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5. TRAS EL NARVAL GIGANTESCO

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Desde el 6 de septiembre, el Lincoln navegó en las aguas del Pacífico, y los marineros y sus catalejos no tuvieron un instante de reposo. Día y noche observaban la superficie del océano. Yo también lo hacía. ¡Cuántas veces nos emocionamos al ver un lomo oscuro que se elevaba sobre las olas! El barco perseguía al animal y ¡nada! Siempre resultaba ser una simple ballena o un vulgar cachalote que desaparecían entre un montón de insultos.

Ned Land seguía sin creer en el monstruo, y más de cien veces discutí con él sobre ese asunto.

–No hay nada, profesor Aronnax –me respondía–. Y aunque su narval existiera, ¿qué posibilidades tenemos de encontrarlo? Dicen que lo vieron en el Pacífico. Pero pasa el tiempo y no asoma.

Durante los dos meses siguientes, todo pareció darle la razón al canadiense. El Lincoln había corrido detrás de ballenas, sin dejar un punto inexplorado entre las costas del Japón y las de América. Pero ¡nada! Entonces, la frustración dio paso a la rabia y, el 2 de noviembre, los marineros le comunicaron al capitán que querían regresar. Farragut les pidió tres días más. Si en ese plazo no aparecía el monstruo, volveríamos a Estados Unidos.

Pero llegó el 4 de noviembre, sin que se develara el misterio. Estábamos a trescientos kilómetros del Japón y el capitán Farragut, como había prometido, debía emprender el regreso al día siguiente.

Se acercaba la noche y el buque avanzaba a poca velocidad sobre un mar tranquilo. La tripulación, encaramada en los palos, observaba el horizonte. Grandes nubarrones ocultaban la luna pero, de vez en cuando, el oscuro océano resplandecía bajo un rayo de luz entre dos nubes. Conseil y yo también mirábamos atentamente.

–¿Te das cuenta? Esta resultó ser una aventura estúpida –le dije–. ¡Cuánto tiempo perdido! Y lo que es peor, creo que la gente va a burlarse de nosotros.

–Así es –respondió mi asistente, siempre con calma–. Y si el señor me permite, creo que lo tiene merecido. Cuando uno es un científico, no debe exponerse a...

Pero no pudo terminar su frase. En el silencio, se oyó una voz. Era la de Ned Land, que gritaba:

–¡Ey! ¡La cosa en cuestión, a sotavento!

20.000 leguas de viaje submarino

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