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4. NED LAND

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El Lincoln salió del puerto entre cientos de pequeñas embarcaciones que querían verlo partir. También en los muelles, los curiosos agitaban miles de pañuelos para saludarlo. Hasta que entró en mar abierto, en las oscuras aguas del Atlántico.

El capitán Farragut estaba seguro de que el animal existía y había jurado que o mataba al narval o el narval lo mataría a él. Los hombres de la tripulación compartían su opinión. Calculaban las posibilidades de encontrarlo y, día y noche, observaban las aguas, a pesar de que todavía estábamos muy lejos del Pacífico.

El Lincoln tenía todo lo necesario para pescar al gigantesco cetáceo: desde arpones de mano hasta un excelente cañón instalado en la proa. Pero llevaba algo mejor aun: a Ned Land, el rey de los arponeros.

Ned Land era un canadiense alto, robusto y con una destreza sin igual en su peligroso oficio. Difícilmente una ballena o un cachalote escapaban a su arpón, porque no solo era fuerte, audaz y astuto, sino que, además, tenía una potente mirada telescópica. Creo que Farragut había acertado al contratar a ese hombre que, por sus ojos y sus brazos, valía tanto como toda la tripulación junta.

También, era serio y poco comunicativo, y cuando le llevaban la contra, Ned Land se enojaba muchísimo.

A mí me gustaba oírlo relatar sus aventuras en el mar. Y nunca le hablaba del narval gigantesco, porque era el único a bordo que no estaba convencido de su existencia. Hasta que, el 20 de agosto, tres semanas después de nuestra partida, le saqué el tema.

El Lincoln navegaba a sesenta kilómetros de las costas argentinas. En ocho días más, atravesaría el estrecho de Magallanes y entraría en el Pacífico, donde habían visto por última vez al monstruo. Sentados en la cubierta, Ned Land y yo charlábamos, mientras mirábamos el mar misterioso. Entonces mencioné al narval, y las posibilidades de éxito o de fracaso de nuestra expedición. Y como él me dejaba hablar sin decir nada, le pregunté:

–¿Tiene algún motivo para no creer en la existencia del cetáceo que perseguimos?

–Quizá, profesor Aronnax –me respondió.

–Pero usted no debería dudar, porque conoce mejor que nadie a esos grandes animales marinos.

–Justamente por eso desconfío. He perseguido, arponeado y matado muchos cetáceos. Pero ninguno podría haber roto el casco de acero de un buque.

–Sin embargo, está demostrado que el narval atravesó barcos con su diente.

–Yo no los vi y, hasta no tener pruebas de lo contrario, niego que las ballenas, los cachalotes o los narvales puedan hacer eso. Quizá, un pulpo gigantesco...

–Menos todavía, Ned. El pulpo no es un vertebrado y, por lo tanto, no es fuerte. Aunque midiese ciento cincuenta metros, resultaría inofensivo para barcos como el Scotia. Hay que dejar para los cuentos las proezas de los krakens o de otros monstruos de esa especie. Pero sí debemos aceptar que existe un mamífero poderoso, provisto de un diente con una extraordinaria fuerza de penetración.

–¿Y por qué debería ser tan poderoso?

–Porque como se lo ve poco en la superficie, debe vivir a grandes profundidades. Y allí hace falta una fuerza enorme para resistir la presión del mar. A medida que se desciende, el agua ejerce mayor presión sobre los cuerpos. Por ejemplo, si usted bajara a mil metros de profundidad, debería soportar diecisiete millones quinientos sesenta y ocho mil kilogramos. Y quedaría como si lo aplastara una aplanadora.

–¡Demonios! –exclamó el arponero.

–Si hay animales que viven en esas profundidades, calcule la resistencia de sus esqueletos.

–Deben estar fabricados con planchas de hierro de ocho pulgadas, como los buques acorazados.

–Así es. Y piense en el desastre que puede hacer un cuerpo tan fuerte contra el casco de un barco. Entonces, ¿lo convencí? –le pregunté, finalmente.

–Me convenció de una cosa, profesor. Me convenció de que, si esos animales existen en el fondo del mar, deben ser tan fuertes como usted dice.

–Pero si no existen, arponero testarudo, ¿cómo explica el accidente del Scotia?

–Porque... ¡porque eso no es verdad!

Su respuesta solo probaba que Ned Land era un obstinado. El accidente del Scotia no se podía negar. El agujero existía y la mejor prueba es que tuvieron que taparlo. Además, no se había hecho solo. Y como las culpables no eran ni rocas ni naves submarinas, tenía que ser obra del instrumento perforante de un animal. En mi opinión, ese animal pertenecía a la rama de los vertebrados, a la clase de los mamíferos, al grupo de los pisciformes y, finalmente, al orden de los cetáceos. Para saber más, había que disecar al monstruo. Para disecarlo, era necesario capturarlo. Y para capturarlo, había que arponearlo (lo que le tocaba hacer a Ned Land). Para arponearlo, había que verlo (lo que le correspondía a la tripulación), y para verlo había que encontrarlo (algo en lo que solo el azar podía ayudarnos).

20.000 leguas de viaje submarino

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