Читать книгу 20.000 leguas de viaje submarino - Julio Verne - Страница 10
6. UN MISTERIOSO RESPLANDOR
ОглавлениеAl oír el grito de Ned Land, el capitán ordenó detener el barco. Estaba tan oscuro que me pregunté cómo el arponero había podido ver algo, por buenos que fuesen sus ojos. Pero no se había equivocado y todos identificamos el objeto que señalaba con su mano. A unos trescientos metros del Lincoln, el mar parecía estar iluminado desde abajo. El monstruo sumergido proyectaba ese intenso resplandor que habían mencionado los informes de varios capitanes. Y esa luz formaba un inmenso óvalo, más potente en el centro.
–¡Son peces fosforescentes! –exclamó un oficial.
–No –respondí convencido–. Ningún pez produce una luz tan fuerte. Ese resplandor es eléctrico. Además, ¡miren! ¡Se mueve hacia adelante! ¡Viene hacia nosotros!
Un grito general corrió por el barco.
–¡A barlovento, a toda máquina! –ordenó Farragut.
El Lincoln trató de apartarse del foco luminoso, pero el monstruo marino pronto lo alcanzó. Después, se alejó unos kilómetros. Y de pronto, se lanzó hacia nosotros con una velocidad impresionante. Pero cuando estaba a unos seis metros, se detuvo y se apagó. Luego, reapareció del otro lado del barco, no sé si porque lo rodeó o porque pasó por debajo del casco.
En vez de atacar, el Lincoln huía. Pregunté la razón y el capitán Farragut, que siempre parecía tan tranquilo, me respondió con un asombro infinito:
–Profesor Aronnax, ese narval no solo es gigantesco. También es eléctrico. Y no quiero poner en peligro mi nave en medio de esta oscuridad. Esperemos la luz del día y, entonces, los papeles cambiarán.
Como no podía competir con el monstruo en velocidad, el Lincoln disminuyó la suya. El narval, imitándolo, se dejaba mecer por las olas y parecía decidido a no abandonar el escenario de la lucha. Pero a medianoche desapareció o, mejor dicho, se “apagó” como una luciérnaga.
Nos preguntábamos si habría huido. Una hora después, llegó la respuesta, cuando oímos un silbido ensordecedor, como el de un chorro de agua lanzada con muchísima violencia.
–¿Ha oído el rugido de las ballenas, Ned? –le preguntó Farragut al arponero.
–Sí, capitán. Pero, aunque este es muchísimo más fuerte, no hay duda: lo que tenemos enfrente es un cetáceo. Y con su permiso, al amanecer iré a decirle un par de cosas.
A las dos de la mañana, el foco luminoso reapareció con la misma intensidad, a unos ocho kilómetros del Lincoln. A pesar de la distancia y del ruido del viento y del mar, se oían los coletazos del animal y hasta su poderosa respiración. Pero cuando amaneció, el resplandor eléctrico volvió a desaparecer. De todos modos, se prepararon los cañones y los botes balleneros. Y Ned Land afiló su arpón que, en sus manos, se convertía en un arma terrible.
A las siete, se levantó una bruma muy espesa. Y aunque era difícil ver nada, de pronto, igual que la noche anterior, se oyó la voz del arponero:
–¡La cosa en cuestión, atrás y a babor!
Todos miramos hacia allá. A tres kilómetros, un inmenso surco de espuma señalaba el paso del animal. Y su cola, agitada con violencia, producía un enorme remolino.
El Lincoln se le aproximó y pude observarlo con tranquilidad. Los informes de otros barcos habían exagerado su tamaño, pues solo medía unos setenta metros de largo.
–¡A toda máquina! –gritó el capitán.
Había llegado la hora del combate. Con toda su potencia, el Lincoln se dirigió de frente hacia el narval. Este lo dejó aproximarse. Pero cuando los separaban solo cien metros, se alejó sin tomarse la molestia de sumergirse. Durante una hora, el Lincoln no consiguió acercarse. Era evidente que no lo alcanzaría nunca.
–¡Ned Land! –gritó Farragut–. ¡¿Todavía quiere que echemos los botes al mar?!
–¡No, esa bestia no se dejará atrapar así como así! –respondió el canadiense–. ¡Arrimémonos lo más posible! ¡Voy a subirme en el bauprés y, si conseguimos acercarnos, lo arponearé!
La velocidad del Lincoln aumentó hasta hacer temblar los mástiles y, en varias ocasiones, el animal dejó que se le aproximara.
–¡Lo alcanzamos! –gritaba Ned, desde el bauprés.
Pero, cada vez que se disponía a lanzarle su arpón, el cetáceo se alejaba con rapidez. Y hasta se burló del barco, dándole una vuelta alrededor.
A mediodía, como estábamos igual que a las ocho de la mañana, el capitán decidió emplear un método más directo.
–Ahora, veremos si es más rápido que nuestros cañones. ¡Artilleros, a la batería de proa! –exclamó.
Inmediatamente, cargaron el cañón y la primera bala pasó por encima del animal.
–¡Que tire otro con mejor puntería! –ordenó Farragut–. ¡Quinientos dólares a quien atraviese a esa bestia infernal!
Un viejo artillero apuntó el cañón cuidadosamente. El tiro dio en el blanco y la tripulación lo festejó con tres hurras. Pero después de golpear al animal, la bala se deslizó por su superficie redondeada y se perdió en el mar.
–¡No es posible! –gritó, rabioso, el marinero–. ¡Ese maldito está cubierto con planchas de acero!
Farragut estaba dispuesto a seguirlo hasta que se cansara. Pero pasaron horas y horas sin que el monstruo diera ninguna señal de fatiga.
Cuando llegó la noche, desapareció. Creí que no lo veríamos más y que nuestra expedición había llegado a su fin. Sin embargo, a las once reapareció la claridad eléctrica a unos cinco kilómetros. El narval parecía inmóvil. ¿Acaso dormía? El capitán resolvió aprovechar la oportunidad y le ordenó a Ned Land instalarse de nuevo en el bauprés.
El Lincoln se movió despacio y detuvo sus máquinas a trescientos metros de su adversario. Después, para no sobresaltarlo, continuó avanzando por la fuerza de la inercia. A bordo, reinaba un profundo silencio. Ya estábamos muy cerca y el resplandor de aquel ser aumentaba. Cuando solo nos separaban seis metros del animal inmóvil, Ned Land levantó su brazo y lanzó el arpón. Por el sonido, pareció que el arma había dado contra un cuerpo duro. Inmediatamente, la claridad eléctrica se apagó y se produjo un choque espantoso. El golpe me lanzó por encima de la baranda y caí al mar.