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VII PREPARATIVOS

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Se comprenderá la excitación que la vista de aquel prodigioso mamífero produjo en la tripulación del Pilgrim.

La ballena que flotaba en medio de las aguas rojas parecía enorme y era muy tentador el capturarla y completar con ella el cargamento. ¿Podían los pescadores dejar escapar una ocasión semejante?

Sin embargo, la señora Weldon creyó deber preguntar al capitán Hull si había algún peligro para él y sus hombres en atacar a una ballena en tales condiciones.

—Ninguno, señora Weldon —respondió el capitán Hull—. Más de una vez me ha sucedido ir a pescar la ballena con una sola embarcación, y siempre he acabado por apoderarme de ella. Se lo repito, no hay ningún peligro para nosotros y por consiguiente para usted.

Tranquila ya con esto la señora Weldon, no insistió.

El capitán Hull tomó inmediatamente sus disposiciones para capturar a la yubarta. Sabía por experiencia que la persecución de este balenóptero no deja de ofrecer dificultades y quería prevenirlas.

Lo que dificultaba más la captura era que la tripulación del bergantín goleta no podía trabajar sino con una sola embarcación, a pesar de que el Pilgrim tenía una chalupa colocada sobre cubierta entre el palo mayor y el de mesana y tres botes balleneros, dos de ellos suspendidos de los pescantes de babor y estribor y el tercero a popa fuera del coronamiento.

Ordinariamente, estos tres balleneros se empleaban simultáneamente en la persecución de los cetáceos, lo cual podía hacerse como ya hemos dicho, porque se tomaba en Nueva Zelanda una tripulación de refuerzo que durante la temporada de pesca ayudaba a los marineros del Pilgrim.

Pero en las circunstancias actuales el Pilgrim no podía disponer más que de los cinco marineros de a bordo, es decir, que sólo podía armar uno de los botes balleneros. Utilizar el concurso de Tom y de sus compañeros, que desde luego se habían ofrecido, era imposible porque las maniobras de una piragua pesquera exigen marinos muy particularmente prácticos. Una guiñada del timón o un golpe de remo en falso bastan para comprometer la suerte del ballenero durante el ataque.

Por otra parte, el capitán Hull no quería dejar a su buque sin que quedase en él a lo menos un hombre de la tripulación en quien tuviera confianza; era necesario prevenir cualquier eventualidad.

Ahora bien, obligado el capitán Hull a escoger a los marineros más fuertes para tripular el bote, forzosamente tenía que dejar el cuidado de guardar el Pilgrim al grumete.

—Dick —le dijo—, te encargo de que quedes a bordo durante mi ausencia, que será corta, según espero.

—Bien, señor —respondió el grumete.

Dick Sand hubiera querido tomar parte en esta pesca que tenía para él un gran atractivo; pero comprendió por una parte, que los brazos de un hombre hecho valían más que los suyos para el servicio del ballenero y, por otra parte, que él podía reemplazar al capitán Hull. Se resignó por consiguiente.

La tripulación del ballenero debía componerse de los cinco hombres, incluso el contramaestre Howik, que formaban la tripulación del Pilgrim. Los cuatro marineros debían ponerse a los remos y Howik tomaría el remo de popa, que sirve para gobernar una embarcación de este género. En efecto, un simple timón no tendría una acción tan pronta, y en el caso de que los remos de las bandas se pusieran fuera de servicio, el remo de popa, bien manejado, podía poner al ballenero fuera del alcance del monstruo.

Quedaba por tanto el capitán Hull, que se había reservado la plaza de arponero, y que, como ya él había dicho, no era ésta la primera vez que la desempeñaba. Él, por consiguiente, debía lanzar primero el arpón, después cuidar del desarrollo del largo sedal fijo a su extremo, y por último concluir con el animal a lanzadas cuando volviera a la superficie del océano.

Los pescadores de ballenas emplean algunas veces armas de fuego para este género de pesca. Por medio de una máquina especial (especie de pequeño cañón colocado a bordo del buque, en la proa del bote ballenero), lanzan o un arpón al que va unida en su extremidad una cuerda, o balas explosivas que producen gran destrozo en el cuerpo del animal.

Pero el Pilgrim no iba provisto de semejantes aparatos, que son, por lo demás, de mucho coste y muy difíciles de manejar; y como los pescadores son pocos amigos de las innovaciones, prefieren emplear las armas primitivas, de las que se sirven hábilmente, es decir, el arpón y la lanza.

El capitán Hull iba a intentar, por consiguiente, por los medios ordinarios capturar a la yubarta señalada a cinco millas de su buque.

El tiempo, por lo demás, debía favorecer esta expedición; la mar muy tranquila era a propósito para las maniobras de un bote ballenero. El viento tendía a calmarse y el Pilgrim no debía derivar de una manera sensible mientras su tripulación estuviera ocupada a distancia.

El bote ballenero de estribor fue arriado y los cuatro marineros se embarcaron en él.

Howik hizo poner en el bote dos de esos grandes venablos que sirven de arpones, y además dos largas lanzas con punta muy aguzada. A estas armas ofensivas añadió cinco paquetes de cuerda flexibles y resistentes que los balleneros llaman sedales y que miden seiscientos pies de longitud. No se necesita menos, porque frecuentemente sucede que estas cuerdas, unidas por los extremos, no bastan para lo que se necesita; tanta es la profundidad a que la ballena se sumerge.

Tales fueron los diversos aparatos cuidadosamente colocados en la proa de la embarcación.

Howik y los cuatro marineros no esperaban más que la orden de soltar la amarra.

Un solo lugar estaba libre en la proa del ballenero, el que debía de ocupar el capitán Hull.

Por supuesto que la tripulación del Pilgrim antes de salir de a bordo había puesto el buque al pairo, o de otro modo habían braceado las vergas, de manera que las velas, contrariando su acción mutua, mantuvieran al bergantín goleta casi inmóvil.

En el momento de embarcarse, el capitán Hull echó una última mirada a su buque. Se aseguró de que todo estaba en orden, las drizas bien amarradas y las velas convenientemente orientadas; toda vez que dejaba al grumete a bordo durante una ausencia que podía durar muchas horas, quería con razón que Dick Sand no tuviera que ejecutar ni una sola maniobra a no ser en caso de urgencia.

En el momento de partir le dio sus últimas instrucciones.

—Dick —le dijo—, te dejo solo. Vela por todo, y si, lo que no es posible, fuera necesario que pusieras en marcha el barco en el caso de que nosotros fuéramos arrastrados demasiado lejos en la persecución de esta yubarta, Tom y sus compañeros podrán perfectamente ayudarte. Indicándoles bien lo que han de hacer, estoy seguro de que lo harán.

—Sí, capitán Hull —respondió el viejo Tom—, el señor Dick puede contar con nosotros.

—Mande, mande —gritó Bat—, tenemos gran deseo de serle útiles.

—¿De dónde hay que tirar? —preguntó Hércules remangándose las anchas mangas de su blusa.

—Por ahora de ninguna parte —respondió Dick Sand sonriendo.

—A sus órdenes —replicó el coloso.

—Dick —dijo el capitán—, el tiempo es bueno, el viento ha amainado, nada indica que vuelva a refrescar. Sobre todo, suceda lo que suceda, no eches ningún bote al mar, ni dejes el buque.

—Comprendido.

—Si fuera necesario que el Pilgrim fuera a buscarnos, te haré una señal izando una bandera en el extremo de un bichero.

—Vaya tranquilo, capitán; no perderé de vista el ballenero —respondió Dick Sand.

—Bien, hijo mío —replicó el capitán Hull—, valor y serenidad, ya eres capitán interino; haz honor a tu grado; nadie a tu edad lo ha tenido semejante.

Dick Sand no respondió, pero se sonrojó sonriéndose. El capitán Hull comprendió su sonrojo y se echó a reír.

—El bravo muchacho —dijo para sí—, es todo modestia y buen humor.

A pesar de todas estas recomendaciones, era visible que aunque ningún peligro había para hacerlas, el capitán Hull no dejaba con gusto su barco, ni aun por unas pocas horas. Pero un irresistible instinto de pescador, y sobre todo el ardiente deseo de completar su cargamento de aceite, y de no quedar mal con los compromisos contraídos por James W. Weldon en Valparaíso, le impulsaban a intentar la aventura. Por otra parte, una mar tan serena se prestaba perfectamente a la persecución de un cetáceo. Ni su tripulación ni él habrían podido resistir a semejante tentación. La campaña de pesca podría al fin completarse, y esta última consideración sobrepujaba a todas en el corazón del capitán Hull.

Se dirigió, pues, a la escala.

—Buena suerte —le dijo la señora Weldon.

—Gracias, señora.

—Le ruego que no haga mucho daño a la pobre ballena —gritó Jack.

—No, hijo mío —replicó el capitán Hull.

—Cójala suavemente, señor.

—Sí, Jack, con guantes.

—Algunas veces —observó el primo Benedicto— se suelen recolectar insectos muy curiosos sobre el dorso de esos grandes mamíferos.

—Pues bien, señor Benedicto —respondió riendo el capitán Hull—, tendrá el derecho de entomologizar cuando la yubarta se encuentre a bordo del Pilgrim.

Y volviéndose hacia Tom, le dijo:

—Tom, cuento contigo y con tus compañeros para que nos ayudéis a descuartizar la ballena cuando esté amarrada al casco del buque, lo cual no tardará en suceder.

—Siempre a su disposición, señor —respondió el viejo negro.

—Bien —replicó el capitán Hull—. Dick, esta buena gente te ayudará a preparar los barriles vacíos; durante nuestra ausencia, que los suban sobre cubierta, y de este modo la tarea se concluirá pronto a nuestra vuelta.

—Así se hará, capitán.

Para los que lo ignoren, conviene decir que, una vez muerta la yubarta, debía ser remolcada hasta el Pilgrim, y amarrada sólidamente a su costado de estribor. Después los marineros, calzados de botas con garfios, debían instalarse sobre el dorso del enorme cetáceo, y despedazarlo metódicamente cortándolo en tiras paralelas, dirigidas desde la cabeza a la cola. Estas tiras serían enseguida cortadas en trozos de pie y medio, y después divididas en pedazos más pequeños, los cuales, tras haber sido bien estibados en los barriles, serían enviados al fondo de la bodega.

Ordinariamente los buques balleneros, cuando ha concluido la pesca, maniobran de manera que puedan acercarse a tierra lo antes posible, a fin de concluir sus manipulaciones. La tripulación baja a tierra, y allí procede a la fusión de la grasa, la cual bajo la acción del calor deja toda su parte utilizable, es decir, el aceite.

Pero en las circunstancias actuales, el capitán Hull no podía pensar en volver atrás para concluir esta operación. Pensaba no fundir este complemento de grasa hasta llegar a Valparaíso. Por lo demás, con los vientos, que no podían tardar en soplar del oeste, esperaba haber reconocido la costa americana antes de veinte días, y esta pérdida de tiempo no podía comprometer los resultados de su pesca.

Llegó el momento de partir. Antes de que el Pilgrim se hubiera puesto al pairo, se había acercado un poco al lugar en que la yubarta continuaba señalando su presencia por los surtidores de vapor de agua.

La yubarta continuaba flotando en medio de aquel vasto campo, rojo de crustáceos, abriendo automáticamente su ancha boca, y absorbiendo a cada aspiración millones de animalitos.

Al decir de los inteligentes de a bordo, no había temor de que pensara escapar. Era, a no dudar, una ballena de combate.

El capitán Hull traspasó los parapetos y bajando la escala de cuerda, saltó a la proa del bote ballenero.

La señora Weldon, Jack, el primo Benedicto, Tom y sus compañeros, se despidieron por última vez del capitán, deseándole buena suerte.

Hasta el mismo Dingo, enderezándose sobre sus patas y asomando su cabeza por entre las cuerdas, parecía querer dar un adiós a la tripulación del ballenero. Enseguida acudieron todos a proa, a fin de no perder ninguna peripecia de tan admirable pesca.

El ballenero se separó de a bordo y bajo el impulso de sus cuatro remos vigorosamente manejados, empezó a alejarse del Pilgrim.

—Mucho cuidado, Dick, mucho cuidado —gritó por última vez el capitán Hull al grumete.

—Cuente conmigo, señor.

—No pierdas de vista el buque, ni tampoco al ballenero en que vamos, hijo mío, no lo olvides.

—Así lo haré, capitán —respondió Dick Sand, que fue a colocarse junto al timón.

Ya la ligera embarcación se encontraba a muchos cientos de pies del buque, y el capitán Hull de pie en la proa, no pudiendo hacerse oír, renovaba sus recomendaciones con gestos expresivos.

Entonces Dingo, con las patas apoyadas sobre las vagras, dio una especie de ladrido lastimero, que hubiera impresionado desfavorablemente a la gente algún tanto supersticiosa.


—Mucho cuidado, Dick —gritó por última vez el capitán Hull.


—Lo vigilaré —respondió sencillamente Hércules.

Este ladrido hizo estremecer aun a la misma señora Weldon.

—Dingo —le dijo—, Dingo, ¿es así como das valor a unos amigos? Vamos, da un ladrido bien claro, bien alegre.

Pero el perro no ladró, y dejándose caer sobre las patas, fue lentamente hacia la señora Weldon, y le lamió cariñosamente la mano.

—No mueve la cola... —murmuró Tom a media voz—. ¡Mala señal, mala señal!

Pero casi enseguida, Dingo se irguió y dio un aullido de cólera.

La señora Weldon volvió la cara.

Negoro acababa de dejar su puesto y se dirigía hacia el castillo de proa, con la intención, sin duda, de seguir él también con la vista las maniobras del ballenero.

Dingo se lanzó al cocinero dominado por el más vivo e inexplicable furor.

Negoro cogió un espeque y se puso a la defensiva.

El perro iba a saltarle al cuello.

—Aquí, Dingo, aquí —gritó Dick Sand que, abandonando por un instante su sitio de observación, corrió hacia proa.

La señora Weldon por su parte trató de calmar al perro.

Dingo obedeció, no sin repugnancia, y volvió gruñendo sordamente hacia donde estaba el grumete.

Negoro no había pronunciado ni una palabra, pero su rostro había palidecido un instante. Dejó caer su espeque y volvió a su camarote.

—Hércules —dijo Dick Sand—, le encargo muy especialmente que vigile a ese hombre.

—Lo vigilaré —respondió sencillamente Hércules, cuyos enormes puños se cerraron en señal de asentimiento.

La señora Weldon y Dick Sand volvieron entonces la vista hacia el ballenero que marchaba rápidamente al impulso de sus cuatro remos.

Visto desde el buque no formaba ya casi más que un punto sobre el mar.

Un capitán de quince años

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