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ОглавлениеSÁTIRA I
El primer libro de las Sátiras de Juvenal comprende las cinco primeras, y la presente, que ya como el satírico las debió de editar, encabezaba la colección, fue redactada no antes de la conclusión de la quinta. En efecto, esta primera sátira, programática, responde tanto al contenido de las cuatro que la siguen, que difícilmente no es como una prophetia ex eventu; ahora bien, el espíritu que anima esta primera sátira juvenaliana alienta poderosamente en todo el corpus de nuestro satírico.
Los mismos inicios de la sátira podrían parecer poco prometedores: Juvenal, en un regate válido para todos los tiempos, también para hoy, se mete con la turbamulta de poetas, poetillas y poetastros que pululaban declamando por parques y jardines de la ciudad romana, y en los recitales que, sin duda, los potentados de la época ofrecían en sus lujosos palacios. Cita el poeta la Teseida de un bronco Codro, un Orestes tan aburrido como inacabable... Y esto no interesa a nadie, concluye, no toca la vida real. De modo que el inicio absoluto de las Sátiras de Juvenal nos dice más de lo que en su literalidad aparenta, afirma que la verdad es una forma muy interesante de hacer literatura.
Honradamente consciente, pues, de su valía, el poeta va a escribir. Y compondrá muy definidamente sátiras. El motivo es que la sátira era entonces en Roma el único género literario que podía conectar inmediatamente con la vida real. Juvenal distingue cuidadosamente entre épica y dramaturgia, por un lado, y sátira, lo suyo, por el otro. Cuando en la sátira IV inicia la descripción del ridículo consejo de ministros para tratar de la cocción del rodaballo, consejo presidido por Domiciano (IV 34-36), invoca a la musa Calíope, la del arte poético, y muy al final de la sátira VI (vv. 634 y sigs.) dice que si bien su arte quizás se equipare en sublimidad con el de Sófocles, entitativamente nada tiene que ver con él. Esto hasta el v. 21.
Y sigue la espléndida secuencia de los vv. 22-79, o bien hasta el v. 96, según se mire, en los que emerge por primera vez un motivo característico de la obra juvenaliana, la indignación. Se trata de un desfile frenético de los más diversos ejemplos de vicios que presenta la capital, Roma. En un apretado recorrido, Juvenal suscita de verdad la idea de que no se puede contener ante las impresiones que le asaltan desde todas partes, y la pluma se le va automáticamente a la mano. El satírico nos sitúa en plena calle, donde pulula un gentío más bien de baja estofa. La litera del picapleitos político Matón, y detrás de ella el cortejo de un delator innominado que asesinó a un noble amigo, nos comprimen contra la pared... Juvenal redacta aquí con frases breves y cortantes, repletas de palabras cargadas de expresión. Cada figura que pasa —¡y son tantas!— enciende en él nueva furia, y tipifica de manera distinta el ultraje inferido a los sentimientos normales de la sensibilidad de los hombres corrientes y molientes de este mundo.
Sólo a título de breve comentario, las cuatro primeras figuras que presenta la serie: a) Un tierno eunuco, antiguo esclavo procedente de Oriente, que logró la libertad y además amasó una fortuna; ahora pretende casarse para demostrar que es todo un hombre, b) Mevia, seguramente una mujer de rancio abolengo que se adiestró tanto en la caza mayor, que ahora pisa públicamente la arena del Circo Máximo para medirse con un jabalí, al que ataca con un venablo en cada mano. Esto ya era a los ojos de todos una tremenda vergüenza, pero para mayor ludibrio sale, diríamos a escena, ataviada de amazona, es decir, con los senos al aire. Era una frivolidad inaudita. c) Un potentado que en su juventud fue barbero, oficio harto despreciable, que antes (sin saber cuando, por supuesto) afeitó al mismo Juvenal cuando también él era más joven. Y aquí desde hace muchos años veo un motivo virgiliano que, para maravilla mía, nadie cita, ni tan siquiera el escoliasta. Dice Juvenal (I 25): quo tondente gravis iuveni mihi barba sonabat, y dice Virgilio, en su Égloga I 28: candidior postquam tondenti barba canebat. Hay la anterioridad, el ruidillo de la barba raída, y la alusión central a la barba. Es evidente, ¡y no lo ha visto nadie! Soltando ya la digresión, pienso que ahí se esconde un dato biográfico del poeta: antes era, desde luego, más joven, y más rico, en cuyo caso la contraposición es más punzante y nos mete en el mismo meollo del alma de Juvenal, como veremos, d) Crispino, un turbulento personaje real, que fue por breve tiempo comandante del cuerpo de la Guardia Imperial de Domiciano. Pero aquí no sale como tal, sino por su afición a exhibirse en lujo y en vanidad.
De manera que el primer y el cuarto personaje son pervertidos sexuales, y el segundo y el tercero ejemplos del mal uso que se hace del dinero, y de cómo éste anda injustamente repartido. Y éstos son los dos temas capitales de Juvenal, principalmente, y sorprendentemente, el segundo. Y ante la larga retahíla de casos y de personajes infames que llenan, hasta el v. 96, la secuencia, Juvenal no interpreta nada, no comenta nada, no nos dice, por ejemplo, que los ricos explotan a los pobres, o que los gobernantes administran en su propio beneficio (idea tan fraguada en los libros tercero y cuarto de la República de Platón), no nos habla de algo que ocurrió en aquella Roma de los siglos II-III, la progresiva desaparición de la clase media. No se siente como un mesías predicador de la necesidad de un cambio de sistema. Nuestro satírico se limita a decir: las cosas van mal, van rematadamente mal.
El lector atento, con todo, no se librará de una sospecha: ¿si uno de los temas capitales de toda la sátira de Juvenal es la pésima distribución social del dinero, no será que Juvenal es pobre? Si no lo fuera, si las cosas a él personalmente le fueran medianamente bien, ¿nos daría una visión tan despiadada de la sociedad romana? Una constante en este tema es que los ricos lo son gracias a sus crímenes o a sus costumbres poco honradas (Umbricio, en la tercera sátira nos lo dirá claramente). Luego Juvenal prefirió la honradez a la riqueza, la cual supone automáticamente vicio, crimen y corrupción. Una reivindicación ética de su concepción de la vida.
Pero seguramente no sea ineludible el ir tan allá. Quizás no sea tanta la altura de miras de este Juvenal redactor de sus Sátiras. Pero esto aquí nos es indiferente. Lo que nos importa es la esplendidez literaria del resultado, y el hecho innegable, además, de que nos ofrece una gran parte de verdad, de realidad.
De modo que toda la historia y todo el mundo constituyen el tema general de las sátiras del poeta. Y él nos lo dice en una dicción tan notable desde el punto de vista sintáctico y gramatical que muchas gramáticas históricas de la lengua latina citan el pasaje, como desde el punto de vista del contenido, pues logra reducir a cifra inteligible todo lo que ocurre en el universo mundo (vv. 85-86). Parte del diluvio griego sobrevivido por Pirra y Deucalión, y apunta:
lo que desde entonces ocupa a los hombres, el deseo, el temor, la ira, el placer, los goces, los discursos, todo ello se revuelve en este libro.
Pero es claro que el poeta ni quiere ni puede tratar ni abarcar por lo menudo esta enorme variedad, y encuentra enseguida su denominador común, el vicio (vv. 87-88):
¿Cuándo fue más copiosa la abundancia de vicios?
El vicio, junto con la mala distribución de los bienes de este mundo, es el punto principal de interés del poeta. Y si en la sátira VI el poeta marca sus distancias con la tragedia de Sófocles, el conjunto de su obra nos recuerda de manera implícita, pero certera, la tragedia de Eurípides. Como el tercer gran trágico griego, Juvenal retrata la vida exactamente como es en sus aspectos más obscuros: ni idealiza ni disimula, diríamos que quiere castigar el vicio con la exposición de sus horrores.
La tercera parte de esta sátira I (vv. 88-146) se dedica a ilustrar el mal uso del dinero, y aquí viene lo que algunos sienten como una digresión excesiva, que quiebra totalmente la unidad de la composición. Como sea, esta perícopa vuelve a ser excelente. Se trata de la descripción pormenorizada de una institución romana denominada salutatio. Los magnates y las matronas romanas recibían de buena mañana a sus clientes o personas ligadas a ellos por lazos de diversa índole y de más o menos intensidad, y en recompensa de la salutación les ofrecían la cantidad fija de veinticinco ases (seis sestercios y cuarto) con que los clientes pobres subvenían a sus necesidades perentorias de comida y bebida. San Jerónimo imitó, con cierto desmaño, y sin citarle, naturalmente, esta espléndida escena de Juvenal en el cap. XVI de su Carta XXII a Eustoquio.
Este estipendio se ofrecía indistintamente a clientes ricos y a clientes pobres como paga a supuestos servicios prestados, por ejemplo figurar en el cortejo que les acompañaba por las calles siendo a la vez guardaespaldas y motivo de ostentación y de lujo. El reparto del dinero, depositado en un cuévano o sportula (nombre con el que se le conocía ordinariamente) se efectuaba con un cierto orden de prelación, v. 101:
da primero al pretor, da luego al tribuno,
ordena el dueño al esclavo que actúa de repartidor. Pero el maldito dinero ejerce de inmediato su presión. Al pretor y al tribuno se les cuela delante un liberto sirio, afeminado por más señas, dueño de lo que hoy llamaríamos una cadena de tiendas comerciales. Y alega su rango económico para ponerse el primero:
¡Estoy primero yo! ¿Voy a dudar, a temer defendiendo mi sitio? ... cinco tiendas me producen cuatrocientos mil sestercios anuales...
Con ello remacha la sentencia tan conocida de Quevedo de que «poderoso caballero es don Dinero». De manera gráfica e intuitiva Juvenal refleja en su sátira la inversión, desde todos los puntos de vista, de valores que presenta aquella sociedad.
Pero la cosa no acaba aquí. Con frecuencia, por avaricia o por falta de fondos, el rico no dispone de dinero para todos los que acuden a saludarle, y en tal caso reparte el disponible entre los que menos lo necesitan, entre los pretendientes económicamente acomodados de la sportula, que luego se van al Foro a discutir de política o a tratar sus negocios personales. Quedan sin recibir nada los clientes más antiguos y pobres verdaderos, que al final se largan sin nada, frustradas todas sus esperanzas, incluso la de que el señor, en compensación a los que no les ha dado dinero, por lo menos les invite a cenar, «esperanza la más tenaz entre los hombres» (v. 133). Y así acaba la larga y viva digresión de la sportula.
Tras esta viva descripción de la miseria moral y material que envolvía al mundo romano, Juvenal parece que se podría detener aquí, y dar por concluida su sátira. Se nos ha presentado como poeta, nos ha explicado por qué ha elegido la sátira, y nos ha definido sus temas. La cosa le quedaría muy redonda. Pero hasta el final (vv. 147-171) nos añade un pasaje que califica todo lo que ha dicho, y lo hace de manera extraña. Repite ahora como aserción lo que antes insinuó como pregunta (v. 149):
cualquier vicio llegó ya a su colmo.
Y ahora, al modo de los diálogos platónicos, sale un objetor imaginario (no por única vez en las sátiras de Juvenal; hay, sin más, otro ejemplo hacia el final de la sátira VI, v. 634). Estos objetores, principalmente en los diálogos de Platón, y aún en la sátira latina, salen normalmente derrotados. Pues bien, he aquí otra innovación de Juvenal: aquí el objetor sale triunfador. Pregunta a nuestro satírico de dónde extraerá el ingenio y la franqueza necesaria que tuvieron los antiguos para tratar temas semejantes. Responde Juvenal (v. 149): «¿De quién no me atrevo a decir el nombre?». Y el objetor le replica que será objeto de represalias seguramente mortales. Pues hoy se pueden tratar, dice equivalentemente, temas mitológicos y temas que no molesten ni zahieran a nadie. Cualquier otra cosa es de sumo peligro. En tal caso, concluye Juvenal (vv. 170-171):
probaré qué se puede decir de aquellos cuyas cenizas están cubiertas por la Vía Flaminia y por la Vía Latina.
Este final de compromiso que ya se ha tratado 1 , conlleva una desaceleración del ritmo y una distensión en la rigidez estilística del texto. La alternativa del satírico era ésta: o escribo lo que quiero, o no escribo porque no me dejan escribir lo que quiero. Bien, apunta Juvenal, escribiré sobre personajes difuntos, los cuales, eso sí, hayan sido de relevancia en su época. En la Vía Flaminia estaba enterrado el famoso actor de pantomima Paris; en la Vía Latina lo estaba el emperador Domiciano. A eso sí se arriesga Juvenal, a escribir sobre personajes difuntos que fueron poderosos en vida, cuyos descendientes se pueden vengar. La sátira no termina con una explosión, sino con un bisbiseo.
Hablar de ricos y de nobles difuntos es otra innovación de Juvenal. Hasta ahora uno de los orgullos de la sátira romana había sido el de ser estrictamente contemporánea. Juvenal ha optado por una vía de compromiso. ¿Qué puede haber detrás de ello? Quizás que escribirá sobre tópicos procedentes del pasado. Alguna vez lo hace, como en la sátira X. Pero no parece ser esto lo que aquí primordialmente nos dice. Hay que creer más bien que tras sus nombres de personajes pretéritos y desaparecidos se ocultan realidades muy actuales para él, que nosotros no podemos señalar con nuestro índice por el deficiente o nulo conocimiento del contexto histórico menudo que vivía el poeta. Para sus lectores contemporáneos serían perfectamente identificables. Simplemente, Juvenal no quiso arriesgarse a identificar a los criminales y sinvergüenzas por sus nombres.
Pero el programa general de sus Sátiras es hondamente interesante. Nos da una información muy valiosa sobre el mundo romano de los primeros siglos del Cristianismo. Vemos en el satírico cómo, prescindiendo de otra perspectiva radicalmente innovadora, el Imperio evolucionaba siempre de mal en peor, en un proceso de mutación imparable. Juvenal ha conocido como pocos el alma del hombre y el alma del mundo.
1 Cf. «Introducción general», págs. 51-52.
SÁTIRA I
¿Siempre oyente tan sólo voy a ser? ¿Acaso no me desquitaré, tantas veces zarandeado por la Teseida 1 del bronco Codro? ¿Me habrán recitado impunemente éste sus sainetes 2 , aquél sus elegías? 3 ¿Me habrá gastado impunemente el día un Télefo monstruoso, o un Orestes 4 cuyo [5] texto llena hasta el borde los márgenes del libro 5 , sigue incluso en el reverso 6 y no termina? Nadie conoce tan bien su propia casa 7 como yo me sé el bosque sagrado de Marte y la cueva de Vulcano, contigua a las rocas eolias; lo que hacen los vientos, las sombras torturadas [10] por Éaco, el lugar del que esotro roba a escondidas el vellocino de oro, los olmos enormes que Mónico dispara, todo esto lo vocean sin cesar los plátanos y las marmóreas paredes convulsas, las columnas del palacio de Frontón 8 , reventadas 9 por lectores que no paran 10 . Esperarás lo mismo [15] del poeta excelso, y del más lerdo. ¡Ea! También mi mano esquivó la palmeta 11 , también yo aconsejé a Sila que renunciara a sus cargos públicos 12 y que durmiera como un tronco. Sería una clemencia estúpida ahorrar un papel que otro echaría a perder: hasta en la sopa te encontrarás con poetas. Pese a ello, si disfrutáis de ocio y atendéis con agrado mis razones, voy a explicaros por qué [20] he preferido discurrir por el campo por el que guió sus caballos 13 el hijo ilustre de Aurunca 14 .
Cuando un tierno espadón toma mujer 15 , cuando Mevia 16 atraviesa con su dardo el jabalí toscano y blande los venablos a pecho descubierto, cuando con sus riquezas provoca a todos los patricios un hombre que cuando yo era joven 17 hacía crujir mi ya molesta barba 18 al afeitarme, cuando un miembro de la chusma del Nilo, un esclavo [25] nacido en Canopo, este Crispino 19 , se quita del hombro una capa tiria 20 y refresca en sus dedos sudorosos un anillo de verano 21 , pues es incapaz de soportar una gema de mayor peso, es difícil no escribir una sátira. [30] ¿Quién 22 aguantará hasta tal punto una ciudad inicua? 23 ¿Quién será tan de hierro que lo tolere cuando va a cruzarse con la flamante litera del picapleitos Matón 24 , que la llena toda 25 , seguido por uno que delató a un amigo muy bien situado 26 y que pronto arramblará con lo que [35] quede de la nobleza raída, soplón temido por Masa 27 , tanteado con regalos por Caro 28 y por el tembloroso Latino 29 (éste le envía de tapadillo a Timele), cuando te suplantan los que con sus noches ganan testamentos, hombres que hoy eleva al cielo la vía más segura de medro, el cofto de una vieja ricachona? Proculeyo ha embolsado [40] una parte y Gilón 30 las restantes de una onza: cada uno es acreedor según la longitud de su carajo. Mira: que cobre el precio de su sangre y que se quede lívido como aquel que a pie descalzo pisó una serpiente, o como el orador ya dispuesto a disertar junto al altar de Lyón 31 . ¿Qué decir de la ira, del furor que me quema el hígado [45] reseco cuando este expoliador de un pupilo 32 que ya se prostituye oprime al pueblo con su rebaño de acompañantes 33 , o aquel condenado en un juicio inútil? 34 ¿Qué importa la infamia si se salva la bolsa? Mario 35 , desterrado, se reclina a beber ya en la hora octava 36 . La ira de los dioses le divierte, mientras que tú, provincia que le so ganaste el juicio, lloras. ¿Voy a pensar que esto no merece la lámpara venusina? 37 ¿No voy a flagelarlo? ¿Pues qué más? Las escenas de Hércules o de Diomedes, el mugido del Laberinto 38 , el mancebo que cayó al mar 39 o el [55] artesano volador 40 , cuando el lenón cuya esposa es legalmente inhábil para heredar acepta los bienes del adúltero 41 y es hombre diestro en contemplar el techo, diestro en roncar con la nariz despierta y pegado a la copa. ¿Cuándo cree que es lícito esperar el mando de una cohorte 42 el que dilapidó su hacienda en las caballerizas, este joven Automedonte 43 que ya ha perdido todo su patrimonio cuando corre como una exhalación por la Vía [60] Flaminia? 44 Pues él mismo sujetaba las riendas para jactarse de ello ante su amiga que vestía indumentaria masculina 45 . ¿No agradará llenar grandes tablillas en el centro de una encrucijada cuando es llevado a hombros por seis porteadores, en un palanquín descubierto y con ventanas en los lados, un falsificador de testamentos muy parecido [65] al libidinoso Mecenas, y que se enriqueció y se hizo feliz con un breve testamento falso 46 y un sello humedecido? Me sale al encuentro una matrona de alcurnia que suministra al marido sediento una mezcla de vino de Cales y de pulmón de sapo, ella, otra Lucusta 47 de más categoría, [70] que adiestra a las vecinas para que, entre la habladuría de las gentes, saquen a enterrar a sus maridos cubiertos de lívidas manchas 48 . Si quieres ser alguien has de atreverte a algo que merezca la pequeña Gíaro o la prisión 49 . Alabamos la honradez, pero tirita de frío. Los jardines, [75] los castillos, las mesas taraceadas y la copa de plata, un trabajo ya antiguo, con un chivo en altorrelieve 50 , todo esto se debe a los crímenes. ¿A quién deja dormir el corruptor de una nuera 51 avarienta? ¿A quién las prometidas torpes 52 y el adúltero revestido de toga? ¡Si el [80] ingenio los niega, los versos los dicta la indignación, y los escribe como puede, parecidos a éstos míos o a los de Cluvieno! 53 .
Desde que Deucalión 54 , cuando las lluvias torrenciales elevaron las aguas escaló con su nave la cima para consultar el oráculo, desde que los peñascos se ablandaron y recibieron poco a poco el calor de la vida y Pirra exhibió [85] a los hombres las muchachas desnudas, lo que desde entonces ocupa a los hombres, el deseo, el temor, la ira, el placer, los goces, los discursos, todo ello se revuelve en este libro. ¿Cuándo fue más copiosa la abundancia de vicios? ¿Cuándo la avaricia mostró un regazo mayor? 55 ¿Cuándo el juego de azar agitó más los ánimos? Pues no [90] se acude ya a la mesa de azar con una simple bolsa: se apuesta con el arca al lado. ¡Qué grandes batallas verás allí! El que suministra las armas es el cajero. ¿No es una locura perder cien mil sestercios y no dar una túnica a un esclavo yerto de frío? ¿Qué antepasado nuestro levantó tantas quintas y se comió él solito siete platos? 56 Ahora [95] una mínima esportilla 57 ha sido depositada 58 delante mismo de la puerta y una turbamulta de gente togada 59 se dispone a arrebatarla. Sin embargo, el patrón te mira fijamente el rostro, por miedo de que acudas por otro y pidas bajo nombre falso. Sólo cuando te haya reconocido recibirás algo. Él ordena al vocero que llame incluso a los [100] descendientes de Troya 60 , ya que también éstos, revueltos con nosotros, infestan el portal. «Da primero al pretor, y después al tribuno» 61 . Pero antes va un liberto, que proclama: «¡Estoy primero yo! ¿Voy a dudar, a temer defendiendo mi sitio? Es verdad que nací junto al Éufrates; [105] aunque lo negara, me venderían los lascivos taladros de mis oídos 62 . Pero cinco tiendas me producen 63 cuatrocientos mil sestercios anuales 64 . ¿Es que da algo apetecible la franja máxima de púrpura si en la campiña de Laurento Corvino guarda unas ovejas alquiladas y yo en cambio soy más rico que Palante 65 y que los Licino? Los tribunos, [10] a la cola, y que no retroceda ni tan siquiera ante personas sagradas 66 el que llegó hace poco a esta ciudad con los pies blancos 67 , comoquiera que entre nosotros la majestad de las riquezas es la más venerada, por más que, ¡oh funesta moneda! no habitas en modo alguno un templo [15] ni erigimos jamás altares al dinero, comparables al culto de la Paz, al de la Lealtad, al de la Victoria, al de la Virtud, y al de la Concordia 68 , que retiembla cuando las cigüeñas visitan sus nidos. Si aún los máximos magistrados 69 a fin de año echan cuentas para ver qué les rindió la espuerta, en cuanto han aumentado sus rentas, ¿qué no harán los clientes a quienes ella representa la toga, el calzado, el pan y la leña del hogar? 70 Las literas se apretujan [120] para pedir los cien cuadrantes; la mujer, preñada o malucha 71 , sigue al marido en su gira. Aquí, con una conocida añagaza, éste pide para la ausente mientras señala no a su mujer, sino a una litera cerrada y vacía. «Es [125] mi Gala» —declara— «despáchame pronto. ¿Lo dudas? Gala, asoma la cabeza. Estará descansando, no la molestes».
Maravilla 72 el orden de los quehaceres a lo largo del día 73 : la espuerta, luego el Foro, Apolo el jurista 74 y las [130] estatuas triunfales 75 , entre las cuales no sé qué egipcio, un magnate de moros 76 , osó poner sus títulos; podemos mearnos en su estatua, ¡y no sólo esto! 77 .
Los clientes ya tradicionales se alejan fatigados del vestíbulo, diciendo adiós a sus deseos, por más que la de la cena es la esperanza más tenaz en un hombre; los pobres [135] tendrán que comprar una col 78 y algo de leña. Su dueño, en cambio, devorará 79 lo más caro de los bosques y del mar; se reclinará sin compañía alguna en su diván. Sí: engullen patrimonios en una mesa solitaria, servida con enormes y hermosas bandejas muy antiguas. No habrá [140] más comensales. ¿Mas quién tolerará esta avaricia en los ricos? ¿Cómo debe ser una gula que se manda servir jabalíes enteros, un animal nacido para convites entre amigos? Viene el castigo, sin embargo, cuando te despojas del vestido: estás abotargado, y llevas al baño 80 un pavo no digerido todavía. De ahí la muerte súbita de viejos que no han hecho testamento. La nueva circula divertidamente; [145] los amigos, irritados, opinan que este modo de palmarla es de aplaudir.
No habrá nada peor que la posteridad pueda añadir a las costumbres actuales; nuestros descendientes harán y desearán lo mismo. Cualquier vicio llegó ya a su colmo. Tú iza tus velas, abre todos sus pliegues. [150]
Quizás se pueda objetar: «¿De dónde sacaremos un ingenio a la altura del tema? ¿De dónde aquella franqueza para escribir cualquier cosa soltada por un ánimo enardecido?» «¿De quién no me atrevo a decir el nombre? ¿Qué importa que Mucio Escévola 81 perdone o no mis dichos?».
«Representa a un Tigelino 82 , y arderás, antorcha viva, [155] como los que de pie, con el pecho clavado en un palo 83 , no son más que fuego y humo; he aquí que, ya cadáver arrastrado por la arena, trazas en ella un ancho surco».
«¿De modo que el que emponzoñó a tres tíos suyos se hará llevar en mullidos cojines 84 , desde los cuales se reirá de nosotros?»
«Cuando se cruce en tu camino, oprímete los labios [160] con el dedo. Con decir sólo: «helo aquí» te saldrá un acusador. Puedes tranquilamente poner en juego a Eneas o al fiero Rútulo 85 ; las heridas de Aquiles no molestan a nadie, ni Hilas 86 , aquél al que buscaban tanto cuando [165] ya había seguido a su urna. Pero siempre que un ardiente Lucilio ha rugido con la espada desnuda enrojece al punto el oyente a quien los crímenes hielan el cerebro; las entrañas le sudan por una culpa secreta. De ahí las lágrimas y los arrebatos de ira. De modo que piénsatelo antes de que suene la trompeta 87 : cuando te hayas puesto el casco 88 será tarde para arrepentirte de la guerra».
[170] En tal caso probaré qué se puede decir de aquellos cuyas cenizas están cubiertas por la Vía Flaminia y por la Vía Latina 89 .