Читать книгу 20.000 leguas de viaje submarino - Julio Verne - Страница 12
8. ENCERRADOS
ОглавлениеCuando nos metieron en aquella prisión flotante, un helado escalofrío me recorrió la piel. ¿Con quién íbamos a encontrarnos? Sin duda, con una nueva especie de piratas.
Apenas se cerró la escotilla, nos envolvió una profunda oscuridad. Bajamos por una escalera de hierro. Después, se abrió una puerta por la que entramos en algún lugar. La puerta se cerró y nos quedamos solos. No podía imaginar dónde. La oscuridad era total.
–¡Por mil demonios! –exclamó Ned, indignado–. Esta gente no podría ser más grosera. Lo único que falta es que sean caníbales. Pero no dejaré que me coman sin protestar.
–No se enoje antes de tiempo –dijo suavemente Conseil–. Todavía no estamos en la parrilla.
–No. Por lo oscuro, más bien debemos estar en el horno –respondió el canadiense–. Afortunadamente, conservo mi cuchillo y veo lo suficiente como para usarlo. Al primero que me ponga la mano encima...
–Tranquilícese, Ned –le pedí–. Tal vez nos escuchan. Mejor, tratemos de averiguar dónde estamos.
Caminé a tientas y me topé con una pared de hierro. Pero no toqué ni puertas ni ventanas. De pronto, nuestro calabozo se iluminó tanto que no pude resistir el resplandor.
–¡Por fin se ve! –exclamó Ned Land quien, cuchillo en mano, tenía una actitud defensiva.
–Pero la situación sigue siendo oscura –comenté.
Ahora podía examinar mejor el lugar. Era una cabina pequeña. La puerta invisible debía estar herméticamente cerrada, pues no dejaba pasar ni el menor ruido. Todo parecía muerto en ese barco. ¿Se movía, se mantenía en la superficie o estaba sumergido en las profundidades del océano? No podía saberlo. Pero por algo habían iluminado la cabina. Seguro, pronto entraría alguien de la tripulación.
No me equivoqué. La puerta se abrió y aparecieron dos hombres. Uno era bajo y robusto. El otro merece una descripción más detallada. A simple vista, se notaba que era orgulloso, pues llevaba la cabeza en alto. Y sus ojos negros, de mirada firme y tranquila, mostraban inteligencia y valor. Era imposible calcular su edad. Alto, de frente ancha, nariz recta y dentadura magnífica, aquel hombre tenía un aspecto admirable. No supe por qué pero, frente a él, me sentí tranquilo y optimista.
Más tarde, comprobé que su vista era incluso mejor que la de Ned Land. ¡Y qué mirada tenía! ¡Veía en lo más profundo del mar y de las personas!
Los dos desconocidos llevaban gorros y botas de piel de foca y vestían unos trajes de un tejido muy particular. El más alto, evidentemente el jefe, le dijo algo a su compañero, en un idioma que no pude reconocer. El otro respondió con un movimiento de cabeza y añadió dos o tres palabras, también incomprensibles. Entonces, el jefe me dirigió una mirada con la que parecía interrogarme.
Dije, en francés, que no entendía su idioma. Pero él tampoco pareció comprenderme y la situación se complicó.
–De todos modos, cuénteles nuestra historia –me sugirió Conseil–. Es probable que entiendan algunas palabras del señor.
Comencé el relato sin olvidar un solo detalle. Les dije que yo era el profesor Aronnax, que Conseil era mi ayudante y Ned Land, el arponero del Lincoln. Me escucharon con atención y hasta con cortesía. Pero no pronunciaron una sola palabra y nada en sus caras indicó que hubieran comprendido mi historia.
Pensé que podríamos hacernos entender en inglés. Yo no lo hablaba bien, por eso le dije al arponero:
–¡Vamos, señor Land, use su mejor inglés, a ver si tiene más suerte!
Ned contó lo mismo que yo, pero de otra forma, con más animación. Luego, se quejó de que nos hubieran tomado prisioneros, amenazó con llevarlos a juicio, gesticuló y gritó. Finalmente, dio a entender, con gestos muy claros, que nos moríamos de hambre.
Sin embargo, nos dimos cuenta de que nuestros visitantes tampoco habían comprendido. No hablaban ni francés ni inglés. Entonces, Conseil me propuso:
–Puedo hablarles en alemán, si el señor me lo permite.
Y con su voz pausada, narró por tercera vez nuestras peripecias. Pero el alemán tampoco tuvo éxito y los dos desconocidos se fueron.
–¡Esto es una vergüenza! –se indignó Ned, una vez más–. ¡Les hablamos en francés, en inglés y en alemán, y estos bandidos no tienen la cortesía de responder!
–Cálmese –le dije al fogoso arponero–. Enojarse no conduce a nada.
–Pero profesor, ¿se da cuenta de que moriremos de hambre en esta jaula de hierro?
–Amigo, hace poco estuvimos en una situación peor –le recordé–. Antes de juzgar a la tripulación de este barco, esperemos a saber quiénes son.
–Yo sé quiénes son. Unos bandidos –aseguró Ned.
–Bueno, pero... ¿de qué país? –preguntó Conseil.
–Del país de los bandidos –replicó, simplemente.
–Ese país no existe. Es obvio que estos hombres no son ingleses, ni franceses, ni alemanes. ¿Serán árabes o indios? No sé. Su lengua es incomprensible.
–Para mí, se hacen los que no entienden –afirmó el canadiense–. En todo el mundo, abrir y cerrar la boca quiere decir que uno tiene hambre.
No había terminado de hablar, cuando entró un camarero. Nos traía ropa, hecha con un tejido que no había visto nunca. Y mientras los tres nos vestíamos, mudo y tal vez sordo, puso la mesa.
–¡Vaya, esto viene bien! –exclamó Conseil.
–¡Bah! –se quejó Ned–. ¿Qué se puede comer aquí? Hígado de tortuga o carne de perro marino...
Decididamente, era gente civilizada. Sobre la mesa, cubierta por un mantel, el camarero colocó una vajilla muy elegante. Cada cuchara, tenedor, cuchillo y plato tenía grabado MOBILIS N IN MOBILE, es decir: “Móvil en el elemento móvil”. La frase se refería al aparato submarino. Y la letra N era, sin duda, la inicial del enigmático capitán de la nave.
Estaba claro que nuestros anfitriones no querían dejarnos morir de hambre. Entonces, nos dedicamos a comer.
Después de la noche que habíamos pasado en el agua y cuando nuestro apetito quedó satisfecho, sentimos sueño. Mis compañeros no tardaron en dormirse profundamente. A mí me costó más. En mi cabeza se acumulaban las preguntas. ¿Dónde estábamos? ¿Bajo qué extraño poder habíamos caído? Sentí, o más bien creí sentir, que el aparato se hundía en el mar. Hasta que me fui calmando y me dormí.