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7. UNA BALLENA DE ACERO

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Al caer, me sumergí unos metros. Pero soy buen nadador y pronto volví a la superficie. Lo primero que hice fue buscar el Lincoln con la vista. ¿Se habrían dado cuenta de mi desaparición? ¿Me rescatarían? Aunque todo estaba en tinieblas, divisé algo negro que se alejaba hacia el Este. Era el barco.

–¡Socorro! –grité.

La ropa se me pegaba al cuerpo y no me dejaba mover. ¡Me hundía! Volví a pedir socorro y la boca se me llenó de agua. Me estaba ahogando cuando, de pronto, una mano me llevó a la superficie y oí, sí, oí estas palabras:

–Si el señor fuera tan amable de apoyarse en mi hombro, nadaría con más facilidad.

–¡Eres tú! –dije, apretando el brazo de Conseil.

–Yo mismo, a las órdenes del señor.

–¿El choque también te lanzó al mar?

–No. Pero lo seguí al señor –contestó con naturalidad.

–¿Y el Lincoln?

–¡El Lincoln! –repitió Conseil–. Creo que el señor no debería contar con él. Mientras me tiraba al agua, oí que el timonel gritaba: “¡El diente del monstruo rompió la hélice y el timón!”. Y con esa avería no podrá volver a buscarnos.

–Entonces, estamos perdidos.

–Es posible –respondió mi fiel asistente–. Aunque todavía tenemos unas cuantas horas por delante. Y en unas horas pueden pasar muchas cosas.

La tranquilidad de Conseil me dio ánimo. Pero me costaba mantenerme a flote y él se dio cuenta. Entonces, con una navaja, cortó mi ropa y logré sacármela. Después, hice lo mismo con la suya y pudimos continuar nadando.

La situación era terrible. El barco sin timón no podría volver y nuestra única esperanza era que nos enviaran un bote. Teníamos que dividir nuestras fuerzas para poder esperarlos el mayor tiempo posible. Por turnos, uno haría la plancha, mientras el otro lo impulsaba hacia adelante. Pero a la una de la mañana estaba agotado y tenía las piernas acalambradas. Conseil me sostuvo hasta que lo oí jadear y comprendí que no resistiría mucho tiempo más.

–¡Déjame! ¡Déjame! –le dije.

–¡¿Abandonar al señor?! ¡Nunca! Antes me ahogaré yo.

En ese instante, apareció la luna entre dos nubes y la superficie del mar se iluminó. Entonces, divisamos el barco, a unos diez kilómetros, y ningún bote a la vista. De todos modos, Conseil gritó:

–¡Socorro! ¡Socorro!

Me pareció que un grito respondía a su pedido.

–¿Oíste? –le pregunté.

–¡Sí! ¡Sí! –me respondió y lanzó otro llamado desesperado.

Ya no había duda. ¡Una voz le contestaba! ¿Sería otra víctima del choque? ¿O venía de un bote?

Conseil hizo un gran esfuerzo y, apoyándose en mí, sacó medio cuerpo fuera del agua.

–¿Viste algo? –quise saber, lleno de ansiedad.

–Vi... –murmuró–. Mejor, sigamos nadando.

¿Qué podía haber visto? Por primera vez recordé al monstruo. Pero ¿y la voz?

Conseil volvió a remolcarme. De vez en cuando, levantaba la cabeza, miraba adelante y gritaba. Le respondía otro grito, cada vez más cercano. Para entonces, mi cuerpo no me obedecía y el frío me llegaba hasta los huesos. Levanté la cabeza por última vez, me hundí y choqué contra algo duro. Sentí que me sacaban a la superficie y me desmayé. Cuando volví a abrir los ojos, reconocí una cara.

–¡Ned! –exclamé.

–En persona –respondió el arponero.

–¿También se cayó al mar?

–Sí, pero tuve más suerte que usted. Rápidamente, llegué hasta este islote flotante o, mejor dicho, hasta su narval gigantesco. Entonces, comprendí por qué no lo hirió mi arpón.

–¿Por qué, Ned, por qué?

–Porque esta bestia, profesor, está hecha de acero.

Apenas oí esto, me paré sobre el ser u objeto semisumergido que nos servía de refugio y lo golpeé con el pie. Evidentemente, era un cuerpo duro y no la carne blanda de los grandes mamíferos marinos. Podía tratarse de un caparazón, lo que me permitiría clasificar al monstruo entre los reptiles anfibios, como las tortugas y los aligátores. Pero ese lomo negruzco era liso y brillante, respondía a los golpes con un sonido metálico y estaba hecho con planchas atornilladas. Era indudable: el animal que había intrigado a los científicos, el monstruo que despertó la imaginación de la gente era algo aun más asombroso. Estábamos sobre la superficie de un barco submarino, con la forma de un enorme pez.

–¿Estuvo inmóvil todo el tiempo? –pregunté.

–Sí, solo se deja mecer por las olas –respondió Ned.

–Sin embargo, sabemos que es muy veloz. Para producir esa velocidad hace falta un motor y para hacerlo funcionar, un maquinista. Por lo tanto... ¡estamos salvados!

En ese momento, y como confirmando mis palabras, oímos un ruido. Era una hélice que se había puesto en marcha.

–Mientras navegue sobre el agua, no me quejo –murmuró el arponero–. Pero si se sumerge, no doy dos dólares por mi pellejo.

Y no se equivocaba. Era urgente que nos comunicáramos con los seres encerrados dentro de la nave. Busqué una abertura, pero no encontré nada. Las olas nos golpeaban. Por suerte, Ned encontró una argolla fijada a la superficie del aparato, y nos aferramos a ella. Las nubes volvieron a hundirnos en la oscuridad. Recién cuando llegara el día podríamos hallar la forma de entrar en el barco submarino. Hasta entonces, nuestra salvación dependía de los planes de sus misteriosos tripulantes. Si se mantenían a flote, haríamos contacto con ellos cuando abrieran una escotilla. Porque debía haber una abertura que comunicara el interior con el exterior. Pero si decidían sumergirse, estaríamos perdidos.

Por fin, se hizo de día. Me disponía a examinar la especie de plataforma en la que estábamos parados, cuando el aparato inició un movimiento de inmersión.

–¡Por todos los diablos, abran! –gritó el canadiense, mientras golpeaba la superficie metálica.

Era difícil hacerse oír en medio del ensordecedor zumbido de la hélice. Pero, afortunadamente, el aparato se detuvo y escuchamos un ruido de herrajes. Luego, se abrió una escotilla, un hombre se asomó, lanzó un extraño grito y volvió a entrar. Algunos instantes después, ocho tripulantes aparecieron por la abertura y, silenciosamente, nos introdujeron en su formidable máquina.

20.000 leguas de viaje submarino

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