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ОглавлениеSÁTIRA II
El tema de esta sátira es la homosexualidad. Pero hay que decir enseguida: la homosexualidad masculina. La femenina, el lesbianismo, no interesó a Juvenal ni, por lo que vemos, a los literatos latinos en general. Un mínimo escarceo de Marcial (VII 67) contra una atleta que mostraba semejantes inclinaciones y muy poca cosa más parece ser, en este tema, todo. En su larguísima sátira VI contra las mujeres, la única lacra que casi no aparece es ésta. Algo parece haber en la sátira VI (v. 311). Y sería difícil adivinar por qué el tema no interesó a los literatos romanos.
Parece que los modernos estudios de medicina y de psicología permiten distinguir claramente algunos tipos muy diferenciados de homosexualidad masculina. Uno sería el de los hombres a los que repugnan las mujeres; el mismo Juvenal parece aludir a él en un pasaje de su sátira VI (vv. 33-37):
Y si de estas salidas no te place ninguna, ¿no piensas que más te valdría dormir con un garzón? Un garzón no te armará un escándalo nocturno, no te pedirá regalillos por acostarse contigo y no te echará en cara que ahorres tu virilidad y que no soples según sus antojos.
Tal puede ser el caso también de hombres que durante largo tiempo se ven imposibilitados de convivir con mujeres, por ejemplo los marineros, los presos, los antiguos espartanos en campaña... En estos casos no parece que se menoscabe la virilidad, y ellos tampoco interesaron a Juvenal.
Hay otro tipo de homosexualidad de causas mucho más complejas. Hay hombres que no se avienen a serlo, que preferirían ser mujeres. Se niegan a ser parte activa en la práctica del amor, y cultivan una presentación de sí en buena parte femenina. En el vestido, en sus andamios, en su modo de hablar y de comportarse. Y ésta es la homosexualidad que en esta segunda sátira ataca Juvenal.
Estos homosexuales no son una pandilla ni organizada ni homogénea. El poeta nos la presenta en cuatro escenas, en las que cada una presenta un caso peor que el anterior. Helas aquí: 1. los hipócritas; 2. los homosexuales que dejan entrever su condición; 3. la sociedad secreta, y 4. Graco pavoneándose de su desvergüenza.
El primer grupo (vv. 1-63) nos pone al corriente de un grupo romano muy peculiar, el de aquellos que se las dan de filósofos no epicúreos, sino estoicos, revistiéndose de todas las apariencias de éstos, pero que en realidad son unos farsantes de la peor calaña, pues ocultamente practican perversiones de todo tipo. Y es la meretriz Laronia quien les pone en solfa, audaz y desvergonzada, pero sincera. El pasaje no tiene desperdicio.
Cambio de escena (vv. 64-81). Ahora aparece no un estoico de profesión, sino un maestro de moralidad, un abogado especializado en perseguir judicialmente esposas infieles para hacerlas condenar según las leyes vigentes que protegen la fidelidad en el matrimonio. Se las da de predicador severo como un republicano romano de la vieja época, y como un conservador de todos los tiempos... pero actúa ante el tribunal con un vestido transparente, confeccionado con unas gasas, como las que usaban las prostitutas. Él lo justifica por el calor reinante, pues el juicio se celebra en pleno estío. Juvenal requiere de él que pleitee con sólo puesta la toga, y no recubierto con tales gasas:
pues actúa desnudo: tal locura no es tan ignominiosa.
En efecto, en estos contextos, el latín nudus, significa simplemente no llevar ropa interior. Lo grotesco de tal solución acentúa la desvergüenza del abogado. Y aquí siguen unos versos que me parece que merece la pena transcribir en su latín original, pues se citaron centenares de veces durante la Edad Media, lo mismo durante el Renacimiento y en la época de la Ilustración con admiración no menor:
Dedit haec contagio labem
et dabit in plures sicut grex totus in agris
unius scabie cadit et porrigine porci,
uvaque conspecta livorem ducit ab uva.
Así como entre el tratamiento del primer grupo y el del segundo hay una ruptura, una verdadera solución de continuidad, ahora se pasa del segundo grupo al tercero mediante una verdadera transición. Juvenal no deja el diálogo que entabló con el deleznable abogado y le advierte que empeorará (vv. 82-83):
Llegará un día en que te atrevas a algo más impúdico que este vestido: nadie llegó de golpe al colmo del libertinaje.
Porque hay un tercer grupo, una sociedad secreta, diríamos hoy (vv. 82-116), que se dedica a la imitación de las mujeres en la celebración que éstas hacían del culto de la Bona Dea. Los componentes de esta banda se reúnen en el domicilio de uno de ellos y allí se visten y se acicalan como mujeres, se alargan las cejas y se las tiñen con una línea de hollín a lo largo de las pestañas, su esclavo les jura por Juno, uno de ellos empuña un espejo que les ha llegado procedente del emperador Otón. Y se excluye rigurosamente a los hombres del festejo, tal como las mujeres los excluían del suyo, del genuino.
De modo que hasta ahora estos tres grados de homosexualidad quedaban por lo menos medio ocultos. El orador con su atuendo transparente (que se equipara de algún modo a una ramera), los filósofos vergonzantes que procuran encubrir sus inclinaciones, el secreto de la celebración de la parodia de la fiesta de la Bona Dea. Pero hay una gradación que va de mal en peor. El tumor revienta en la cuarta escena, y sale ya a la plena luz del día la fétida podredumbre de un enlace entre homosexuales. Un hombre perteneciente a uno de los más distinguidos linajes de Roma, un Graco, se pone el velo de novia, o sea, se ha convertido en mujer, y se casa con un hombre con todas las de la ley, es decir, con todas las formalidades legales del caso. Juvenal subraya amargamente la indiferencia del pueblo romano ante tales monstruosidades; un anónimo invitado a la ceremonia dice como si tal cosa:
tengo algo importante que hacer en el valle de Quirino.
Y luego, como por un resquicio, quizás advirtamos algo de las creencias de Juvenal, pues increpa con mal disimulado desprecio a Rómulo divinizado, y a Marte, protector de la ciudad, que no han sabido preservar a su ciudad de tales infamias.
Y, retomando el hilo, este Graco es el mismo, prosigue Juvenal, que bajó a la arena como gladiador reciario: falló el golpe con la red y tuvo que huir corriendo como un galgo por la arena del Circo Máximo, pues el reciario que fallaba en su intento llevaba luego todas las de perder. Cierto que en este caso concreto no hay homosexualidad, pero el protagonista, como luego se vio, lo era; sí que había aquí la peor prostitución. Sí, nos es difícil pensar que el afeminado joven que ahora ejerce de mujer fuera tan osado como para atreverse a descender a la arena del Circo Máximo para medirse con otro gladiador fuertemente armado, y es difícil comprender cómo su aparición en público como gladiador consternara tanto a Juvenal como su enlace con otro de su mismo sexo. Pero es que la del gladiador era la forma de vida más vil entre los romanos, una existencia breve y embrutecida; eran hombres libres a los que se trataba peor que esclavos. El nivel social de los gladiadores era idéntico al de las prostitutas de los barrios ínfimos de Roma. El rango y la familia de los Graco lo hacía todo peor.
El noble nombre de Graco y de sus pares evoca en Juvenal los días grandes de la historia de Roma. Hay seguramente un trasmundo, sugiere el satírico, pero no como lo describen Virgilio y Homero (y Aristófanes en una escena de su primera comedia, Los Acarnienses). Dato non concesso supongamos que sea verdad: ¿qué ocurriría si las almas de los nobles de la Antigüedad en vez de verse visitadas por Eneas o por Ulises lo fueran por tipos de esta laya? Lo sentirían como una infección contagiosa, y pedirían agua y azufre para purificarse ritualmente. El duro colofón de Juvenal es que se han invertido los papeles. No es que el imperio de Roma se haya reducido, bien al contrario, se ha ampliado, pues acabamos de conquistar (el poeta lo dice en primera persona del plural: ¿habrá participado en las campañas?) las islas Órcadas, el archipiélago de Orkney, y la isla de Inglaterra (en verdad ocupada débilmente en su parte meridional por las legiones romanas), pero no imperamos un modo de vivir ético, sino la peor inmoralidad. Normalmente se pensaba en los pueblos de Oriente y en Egipto, y aun en Grecia como fuentes más habituales de la relajación de costumbres, que ellos exportaban a Roma. Pero hete aquí que las cosas, han cambiado, ahora es Roma la que esparce por todo el mundo civilizado, el que ella domina, esta inmunda degradación. Un ejemplo concreto reduce a cifra toda la sátira, el joven armenio Zalaces, que cuando se instaló en Roma, quizás como rehén, quizás simplemente para adquirir una educación superior, era de una nobleza total de costumbres. Pero aquí ha sido seducido por un tribuno, y será él luego, cuando regrese a Artajata, la capital de Armenia, quien adiestre a los suyos en prácticas nefandas.
El objetivo de la sátira está claramente marcado. Si bien es verdad que ataca en general a los vicios y la degradación de Roma, contra quien dispara de verdad es contra la aristocracia romana. Graco es un exponente de la más alta nobleza, los participantes de la orgía secreta se visten con atuendo muy caro, y tiene una relación evidente, aunque pretérita, con el emperador Otón. Crético es el nombre que aplica Juvenal al abogado predicador de moralidad, lo cual significa que alguno de sus antepasados fue general. Los hipócritas admiradores de Catón y de Hércules son estoicos, y el estoicismo fue la filosofía de los aristócratas que se oponían al régimen imperial, y eran adictos al viejo republicanismo. Y la sátira contiene algunos alfilerazos contra Domiciano, el censor vitalicio que, como los ridículos estoicos del principio de la sátira, era un libertino que promulgaba leyes severas contra la inmoralidad. El motivo de la sátira es la hipocresía y la degeneración de toda una clase social, indigna del nombre que lleva y foco de infección del mundo dominado por Roma, que ésta corrompe a la par que conquista.
Pero más escondidamente puede haber un motivo más personal, la envidia, no del vicio, naturalmente, pero sí del dinero de los que lo practicaban. Pues la vulnerabilidad del poeta en este punto tampoco admite lugar a dudas.
SÁTIRA II
De buena gana huiría de aquí para ir más allá de los sármatas y del Océano Glacial 1 cada vez que se atreven a hablar de las costumbres los que se las dan de Curios 2 y viven entre bacanales 3 . Ante todo son unos burros, aunque todo lo suyo lo hallarás repleto de estatuas de yeso 4 ; [5] son de Crisipo 5 , ya que el más perfecto de ellos es el que se compra una efigie de Aristóteles o de Pítaco y manda exhibir en un soporte de plomo un retrato auténtico de [10] Cleantes 6 . No te fíes de sus rostros, pues ¿qué calleja no rebosa de depravados de aspecto austero? ¿Fustigarás la inmoralidad precisamente tú, que eres la cloaca más notoria entre los putos seguidores de Sócrates? Tus miembros hirsutos y las duras cerdas de tus brazos prometen un ánimo indomable, pero el médico se monda de risa cuando te extirpa del culo depilado 7 bubas como higos chumbos. Esta gente habla poco; el silencio es su gran pasión, y [15] también unos cabellos más cortos que el pelo de las cejas 8 . De modo que Peribomio 9 es más veraz y más sin doblez: le achaco la culpa al hado 10 si su faz y su andadura delatan sus flaquezas. La sinceridad de gente como él es digna de piedad, su mismo delirio hace que les comprendamos. [20] Peores son los que arremeten contra estos vicios con palabras de un Hércules 11 , y discuten sobre la virtud meneando las nalgas. «¿Voy a temer, Sexto, tus contoneos?» —dice el infame Varilo 12 —. «¿Me aventajas en algo? El de buena planta puede reírse del zancajoso, el blanco del etíope, pero ¿quién tolerará que los Gracos 13 protesten de una rebelión? ¿Quién no mezclará cielo y [25] tierra, cielo y mar si los ladrones desagradan a Verres 14 , los asesinos a Milón 15 , si Clodio 16 acusa a los adúlteros y Catilina a Cétego 17 , si los tres discípulos de Sila 18 maldicen de la tabla de proscripción?» Se parecerían a éste 19 que hace poco 20 , manchado por un incesto de tragedia 21 , [30] renovó unas leyes durísimas 22 para todos, temibles incluso para Marte y para Venus al tiempo en que Julia abría a sus abortos un vientre demasiado fecundo y expulsaba unos fetos que eran la estampa clavada de su tío. ¿No es, pues, con buenas razones que los viciosos peores desprecian a estos Escauros 23 fingidos y si se les mortifica devuelven la dentellada?
[35] Laronia 24 no pudo contenerse ante el clamor de un individuo de éstos que gritaba con la faz hosca: «¿Dónde estás ahora, Ley Julia? ¿Te has dormido?». Y le dijo con risita de conejo: «¡Felices nuestros tiempos, que te oponen a las corrompidas costumbres actuales! Roma puede recuperar [40] su vergüenza: nos ha caído del cielo un tercer Catón 25 . Dime, sin embargo, dónde compras estos untos perfumados que te aplicas al cuello peludo. No tengas reparos en indicarme el dueño de la tienda. Y si aquí se zarandean 26 las leyes y el derecho, antes que cualquier otra cítese la Ley Escantinia 27 . Tú mira en primer lugar [45] a los hombres, y escrútalos. Son peores que nosotras, pero les defiende su número: constituyen falanges cerradas, los ombligos de sus escudos se tocan 28 . Entre los maricas hay una gran concordia. Las mujeres no ofrecen casos tan detestables. Ni Mevia lame 29 a Cluvia ni Flora a Cátula: Hispón se entrega a los jóvenes y palidece de uno y otro [50] exceso 30 . ¿Es que nosotras armamos pleitos, conocemos el derecho civil o removemos vuestros foros con cualquier estrépito? 31 . Pocas son las que se dedican a la lucha atlética y comen croquetas 32 . Vosotros, en cambio, tiráis de la lana y llenáis los cestillos con madejas ya hechas, vosotros torcéis la rueca recubierta de hilo mejor que Penélope [55] y con más presteza que Aracne 33 , lo hacéis cual la ramera harapienta clavada a su taburete 34 . Ahora sabemos por qué Híster 35 legó toda su hacienda a su liberto, y aún en [60] vida hacía magníficos regalos a su joven esposa: será rica la que se conforma con ocupar el tercer lugar en el tálamo. Mujer, tú te casas, y ¡a callar! Tu discreción te proporcionará valiosas gemas. ¿Y es de nosotras, después de esto, de quienes se emite un juicio tan penoso? La censura 36 perdona a los cuervos y sacude a las palomas».
Los estoicos 37 se pusieron a temblar y huyeron de la [65] que les cantaba verdades tan palmarias. Pues, ¿qué hay de falso en lo dicho por Laronia? ¿Y qué no van a hacer los otros cuando tú, Crético 38 , te pones sólo unas gasas y ante el pueblo pasmado por tu indumentaria discurseas contra las Próculas y las Politas? Fábula es una tortillera; [70] sentenciemos, si quieres, incluso a Carfinia 39 : jamás las condenadas se pondrán una toga como la tuya. «Es que este julio quema; yo me abraso». Pues perora desnudo 40 : tal locura no es tan ignominiosa. Así 41 se avendría a escucharte cuando proclamas las leyes y el derecho el pueblo que acaba de vencer, con sus heridas todavía no restañadas 42 , y la otra plebe, la montañesa 43 , que para oírte abandonaría sus arados 44 .
¿Pues, qué no proclamarías si en el cuerpo del juez [75] vieras un tal atuendo? Pregunto si estas gasas le convienen a un testigo 45 . Tú, Crético, punzante e indómito profesor de libertad, lo enseñas todo. Esta peste se te pegó por contagio, e infectará a muchos, tal como en el campo una piara entera sucumbe por la sarna o la tiña de un puerco [80] tan sólo, y las uvas toman de las que tienen delante su color negruzco.
Llegará un día en que te atrevas a algo más impúdico que este vestido: nadie llegó de golpe al colmo del libertinaje. Te acogerán cada vez más aquellos 46 que dentro de [85] sus casas se adornan la cabeza con largas cintas, se llenan el cuello de collares y aplacan a la Buena Diosa con el vientre de una marrana y una gran copa de vino. Pero invirtiendo las costumbres, las mujeres son arrojadas lejos, ni tan siquiera traspasan el portal. El altar de la diosa es accesible sólo a hombres. «¡Fuera, profanas!» —se grita—. [90] «Aquí no hay ninguna flautista que haga gemir su cuerno». Tales eran las orgías que a la luz secreta de unas antorchas solían celebrar los baptas 47 acostumbrados a fatigar 48 a la ateniense Cótito. Uno mediante una aguja 49 pequeña se alarga las cejas 50 con hollín humedecido y se [95] las pinta 51 alzando sus ojos parpadeantes 52 , otro bebe con un príapo 53 de cristal y llena una redecilla de oro con su abundante cabellera; se ha vestido con ropas a cuadros azules o con un tenue tejido 54 de color verde pálido; el esclavo jura por la Juno 55 de su amo. Un tercero sostiene un espejo 56 , instrumento favorito del garzón 57 Otón, «despojo de Áctor auruncano», en el que aquél se contemplaba [100] armado cuando iba a mandar levantar estandartes, acción 58 que se debe reseñar en los últimos anales y en la historia más reciente: un espejo ha sido el botín de una guerra civil. Realmente, corresponde a un general en jefe matar a Galba 59 y cuidarse el cutis; es firmeza de un ciudadano nobilísimo aspirar en los campos de Bebríaco 60 [105] al saqueo del Palatino 61 y extenderse en el rostro, con los dedos, pan comprimido 62 , lo cual ni Semíramis armada de aljaba hizo en su imperio asirio ni la afligida Cleopatra [ 110] en su nave de Accio 63 . Pero aquí ni hay pudor en las palabras ni respeto al altar 64 . Aquí reina la impúdica Cíbele y hay plena libertad para hablar con voz lasciva. El gran sacerdote de este rito es un vejestorio fanático, de blanca cabellera, modelo singular y memorable de una insaciable [115] glotonería: merece la pena alquilarlo para maestro. ¿Pero, qué es lo que esperan éstos que, al modo frigio, tiempo ha que se hubieran debido cercenar con un cuchillo un colgajo de carne sobrera? Graco aportó como dote cuatrocientos mil sestercios a un flautista, perdón, quizás tañía con una trompeta 65 . Ya se han sellado los documentos 66 , ya se han deseado felicidades los invitados [120] a la concurrida cena, ya han tomado asiento y esta recién casada se reclina sobre el pecho del marido. Próceres, ¿qué necesitamos? ¿Un harúspice o un censor? 67 . Te horrorizarías o creerías más monstruoso que una mujer pariera un becerro o una vaca un cordero? Se adereza con pasamanería, con vestidos largos 68 y con el velo nupcial uno que hace poco sudaba bajo los escudos sagrados 69 [125] cuando los agitaba 70 con la correa misteriosa 71 . ¡Padre de la ciudad! 72 ¿Desde dónde se abatió tan horrendo sacrilegio sobre los pastores del Lacio? 73 ¿De dónde salió esta ortiga, Gradivo 74 , que ha alcanzado a tus descendientes? He aquí que un hombre rico y de linaje esclarecido se entrega a otro hombre y tú ni agitas el casco 75 , ni golpeas [130] la tierra 76 con tu lanza, ni te quejas a tu padre. Ea, ¡largo de aquí! ¡Abandona las yugadas del severo 77 Campo del que no cuidas! «Mañana al salir el sol tengo algo importante que hacer en el valle de Quirino 78 ». «¿Qué es lo que debes hacer?» «¿Por qué lo preguntas? Un amigo [135] mío toma marido; los invitados somos pocos». Los que no muramos pronto viviremos esto, y ocurrirá a la luz pública, y se deseará que se consigne en los registros 79 . Entretanto una angustia indecible aflige a las casadas: no llegan a dar a luz y a retener al marido por medio de los [140] hijos. Sin embargo, es preferible que la naturaleza no haya concedido a las almas jurisdicción sobre los cuerpos. Las esposas mueren yermas, y en nada les aprovecha la obesa Lide 80 con sus potes de ungüento, ni les sirve de nada ofrecer las palmas de sus manos al ágil luperco 81 .
Pero hay todavía una monstruosidad 82 peor: Graco con su túnica y el tridente en la mano. Se le ha visto 83 como gladiador corriendo en medio de la arena 84 , a él, [145] de linaje más noble que los Marcelo 85 y los Capitolino 86 , que los descendientes de Paulo y de Catulo, que los Fabios y que todos los espectadores aposentados en la tribuna 87 , sin exceptuar ni tan siquiera a aquél que sufragó los juegos en los que Graco falló con su red.
Que haya algunos manes, los reinos subterráneos, la [150] pértiga y las ranas negras de la charca Estigia, y que tantos miles atraviesen la laguna en una sola barca, sólo lo creen los niños que aún no pagan en los baños 88 . Pues vamos a creerlo: ¿qué sentirán Curio y los dos Escipiones, [155] qué Fabio y los manes de Camilo 89 , qué la Legión Cremera 90 y los jóvenes que cayeron en Cannas, las almas de tantos guerreros, cada vez que desde aquí llega a ellos un alma de tal calaña? Desearían purificarse si se les diera un poco de azufre, unas teas y si tuvieran a mano algo de laurel humedecido 91 . Allí desfilamos ante la rechifla. Es cierto que hemos llevado nuestras armas más allá de [160] las costas de Juverna, más allá de las Óreadas recién conquistadas 92 y de los británicos que deben contentarse con una noche muy breve. Pero lo que ocurre en la capital del pueblo vencedor no lo hacen aquellos que vencimos. Bien, sí: dícese de un armenio, Zalaces 93 , más afeminado que todos los efebos juntos, que se entregó a los ardores [165] de un tribuno. Mira los efectos de estos cambios: habían venido aquí como rehenes y aquí se les convierte en hombres 94 . Pues si una estancia demasiado larga familiariza a estos jóvenes con la ciudad, jamás les faltará un enamorado que les enviará calzoncillos, puñales, frenos y un látigo. Y ellos se llevarán a Artajata 95 las costumbres de la [170] toga pretexta.