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VIII LA YUBARTA

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El capitán Hull, experimentado pescador de ballenas, no debía dejar nada al azar. La captura de una yubarta es cosa difícil; no debe descuidarse ninguna precaución, y en esta ocasión no se olvidó ninguna.

Primeramente maniobró de manera que se aproximaron a la ballena por sotavento a fin de que ningún ruido pudiera denunciarle la aproximación del bote.

Howik dirigió el ballenero siguiendo la curva demasiado prolongada que delineaba el banco rojizo, en medio del cual flotaba la yubarta. De este modo debían darle la vuelta.

El contramaestre destinado para esta maniobra era un marino de gran serenidad que inspiraba mucha confianza al capitán Hull, y del cual no había que temer ni una duda ni una distracción.

—Atención a gobernar, Howik —dijo el capitán Hull—, probaremos a sorprender a la yubarta, no nos descubramos hasta que no estemos a distancia de poderla arponear.

—Comprendido, señor —respondió el contramaestre—, seguiremos la curva de las aguas rojizas de modo que siempre estemos a sotavento.

—Bueno —dijo el capitán Hull—. Muchachos, el menor ruido posible al bogar.

Los remos, provistos de palletes, maniobraban a la sordina.

La embarcación, diestramente dirigida por el contramaestre, había llegado al ancho banco de crustáceos. Los remos de estribor se mojaban todavía en el agua verde y límpida, mientras que los de babor levantaban el líquido rojizo y parecían chorrear gotas de sangre.

—Vino y agua —dijo uno de los marineros.

—Sí —respondió el capitán Hull—, pero ni esa agua ni ese vino se pueden beber. Vamos, muchachos, no hablemos más y a remar firme.

El ballenero, dirigido por el contramaestre, se deslizaba sin ruido por la superficie de las aguas medio grasientas como si flotara sobre una balsa de aceite.

La yubarta no se movía ni parecía haber visto todavía la embarcación que describía un círculo a su alrededor.

Describiendo este círculo, el capitán Hull se separaba necesariamente del Pilgrim, al que la distancia hacía cada vez menor.

Éste es un admirable efecto de la rapidez con que los objetos disminuyen en la mar. Parece que se los mira por el extremo mayor de unos anteojos. Esta ilusión óptica depende evidentemente de que no hay punto de comparación en tan grandes espacios. Así sucedía respecto del Pilgrim, cuyo tamaño iba disminuyendo a la vista del capitán y parecía mucho más alejado de lo que realmente estaba.

Media hora después de haber dejado el buque, el capitán Hull y sus compañeros se encontraban precisamente a sotavento de la ballena, de tal modo que ésta ocupaba un punto intermedio entre el buque y el bote.

Era, pues, el momento de aproximarse haciendo el menor ruido posible. No era por tanto imposible acercarse a ella por el costado antes de despertar su atención y arponearla desde una distancia conveniente.

—Bogad más despacio, muchachos —dijo el capitán Hull en voz baja.

—Me parece —replicó Howik— que la yubarta ha oído alguna cosa. Sopla con menos violencia que lo hacía hace poco.

—Silencio, silencio —repitió el capitán Hull.

Cinco minutos después el bote ballenero se encontraba a un cable de la yubarta.

El contramaestre, de pie en la popa, maniobró de manera que pudiera aproximarse por el costado izquierdo del mamífero, pero evitando con el mayor cuidado pasar al alcance de la formidable cola, un solo golpe de la cual hubiera bastado para destrozar la embarcación.

El capitán Hull iba a proa con las piernas un poco abiertas para sostenerse mejor, llevando en la mano el instrumento con el que iba a lanzar el primer golpe.

Podía contarse con su destreza para fijar el arpón en la masa espesa que sobresalía de las aguas.

Cerca del capitán, en una tina, estaba enroscado el primero de los cinco sedales sólidamente sujeto al arpón, y al cual se irían empalmando sucesivamente los otros cuatro, si la ballena se sumergía a grandes profundidades.

—¿Estamos ya, muchachos? —murmuró el capitán Hull.

—Sí —respondió Howik, asegurando fuertemente el remo en sus anchas manos.

—Atraca, atraca.

El contramaestre obedeció la orden y el bote se puso a menos de diez pies del animal.

Éste no se movía y parecía dormir. Las ballenas que son sorprendidas así durante el sueño, ofrecen una caza fácil, y sucede muchas veces que basta lanzarles un golpe para herirlas mortalmente.

—Es muy extraña esta inmovilidad —pensó el capitán Hull—. La pícara no debe dormir, y sin embargo... Aquí hay algo raro.

Éste era también el pensamiento del contramaestre, que trataba de ver el costado opuesto del animal.

Pero no era el momento para reflexionar, sino para atacar.

El capitán Hull, agarrando el arpón por el centro de la caña, lo balanceó muchas veces a fin de asegurar mejor la certeza del golpe, apuntando mientras tanto al costado de la yubarta. Después lo proyectó con toda la fuerza de su brazo.

—Atrás, atrás —gritó enseguida.

Y los marineros, remando a un tiempo, hicieron retroceder rápidamente el bote con la intención de ponerlo prudentemente al abrigo de las sacudidas de la cola del cetáceo.

Pero en aquel momento un grito del contramaestre hizo comprender la causa a que se debía que la ballena hubiera estado tanto tiempo y tan extraordinariamente inmóvil en la superficie del mar.

—¡Un ballenato! —dijo.

En efecto, la yubarta, después de haber sido herida por el arpón, se había vuelto completamente sobre el costado, descubriendo de este modo un ballenato, al cual estaba dando de mamar.

El capitán Hull sabía perfectamente que esta circunstancia había de hacer mucho más difícil la captura de la yubarta. La madre se defendería evidentemente con más furor, tanto por ella misma como para proteger a su pequeñuelo, si es que se puede dar este epíteto a un animal que no mediría menos de veinte pies.


El bote ballenero se encontraba a un cable de la yubarta.

Sin embargo, la yubarta no se precipitó inmediatamente sobre la embarcación, como se hubiera podido temer, y no hubo ocasión de cortar bruscamente el sedal que la retenía al arpón, a fin de tomar la huida. Por el contrario, y como sucede la mayor parte de las veces, la ballena, seguida del ballenato, se sumergió primero trazando una línea muy oblicua; después, levantándose de un salto formidable, comenzó a nadar entre dos aguas con una extrema rapidez.

Pero antes de que hubiera podido sumergirse la primera vez, el capitán Hull y el contramaestre, ambos de pie, habían tenido tiempo de verla y apreciar, por consiguiente, su justo valor.

En realidad era la yubarta un balenóptero de las mayores dimensiones. Desde la cabeza a la cola medía lo menos ochenta pies. Su piel, de un color oscuro amarillento, estaba como salpicada de numerosas manchas de un color pardo más oscuro.

Verdaderamente hubiera sido lástima, después de un ataque tan felizmente principiado, verse en la necesidad de abandonar tan rica presa.

La persecución, o mejor dicho el remolque, había comenzado; el bote ballenero, cuyos remos se habían levantado, seguía a la ballena con la velocidad de una flecha. Howik lo mantenía imperturbablemente a pesar de sus rápidas y espantosas oscilaciones.

El capitán Hull, siempre en la proa, no cesaba de hacer oír su eterno consejo:

—Vigila bien, Howik, vigila bien.

Y podía estar seguro de que no faltaría ni por un instante la vigilancia del contramaestre.

Entre tanto, como el bote ballenero no marchaba tan deprisa como la ballena, el sedal del arpón se desarrollaba con tal velocidad, que pudo temerse que con el frote sobre las bordas se prendiera fuego. El capitán Hull tuvo, pues, el cuidado de conservar el sedal mojado, llenando de agua la tina en cuyo fondo estaba arrollado.

Como la yubarta no parecía detenerse en su huida, ni querer moderarla, hubo que amarrar el segundo sedal al extremo del primero, que no tardó en ser arrastrado con la misma velocidad.

Al cabo de cinco minutos hubo que empalmar el tercer sedal, que también se sumergió en el agua.

La yubarta no se detenía. Evidentemente, el arpón no había penetrado en ninguna parte vital de su cuerpo. Podía observarse también por la oblicuidad que acusaba el sedal, que, en lugar de volver a la superficie, el animal se sumergía cada vez más en los abismos profundos.

—Diablo —exclamó el capitán Hull—, esta pícara nos va a llevar los cinco sedales.

—Y nos arrastrará a mucha distancia del Pilgrim —respondió el contramaestre.

—Por fuerza ha de volver a respirar a la superficie —respondió el capitán Hull—. No es un pez cualquiera y tendrá que hacer su provisión de aire como un simple particular.

—Aguantará la respiración para correr mejor —dijo riendo uno de los marineros.

En efecto, el sedal continuaba desarrollándose con la misma velocidad. En breve al tercero fue preciso añadir un cuarto, lo cual no dejó de inquietar algún tanto a los marineros respecto a su futura parte en la presa.

—Diablo, diablo —murmuró el capitán Hull—, no he visto nunca una cosa como ésta. ¡El demonio de la yubarta!

Por fin, hubo que poner el quinto sedal, y ya iba largada más de la mitad cuando la velocidad pareció detenerse.

—Bueno, bueno —dijo el capitán Hull—, el sedal tiene menos tensión; la yubarta se fatiga.

En este momento el Pilgrim se encontraba a más de cinco millas a sotavento del ballenero. El capitán Hull izó una bandera al extremo del bichero haciendo señales de aproximarse.

Casi enseguida se vio a Dick Sand, ayudado por Tom y sus compañeros, comenzar a bracear las vergas procurando orientarlas al viento lo mejor posible.

Pero la brisa era muy escasa y mal orientada. No soplaba sino a intervalos de muy corta duración, y ciertamente que el Pilgrim tendría gran trabajo en reunirse con el bote, si es que podía alcanzarle.

Entre tanto, y como se había previsto, la yubarta volvió a respirar a la superficie del agua con el arpón siempre fijo en su costado. A poco se quedó casi inmóvil, como esperando a su ballenato, al que esta carrera furiosa debió dejar muy lejos.

El capitán Hull hizo forzar los remos a fin de aproximarse a él, y en breve no le separó más que una corta distancia.

Se levantaron dos remos y dos marineros se armaron, como ya lo había hecho el capitán, con largas lanzas destinadas a herir al animal.

Howik entonces maniobró hábilmente manteniéndose dispuesto a hacer girar rápidamente la embarcación, en el caso en que la ballena se volviese bruscamente sobre ellos.

—Atención —gritó el capitán Hull—; que no se pierda ni un golpe. Apuntad bien, muchachos. ¿Estamos, Howik?

—Estoy preparado, señor; pero una cosa me atormenta. Es que el animal, después de haber huido tan rápidamente, está en este momento demasiado tranquilo.

—En efecto, Howik, esto me parece sospechoso.

—Desconfiemos.

—Sí, pero demos de proa.

El capitán Hull se animaba cada vez más. La embarcación siguió aproximándose.

La yubarta no hacía más que revolverse en su sitio. Quizá trataba de encontrar a su ballenato que no estaba junto a ella. De repente hizo un movimiento con la cola, que lo alejó unos treinta pies.

¿Iba a huir otra vez y habría que continuar la interminable persecución por la superficie de las aguas?

—Atención —gritó el capitán Hull—, el animal va a tomar carrera para lanzarse sobre nosotros. Gobierna, Howik, gobierna.

En efecto, la yubarta había maniobrado de tal modo que se presentaba de frente al ballenero. Enseguida, batiendo violentamente el mar con sus enormes aletas, se precipitó hacia delante.

El contramaestre, que esperaba este golpe directo, maniobró de tal suerte que la yubarta pasó de largo junto a la embarcación, pero sin tocarla.

El capitán Hull y los dos marineros le arrojaron tres vigorosas lanzadas a su paso, tratando de herirla en algún órgano vital.

La yubarta se detuvo, y arrojando a una gran altura dos columnas de agua mezclada con sangre, volvió de nuevo sobre la embarcación, dando saltos y con un aspecto espantoso.

Era necesario que estos marinos fuesen pescadores determinados para no perder la cabeza en esta ocasión.

Howik evitó otra vez diestramente el ataque de la yubarta, lanzando la embarcación hacia un costado.

Tres nuevos golpes diestramente dirigidos hicieron en el animal otras tres nuevas heridas. Pero al pasar golpeó tan fuertemente el agua con su formidable cola, que levantó una enorme ola, tal que parecía que el mar se había desconcertado súbitamente.

El bote estuvo a punto de zozobrar, y el agua, entrando por encima, lo llenó hasta la mitad.

—El balde, el balde —gritó el capitán Hull.

Los dos marineros, abandonando sus remos, se pusieron a vaciar rápidamente el bote, mientras que el capitán cortaba el sedal, que ya entonces era inútil.

No; el animal, furioso por el dolor, no pensaba en huir. A su vez atacaba, y su agonía amenazaba ser terrible.


El bote estuvo a punto de zozobrar.

Por tercera vez se volvió, como dicen los marinos, frente a frente, y se precipitó de nuevo sobre la embarcación.

Pero el bote ballenero, medio lleno de agua, no podía maniobrar con la misma facilidad. En estas condiciones, ¿cómo evitaría el choque que le amenazaba? Si no gobernaba, con mayor razón no podría huir.

Y además, por veloz que hubiera sido la embarcación, la rápida yubarta la habría alcanzado con algunos saltos. No había más remedio en este caso que atacar, no había más que defenderse.

El capitán Hull no se engañó.

El tercer ataque del animal no pudo evitarlo completamente. Al pasar rozó al ballenero con su enorme aleta dorsal, pero con tal fuerza que Howik fue derribado de su banco.

Esta vez las tres lanzas, desgraciadamente desviadas por la oscilación, no dieron en el blanco.

—¡Howik! ¡Howik! —gritó el capitán, que se había sostenido en pie con gran dificultad.

—¡Presente! —respondió el contramaestre levantándose.

Pero entonces vio que en su caída se había roto por medio el remo de popa.

—Otro remo —dijo el capitán Hull.

—Ya está —respondió Howik.

En este momento se produjo bajo las aguas una especie de hervidero a algunas toesas solamente de la embarcación.

El ballenato acababa de reaparecer. La yubarta le vio y se precipitó hacia él.

Esta circunstancia no podía hacer otra cosa más que dar a la lucha un carácter más terrible. La yubarta iba a batirse por dos.

El capitán Hull miró hacia donde estaba el Pilgrim, su mano agitó frenéticamente el bichero con la bandera.

¿Qué podía hacer Dick Sand que ya no hubiera hecho desde la primera señal del capitán? Las velas del Pilgrim estaban orientadas, y el viento comenzaba a hincharlas. Desgraciadamente, el bergantín goleta no tenía una hélice cuya acción pudiera aumentarse para marchar con más rapidez. Echar una de las embarcaciones al mar y correr en socorro del capitán con ayuda de los negros, habría sido una pérdida de tiempo considerable, y además el grumete tenía orden de no abandonar el buque sucediera lo que sucediera. Sin embargo, hizo descolgar de los pescantes la canoa de popa y la llevó a remolque a fin de que el capitán y sus compañeros pudiesen refugiarse en ella si era necesario.


La yubarta se revolvió, saltó y con su cola removió formidablemente las aguas.

En este momento, la yubarta, cubriendo al ballenato con su cuerpo, había vuelto a la carga. Esta vez maniobró de manera que pudiera alcanzar directamente a la embarcación.

—Atención, Howik —gritó por última vez el capitán Hull.

Pero el contramaestre estaba, por así decirlo, desarmado. En vez de una palanca, cuya longitud le daba fuerza, no tenía en la mano más que un remo relativamente corto. Trató de virar de bordo. Fue imposible.

Los marineros comprendieron que estaban perdidos, y dando un grito terrible, que debió ser oído en el Pilgrim, todos se levantaron.

El monstruo acababa de dar al bote un terrible coletazo en la quilla.

La embarcación, lanzada al aire con una violencia irresistible, cayó rota en tres pedazos en medio de las olas furiosamente agitadas por los saltos de la ballena.

Los infortunados marineros, aunque gravemente heridos, tal vez habrían tenido fuerza para sostenerse aún, ya nadando, ya agarrándose a alguno de los restos flotantes.

Esto mismo fue lo que hizo el capitán Hull, al que se vio un instante izar al contramaestre sobre los restos del bote.

Pero la yubarta, en los últimos grados de su furor, se revolvió, saltó y con su cola tal vez en la agitación de una agonía terrible, removió formidablemente las aguas turbadas en las que nadaban aún aquellos desgraciados.

Durante algunos instantes no se vio más que una tromba líquida esparcirse en haces por todos lados.

Un cuarto de hora después, cuando Dick Sand, que seguido por los negros se había precipitado a la canoa, llegó al teatro de la catástrofe, todo ser viviente había desaparecido. No quedaban más que algunos restos del bote ballenero en la superficie de las aguas teñidas de sangre.

Un capitán de quince años

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