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II RUSOS Y TÁRTAROS
ОглавлениеSi el zar había abandonado tan pronto los salones del Palacio Nuevo en el momento en que la fiesta que daba a las autoridades civiles y militares y a los principales personajes de Moscú estaba en pleno apogeo, era indudablemente porque grandes acontecimientos se estaban desarrollando al otro lado de las fronteras de los Urales. ¡Ya no había duda! Una formidable invasión amenazaba sustraer al dominio ruso las provincias de Siberia.
La Rusia asiática, o Siberia, cubre una superficie de quinientas sesenta mil leguas pobladas por unos dos millones de habitantes. Se extiende desde los montes Urales, que la separan de la Rusia europea, hasta el litoral del océano Glacial, desde el mar de Kara hasta el estrecho de Bering. Está formada por los gobiernos o provincias de Tobolsk, Yeniseisk, Irkutsk, Omsk y Yakutsk; comprende los distritos de Okhotsk y de Kamschatka, y posee dos países ya sometidos a la dominación moscovita, el país de los kirguises y el de los chutches.
Esta inmensa extensión de estepas, que ocupa más de ciento diez grados de oeste a este, es, a la vez, una tierra de deportación para los criminales y un lugar de exilio para los condenados a destierro.
Dos gobiernos generales representan la autoridad suprema de los zares en este extenso país, de los cuales el uno reside en Irkutsk, capital de la Siberia oriental, y el otro en Tobolsk, capital de la Siberia occidental. El río Chuna, afluente del Yenisei, separa las dos Siberias.
Ningún ferrocarril surca todavía estas inmensas llanuras, algunas de las cuales son verdaderamente fertilísimas, ni sirve para la explotación de los yacimientos de minerales que hacen a Siberia más rica por su subsuelo que por su superficie. Viájase por estos parajes en diligencias o carros en verano, y en trineo en invierno.
Un solo sistema de comunicación, el telegráfico, une las dos fronteras de este y oeste de Siberia por medio de un cable que mide más de ocho mil verstas de longitud.
Más allá de los Urales pasa por Ekaterinburg, Kassimow, Tiumen, Ichim, Omsk, Elamsk, Kolyvan, Tomsk, Krasnoiarsk, Nijni-Oudinsk, Irkutsk, Verkne-Nertschimk, Strelink, Albazine, Blagowstenks, Radde, Orlomskaya, Alexandrowskoe, Nicolaevsk, y cobra seis rublos y diecinueve copecs por cada palabra transmitida de un extremo a otro. De Irkutsk un ramal se une a Kiatka en la frontera mogola, y de allá a treinta copecs por palabra los telegramas van a Pekín en catorce días. Este cable, tendido desde Ekaterinburg a Nikolaevsk, es el que acababa de ser cortado más allá de Tomsk y pocas horas después entre Tomsk y Kolyvan. Por eso el zar, después de haber recibido la noticia que le dio por segunda vez el general Kissoff, había respondido estas solas palabras: «Un correo, rápido».
Hacía pocos momentos que el zar se hallaba inmóvil en la ventana de su gabinete, cuando los ujieres abrieron de nuevo la puerta y apareció en el umbral el jefe superior de policía.
—Entra, general —dijo el zar con voz grave—, y dime todo lo que sepas de Iván Ogaref.
—Es un hombre muy peligroso, señor —respondió el jefe superior de policía.
—¿Tenía el grado de coronel?
—Sí, señor.
—¿Era un jefe inteligente?
—Muy inteligente, pero muy díscolo, y de una ambición desenfrenada incapaz de retroceder. Pronto se mezcló en intrigas secretas, y por eso fue destituido por Su Alteza el gran duque, y después desterrado a Siberia.
—¿En qué época?
—Hace dos años. Indultado después de seis meses de destierro, por el favor de Su Majestad, volvió a Rusia.
—Y desde entonces ¿no ha vuelto a Siberia?
—Sí, señor. Volvió, pero esta vez voluntariamente —respondió el jefe superior de policía.
Y añadió en voz baja:
—En otro tiempo, señor, el que iba a Siberia no volvía.
—Pues bien, mientras yo viva, Siberia es y será un país de donde se vuelva.
El zar tenía motivos para pronunciar estas palabras con verdadero orgullo, porque ha mostrado muchas veces por su clemencia que la justicia rusa sabe perdonar.
El jefe superior de policía no respondió, pero era evidente que no se mostraba partidario de las medias tintas. En su opinión, el hombre que había pasado los montes Urales custodiado por la policía, no debía volver a atravesarlos nunca. Pero no sucedía así en el nuevo régimen, y el jefe superior de policía lo deploraba sinceramente. Ya no había destierros perpetuos por otros crímenes que los del derecho común. Desterrados políticos volvían de Tobolsk, Yakutsk e Irkutsk. Es verdad que el jefe de policía, acostumbrado a las decisiones autocráticas de los ucases inexorables de otro tiempo, no comprendía aquella manera de gobernar. Sin embargo, guardó silencio, esperando que el zar le interrogase de nuevo.
No se hicieron esperar las preguntas.
—Iván Ogaref —preguntó el zar—, ¿no ha vuelto por segunda vez a Rusia después de este viaje a las provincias de Siberia, viaje cuyo verdadero motivo desconocemos?
—Ha vuelto.
—Y después de su vuelta ¿ha perdido su pista la policía?
—No, señor, porque un condenado no es verdaderamente peligroso, sino desde el día en que ha recibido el indulto.
El zar frunció por un momento el ceño. Quizá el jefe superior de policía pudo temer que había ido demasiado lejos, aun cuando su adhesión sin límites al zar era por lo menos igual a su obstinación en sus ideas; pero el zar, sin fijarse en la reconvención indirecta que se había hecho a su política interior, continuó con sus concisas preguntas.
—¿Dónde estaba últimamente Iván Ogaref?
—En el gobierno de Perm.
—¿En qué ciudad?
—En el mismo Perm.
—¿Qué hacía allí?
—No parecía que tuviese allí ocupación alguna, y su conducta no daba nada que sospechar.
—¿No estaba bajo la vigilancia de la policía?
—No, señor.
—¿Cuándo salió de Perm?
—Hacia el mes de marzo.
—¿Y adónde se dirigió?
—Se ignora.
—¿Y desde esa época no se sabe de él?
—No, señor.
—Pues bien, yo lo sé —respondió el zar—. Se me han dirigido avisos anónimos que no han pasado por la oficina de la policía, y en vista de los hechos que ahora se suceden al otro lado de la frontera, tengo motivos para creer que esos anónimos eran exactos.
—¿Quiere decir Vuestra Majestad —exclamó el jefe superior de policía —que Iván Ogaref tiene algo que ver con la invasión tártara?
—Sí, general. Y voy a comunicarte lo que ignoras. Iván Ogaref, después de salir del territorio de Perm, ha pasado los montes Urales, ha entrado en Siberia, en las estepas de los kirguises y allí ha tratado de sublevar, no sin éxito, aquellas poblaciones nómadas. Después ha bajado más al Sur hasta el Turquestán libre y allí, en los khanatos de Bukhara, de Khokhand y de Kunduze, ha encontrado jefes dispuestos a lanzar sus hordas tártaras sobre las provincias de Siberia y a suscitar una invasión general del imperio ruso en Asia. El movimiento ha sido fomentado secretamente, pero acaba de estallar como el rayo, y ahora las vías y los medios de comunicación están cortados entre Siberia occidental y Siberia oriental. Además, Iván Ogaref, sediento de venganza, quiere atentar contra la vida de mi hermano.
El zar se había ido excitando mientras hablaba, y se paseaba precipitadamente por la estancia. El jefe superior de policía no respondió, pero en su interior se decía que en los tiempos en que los emperadores de Rusia no indultaban jamás a un desterrado, no habrían podido realizarse los proyectos de Iván Ogaref.
Pocos instantes transcurrieron, durante los cuales el jefe superior de policía guardó silencio. Después, acercándose al zar, que se había dejado caer en un sillón, dijo:
—Vuestra Majestad habrá dado sin duda órdenes para que sea rechazada lo más pronto posible esa invasión.
—Sí —respondió el zar—. El último mensaje que ha podido llegar a Nijni-Oudinsk ordenaba poner en movimiento las tropas de los gobiernos de Yeniseisk, de Irkutsk, de Yakutsk y las de las provincias de Amur y el lago Baikal. Al mismo tiempo, los regimientos de Perm y de NijniNovgorof y los cosacos de la frontera se dirigen a marchas forzadas hacia los Urales; pero, por desgracia, tendrán que pasar algunas semanas antes de que puedan hallarse a la vista de las columnas tártaras.
—Sí, general. Y voy a comunicarte lo que ignoras.
—Perdonadme, Vuestra Majestad.
—¿Y el hermano de Vuestra Majestad, Su Alteza el gran duque, aislado en este momento en el gobierno de Irkutsk, no está ya en comunicación directa con Moscú?
—No.
—Pero por los últimos despachos debe saber las medidas que Vuestra Majestad ha tomado y los auxilios que puede esperar de los gobiernos más cercanos al de Irkutsk.
—Las sabe —respondió el zar—, pero lo que ignora es que Iván Ogaref hará el papel de traidor al mismo tiempo que el de rebelde, y que es su enemigo personal y encarnizado. Iván Ogaref debe al gran duque su primera desgracia, y lo peor es que el gran duque no conoce a ese hombre. El proyecto de Iván Ogaref es entrar en Irkutsk, y allí, bajo un nombre falso, ofrecer sus servicios al gran duque; y cuando haya conquistado su confianza y los tártaros cerquen la ciudad, él la entregará y con ella a mi hermano, cuya vida está directamente amenazada. Tales son mis noticias; esto es lo que ignora el gran duque, y lo que debe saber necesariamente lo más pronto posible.
—Pues bien, señor, un correo inteligente, con coraje...
—Lo estoy preparando.
—Y que actúe con rapidez —añadió el jefe superior de policía—, porque Vuestra Majestad me permitirá añadir que Siberia es tierra propicia a las rebeliones.
—¿Quiere decir, general, que los desterrados harían causa común con los invasores? —exclamó el zar, que no fue dueño de sí mismo ante la insinuación del jefe superior de policía.
—Perdonadme, Vuestra Majestad —respondió balbuceando el jefe superior de policía, porque aquel era precisamente el pensamiento que su espíritu inquieto y desconfiado le acababa de sugerir.
—Creo que hay más patriotismo que todo eso en los desterrados —respondió el zar.
—No todos los desterrados son políticos; los hay de otras clases en Siberia —respondió el jefe superior de policía.
—¡Los criminales! ¡Oh general! ¡A ésos los dejo de tu cuenta! Son la hez del género humano; no pertenecen a ningún país. Pero la sublevación no se hace contra el emperador, sino contra Rusia, contra este país al cual todavía los desterrados esperan volver a ver... y que volverán a ver sin duda... no, jamás un ruso se aliará con un tártaro para debilitar, ni siquiera por una hora, el poder moscovita.
El zar tenía razón para creer en el patriotismo de aquellos a quienes su política mantenía momentáneamente alejados. La clemencia, que era la base de su justicia cuando podía controlarla por sí mismo, las medidas de tolerancia que había adoptado en la aplicación de los ucases tan terribles en otro tiempo, le garantizaban contra todo error en este punto. Pero aun sin este poderoso elemento de éxito para la invasión tártara, las circunstancias no dejaban de ser gravísimas, porque era de temer que una gran parte de la población kirguís se uniese a los invasores.
Los kirguises se dividen en tres hordas: la grande, la pequeña y la mediana, y cuentan una cuatrocientas mil tiendas, o sea dos millones de almas. De estas diversas tribus, unas son independientes y otras reconocen la soberanía ya de Rusia, ya de los khanes de Khiva, Khokhand y de Bukara, es decir, de los jefes más temibles de Turquestán. La horda mediana, la más rica, es al mismo tiempo la más numerosa, y sus campamentos ocupan todo el espacio comprendido entre los ríos Sara-Su, Irtich, e Ichim superior, el lago Hadisang y el lago Aksakal. La horda grande, que ocupa las comarcas situadas al este de la mediana, se extiende hasta los gobiernos de Omsk y de Tobolks. Por tanto, si estas poblaciones kirguises se sublevaban, la invasión de la Rusia asiática sería completa y desde luego quedaría separada de Siberia al este del Yenisei.
Es verdad que estos kirguises, bisoños en el arte de la guerra, son ladrones nocturnos y asaltantes de caravanas más que soldados regulares, y como ha dicho Levchine, «un frente cerrado y un cuadro de buena infantería resiste a la masa de kirguises más numerosa y un solo cañón puede destruir un número espantoso de ellos».
Sin embargo, para que esto suceda, es necesario que ese cañón y esa buena infantería lleguen al país sublevado y que las bocas de fuego salgan de los parques de las provincias rusas, que distan de aquel país dos o tres mil verstas. Ahora bien, las estepas, con frecuencia pantanosas, no son fácilmente practicables, a excepción del camino directo de Ekaterinburg a Irkutsk, y ciertamente debían transcurrir muchas semanas antes de que las tropas rusas pudieran hallarse en disposión de rechazar a las hordas tártaras.
Omsk es el centro de la organización militar de Siberia occidental, encargada de tener a raya las poblaciones kirguises. Allí están las fronteras, atacadas más de una vez por esos nómadas no totalmente sometidos; y en el ministerio de la Guerra se temía con fundamento que Omsk se hallase seriamente amenazada. La línea de colonias militares es decir de las guarniciones de cosacos escalonadas desde Omsk hasta Semipalatinsk, era de temer que hubiera sido cortada en varios puntos. Además, posiblemente los grandes sultanes que gobiernan los distritos kirguises hubieran aceptado voluntariamente o tenido que sufrir contra su voluntad la dominación de los tártaros, musulmanes como ellos, y que se hubiese unido al odio suscitado por la esclavitud el que provenía del antagonismo entre las religiones griega y musulmana. En efecto, desde hace mucho tiempo los territorios del Turquestán y, principalmente, los de los khanatos de Bukhara, Kokhand y Kunduze, trataban de sustraer ya por la fuerza, ya por la persuasión, las hordas kirguises a la dominación moscovita.
Digamos algunas palabras sobre estos tártaros.
Los tártaros pertenecen principalmente a dos razas distintas: la caucásica y la mongola. La raza caucásica, dice Abel de Rémusat, «se considera en Europa como el tipo de belleza de nuestra especie, porque de ella han salido todos los pueblos de esta parte del mundo», reúne bajo una misma denominación a los turcos y a los indígenas de origen persa. La raza puramente mongólica comprende a los mogoles, los manchúes y los tibetanos. Los tártaros que amenazaban entonces el imperio ruso eran de raza caucásica y ocupaban principalmente el Turquestán. Este vasto país está dividido en diferentes estados, gobernados por khanes de donde viene la denominación de khanatos. Los principales khanatos son los de Bukhara, Khiva, Khokhand, Kunduze, etc.
En aquella época el khanato más importante y el más temible era el de Bukhara. Rusia había tenido ya que luchar varias veces con sus jefes, los cuales, movidos de un interés personal, habían sostenido la independencia de los kirguises contra la dominación moscovita con el objeto de imponerles otro yugo. El jefe actual, Feofar-Khan, seguía la misma conducta política que sus predecesores.
El khanatgo de Bukhara se extiende de norte a sur entre el paralelo 37 y el 41, y de este a oeste entre los 61 y 66 grados de longitud, es decir, en una superficie de 10.000 leguas cuadradas poco más o menos.
Se cuenta en este estado una población de dos millones y medio de habitantes, un ejército de sesenta mil hombres de infantería, que en tiempo de guerra puede triplicarse, y treinta mil soldados de caballería. Es un país rico, variado en sus producciones animal, vegetal y mineral y que se ha aumentado con la anexión de los territorios de Balkh, de Aukoi y de Meimaneh. Posee 19 ciudades importantes: Bukhara, ceñida de una muralla que mide más de ocho millas inglesas y flanqueada de torres, que fue cantada por Avicena y otros sabios del siglo X y está considerada como el centro del saber musulmán y como una de las más célebres poblaciones del Asia central; Samarcanda, que posee el sepulcro de Tamerlán y aquel palacio célebre donde se conserva la piedra azul sobre la cual debe sentarse todo nuevo khan a su advenimiento, ciudad defendida por una ciudadela en extremo fortificada; Karschi, con su triple recinto, situada en un oasis rodeado de un pantano lleno de tortugas y lagartos, lo cual la hace casi impenetrable; Chardyui, defendida por una población de más de veinte mil almas; y en fin, Katta-Kurgan, Nurata, Dyzia, Paikande, Karakul, Khuzar, etc., que forman un conjunto de poblaciones difíciles de someter. Este khanato de Bukhara, protegido por sus montañas, aislado en medio de sus estepas, es, pues, un estado verdaderamente temible, y Rusia, para dominarle, se vería obligada a emplear fuerzas muy importantes.
Ahora bien, el ambicioso y feroz Feofar, que gobernaba entonces aquel rincón de Tartaria, apoyado por los demás khanes, y principalmente por los de Khorkhand y Kunduce, guerreros crueles y rapaces, dispuestos siempre a lanzarse a las empresas más gratas al instinto tártaro, y ayudado por los jefes que mandaban todas las hordas del Asia central, se había puesto a la cabeza de la invasión, de la que era cerebro Iván Ogaref. Este traidor, impulsado por una ambición insensata, tanto como por el odio, había organizado el movimiento de manera que cortase la gran ruta siberiana.
Era una locura, en verdad, pensar que podía desmembrar el imperio moscovita. Sin embargo, bajo su inspiración el emir (título que toman los khanes de Bukhara) había lanzado sus hordas más allá de la frontera rusa. Había invadido primero el gobierno de Semipalatinsk, y los cosacos que lo guarnecían con poca fuerza, se habían visto obligados a retroceder delante de él. Después había avanzado sobre el lago Balkhach, sublevando las poblaciones kirguises a su paso, saqueando, asolando, alistando en sus filas a los que se sometían, capturando a los que se resistían y trasladándose de una ciudad a otra, seguido de la impedimenta típica de un soberano oriental, que podía llamarse su casa civil, mujeres y esclavas, todo con la audacia de un moderno Gengis Khan.
¿Dónde estaba en aquel momento? ¿Hasta dónde habían llegado sus soldados en el instante en que la noticia llegaba a Moscú? ¿Hasta qué punto de Siberia habían tenido que retroceder las tropas rusas? No podía saberse. Las comunicaciones estaban interrumpidas. ¿El cable eléctrico entre Kolyvan y Tomsk había sido cortado por algunas avanzadillas del ejército tártaro, o había llegado el emir hasta las provincias del Yeniseisk? ¿Estaba insurreccionada toda la baja Siberia? ¿Se extendía ya la sublevación hasta las regiones del este? Nadie podía decirlo. El único agente que no teme ni el frío ni el calor, al cual ni los rigores del invierno ni los del verano pueden detener, que vuela con la rapidez del rayo, la corriente eléctrica, no podía ya circular a través de la estepa, y no era posible avisar al gran duque, encerrado en Irkutsk, sobre el grave peligro que le amenazaba por la traición de Iván Ogaref.
Sólo un correo podría reemplazar la corriente eléctrica interrumpida. Sería necesario darle cierto tiempo para atravesar las cinco mil doscientas verstas (5.532 kilómetros) que separan a Moscú de Irkutsk. Para atravesar las filas de los rebeldes y de los invasores debía desplegar a un mismo tiempo un valor y un talento, por decirlo así, sobrehumanos. Pero con inteligencia y corazón se llega lejos.
«¿Encontraré esa cabeza y ese corazón?» —se preguntaba el zar.