en gran medida el voto radical allí35. Por último, el peronismo también logró establecer un acuerdo de último momento en la provincia con Acción por la Republica (APR) –el partido de Domingo Cavallo– y con la UCeDé. De esta forma, la unión de los tres partidos le permitió a Ruckauf sumar más votos y quedarse con la gobernación, aun cuando la Alianza logró imponerse con su fórmula presidencial (cuadro 2.2)36. La consecuencia de esta derrota implicaba que la Alianza debería gobernar el país sin contar con un aliado en el distrito más importante a nivel económico, político, institucional y poblacional de la nación. Un hecho casi inédito en la vida política contemporánea de la Argentina –solo Alfonsín había atravesado tal situación durante los dos años finales de su mandato– y que sería la base de duras dificultades. Del mismo modo, tras el fracaso de Meijide, el Frepaso terminó por reforzar su rol como socio menor de la Alianza, ya que en menos un año una de sus principales figuras había sufrido dos derrotas de peso (primero con De la Rúa y ahora con Ruckauf); lo cual no era un dato menor cuando el principal objetivo llevado adelante por la Alianza era de corte electoralista. Así, el Frepaso debió resignarse no solo a tener un menor caudal institucional del estimado, sino que este se tradujera en la conformación de un poder político notablemente desbalanceado: además de quedar sin la provincia de Buenos Aires y de que la UCR obtuvo el premio mayor y sin comparación de poner al presidente en un país de larga tradición presidencialista, el equilibrio interno del gabinete nacional terminó por relegarlo mucho: solo tuvo dos ministerios de un total de diez, ocho secretarías (de 42) y cuatro subsecretarías (de 58) (Ollier, 2001: 159). Es decir, la “paridad” de fuerzas se quebró rápidamente y la Alianza se convirtió en una coalición de acentuado sesgo radical37.

CUADRO 2.2. RESULTADOS ELECTORALES EN LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES (1997-1999)

19971999
LegislativaPresidencialLegislativaGobernador
Alianza48,28 %44,47 %43,3 %41,36 %
PJ41,44 %42,81% = 37,62 (PJ) + 5,19 (UCeDé)41,68% = 36,69 (PJ) + 4,99 (UCeDé)48,34 % = 37,44 (PJ) + 5,07 (UCeDé) + 5,83 (APR)

Fuente: Ministerio del Interior de la Nación.

Sin embargo, las limitaciones de la capacidad institucional de la Alianza no terminaban allí, puesto que el peronismo, con su estrategia de adelantamientos electorales provinciales, pudo además hacerse con la gobernación de 14 provincias (el 60% del total) –contando con las tres más grandes, ya que, además de las mencionadas Buenos Aires y Córdoba, retuvo Santa Fe–, mientras que la Alianza, por más que triunfó con su boleta presidencial en casi todo el territorio, solo pudiera tener para sí plenamente seis (Mendoza, Entre Ríos, Catamarca, Chaco, Río Negro y Chubut), muy parcialmente una séptima (San Juan, en la que la coalición de partidos que se impuso allí tenían un rol menor tanto la UCR como el Frepaso), y un octavo territorio que era solo una ciudad (Capital Federal) (ver cuadro 2.3). Asimismo, la Alianza tampoco había logrado conquistar un pleno dominio legislativo en el Congreso Nacional. En este caso, si bien alcanzó a convertirse en la primera minoría en Diputados con 119 bancas (83 de la UCR y 36 del Frepaso), estaba a diez bancas de contar con quórum propio, no podría tratar proyectos sobre tablas y tampoco tendría mayoría, lo que obligaría a la coalición a guardar una estricta disciplina interna y a tener que lograr acuerdos con otros partidos políticos. Además, el PJ no estaba tan lejos de los diputados aliancistas (contaba con 100), lo que también le permitiría a este tener cierto dominio de la cámara baja si lograra establecer acuerdos con otras fuerzas. En este sentido, el partido de Domingo Cavallo había logrado un bloque de diputados modesto (11 escaños), pero que podía resultar decisivo en ciertas votaciones y que, por ende, le podría dar capacidad de árbitro entre las propuestas de la Alianza y el PJ (los partidos provinciales, dispersos en varias provincias, podrían ocupar un rol similar con las 25 bancas que tenían). De modo todavía más desventajoso, el Senado dejaba a la Alianza en una situación complicada. Aquí el peronismo contaba con mayoría y quórum propios (39 senadores), un poder que casi duplicaba al aliancista, que guardaba solo 21 bancas (20 por la UCR y una sola por el Frepaso)38. Con lo cual, la Alianza debía encontrar la forma de lograr atravesar esta debilidad si deseaba hacer aprobar sus leyes, por lo menos hasta las elecciones de octubre de 2001, cuando toda la cámara Alta se renovara y se eligieran por primera vez en forma directa los senadores (ya que caducaría la designación de estos por las cámaras legislativas provinciales, dado el cambio de la Constitución de 1994). En este escenario, el vicepresidente Álvarez, en su cargo simultáneo de presidente del Senado, debería actuar en un ambiente en que se encontraba en minoría y en el cual el peronismo podría utilizar para presionarlo y dificultar las funciones de gobierno (Serrafero, 2008a). Además, varios senadores del PJ demostrarían tener mucha independencia de lo que decidieran los gobernadores de sus propias provincias, encontrándose en más de una ocasión enfrentados a ellos, por lo cual no era fácil lograr acuerdos o negociaciones por parte del gobierno o del PJ con estos39. Con respecto al poder judicial, desde el nuevo gobierno no elaboraron ningún plan de remoción para los jueces de la Corte Suprema o la introducción de cambios. La idea de proyectar continuidad republicana y evitar conflictos amainó todo esbozo de desarmar la “mayoría automática” menemista allí, lo que sumaba un nuevo elemento de negociación política con un poder del Estado. En fin, como podemos ver, si bien la Alianza había ganado la presidencia del país, detrás de sí no contaba con los recursos acordes para gobernar con holgura o con autonomía suficiente, sino que se encontraba atrapada en una suerte de cerco y en situación que apenas la alejaban del “empate institucional”. De allí que la multiplicidad de factores de veto con los poderes institucionales implicara un peligro cierto de atasco que empantanara o directamente hiciera imposible ciertas acciones de gobierno, volviéndolas lentas o muy modestas.

CUADRO 2.3. RESULTADOS DE LAS ELECCIONES DE 1999 A NIVEL NACIONAL (PRESIDENTE, DIPUTADOS Y GOBERNADORES)

PresidenteDiputadosGobernadores
Alianza48,37 %43,7 %42,03 %
PJ38,27 %32,69 %43,28 %

Fuente: (Cheresky, 2003: 40).

Aunque sin dudas, si las limitaciones institucionales eran un problema, todavía lo eran más los condicionamientos políticos y económicos que afloraban. Con respecto a estos últimos, respetar el compromiso electoral de sostener la convertibilidad se presentaba como una carga demasiado compleja hacia el futuro para sortearla sin problemas. Hacia el momento en que la Alianza asumió el gobierno el país ya llevaba un año y medio de recesión, el Estado debía hacerse cargo de un pesado endeudamiento sobre sus espaldas, el déficit público era agobiante e impedía hacer políticas activas o de expansión, el desempleo estaba otra vez en niveles muy elevados y se hallaba en aumento, mientras que existía un déficit externo agudo (con un promedio anual de 10.000 millones de rojo) que sería difícil equilibrar con los precios de los productos argentinos cayendo, sin devaluar o sin tomar nueva deuda. La estrategia del “piloto automático” aplicada durante el segundo gobierno de Menem para mantener la convertibilidad ya se mostraba insostenible: la situación social debía ser atendida urgentemente para garantizar la gobernabilidad y asegurar la paz social, los créditos externos se estaban agotando y encareciendo mucho, la opción de establecer “devaluaciones fiscales” era imposible de continuar para el fisco, mientras que el lento y doloroso camino de la deflación para recuperar competitividad exportadora estrangulaba la economía sin darle respiro, volviéndola un valle de lágrimas. Del mismo modo, un horizonte próximo de sobreacumulación de vencimientos de pagos de deuda asfixiaría todavía más al fisco durante todos los años de gobierno de la Alianza (vencerían 11.000 millones en 2000, 9.200 millones en 2001, 12.200 en 2002 y 16.300 en 2003) (BCRA), lo que volvía al país más dependiente de los volátiles capitales internacionales, que ya estaban en retirada y comenzando a desconfiar de una economía con indicadores financieros en deterioro creciente. En suma, sostener los esquemas económicos vigentes empujaba al gobierno a andar por un delicado desfiladero que parecía no tener una salida clara en el horizonte y lo hacía caer en el duro dilema sobre cómo sostener la convertibilidad y todo lo que ella implicaba, pero con la obligación de hacer cambios de peso urgentes si se deseaba estar alejado del abismo, como también que estos cambios –de producirse– tuvieran el signo “progresista” que la coalición se había comprometido a darle. No obstante esto último y frente a este escenario, la transformación en el discurso aliancista arribó pronto y en él comenzó a relegarse el tono esperanzador con respecto a la economía que había aflorado durante la campaña para abrazar un espíritu más bien de cautela y moderación, lindante con la resignación y el pesimismo de la austeridad. Como afirmó Fernández Meijide, un mes después de haber asumido como ministra de Desarrollo Social, “No sé cuánto tiempo tiene esta sociedad de tolerancia y paciencia. Ni cuánto demorará la recuperación […] [pero] comparto con Chacho Álvarez que no se puede ser epopéyico y decir que este es un nuevo ciclo”, presentando otro tipo de expectativas a las anteriores y terminar por sincerar que, ante un clima incierto, la pobreza y el desempleo se iban a quedar por mucho tiempo en el país (Clarín 24/01/2000)40.

En un escenario como este, no era fácil augurar entonces una buena relación con el sindicalismo. En este caso, porque la central sindical mayoritaria del país, la CGT, era un actor con una vinculación política indeleble con el peronismo y solía ser fuertemente impiadosa con las autoridades de otro signo partidario cuando estos gobernaban, con propensión fácil a las huelgas, paros y movilizaciones, además de poco proclive al diálogo o la paciencia, lo que hacía recordar la repetición del ciclo de conflictos de los años 80 con Alfonsín. La cuestión todavía podría volverse más grave si se considera que durante su último mes de mandato, Menem le transfirió por decreto a la CGT el Fondo Solidario de Obras Sociales –el cual contaba con 360 millones de pesos/dólares–, una medida que desde la Alianza inmediatamente buscaron anular y que despertó los primeros enfrentamientos. Del mismo modo, las diferencias internas en la CGT también agrietaron el panorama, puesto que la central terminó por dividirse en dos apenas se produjo el cambio de gobierno: un sector mayoritario y denominado CGT “oficial” o “dialoguista” a cargo de Rodolfo Daer y otro más combativo a cargo de Hugo Moyano, denominado CGT “rebelde” o “intransigente”. Esta separación le impediría al gobierno contar con un interlocutor único en el ámbito gremial y le daba incentivos a las diferentes centrales para la competencia entre sí con el fin de ver cuál sería la más dura con el gobierno, embarrando las perspectivas de paz social. La opción con la que contó inicialmente el gobierno para sobrellevar sus inevitables duelos con la CGT fue recostarse en la CTA, ya que varios de los principales líderes de esta o bien eran parte del Frepaso o bien simpatizaban públicamente con la Alianza. Por ejemplo, Víctor De Gennaro, secretario general de la CTA, había asistido a la presentación de la “Carta a los argentinos” y coqueteó en más de una oportunidad con que su central se convirtiera en “la pata sindical” de la Alianza; sin embargo, esta última opción fue apenas contemplada41.

De igual modo, la oposición política estaba en camino a la fragmentación, puesto que el peronismo al dejar el gobierno perdió su verticalidad, sin contar con un liderazgo unificado, lo que lo hizo tender a la multiplicación de actores y estrategias para actuar. El partido no solo mantenía la clásica rivalidad entre Menem y Duhalde que había caracterizado la segunda mitad de la década del 90, sino que el nuevo gobierno fue también protagonista de espacios emergentes. El más importante de ellos fue la conformación del “Frente Federal y Solidario”, el cual buscó darle articulación orgánica a los once gobernadores de las provincias denominadas “chicas” que deseaban un lugar equidistante entre los demás líderes y facciones del partido –para evitar así quedar devorados por alguno– y ganar autonomía para poder negociar con voz propia y en mejores condiciones con el gobierno. Ya que separadas dichas provincias no sumaban muchos recursos, pero en conjunto lograban sumar 40 diputados y 22 senadores del peronismo (La Nación 13/03/2000). Por su parte, los tres gobernadores de las provincias “grandes” tendrían en Ruckauf, De la Sota y Reutemann tres candidatos en ascenso, con proyecciones de volverse los próximos presidenciales del PJ con miras a 2003. Por lo que estos se verían empujados a competir entre sí, ganar autonomía y formar alianzas con otros miembros del PJ (legisladores, senadores, sindicalistas, gobernadores e intendentes) para construir sus proyectos de poder y trazar las estrategias para volver a ser gobierno. Todos estos elementos si bien le daban al nuevo gobierno la oportunidad de enfrentar a una oposición dividida y con tendencia a la atomización –y por ende, la facilidad de dominar la escena sin sobresaltos–, también representaban un peligro por la multiplicidad de rivales que implicaban, puesto que esto podría llevar a la Alianza a atender a cada uno de ellos para negociar y ver envuelta así sus acciones en un mar de contradicciones sin llegar con eso a ningún puerto firme. De este modo, lo que podría ganar al acercarse a algunos, podría perderlo también al tener que enfrentarse entonces abiertamente a otros, acrecentando los frentes en conflicto y finalmente pudiendo ser devorado por todos. De allí que el manejo del campo opositor fuera un delicado terreno para actuar.

Cabe decir, igualmente, que aun teniendo en cuenta todas las limitaciones repasadas y de que el terreno con el cual se encontraba la Alianza al asumir no era el ideal, sus condiciones eran, sorpresivamente, las mejores si se las coteja con las recibidas por los cinco primeros gobiernos argentinos desde el retorno de la democracia en términos económicos, políticos, institucionales, fiscales o sociales. Los casos de los dos presidentes anteriores a De la Rúa (Raúl Alfonsín en 1983 y Carlos Menem en 1989) como de los dos posteriores (Eduardo Duhalde en 2002 y Néstor Kirchner en 2003) fueron infinitamente peores al respecto, mostrándose la transición aliancista como la más ordenada y mejor lograda de todas. Los condicionamientos hallados y los problemas al hacerse cargo del gobierno no eran en sí determinantes para temer alguna explosión virtual futura, sino elementos a considerar para que la coalición actuara de forma unida y acorde al escenario.

En este sentido, desde la Alianza se debía dejar atrás el faccionalismo que pudiera contener dentro de sí y abrazar una estrategia de gobierno que favoreciera la cooperación, la disciplina interna y se decidiera por ejecutar un plan integral que se ocupara de todos los frentes. Aunque por supuesto, declamar posturas de este tipo es mucho más fácil que realizarlas, sobre todo cuando la heterogeneidad inicial es la regla y porque los dos socios de la Alianza cargaban con sus propias limitaciones. En el radicalismo, que era el partido mayor, se debía hallar una forma en la cual integrar su dispersa vida interna con el gobierno y articular así la presidencia de la Nación –en cabeza de una persona con escaza gravitación dentro de la UCR como era De la Rúa– con el liderazgo confederado que ejercía Raúl Alfonsín (quién no dudó en formalizar su poder filas adentro del radicalismo asumiendo la presidencia del partido una semana antes de que De la Rúa se hiciera cargo del gobierno, lo que señalaba una distancia entre uno y otro) (Clarín 03/12/1999)42. A su vez, porque el peso de los cargos dentro del partido, como la relevancia de varios de sus dirigentes y de sus líneas internas en perpetua competencia entre sí, no permitía que a estos se los pudiera marginar con facilidad de los cargos de gobierno o de su rumbo, pero tampoco armonizar con él, especialmente cuando las ideas políticas y económicas de De la Rúa fueran contrarias a las del grueso de la estructura partidaria. Porque mientras el presidente era un cultor del pensamiento conservador y de la ideología neoliberal, Alfonsín e importantes cuadros radicales eran propensos al keynesianismo, la intervención estatal y al resguardo del mercado interno en sus concepciones –y anhelaban al Estado de Bienestar como modelo–, contraste que en más de una oportunidad podría despertar ciertas tensiones. En las designaciones de gabinete se sintieron ya algunos resquemores cuando los grupos del sindicalismo docente –como los que lideraba Marta Maffei en el Frepaso–, académicos –pertenecientes a ambos partidos– y de la militancia universitaria radical –estos últimos agrupados en Franja Morada– debieron ver desembarcar a Juan José Llach como ministro de Educación (un economista liberal y de concepciones privatistas, ex viceministro de Economía de Menem) que parecía diametralmente opuesto a las concepciones de aquellos de fortalecer la educación pública; del mismo modo, el presidente debió darles lugar casi sin entusiasmo a dos de sus históricos competidores internos (Rodolfo Terragno y Federico Storani, nada menos que en los puestos de vital importancia como eran la jefatura de gabinete y el ministerio del Interior, respectivamente), así como también al alfonsinismo tradicional en Ricardo Gil Lavedra (ministro de Justicia), mientras que el resto de los puestos –aparte de los dos ministerios a cargo del Frepaso– recayeron exclusivamente en el núcleo de amigos íntimos, familiares y del entorno de más confianza de De la Rúa, con un cargado perfil pro mercado y de adscripción al más duro monetarismo. Los enfrentamientos larvados y las desconfianzas añejas debilitaban el trabajo en equipo e impedían el juego colaborativo. Por citar un ejemplo, cuando se fijó como tipo de acción de gobierno inicial de la Alianza apuntalar al terreno económico como principal campo de batalla, alineando a todo el gabinete detrás del que fuera designado ministro de Economía, José Luis Machinea (el economista de mayor relevancia para Alfonsín y para el partido), De la Rúa intentó marcar su impronta y buscó cercenar la acción de este para que no se convirtiera en un “superministro” que condicionara su imagen como lo fue Cavallo con Menem, con lo que le sacó atribuciones a su cargo. Fue así que se creó el ministerio de Infraestructura y Vivienda, a cargo de un amigo del presidente, Nicolás Gallo. En igual dirección y en pos de aminorar aún más la independencia de Machinea, De la Rúa llenó el gabinete de economistas ortodoxos y de su propio entorno con el fin de que las decisiones de peso fueran debatidas siempre coartando cualquier autonomía del ministro. Así, López Murphy recaló en Defensa, Adalberto Rodríguez Giavarini en Cancillería y Fernando de Santibañes en la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), además del recién mencionado Llach en Educación. Bajo esta dirección, muchas figuras delaruistas, con nulas o pobres credenciales partidarias terminaron ganando peso y una alta relevancia en la toma de decisiones a espaldas o incluso en contradicción de lo deseado por los hombres del partido. El mismo Alfonsín temió que la UCR repitiera lo sucedido con Menem una década atrás cuando técnicos e ideólogos del más duro neoliberalismo colonizaron el gabinete y luego el Estado sin tener vinculación orgánica alguna, dando un giro ultra ortodoxo (Novaro, 2009), para lo que señaló cuando asumió la presidencia de la UCR que De la Rúa y el partido tenían que trabajar juntos, aunque advirtiendo: “No vamos a permitir que desde afuera le indiquen a nuestro gobierno qué medidas tomar para hacer frente al grave endeudamiento y el alto déficit fiscal” (Clarín 04/12/1999).

Por parte del Frepaso, los problemas eran otros, ya que los dos núcleos de identidad del partido –novedad y lucha contra la corrupción–, una vez en el gobierno, debieron perder parte de su atractivo para tener que concentrarse en elementos propositivos de acción y llevar adelante políticas públicas concretas; aunque hacer este tipo de redireccionamiento se dificultaría mucho desde un partido tan débil institucionalmente como el Frepaso, sobre todo porque este carecía de un programa ideológico claro, y especificarlo podría desatar disputas internas de importancia y nuevos portazos –como los que ya habían ocurrido en el pasado– o también ahora generar enfrentamientos con sus socios radicales. A su vez, porque una vez en el gobierno, los miembros del Frepaso deberían aprender tardíamente la importancia de contar con las estructuras partidarias tradicionales que tanto se habían encargado de criticar y de evadir, puesto que al poco tiempo de andar sus funcionarios comenzarían a actuar desordenadamente, con muchos cuadros librados a su voluntad, sin experiencia ni coherencia programática o preparación, y sin tampoco tener un partido al cual rendir cuentas; lo que volvía a estos elementos un peligroso cóctel mortal para la supervivencia del partido o incluso de la misma Alianza. Los tres casos de mayor responsabilidad en el gabinete así lo demuestran. Chacho Álvarez debía batallar en soledad frente un Senado mayoritariamente peronista y con solo un senador de su partido, lo que debilitaba aquí la existencia de estrategias colaborativas institucionales, amén su espíritu de acción individualista. Graciela Fernández Meijide conduciría Desarrollo Social sin haber tenido gestión alguna o experiencia en un área tan compleja como esta; mientras que, Alberto Flamarique, designado en el ministerio de Trabajo y que había sido hasta entonces el principal operador político de Álvarez, preferiría comenzar a proyectar su crecimiento personal como un incondicional a De la Rúa antes que respetar su vínculo con aquel o su partido. Casos similares se darían también en los niveles inferiores de gestión (Abal Medina, 2006). Asimismo, también pesaba sobre los frepasistas el compromiso de adherir y respaldar a un gobierno en el que habían quedado en un lugar subordinado y con un poder político e institucional mucho menor al esperado, y donde la persona que encabezaba la coalición parecía poco dispuesta a inclinarse por las ideas de izquierda o “progresistas” que desde el Frepaso se hubiera deseado. Por lo cual, como vemos en ambos casos, tanto en el radicalismo como en el Frepaso, debían ensayarse formas de generar confianza recíproca, establecer mecanismos de resolución de conflictos y de toma de decisiones, como también de asegurar el apoyo interno absoluto para poder fijar un rumbo y luego sostenerlo. Puesto que si la Alianza descuidaba los elementos coalicionales básicos, la unidad pronto se perdería y no podría sostener la dirección del gobierno sin sobresaltos; aunque, desgraciadamente, estos elementos habían sido puntos totalmente descuidados por ambos partidos en la conformación de la Alianza y durante la campaña, suponiendo que solo con buenas intenciones los problemas y conflictos se resolverían.

La focalización de la acción de gobierno inicial fue entonces, como dijimos, centrada en apuntalar el terreno económico. Para ello, todos los esfuerzos se concentraron en resolver el déficit fiscal heredado, ya que este fue diagnosticado como principal causa de problemas futuros si era desatendido. El tipo de estrategia apuntaba a resguardar lo esencial del modelo económico menemista, bajo el supuesto tácito de que el mismo era viable y que solo había que “corregir” aspectos parciales para optimizarlo. Es por ello que se le dio también continuidad a importantes funcionarios menemistas en los cargos estratégicos que detentaban hasta entonces con el fin de otorgar previsibilidad (fueron confirmados así Roque Maccarrone, Pedro Pou y Daniel Marx en el Banco de la Nación, el Banco Central y la Secretaría de finanzas respectivamente) y se diagramaron objetivos a más largo plazo: luego de reducir el déficit fiscal, se buscaría eliminarlo; habría que transparentar las instituciones económicas; y, finalmente, se optaría por llevar adelante los elementos de segunda generación de la reforma del Estado y del programa neoliberal pendientes. El camino que se trazó para ello, por cierto, si bien no se desviaba en líneas generales de los anteriores, sí guardó una diferencia inicial: no se buscó esta vez reducir el déficit recortando gastos como había sido hasta entonces durante el menemismo, sino subiendo los ingresos del Estado. Para ello, y bajo el auspicio de demostrar un fuerte compromiso con el sector financiero, el gobierno lanzó su programa de ajuste “vía ingresos” a dos semanas de asumir. El mismo, sin embargo y al contrario de lo esperado, no fue bien recibido por varios sectores de la población ni tampoco por la prensa, aunque fue tolerado sin grandes resistencias, siendo inmediatamente bautizado como el “impuestazo”. Las medidas que incluía el paquete económico eran muchas, ellas iban desde la ampliación del IVA a las coberturas de medicina prepaga, al transporte aéreo y al terrestre de larga distancia (superior a los 100 km), la suba del impuesto a las ganancias para los salarios superiores a $1.500, como también la reducción de las deducciones impositivas en un 30% en varias categorías en ganancias (conocidas como “la tablita de Machinea”). De igual modo, se creaban nuevos impuestos para los autos 0 km, las jubilaciones, los bienes personales y varios extraordinarios, aunque sin prosperar el impuesto a la herencia como propusieron los frepasistas. Por su parte, el paquete se complementaba con la convocatoria a una moratoria fiscal y con un recorte del gasto que finalmente –y a pesar de los anuncios– no se pudo evitar. Este último implicó una poda presupuestaria de 216 millones que se cargó sobre las espaldas de los trabajadores estatales, dado que además de algunas reducciones salariales, hubo programas de retiros voluntarios, jubilaciones anticipadas y una pequeña porción de ellas compulsivas (Clarín 11/12/1999).

A pesar de que este paquete de medidas era de neto corte contractivo, y que afectaba el consumo, los salarios, las jubilaciones y las expectativas, el mismo se esperó sin embargo que expandiera la economía. Como dijo el secretario de Hacienda Mario Vicens, “el ajuste fiscal es el único camino para reactivar la economía” (Clarín 10/12/1999). Porque según el gobierno, la “consolidación de la confianza” que implicaría tener mayor responsabilidad fiscal era indispensable para motorizar el crecimiento. Ya la experiencia argentina previa durante la convertibilidad –por ejemplo durante el Tequila– había mostrado que un ajuste fiscal ortodoxo y el apoyo de los inversores eran suficientes para que la economía volviera a crecer, por lo que se apostó a consolidar estos objetivos. Con respecto a esto, desde la banca local y el FMI se dio un fuerte apoyó a las medidas, a las que consideraban como un plan de estímulo positivo porque con él “se baja el Riesgo País y así las tasas de interés, lo que ayudaba a reactivar la economía” (Clarín 30/01/2000). El mismo subgerente del Fondo, Stanley Fischer, felicitó al gobierno por sus decisiones: “Estoy muy impresionado por el paquete de medidas del gobierno argentino” (ib.). Precisamente, el gobierno entendía que si “hacía los deberes” y lograba establecer un programa acorde al establishment económico, los organismos de créditos internacionales y el empresariado, el horizonte brumoso podría desvanecerse, la tranquilidad se podría asegurar y las ayudas externas tonificarse, puesto que habría un gobierno responsable dispuesto a hacer “lo que había que hacer”. Con lo que, el crédito público y privado bajarían sus costos, los flujos de capital aflorarían al país, la inversión crecería y el consumo haría el resto para expandir la economía. Por lo demás, el efecto positivo sería el suficiente para activar todo el ciclo económico completo, en una suerte de repetición virtuosa que solucionaría todos los males de una vez: la expansión económica fortalecería la recaudación, esta haría bajar el déficit público, con lo que el nivel de riesgo descendería una vez más. Así, se planeaba que el camino al éxito estaba asegurado. A menos de un mes de haber lanzado sus medidas, Machinea festejó confiado: “La recesión terminó. [...] [En el 2000] el crecimiento económico no será en ningún caso inferior al 4 %” (Clarín 06/01/2000).

Del mismo modo, y en paralelo al lanzamiento de medidas económicas, el gobierno también se dispuso a llevar a cabo su programa de “regeneración institucional” con el cual se apostaba a consolidar su capital político, ya que este era finalmente su principal recurso de poder y la única herramienta con la cual podía instalar la confianza que deseaba. Y porque además, lograr la tan mentada “renovación política” había sido la misión fundamental de la Alianza y una tarea que no podía descuidar. Por ello, para poner de manifiesto la transformación inmediata que implicaba que Menem dejara el gobierno, el nuevo gobierno lanzó una serie de cambios. El más visible fue acordar con los sindicatos docentes una nueva ley de financiamiento para la educación estatal. Con esta ley, y tras cumplirse mil días de lucha y resistencia –con repercusión local e internacional–, la Carpa Blanca docente fue levantada, con lo que se puso fin a uno de los símbolos más sonoros de la última etapa del gobierno de Menem, y las nuevas autoridades no dudaron en expresar que era una “vergüenza nacional” que aquel haya permitido que algo así suceda (Clarín 17/12/1999). La resolución del conflicto, si bien era una señal de nuevos tiempos, demostraba más bien el gesto político que se estaba dispuesto a hacerse desde CTERA y por parte de sus titulares, Marta Maffei y Hugo Yasky –ambos líderes de la CTA–, hacia el nuevo gobierno más que el logro de reivindicaciones concretas, puesto que los docentes solo obtendrían un aumento mensual de 70 pesos tras crearse un impuesto para los autos de valuación superior a los 15.000 pesos. Aunque sin dudas, el haber desarmado la Carpa Blanca era una medida de alto impacto político que dejaba abierta la puerta para soñar que nuevos tiempos políticos comenzarían a vivirse en el país.

En idéntica dirección, el nuevo gobierno se encargó de inmediato de llevar adelante una de las más importantes promesas de campañas cuando creó la “Oficina Anticorrupción” (OA), un organismo estatal dependiente de la presidencia de la Nación encargado de recibir denuncias, recabar información y auxiliar al poder judicial en causas ligadas a la corrupción. Al poner en marcha la nueva oficina, el gobierno escogió como principal blanco a las figuras más emblemáticas del menemismo a las que habían estado asociadas a las sospechas públicas. Así, comenzaron a ser investigados, procesados, embargados e incluso encarcelados funcionarios paradigmáticos de la era Menem, como María Julia Alsogaray (exsecretaria de Medio Ambiente), Víctor Alderete (exdirector del PAMI), Jorge Domínguez (ex jefe de gabinete de Menem), como también fueron anulados los sueldos y jubilaciones de privilegio de hombres y parientes cercanos al anterior gobierno43. Desde el menemismo empezaron a acusar al nuevo gobierno de realizar “una caza de brujas” en su contra, y señaló Menem que él y sus hombres eran auténticos perseguidos políticos. Sin embargo, cabe aclarar que los casos destacados, más que expresar una sistematicidad implacable por parte de la recién creada OA, eran más bien unos pocos casos testigos que generaban gran repercusión mediática pero que evitaban entrar en choque con el peronismo, puestos que eran funcionarios sin vinculación orgánica con el partido, lo que permitía a la Alianza tener cierta paz y convivencia con el PJ; además, el presidente De la Rúa había manifestado en más de una oportunidad que los avances de las investigaciones no llegarían hasta Menem, afirmando que “no sería bueno para la República que un expresidente termine preso”, por lo que la OA actuaría más sobre el entorno del riojano que sobre él. En un camino similar, el gobierno se decidió a enfrentarse de lleno con el sindicalismo cegetista –la institución corporativa más sospechada y con peor imagen según las encuestas44–, ya que advirtió que los conflictos con este serían ineludibles, por lo que era mejor romper con sus representantes rápido e intentar debilitarlos para luego –cuando se recibieran los contragolpes– y presentar el cuadro como la reacción natural de oscuros dirigentes que se negaban a perder sus privilegios y a transparentar sus cuentas. Así, el gobierno con el apoyo de los diputados cavallistas le quitó el Fondos de Obras Sociales a la CGT, como también buscó acorralar al sector rebelde de Moyano, al tiempo que se mostró conciliador con el de Daer pidiéndole a este su “colaboración” para normalizar el PAMI, creyendo que así, al acentuar la división entre ambos grupos, en el sindicalismo peronista primarían solo los moderados mientras que los sectores más combativos quedarían aislados. Moyano advirtió pronto sobre esta estrategia: “El gobierno está cometiendo el mismo error que Alfonsín, al querer enfrentar, pretender ignorar y destruir a las organizaciones gremiales [...] no nos deja otro camino más que el paro general” (Clarín 19/01/2000). Sin embargo, a pesar de las medidas de fuerza, el camino que había tomado el gobierno pareció todo un acierto: el paro que lanzó Moyano en enero –apenas un mes después de haber asumido las nuevas autoridades– tuvo una flaca concurrencia y quedó aislado, puesto que ni el sector de Daer ni la CTA lo acompañaron, mientras que los grupos del sindicalismo cegetista comenzaron a pedir la intervención de la Iglesia y del PJ para que el gobierno no concrete varias de las quitas de prerrogativas al gremialismo como parecía dispuesto a hacer45. Por último, desde el gobierno también se decidió marcar la nueva impronta a partir de revitalizar algunos aspectos relacionados a los derechos humanos. En este caso los diputados aliancistas lograron los votos suficientes en el Congreso para negarle el diploma legislativo cuando estaba por asumir a su cargo el ex represor y exgobernador de Tucumán Antonio Bussi, vedándolo por “inhabilidad moral”. A su vez, comenzaron a ser desempolvados diversos expedientes en los tribunales de justicia en los casos de sustracción de menores, causas por corrupción durante el Proceso, como también permitir las extradiciones de exfuncionarios militares hacia el exterior para que fueran juzgados en otros países. En fin, con estos cuatro elementos (el fin de la Carpa Blanca, poner en funciones la OA, desafiar al poder gremial y revitalizar causas sobre derechos humanos) el gobierno mostró algunos cambios y se dio por satisfecho con su estrategia inaugural de regeneración institucional durante los primeros meses. La Alianza había llegado y la población pudo notarlo en muy poco tiempo.

Tras cumplirse el periodo de “luna de miel” con los 100 primeros días de gestión, en las encuestas la imagen de aprobación era muy alta, con el 70% de apoyo al camino trazado y todavía más a la figura de De la Rúa (Clarín 19/03/2000). Desde el gobierno, decidieron capitalizar esto de dos modos. Primero, fueron adelantados los comicios para elegir jefe de gobierno porteño, distrito en que el oficialismo daba por descontado que se impondría. Allí, a principios de mayo se impuso la Alianza con comodidad con la lista encabezada por Aníbal Ibarra (Frepaso) y Cecilia Felgueras (UCR) con casi el 50% de los votos, venciendo a la coalición liderada por Cavallo y Belíz –que también fue apoyada por Duhalde–, que obtuvo un 33% (Cavallo tardó en admitir su derrota la noche de la elección, en la cual acusó a gritos llenos de furia de mentiros a los aliancistas y de querer destruirlo) (La Nación 08/05/2000)46. La campaña de esta elección se concentró una vez más en la figura de De la Rúa, puesto el alto apoyo que contaba en los sondeos. Así, acompañó a Ibarra y Felgueras por toda la ciudad buscando trasmitirles su carisma y asociarlos a su persona. Del mismo modo, y en segundo lugar, durante junio se lanzó una campaña publicitaria para adherir a la moratoria fiscal, la cual también fue encabezada por De la Rúa, en la que se esperaba que los morosos se decidieran a pagar sus deudas con el fisco por la “confianza” que pudiera despertarles el presidente, ya que ‘sabían’ que este no se robaría el dinero. Esta acción también pareció todo un acierto: cuando se conocieron los resultados de la moratoria durante los primeros días de julio, la recaudación quebró la inercia a la baja y se festejó la primera suba en más de dos años. A su vez, la disciplina fiscal, las medidas económicas tomadas y el tipo de camino elegido por el gobierno lo volvieron acreedor de un rotundo respaldo del mundo de los negocios local, del FMI y del BID, sobre todo cuando estos últimos anunciaron en septiembre préstamos por U$S 8.700 millones con el fin de asegurar los compromisos por vencimiento de deuda que restarían hacia fin de año (Clarín 05/09/2000); con lo que, la paz económica pareció garantizada: por si hubiera dudas de los pagos, de un virtual default o de una devaluación, los fondos ya cubrirían todo; con lo que la economía parecía firme y segura.

Por supuesto, el apoyo financiero dado por los organismos internacionales al gobierno no fue gratuito, sino una pesada conquista. En principio porque este respaldo se basó en las duras medidas que aplicó la Alianza con tal de llevar tranquilidad a los mercados y en las que más de una vez el mismo gobierno estuvo dispuesto a arriesgar demasiado su propio capital político con tal de mostrar números en equilibrio. En este caso, porque cuando se hicieron las primeras estimaciones del impacto inicial del “impuestazo” se comprobó que ninguno de los objetivos buscados fue logrado: los ingresos no aumentaron lo suficiente, no tuvo el mínimo efecto redistributivo que intentó, aun cuando focalizó la suba de impuestos sobre todo en ganancias, ni tampoco logró hacer despegar la economía, a su vez que los salarios terminaron perjudicados mucho más de lo esperado (los datos hablaban de una baja general que iba desde el 1% al 14%) (Clarín 04/01/2000). Fue por eso que apenas dos meses después del “impuestazo”, el gobierno aplicó un segundo plan de ajuste, mucho más concreto que el anterior. Para ello el gobierno decidió en febrero no renovar los contratos de 18.000 empleados estatales, dar de baja a los que habían sido contratados durante el año anterior, ampliar el sistema de retiro voluntario hasta 90.000 personas y aplicar la jubilación forzosa para los que estuvieran en edad de hacerlo. Además, como una medida de austeridad y eficiencia, se pensó suprimir y fusionar organismos, lo que permitiría contar con otros 6.000 funcionarios públicos menos (Clarín 08/02/2000). Por su parte, y para terminar de congraciarse con las autoridades del FMI, el gobierno estuvo dispuesto a llevar adelante una de las reformas económicas “pendientes” de la era Menem cuando apostó por hacer aprobar una ley de reforma laboral exigida por dicho organismo y que implicaba una notoria “flexibilización” de los derechos de los trabajadores. El corazón de la nueva normativa era debilitar los acuerdos gremiales centralizados, extender los periodos de prueba sucesivamente, impulsar las negociaciones por empresa, crear nuevos convenios colectivos y subir la edad jubilatoria. Además, como señaló el Héctor Recalde, abogado laboralista ligado a la CGT de Moyano: “Durante el exagerado plazo de duración –hasta un año– priva al trabajador de la mínima estabilidad, ya que no tiene derecho a indemnización por preaviso ni tampoco por despido” (La Nación 28/04/2000), como también le permitía a los empleadores disminuir los aportes patronales y a la seguridad social casi sin control. A pesar de todos los retrocesos en materia de protección para los trabajadores, el ministro de Trabajo frepasista declaró que “esta es una ley muy progresista” (Clarín 27/04/2000) y fue defendida por el gobierno, especialmente por el vicepresidente Álvarez, como la mejor herramienta para luchar contra la desocupación. La ley se trató sin problemas en Diputados en febrero y fue aprobada por el Senado a fin de abril. Allí, cuando se aprobó finalmente, el jefe de asesores de Economía, Pablo Gerchunoff, celebró: “La ley de reforma laboral aprobada por el Senado es una bisagra en la historia del modelo sindical argentino. Es un golpe muy fuerte al régimen tradicional y un progreso fundamental en el camino hacia la modernización” (La Nación 28/04/2000). Sin embargo, el tratamiento de dicha ley fue una tarea mucho más dura de lo esperado. La CTA, que había intentado comportarse como el aliado sindical del gobierno, tuvo su primera tensión con este al lanzarse a una marcha al Congreso contra dicha ley en febrero, aunque sin adherir en conjunto a la marcha realizada en igual fecha por Moyano a Plaza de Mayo. Además, cuando se trató en Diputados toda la bancada peronista votó en contra, lo que hizo temer que el partido repitiera ese comportamiento en el Senado donde tenía mayoría y sin el cual no se podría hacer aprobar. De igual modo, cuando se quiso tratar el proyecto en el Senado, el primer intento de sesión debió levantarse y atrasar una semana dado los fuertes incidentes que se produjeron entre la CGT moyanista y la policía, los cuales dejaron casi 40 heridos, algunos con fracturas por la violenta represión –el líder del sindicato de judiciales, Julio Piumato, terminó con una bala de goma en los genitales–, que terminó desembocando luego en la detención de una veintena de policías acusados de abusos. Tanto el ministro de Interior Storani como el jefe de la policía federal –Rubén Santos– debieron reconocer que el uso de la fuerza fue “brutal y salvaje” (La Nación 20/04/2000). Sin embargo, el gobierno finalmente logró que el proyecto se aprobara, con lo cual pudo respirar aliviado. Como dijo Flamarique: “El Presidente está muy contento por el esfuerzo realizado para la aprobación de la ley. Pero, además, porque por fin se quebró el síndrome de la ley Mucci” (La Nación 28/04/2000), haciendo alusión al contraste entre el fallido intento de reforma sindical de Alfonsín en 1984 y el triunfo logrado por la Alianza. De esta manera, el ministro de Trabajo –principal operador a cargo del tratamiento de la ley– fue premiado por el presidente por su exitosa intervención y absorbió áreas de los ministerios de Salud, Educación y Desarrollo Social, con lo que ganó poder e influencia dentro del gobierno.

Por último, debemos decir que aún a pesar del sacrificio y los costos políticos que se pudiera asumir frente a estas medidas, ellas no fueron suficientes para que el gobierno estuviera tranquilo con los números, puesto que estos continuaron sin repuntar. Así, en mayo se optó por aplicar un tercer paquete de ajuste, el cual fue el más duro de todos. Esta vez el recorte de gastos abarcó a todos los empleados estatales con sueldos superiores a los 1.000 pesos (con un descuento que iría entre el 8 y el 20%) y a lo que se sumaría la cesantía de 10.000 contratados más (los que se agregarían a los ya reducidos en febrero). Por su parte, también se instrumentaba con este nuevo recorte el fin de los subsidios para algunas economías regionales –sobre todo para el tabaco y combustibles–, una rebaja en las próximas jubilaciones y una poda en el presupuesto de las universidades públicas (Clarín 28/05/2000). Todo lo cual se completaría con un decreto que permitiría desregular las obras sociales y “alentar la competencia” de ellas con el sector privado, aunque solapadamente también se buscaba debilitar todavía más las bases del poder de los gremios.

Las reacciones por todas estas medidas fueron desparejas. Desde el sector financiero, las acciones del gobierno fueron celebradas apenas se hicieron los primeros anuncios al respecto, con lo que subió la Bolsa un 7,5% y disminuyó el riesgo país. El presidente del Banco Río, Enrique Cristofani, declaró: “El ajuste es una muy buena señal, porque indica que el gobierno va a cumplir con las metas fiscales y a diferencia del impuestazo, esta vez el ajuste va a caer sobre el Estado y no sobre el sector privado” (Clarín 31/05/2000). Como también recibió otro respaldo por parte del Fondo. Sin embargo, este ajuste fue muy costoso en términos políticos para el gobierno, puesto que permitió concretar el primer paro de total unidad sindical contra él, no solo entre ambos sectores de la CGT sino que también sumó a ellos a la CTA. Dicho paro de conjunto fue anunciado en una marcha convocada por Moyano contra la visita del FMI al país y en la que llamó “a la desobediencia fiscal” y a la que concurrieron –para sorpresa del gobierno– varios diputados oficialistas rebeldes (Elisa Carrió –UCR–, Alicia Castro –Frepaso–, Alfredo Bravo –Socialismo– entre otros), lo que tensó mucho las relaciones del gobierno no solo con la CTA sino con varios de sus legisladores (adhirieron también a la marcha un ecléctico conglomerado en el que estuvieron representantes de la Iglesia –y que hablaron desde el palco central–, Chiche Duhalde, Antonio Cafiero, Gustavo Belíz, Felipe Solá, Carlos “el perro” Santillán, exmenemistas y algunos diputados cavallistas) (La Nación 01/06/2000). La presencia de los legisladores aliancistas representó el malestar cada vez más profundo que venían acumulando contra su propio gobierno por varias de las medidas que este había tomado: el camino de haber realizado tres ajustes fiscales en apenas seis meses de gestión (diciembre, febrero y mayo), haber votado contra de Cuba en Naciones Unidas en abril y el haberles pedido que votaran una ley de flexibilización laboral imposible de digerir para muchos aliancistas era demasiado para ellos, sobre todo para los provenientes del ámbito gremial y para los socialistas. Es por ello que el presidente De la Rúa al lanzar el ajuste de mayo se mostró comprensivo y aclaró que “este es el último esfuerzo que se les pida a los argentinos” (Clarín 28/05/2000). Sin embargo, y a pesar de las promesas, en poco tiempo se sentirían los efectos de estas decisiones. El grupo de diputados díscolos primero fue llamado por la prensa como “el grupo de los ocho” de la Alianza, algo que irritó sensiblemente a Álvarez (ellos se presentaban a sí mismos como parte del “oficialismo crítico”) (Clarín 01/06/2000), aunque poco tiempo después varios de ellos terminaron por romper directamente con el gobierno y pasaron hacia las filas de la oposición47. Lo que dejaría al gobierno con cierto trago amargo sobre sus logros y lo haría lamentarse por la falta de comprensión de sus propios partidarios.

No obstante esto último, pasada más de la mitad del año y realizando un balance, si bien el recorrido del gobierno no había tenido un brillo espectacular ni era una fiesta, tampoco tenía frente a sí un horizonte excesivamente complicado, crítico o negativo. Más bien había logrado llevar adelante objetivos difíciles de implementar como eran los recortes presupuestarios, aprobar la ley de flexibilización laboral, al mismo tiempo que mantener buenos niveles de aceptación en las encuestas, imponerse con comodidad en las elecciones de la Capital Federal y hacer crecer la recaudación gracias a la moratoria fiscal. El resultado limpio de su primer tramo de gestión parecía entonces positivo en más de un aspecto –sobre todo por el fuerte respaldo que le daba el FMI y los préstamos que obtuvo de este–. Además, si bien se habían despertado tensiones internas con algunos sectores y legisladores aliancistas –que consideraban que se había llegado al límite del apoyo que podía perdérseles–, la situación con estos no pareció haber llegado a un punto sin retorno. Por su parte, los partidos políticos y los grupos opositores al gobierno parecían empantanados y en su hora más difícil, lo que sentaba un resultado todavía mejor para la Alianza: Cavallo debió replegarse de la política nacional por un tiempo luego de su derrota electoral en la Capital, el peronismo no lograba definir un rumbo claro y estaba hundido en su propia crisis interna, sin un liderazgo que lo unificara, mientras que los sindicalistas no habían logrado ni siquiera asustar al gobierno a pesar de las sucesivas marchas y paros generales decretados, siendo incluso abandonados por algunos gobernadores del PJ que estaban también enfrentándose a los gremios –sobre todo a los estatales– en sus provincias y habían comenzado a descontar los días de huelgas48. Por lo que el gobierno parecía más armado que débil frente a la oposición. A su vez, cierto repunte de las exportaciones hacia Brasil, las cuentas fiscales con tendencia a equilibrarse y los apoyos del FMI brindaron la sensación de que lo peor ya había pasado y que hacia adelante se abriría indefectiblemente la hora de las “buenas noticias”: en agosto fueron anunciados el lanzamiento de nuevos planes sociales y también un demorado programa de obras públicas que alentarían el consumo y permitirían que por fin la reactivación se pusiera en marcha. Con todo ello, la distención arribaría de un momento a otro bajo un mar de tranquilidad económica. Es revelador al respecto que cuando Alfonsín fue consultado a mediados de julio sobre cómo calificaba la acción de gobierno hasta entonces, este dijo que se merecía “7 puntos por su gestión” y no más nota solo “por ser un poco lento” (Clarín 13/07/2000), mientras que Duhalde admiraba el invento electoral de aquel y se maravillaba de sus logros, augurando que algún día él podría convertirse en “el Alfonsín del justicialismo” para que este pueda volver al gobierno en 2003 (Clarín 08/07/2000). Solo algunos estallidos sociales en el interior del país habían despertado alarmas por el nivel de violencia y protesta que generaron, aunque rápidamente fueron minimizados por el gobierno al presentarlos como hechos aislados, asegurando De la Rúa que “no hay peligro de que haya nuevos estallidos sociales” (Clarín 16/05/2000) y que no habría entonces de qué preocuparse. En fin, durante los primeros tiempos de la Alianza su camino pareció estar despejado y sin grandes nubes sobre sí.

Camino al colapso

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