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III EL OBJETO PERDIDO

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Al grito dado por Dick Sand, toda la tripulación se puso en pie; los que no estaban de cuarto subieron a cubierta; el capitán Hull dejó su camarote y se dirigió a popa.

La señora Weldon, Nan y hasta el indiferente primo Benedicto, fueron a apoyarse sobre la banda de estribor, de manera que pudieran ver el objeto señalado por el joven grumete.

Sólo Negoro no abandonó el chiribitil que le servía de cocina; como siempre, entre toda la tripulación fue el único a quien no parecía interesar el encuentro de un objeto en el mar.

Todos en aquel instante miraban con atención el objeto flotante que las olas mecían a tres millas del Pilgrim.

—¿Qué podrá ser eso? —decía un marinero.

—Alguna balsa abandonada —respondía otro.

—¿Habrá acaso en esa balsa algunos desgraciados náufragos? —dijo la señora Weldon.

—Ya lo sabremos —respondió el capitán Hull—, pero ese objeto no es una balsa, es el casco de un buque escorado sobre el costado...

—¡Eh! ¿No será acaso algún animal marino, algún mamífero de gran corpulencia? —observó el primo Benedicto.

—No lo creo —respondió el grumete.

—¿Qué crees tú que sea, Dick? —preguntó la señora Weldon.

—El casco de un buque volcado, como ha dicho el capitán, señora Weldon. Aún me parece que veo su forro de cobre brillar al sol.

—Sí... en efecto... —respondió el capitán Hull.

Después, dirigiéndose al timonel, le dijo:

—Bolton, pon el timón al viento; mete un cuarto de modo que pasemos al costado de ese objeto.

—Sí, señor —respondió el timonel.

—Pero —repuso el primo Benedicto— yo estoy seguro de lo que he dicho, positivamente es un animal.

—Entonces —respondió el capitán Hull—, será un cetáceo de cobre, porque positivamente también le veo relucir al sol.

—En todo caso, primo Benedicto —añadió la señora Weldon—, habrás de concedernos que ese cetáceo está muerto, porque es bien cierto que no hace el menor movimiento.

—Eh, prima Weldon —respondió el primo Benedicto, que, obstinado en su opinión, no sería la primera vez que se encontrara una ballena durmiendo sobre la superficie de las aguas.

—En efecto —respondió el capitán Hull—, pero hoy no se trata de una ballena, sino de un barco.

—Ya lo veremos —repuso el primo Benedicto, que hubiera dado en aquel momento todo los mamíferos de los mares árticos o antárticos por un insecto de una especie rara.

—Gobierna, Bolton —gritó de nuevo el capitán Hull—, y no abordes el objeto. Pasa a distancia de un cable. Si no, nos podemos hacer gran daño con ese casco y podría causarnos alguna avería, y no me gustaría que con él chocara el costado del Pilgrim. Orza un poco, Bolton, orza.

La proa del Pilgrim, que había sido dirigida hacia el objeto perdido que se veía, varió un poco de dirección por un ligero movimiento del timón.

El bergantín goleta se encontraba entonces a una milla del casco zozobrado, y los marineros lo observaban atentamente. ¿Acaso contendría un cargamento de valor que sería posible trasladar al Pilgrim? Sabido es que en estos salvamentos la tercera parte del valor pertenece a los salvadores, y en el caso presente, si el cargamento no estaba averiado, los marineros de la tripulación habrían hecho, como ellos dicen, un buen negocio. Sería éste un desquite que les consolaría de su escasa pesca.

Un cuarto de hora después se encontraba el objeto a media milla del Pilgrim.

Era un buque que se presentaba por la banda de estribor. Sumergido hasta los parapetos, tenía tal inclinación, que hubiera sido casi imposible mantenerse sobre cubierta. De su arboladura no se veía nada; de los portaobenques colgaban algunos cabos de hilo roto y las cadenas rotas de las vigotas. Sobre la banda de estribor se abría un ancho agujero entre las cuadernas y los bordajes hundidos.

—Este barco ha sido abordado —exclamó Dick Sand.

—Sin duda —respondió el capitán Hull—, y es un milagro que no se haya sumergido inmediatamente.

—Si ha sido abordado —observó la señora Weldon—, es de creer que la tripulación de este barco habrá sido recogida por los del que le abordaron.

—Eso es de creer, señora Weldon —respondió el capitán Hull—, a no ser que su tripulación haya buscado refugio en sus mismos botes después de la colisión y en el caso en que el buque abordado hubiera continuado su camino, lo cual se ha visto por desgracia alguna vez.

—¿Es eso posible? Sería dar una prueba de una inhumanidad muy grande.

—Sí, señora Weldon... sí... y no faltan ejemplos. En cuanto a la tripulación de este barco, lo que hace creer que hace mucho tiempo que lo abandonó es que no diviso ni un solo bote, y a menos que la gente de a bordo no haya sido recogida, creo que habrán tratado de ganar tierra. Aunque a la distancia del continente americano o de las islas del océano, es de temer que no hayan podido conseguirlo.

—Tal vez —dijo la señora Weldon—, no se conozca jamás el secreto de esta catástrofe. Sin embargo, es posible que haya a bordo todavía algún hombre de la tripulación.

—Eso no es probable, señora Weldon —respondió el capitán Hull—; nuestra aproximación hubiera sido ya notada y nos habrían hecho alguna señal. Ahora nos aseguraremos.

—Orza un poco, Bolton, orza —gritó el capitán Hull indicando con la mano el camino que debía seguir.

El Pilgrim estaba sólo a tres cables del objeto y ya no podía dudarse que aquel casco había sido abandonado completamente por toda su tripulación.

Pero en aquel momento Dick Sand hizo un gesto reclamando imperiosamente el silencio.

—Escuchen, escuchen —dijo.

Todos prestaron atención.

—Oigo como un ladrido —exclamó Dick Sand.

En efecto, se oía resonar un ladrido en el interior del casco. Indudablemente, en él había un perro vivo, tal vez aprisionado, porque era posible que los pañoles estuvieran herméticamente cerrados. Pero no se podía ver; la cubierta del buque aún no era visible.

—Señor Hull —dijo la señora Weldon— aunque no haya ahí más que un perro, lo salvaremos.

—Sí... sí... —dijo Jack—, lo salvaremos... Yo le daré de comer... nos querrá mucho... mamá, voy a buscar para él un terrón de azúcar.

—Estáte quieto, hijo mío —respondió la señora Weldon sonriéndose—; creo que el pobre animal estará muriendo de hambre y que ha de agradarle más un buen pastel que tu terrón de azúcar.

—Pues bien, que le den mi sopa —exclamó Jack—; yo puedo pasar muy bien sin ella.

En aquel momento los ladridos se oían más distintamente; sólo unos trescientos pies separaban a los dos barcos; casi enseguida un perro de gran tamaño apareció sobre los parapetos de estribor y se sujetó a ellos ladrando más desesperadamente que nunca.

—Howik —dijo el capitán Hull volviéndose hacia el contramaestre del Pilgrim—, póngase al pairo y que arríen el bote pequeño.

—Tente bien, tente bien, perro mío —gritó Jack al animal, que parecía responderle con un ladrido medio ahogado.

El velamen del Pilgrim fue orientado con rapidez de manera que el buque estuviese casi inmóvil a menos de medio cable del casco sumergido.

Arriaron el bote, y el capitán Hull, Dick Sand y dos marineros se embarcaron en él enseguida.

El perro continuaba ladrando; trataba de sostenerse sobre el parapeto, pero a cada instante caía en la cubierta; habríase dicho que sus ladridos no se dirigían entonces ya a los que iban hacia él. ¿Se dirigían a marineros o pasajeros encerrados en aquel buque?

«¿Habrá a bordo algún náufrago que haya sobrevivido?» se preguntaba la señora Weldon.

El bote del Pilgrim iba a llegar en algunos golpes de remo al casco sumergido.

Pero de pronto los ladridos del perro se modificaron. A los primeros ladridos que invitaban a los salvadores a acudir sucedieron unos ladridos furiosos. Sin duda la cólera más violenta excitaba a aquel singular animal.

—¿Qué tendrá este perro? —dijo el capitán Hull, mientras el bote daba la vuelta a la popa del buque a fin de acercarse a la parte de la cubierta sumergida bajo el agua.

Lo que no podía entonces observar el capitán Hull, lo que no pudo ser observando ni aun a bordo del Pilgrim, fue que el furor del perro se manifestó precisamente en el momento en que Negoro, dejando su cocina, acababa de dirigirse hacia el castillo de proa.

¿Conocía el perro, y había reconocido éste al maestro cocinero? Era muy inverosímil. De todos modos, Negoro, cuyo entrecejo se había de pronto fruncido un instante, volvió a entrar en la cámara de la tripulación después de haber mirado al perro sin manifestar ninguna sorpresa.

Entretanto el bote había dado la vuelta a la popa del barco. Sobre ella se leía este solo nombre: Waldeck.

Waldeck y ninguna cosa más que designara el puerto a que pertenecía. Pero en las formas del casco y en ciertos detalles que un marino conoce al primer golpe de vista, el capitán Hull había reconocido que este barco era de construcción americana: su nombre lo confirmaba además. Y ahora este casco era todo lo que quedaba de un bergantín de quinientas toneladas.

En la proa del Waldeck una ancha abertura indicaba el sitio en que se había producido el choque.

Como consecuencia de haberse vuelto el casco, esta abertura se encontraba entonces a cinco o seis pies fuera del agua, lo que explicaba por qué el bergantín aún no había zozobrado.

Sobre la cubierta, que el capitán Hull veía en toda su extensión, no había nadie.

El perro, que había abandonado el parapeto, se dejaba escurrir hasta el pañol central que estaba abierto, y allí ladraba unas veces al interior y otras al exterior.

—Ciertamente que este animal no está solo a bordo —observó Dick Sand.

—No, en verdad —respondió el capitán Hull.


¿Conocía el perro, y había reconocido éste al maestro cocinero?

El bote siguió entonces a lo largo del parapeto de babor, que estaba medio sumergido. Seguramente que una mar un poco gruesa habría hecho zozobrar completamente al Waldeck.

La cubierta del bergantín estaba barrida de un extremo a otro. No quedaba sobre ella más que algunos pedazos del palo mayor y del de mesana, ambos rotos a dos pies por encima del ensamblaje y que debían haber caído al golpe, llevándose tras de sí los obenques, los brandales y las escalas de maniobra. Sin embargo, a todo lo lejos que podía extenderse la vista no se veía ningún otro objeto alrededor del Waldeck, lo cual parecía indicar que la catástrofe hacía muchos días que había ocurrido.

—Si algunos desgraciados han sobrevivido a la colisión —dijo el capitán Hull— es probable que el hambre o la sed hayan acabado con ellos, porque el agua ha debido entrar en la despensa. No debe haber a bordo más que cadáveres.

—No —exclamó Dick Sand—, no. El perro no ladraría así; ahí hay seres vivos.

En este momento el perro, respondiendo a la voz del grumete, se dejó escurrir al mar y nadó trabajosamente hacia el bote, porque parecía estar extenuado.

Al ser recogido, el animal se precipitó ardientemente, no hacia un pedazo de pan que Dick Sand le presentó primero, sino hacia un balde que contenía un poco de agua dulce.

—Este pobre animal está muerto de sed —exclamó Dick Sand.

Buscaron entonces un lugar a propósito para atracar el bote con más seguridad al Waldeck, y con ese objeto se separaron algunas brazas. El perro debió evidentemente creer que sus salvadores no querían subir a bordo, porque se agarró a la chaqueta de Dick Sand y comenzó con nueva fuerza sus lastimeros ladridos.

Le comprendieron. Su pantomima y su lenguaje eran tan claros como hubiera podido serlo la lengua de un hombre. El bote avanzó enseguida hasta la serviola de babor. Allí los dos marineros lo amarraron sólidamente, mientras que el capitán Hull y Dick Sand, poniendo el pie en la cubierta al mismo tiempo que el perro, se izaban no sin trabajo hasta el pañol que se abría entre los pedazos de los dos mástiles.

Por este pañol bajaron los dos a la bodega.

La bodega del Waldeck, medio llena de agua, no contenía ninguna mercancía. El bergantín navegaba en lastre, con lastre de arena que se había escurrido hacia babor y que contribuía a sostener el barco escorado. Por este lado no había salvamento posible.

—Aquí no hay nadie —dijo el capitán Hull.

—Nadie —respondió el grumete después de haberse adelantado hasta la parte anterior de la bodega.

Pero el perro, que estaba sobre cubierta, continuaba ladrando, y parecía llamar más imperiosamente la atención del capitán.

—Subamos —dijo el capitán Hull al grumete—, y ambos volvieron a aparecer sobre cubierta.

El perro corrió hacia ellos y trató de llevarles hacia la toldilla.

Le siguieron hasta el cuadrado; allí había cinco cuerpos, cinco cadáveres sin duda, tumbados en el suelo. A la luz del día que penetraba por la claraboya, el capitán Hull reconoció los cuerpos de cinco negros.

Dick Sand, que iba del uno al otro, creyó sentir que los infortunados respiraban aún.


El perro nadó trabajosamente hacia el bote.

—¡A bordo! ¡A bordo! —gritó el capitán Hull—, y llamaron a los dos marineros que guardaban la embarcación, los cuales ayudaron a transportar a los náufragos fuera de la toldilla, lo cual no se realizó sin trabajo; pero dos minutos después los cinco negros estaban tendidos en el bote sin que ninguno de ellos tuviera conciencia de lo que se hacía para salvarlos. Algunas gotas de cordial y un poco de agua fresca prudentemente administrada, podían tal vez volverles a la vida.

El Pilgrim se mantenía a medio cable del casco naufragado, y el bote en breve se atracó a él.

Echaron un cabo desde la berga mayor, y los negros, subidos de uno en uno, descansaron por fin en la cubierta del Pilgrim. El perro les había acompañado.

—¡Desgraciados! —exclamó la señora Weldon viendo a estas pobres gentes que no eran más que cuerpos inermes.

—¡Viven, señora Weldon! ¡Los salvaremos, sí, los salvaremos! —dijo Dick Sand.

—¿Qué les habrá sucedido? —preguntó el primo Benedicto.

—Esperad a que puedan hablar —respondió el capitán Hull—, y nos contarán su historia. Pero ante todo démosles de beber un poco de agua con algunas gotas de ron.

—Después, volviéndose —gritó:

—¡Negoro!

A este nombre el perro se irguió como si hubiera estado en acecho, con el pelo erizado y la boca abierta.

Entre tanto, el cocinero no aparecía.

—¡Negoro! —repitió el capitán Hull.

El perro dio de nuevo señales de un extremado furor.

Negoro salió de la cocina. Apenas se mostró en la cubierta cuando el perro se precipitó sobre él y quiso saltarle al cuello.

De un golpe con la badila con que estaba armado, rechazó al animal, al cual algunos marineros acudieron a contener.

—¿Es que conoce a ese perro? —preguntó el capitán Hull al maestro cocinero.

—¿Yo? —respondió Negoro—. No lo he visto jamás.

—¡Es singular! —murmuró Dick Sand.

Un capitán de quince años

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