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SÁTIRA III

Al principio mismo de esta introducción particular a la sátira tercera de Juvenal, quiero recordar a mi entrañable maestro Dr. Javier de Echave Sustaeta, que en el curso 1950-51 en la Universidad de Barcelona nos hizo una magistral lectura de ella. Ahí empezó mi gusto por Juvenal, a cuyas particularidades sintácticas dediqué mi tesis doctoral (galardonada por el C.S.I.C. en el año 1957 con el premio Menéndez Pelayo), y que edité en catalán en el año 1961 en la «Fundació Bernat Metge». Por tal edición ahora me avergüenzo un poco, porque presenta fallos quizás ineludibles en un primerizo; pero providencialmente se me ha ofrecido ahora la ocasión, al cabo de treinta años, de repetir la tarea con la madurez que sólo dan éstos. Afortunadamente, no fue éste el único curso en que recibí clases del Dr. Echave, sino también en el siguiente, y debo decir que a su magisterio debo haber barruntado por primera vez qué es leer a los clásicos latinos y griegos, y en qué consiste el verdadero arte de traducirlos.

Pasando ya a lo que aquí en realidad nos interesa, hay que advertir que nos encontramos ante una de las piezas maestras de toda la literatura latina, en la que los defectos más típicos de Juvenal, las digresiones excesivas, aquí no existen, y las dos o tres que hay son hermosos comentarios contextuales que en nada ofenden la secuencia de la sátira (la descripción del rústico teatro de un pueblo, por ejemplo), y en la que el satírico muestra una habilísima destreza en componer una unidad perfectamente equilibrada y compensada en sus partes, conjuntadas por un trasfondo poderoso que las cohesiona por debajo y más allá de la variedad más somática de la redacción. Y todo ello en una dicción vigorosa y enérgica que, especialmente en el texto latino, sobrecoge al lector y hace que no abandone la lectura de esta sátira hasta el último hexámetro.

La sátira es un monólogo recitado de cabo a rabo por Umbricio, un hombre ya maduro, en el primer umbral de la vejez, de posición social modesta, que se va a vivir a Cumas para no regresar jamás a la gran urbe. Porque habría sido absurdo que Juvenal recitara aquí su buena docena de razones para irse de la ciudad, pero quedándose en ella. Se marcha de Roma Umbricio. Como Juvenal, él ha sido cliente de un hombre rico; como Juvenal, se siente un fracasado. Esto les separa, sin embargo: Juvenal se queda, Umbricio se va. Y se va en último término por algo muy romano: para el ciudadano romano el trabajo, sobre todo el manual, era un desdoro. Umbricio no quería ganarse la vida trabajando en algo que no fuera la agricultura. En el mismo principio de su parlamento mezcla indiscriminadamente profesiones honestas y deshonestas entre aquellas que él rehúye ejercer. Sí, a Umbricio (a Juvenal) ahí se le ve el plumero: es un hombre chapado a la antigua, una especie de integrista de la época, que conecta muy bien con los rancios ideales de la época republicana, de Catón el Censor, del de Útica, y que quizás vea en la institución imperial una de las causas de la imparable decadencia de Roma. (Pero era un gran poeta, y esto le ha salvado para nosotros.) Integrista y chapado a la antigua, no dejaba de tener su parte de razón, que estriba en la más profunda esencia del ser hombre y de la sociedad humana.

Esta tercera sátira de Juvenal, excepcional desde tantos puntos de vista, lo es también porque es la única que nos sitúa exactamente en el lugar en que se desarrolla, y no de una manera árida y a secas, sino cargada de intencionalidad (vv. 1-20). Umbricio ha alquilado un carro tirado por mulas para trasladar su equipaje. Sus esclavos han acarreado ajuar y enseres hasta la puerta de la ciudad, pues durante el día los carruajes con ruedas no podían circular por ella, y ahora están cargando el carromato. Juvenal ha paseado con su amigo hasta la Puerta Capena para decirle adiós, y los amigos se desvían de la ruta principal, la Vía Apia, para ir al valle de Egeria por un agradable caminillo y departir en paz, de espaldas a la ciudad.

El lugar por el que los amigos pasean era un lugar sagrado. En el llamado valle de Egeria decía la tradición que Numa se entrevistaba secretamente con la ninfa, que era la del lugar (o la musa, indistintamente). En recuerdo de ella los antiguos habían erigido aquí un templo, y una fuente amenizaba con sus linfas la santidad del lugar. Pues bien, apunta Juvenal, incluso este lugar ha sufrido una doble profanación. Ante todo ya no acuden aquí gentes que veneren la santidad del sitio, que han sido reemplazadas por enjambres de judíos, mendigos en su mayor parte, que seguramente, por lo que dice Juvenal, han establecido aquí una sinagoga. Además, y ésta sería la segunda profanación, la gruta de la ninfa ha sido restaurada. El muro originario ha sido recubierto por lujosas placas de mármol, y el césped de su suelo ha sido arrancado. Al describir la situación del monólogo, Juvenal nos da su tono emocional, tal como lo da al final, en las palabras definitivas de despedida.

El contenido de la sátira es el siguiente: en Roma es imposible encontrar un trabajo honrado (vv. 21-57). Ya se ha señalado lo que Juvenal entiende, porque contratar la construcción de un templo, o de un puerto, o de los diques de un río no es ningún trabajo infame. Pero nuestro satírico lo ve desde un punto de vista estrictamente romano, y para él, el hecho de que un antiguo trompetero, funcionario municipal, ahora organice peleas de gladiadores es perfectamente homologable con la contrata de obras de un puerto.

Pero el hecho de no encontrar trabajo honrado en Roma tiene una causa principal, la población advenediza de griegos y de orientales, que desplazan a los romanos por doquier. Juvenal, y hay que pensar que en ello no era una excepción, odiaba a estos extranjeros. La palabra clave parece ser xenofobia (vv. 58-125). Ya los griegos desde sus épocas preclásica y clásica sintieron auténtico desprecio por los que no eran griegos (tal como los judíos lo sentían hacia los no judíos, aunque obviamente por motivos distintos), y lo mismo pasó con los romanos. Pero en los tiempos antiguos si el forastero asimilaba la lengua y la cultura griega o latina y se integraba en la sociedad respectiva, nada hostil se sentía contra él. Terencio era africano, y quizás de color negro (esto no es seguro), Diógenes el Cínico había nacido en la región del Mar de Mármara, y Zenón el Estoico era judío de nacimiento. Notabilísimo es el caso del historiador Polibio, que, nacido en Megalópolis, llegó a Roma como prisionero de guerra, pero llegó a integrarse profundamente en el llamado círculo de los Escipiones. De todas formas, es verdad que nunca faltó en Roma quien se opusiera tenazmente a la influencia griega: Catón el Censor luchó contra ella durante toda su vida.

Pero con la liquidación del régimen republicano en Roma y la institución del Imperio, la convivencia pacífica en Roma entre romanos y griegos (que hasta entonces habían sido relativamente escasos) se agrió. Lo más probable, y Juvenal parece confirmarlo, es que a principios del Imperio una verdadera oleada de griegos y en general de orientales inundara Roma. Y unos y otros tenían motivos parciales para desdeñarse mutuamente. Los griegos despreciaban de los romanos su rudeza y la violencia con que se manejaban, y los romanos despreciaban de los griegos su versatilidad y su relajación de costumbres. Puntos tan centrales como la religión romana y sus concepciones políticas se vieron poco afectados por lo griego, pero la moralidad pública de Roma se resintió notablemente ante los embates de la disolución que le llegaba de Oriente. Y ello separó ambas poblaciones cada vez más. Añádase a ello un fenómeno sociológico y cultural: en el occidente del Imperio Romano, el impacto de la cultura griega fue escaso, y en Roma mismo a partir del s. m hubo una fuerte revalorización de lo romano en detrimento de lo griego. No antes de esta época en Roma las liturgias cristianas empezaron a celebrarse en latín, pues incluso en la Urbe la primera lengua del culto cristiano fue el griego. Esto por un lado. De igual manera el latín y su cultura impactaron muy poco la parte oriental del Imperio, que siguió siendo radicalmente griega. En la época de Juvenal todo ello se reflejaba en Roma, y desaguaba en un odio racial. De manera que cuando el satírico ataca con furia a los grieguillos no es como un hongo que nace solo y esporádico en el bosque: es sólo un árbol en la espesura de éste.

Y ahora hay un cambio radical de perspectivas: también los ricos y los nobles hacen competencia desleal a los pobres (vv. 126-146). Juvenal nos ofrece las dos caras de la moneda: primero los ricos que desplazan a los pobres en una salutatio que no es exactamente la de la sportula, pero que se le parece mucho, y luego la fiabilidad de los testigos en los procesos: al rico se le da crédito aunque mienta, mientras que al pobre, por más que deponga verdad, se le desprecia.

Y sigue un punto que es de la máxima importancia en Juvenal (vv. 147-167): la pobreza importa ridiculez, hacer el ridículo. Era la peor herida a la dignidad de un romano. El pobre va con la túnica rota y zurcida, con las botas agujereadas. El que era rico y se ha arruinado se ve miserablemente expulsado de los círculos sociales en que se movía.

Y por la ley de atracción de contrarios, todo ello evoca en Juvenal la vida en una pequeña ciudad provinciana (vv. 168-179) y la brutal contraposición con la metrópoli (vv. 180-190). La primera parte es esencialmente hermosa, con su núcleo central que describe un teatro aldeano, con sus pequeñas gradas para el público, en cuyas junturas ha nacido la yerba, con el cuerpo de ediles sentado junto a la orchestra vestidos sólo con túnica blanca, pues en nada quieren distinguirse de los demás ciudadanos (al revés de lo que ocurre en Roma, donde los caballeros en el teatro ostentan soberbiamente su toga roja). En el regazo de su madre el niño rústico se asusta ante la máscara del man ducus. Ante la sencillez de este mundo, por ello tiene fuerza el contraste: en Roma se vive lujosamente, pero de prestado, pues nadie es verdaderamente dueño de lo que exhibe, y en ella todo tiene precio, incluso la intercesión de los esclavos para que obtengan algo de su señor a favor del solicitante.

Si echamos una ojeada retrospectiva a lo que hasta ahora tenemos leído del apasionado monólogo, vemos que sin la pasión que lo caracteriza sería vulnerable lógicamente, que tiene cabos sueltos que han quedado sin atar. Pero esto no nos importa. Los tres motivos aludidos, no poder ganarse la vida honradamente, los grieguillos y los inconvenientes de la pobreza forman juntos una sola queja ya reseñada. No se puede ser a la vez honrado, romano y pobre. Y por ahí progresa la sátira.

Los peligros de la ciudad, con una segunda y espléndida evocación de la vida campesina (vv. 190-231). La descripción de Juvenal es sumamente eficaz debido precisamente a pequeños contrastes que ofrecen un contraluz poderoso: nadie en las modestas ciudades provincianas teme el derrumbamiento de su vivienda, mientras que los bloques de pisos en Roma se alzan apoyados en míseras estructuras y tabiques. Si se abre una grieta en un muro, el dueño no manda repararla, sino sólo taparla. ««Podéis dormir tranquilos», dice. ¡Y el derrumbe está encima!» Luego los incendios, que pueden empezar por cualquier parte. Y en este último caso se ve la mezquindad de la conciencia de la ciudadanía romana, pues si se pega fuego al piso de Codro, aquel mísero poeta cuya mención abre el frontispicio de las Sátiras (I 2), éste lo pierde todo (un todo, hay que decirlo, descrito con cierta sorna), pero si se incendia el palacio del potentado Astúrico, ello es tomado como una catástrofe pública: los demás ricos y las matronas se visten de luto, y el pretor suspende las audiencias. Y lo peor es que el damnificado recibe tantas ayudas que llegan a superar lo que ha perdido: todo hace pensar que Astúrico pegó fuego él mismo a su palacio.

Frente a esto, ¡vete a vivir al campo! Vivirás en él con frugalidad feliz. Te abastecerá un huerto, de cuyo pocilio somero extraerás sin necesidad de maromas el agua para el regadío, y podrás invitar a cien pitagóricos, pues eran vegetarianos. Otra vez la intuitiva contraposición campo/ciudad.

Y una transición, al menos parcial: no vale la pena vivir en Roma, pues el alboroto nocturno de sus calles no permite un sueño tranquilo y reparador (vv. 232-238), y las aglomeraciones durante el día en estas mismas calles conllevan riesgo de la vida al ciudadano de a pie que transita por ellas (vv. 239-267); no así al ricachón que se desplaza en una litera de Liburnia, y que mira con desdén la marea de cabezas humanas que ya al amanecer se apretujan por las calles de Roma. Principalmente los vv. 243-248 son espléndidos, pues en una condensación compacta, variopinta y convergente señalan los peligros materiales que acechan al pobre que avanza entre tal masa de hombres y mujeres:

... a mí, con la prisa que llevo, me cierra el paso una avalancha por delante, y el gentío que me sigue por detrás formando una cola interminable me oprime los riñones. Uno me larga un codazo, otro me da con una ruda angarilla, éste me sacude la cabeza con una percha y aquél con una metreta. Voy con las piernas perdidas de barro, todo son pisotones de unas plantas enormes; un clavo de soldado me ha herido un dedo.

Tras citar otra aglomeración, la de un colegio o cofradía que celebra un banquete ritual, y el riesgo de los carros cargados con troncos enormes de árboles o con bloques de mármol, y que se desvencijan y derraman su carga sobre la multitud, con el grotesco colofón del muerto cuyo cadáver literalmente se esfuma como las almas de ultratumba en las nekuias de la Odisea o de la Eneida, Juvenal pasa a enumerar los peligros de la noche, una vez que ha reseguido los del día. Antes de considerar este asunto, sin embargo, el último de esta sátira tercera, notemos cómo con un único motivo el satírico ha llenado las horas del día; ahora llenará las de la noche. Su tema es el tráfico en las calles, pero va desde el insomnio a altas horas de la madrugada, pasando por las aglomeraciones matutinas, la de la comida del mediodía, con cada comensal llevándose ridículamente la comida, acompañado de un esclavo que le sopla el hornillo (quizás un equívoco obsceno, pues en las comedias de Aristófanes el fogón o las brasas son las partes femeninas), hasta el tráfico de la tarde, cuya víctima mortal ya se ha sentado, estremecida, en la orilla de la Laguna Estigia, sin el medio as que llevarse a la boca para pagar el pasaje a Caronte. Entretanto en su casa sus esclavos, ignorantes de todo, le preparan la cena.

No se interrumpe la secuencia temporal: los peligros de la noche (w. 268-314). Estamos inicialmente a primera hora de la noche; todavía hay ventanas abiertas con luces encendidas; no todo el mundo duerme. Y ahí radica el peligro, que de las ventanas caiga algo, como aquel «¡agua va!» que se gritaba desde las ventanas de las calles del Madrid de Carlos IV, algo que ensucie o golpee al viandante. Pues no era sólo líquido lo que se echaba por la ventana, también cántaros rotos, vasijas desportilladas...

Y la inolvidable escena final del borracho nocturno pendenciero, que desde cualquier punto de vista lleva las de ganar: por la violencia, porque es más forzudo, por la dialéctica, porque hace preguntas que no admiten respuesta, y aun legalmente, porque si dices algo se interpreta como un insulto, y te denuncia al pretor:

Y da lo mismo si intentas decir algo o pruebas a irte sin rechistar: te sacuden igualmente, y encima furiosos te denuncian al pretor. He ahí la libertad del pobre: le golpean y pide, le muelen a puñetazos y suplica que por lo menos pueda irse de allí con algún que otro diente.

Para acabar hemos regresado al punto de partida: no se puede ser pobre y honrado y romano. Hemos cerrado el espléndido círculo que es esta tercera sátira de Juvenal.


SÁTIRA III

Aunque desconcertado por la partida de mi ya antiguo amigo, le alabo, sin embargo, la decisión de fijar su residencia en la despoblada Cumas 1 , dando así un conciudadano a la Sibila. Es la puerta de Bayas, litoral agradable para un retiro ameno. Yo incluso prefiero Prócita 2 a la [5] Subura 3 . ¿Pues qué lugar he visto tan dejado y desierto que no crea peor el horror de los incendios, los continuos derrumbamientos de techos 4 , los mil peligros de esta inhumana ciudad y los poetas que recitan en pleno mes de agosto? 5 . Mientras apretujan todo su equipaje en un solo carro 6 , [10] él se detiene junto a los viejos arcos de la húmeda Puerta Capena 7 , aquí, donde Numa citaba por la noche a su amiga 8 y hoy los templos y el bosquecillo de la fuente sagrada se alquilan a los judíos 9 , cuyo ajuar [15] consiste en un cuévano y un montón de heno 10 , porque aquí todo árbol se ve obligado a pasar una renta al pueblo y ahora el bosque ha debido expulsar a las musas y echarse a mendigar 11 . Bajamos por el valle de Egeria, a su gruta tan distinta de las auténticas 12 . ¡Cuánto más presente estaría el dios en sus aguas si la hierba ciñera las corrientes en el verdor de las orillas y los mármoles no [20] desfiguraran la toba natural! 13 .

Y aquí dijo Umbricio: «Cuando en la ciudad no hay lugar para los oficios honestos, cuando no hay un pago para los trabajos, y hoy tu peculio es menor de lo que era ayer, y el día de mañana a los pobres les quitará algo, me propongo largarme allí donde Dédalo se despojó [25] de sus fatigadas alas 14 . Cuando las canas me son aún recientes y comienzo mi vejez aún vigoroso, cuando a Láquesis 15 le queda todavía mucho por torcer, y mis pies me llevan sin la ayuda de un bastón en mi mano derecha, me voy de la patria! En ella, que vivan Artorio y Cátulo 16 , [30] que se queden los que llaman blanco a lo negro 17 , los que no tienen empacho en arrendar la construcción de un templo, la cobranza de la aduana portuaria o la fluvial, el vaciado de las cloacas, el porteo de cadáveres a hombros 18 , los que no retroceden si han de poner los esclavos en venta bajo el asta que es su dueña 19 . Antaño [35] los vendían los musicastros, banda aparecida sin cesar 20 en las arenas de los municipios, mofletes bien conocidos 21 por las poblaciones, pero hoy son éstos los que dan los juegos, y cuando el pueblo lo ordena agitando hacia abajo el pulgar, hacen matar a quien sea 22 ; luego regresan y [40] arriendan las letrinas 23 . ¿Y por qué no todo? Son aquellos tipos que la Fortuna, cuando se siente juguetona, eleva a los más altos honores desde una cuna humilde».

«¿Qué voy a hacer en Roma? Mentir, no sé; un libro, si es malo soy incapaz de alabarlo o de solicitarlo. No domino el movimiento de los astros 24 ; prometer que el padre va a diñarla, no puedo ni quiero. Jamás inspeccioné [45] las visceras de rana 25 ; que entiendan otros lo de llevar a las recién casadas los recados y los obsequios que les manda el adúltero. Ni seré ayudante de ladrones, por lo que no salgo nunca a acompañar a nadie 26 , como si fuera manco, como si sin su mano derecha mi cuerpo fuera inútil. ¿Pues quién es apreciado sino el cómplice, y aquél a [50] quien el ánimo le bulle, le hierve de secretos que siempre ha de callar? 27 . No cree deberte nada, y nada te pagará el que te hizo partícipe de un secreto honesto; Verres apreciará a quien puede delatarle cuando quiera. No aprecies tanto el oro que entre las arenas del umbrío Tajo 28 da [55] vueltas hacia el mar, que pierdas el sueño y recojas melancólico unas recompensas que deberás abandonar 29 , pues recelará de ti un amigo encumbrado».

«Me apresuraré a aclararte sin rebozo qué gente goza hoy de la más grande aceptación entre nuestros ricos 30 ; yo la rehúyo al máximo. ¡No puedo soportar, oh Quirites 31 , [60] una Roma griega! Pero, ¿qué parte de esta hez es verdaderamente aquea? 32 . Hace ya tiempo que el sirio Orontes 33 desemboca en el Tíber; ha traído consigo la lengua, las costumbres, la sambuca 34 que acompaña al trompetero, también los timbales exóticos y las mozas obligadas [65] a ofrecerse junto al Circo. Dirigíos allí los que gustáis de estas rameras bárbaras con sus gorritos de colorines 35 . He aquí, Quirino 36 , que este rústico 37 descendiente tuyo se viste con el manto de parásito y luce en el cuello embadurnado de ceroma el distintivo de haber triunfado en los [70] juegos 38 . Un griego dejó la alta Sición, otro Amidón, éste Andros, aquél Samos, el de más allá Trales o Alabanda: todos se dirigen al Esquilino o a la colina que extrajo su nombre del mimbre 39 , para convertirse aquí en moradores mimados, y luego en amos de los grandes palacios. Ingenio pronto, audacia sin límites 40 , cháchara a flor de labio y más torrencial que la de Iseo 41 : dime, ¿quién crees [75] que es? 42 . Consigo nos trajo a cualquier hombre, a un gramático, a un orador, a un geómetra 43 , a un pintor, a un masajista, a un augur 44 , a un equilibrista, a un médico, a un mago: de todo entiende un grieguillo famélico. Mándale volar hacia el cielo, y volará 45 . En resumen: no era moro, ni sármata, ni tracio el que se puso alas; había [80] nacido en el centro de Atenas 46 ».

«Y yo, ¿no huiré de los mantos de púrpura? 47 ¿Firmará antes que yo y se reclinará en una mesa mejor que la mía 48 este que empujaron a Roma los vientos que nos traen los higos y las ciruelas? 49 . ¿Hasta tal punto ya no [85] vale nada el que nuestra infancia bebiera el cielo del Aventino 50 y se alimentara de olivas sabinas? 51 . ¿Y qué diré de que esta gente 52 , habilísima en el arte de adular, alabe el discurso de un indocto, la cara de un amigo feísimo, compare el cuello largo de un inválido con la cerviz de Hércules cuando sostenía a Anteo 53 separado de la tierra, [90] y sepa admirarse de una voz chillona, peor que la cual no suena ni tan siquiera la del gallo que picotea maritalmente a la gallina? Todo esto, también lo podemos alabar nosotros, pero el crédito se les otorga a ellos. ¿Hay quien les supere cuando un griego actúa en la comedia y representa a Tais, a la esposa o a Dóride que nada se tapa ni aun con un trapito? 54 Parece que habla una mujer en [95] persona, no un actor teatral. Dirías que debajo del vientre todo le es plano y hueco, a cierta distancia de una tenue fisura. Pero no es que allí el admirable sea Antíoco, o Estratocles, o Demetrio con el lascivo Hemón 55 : Grecia entera es comediante 56 . Si te ríes, a un griego le sacuden [100] carcajadas mayores, llora si ve lágrimas en un amigo... y no le duele nada. ¿En tiempo frío pides un poco de fuego? Él se pone su capa; si dices: «¡vaya calor!», él se pondrá a sudar».

«De modo que no jugamos con las mismas bazas. Lleva [105] ventaja el que siempre, día y noche, es capaz de componer su faz según la de cualquier otro, dispuesto a aplaudir y a alabar si el amigo eructó con elegancia, si orinó con brío o si el bacín de oro 57 resonó cuando giró su base. Además, para éste no hay nada sagrado 58 ni a salvo de su lubricidad: ni la dueña del hogar, ni la hija virgen, [110] ni su novio aún imberbe 59 , ni el hijo hasta ahora decente. Si no disponen de éstos, se tiran a la abuela 60 de su amigo. Quieren saber los secretos de las casas para así ser temidos 61 ».

«Y ya que se ha empezado a hablar de los griegos, [115] deja lo propio de un gimnasio 62 y escucha la fechoría de un manto 63 más prestigioso. Un delator estoico causó la muerte a su amigo Barea 64 , a su discípulo un viejo nutrido en aquella orilla en la que cayó el ala del caballo de [120] la Gorgona 65 . No hay lugar para un romano allí donde reina un Protógenes, un Dífilo o un Hermarco 66 , que por un vicio nacional nunca comparten nada con un amigo: se lo reservan todo. Pues 67 si uno de ellos ha destilado en un oído crédulo un poco del veneno propio de su nación y de su índole, me echan por la puerta; se han acabado [125] los tiempos de un largo servicio: en ninguna parte tiene menos importancia la expulsión de un cliente. No seamos ilusos: ¿qué valen aquí los buenos oficios, los servicios de un pobre diablo que se afana y se apresura, vestido con la toga 68 , aún de noche 69 , cuando incluso el pretor manda a su lictor urgentemente a cumplimentar a las viudas ya levantadas, para evitar que su colega se le adelante [130] y salude antes a Albina y a Modia? 70 . Aquí el hijo de un hombre libre escolta al esclavo 71 de un ricachón, otro da lo que gana un tribuno en la legión 72 a Calvina y a Catiena 73 para poder holgar con ellas una, o a lo sumo dos veces; tú, cuando te place el rostro de una ramera [135] vestida 74 , te quedas plantado y dudas en hacer bajar a Quíone 75 de su alto sitial 76 ».

«Aporta en Roma un testigo tan santo 77 cual lo fue el huésped de la divinidad del Ida 78 , que se adelante un Numa o el que salvó a la asustada Minerva de su templo [140] incendiado 79 : lo primero que se mira es su fortuna. ¿Sus costumbres? Lo último que se investigará». “¿Cuántos esclavos mantiene? 80 . ¿Cuántas yugadas de tierras posee? ¿Cuántos platos toma en su cena? ¿Cómo son?”. La confianza que se tiene en cada uno la miden los dineros que guarda en su arca 81 . Ya puedes jurar por nuestros altares o por los de los samotracios 82 : es creencia general que [145] los pobres desprecian a los rayos y a los dioses (pero éstos en verdad no se lo toman muy a pecho) 83 . ¿Qué diré de la materia y causa de chanzas que suministra a todos este mismo pobre 84 con su manto sucio y raído, con su toga no muy limpia, con un zapato con rajas en la piel, o bien [150] si más de un zurcido deja ver el grueso hilo con el que las grietas acaban de ser recosidas? Lo más duro que la infeliz pobreza tiene en sí misma es que hace ridículos a los hombres. No falta quien grita: “Largo de ahí si tiene vergüenza, que se levante del diván ecuestre aquel cuya riqueza no llega a lo que marca la ley 85 ; pueden sentarse [155] en él, en cambio, los hijos de los rufianes nacidos en cualquier prostíbulo. Que aplauda aquí el hijo del pimpante pregonero entre la elegante prole del reciario y los nacidos del entrenador de gladiadores”. Así lo decretó la cabeza [160] huera de Otón, que estableció estas distinciones. ¿Qué yerno ha gustado aquí si no es tan rico y no iguala la dote de su novia? ¿Cuándo un pobre es nombrado heredero? ¿Cuándo los ediles lo toman como asesor? 86 . Hace ya tiempo que los Quirites 87 sin fortuna hubieran debido emigrar en batallón. En todas partes es difícil sobresalir a aquellos cuyo valor se ve obstaculizado por una familia [165] menesterosa, pero en Roma el intento es aún más penoso. Aquí un tugurio misérrimo cuesta un ojo de la cara, dar de comer a los sirvientes es algo carísimo, y lo es una frugal cena. Aquí repugna yantar con vajilla de barro. Y no lo considerarías una afrenta si de repente te vieras trasladado al país de los marsos o a una mesa sabina 88 ; allí [170] te satisfaría una grosera capucha véneta 89 . A decir verdad, en gran parte de Italia 90 nadie se pone la toga 91 si no yace de cuerpo presente. Incluso si alguna vez se celebra en el teatro recubierto de hierba una fiesta solemne y ha [175] subido a escena la conocida farsa 92 , cuando el niño campesino se asusta, en el regazo de su madre, ante la máscara pálida y boquiabierta 93 , allí comprobarás que todo el mundo viste igual, que el senado y la gente 94 lucen la misma indumentaria; como señal de su preclaro oficio unas túnicas blancas 95 bastan a los máximos ediles. Pero aquí 96 el lujo en el vestir supera la propia bolsa, aquí [180] se toma siempre algo más de lo que es suficiente, a veces de bolsa ajena. Entre nosotros es un vicio general vivir en pobreza pretenciosa. En una palabra: en Roma todo vale su dinero. ¿Qué pagas 97 para saludar de vez en cuando a Coso? ¿Para que Veyento 98 te contemple sin soltar [185] palabra? Aquél se está afeitando 99 y éste manda rapar a su efebo 100 . La casa está llena de pasteles para vender: toma uno y guárdate para ti tu despecho. Los clientes nos vemos obligados a pagar tributo y a aumentar así el peculio de los esclavos elegantes».

[190] «¿Quién teme o ha temido el derrumbamiento de su casa 101 en la fresca Preneste 102 , en Volsinia 103 , situada entre montes boscosos, en la humilde Gabias 104 o en la ciudadela de la inclinada Tíbur? 105 . Nosotros vivimos en una ciudad sostenida en gran parte por puntales esmirriados, [195] pues es así como el casero previene un hundimiento. Cuando ha tapado la rima de una grieta antigua, dice: «podéis dormir tranquilos». ¡Y el derrumbe está encima!».

«Hay que vivir allí donde no haya incendios ni alarmas nocturnas. Ucalegonte 106 ya pide agua, y traslada sus míseros enseres: el tercer piso debajo del tuyo humea, y tú [200] sin enterarte, pues si el incendio se inicia en los bajos, el último en arder será el cuarto 107 , que sólo el tejado resguarda de la lluvia, donde las tiernas 108 palomas depositan sus huevos».

«Codro tenía un lecho en el que no cabía ni Prócula 109 , seis jarritos de adorno en su aparador, y debajo un [205] pequeño cántaro 110 ; además una figura de Quirón echado 111 encima del mismo mármol; guardaba algunos librillos griegos en un viejo cofre en el que los incultos 112 ratones roían los divinos poemas. Codro no poseía casi nada: ¿quién lo niega? Y, sin embargo, el infeliz lo perdió por entero. El colmo de su miseria, helo ahí: nadie le ayudará [210 ] con comida y el abrigo de un techo, cuando, desnudo, pida unos mendrugos. En cambio, si se ha derrumbado el gran palacio de Astúrico 113 , la matrona deja sus atavíos, los próceres se visten de duelo 114 y el pretor aplaza las audiencias 115 . En tal caso lloramos las desgracias de la ciudad, en tal caso odiamos el fuego. Arde todavía [215] y ya hay quien corra a regalar mármoles 116 , quien aporte materiales. Uno donará estatuas blancas de desnudos, otro alguna pieza importante de Eufránor o de Policleto 117 , ésta ornatos antiguos 118 de dioses asiáticos, y éste de aquí libros 119 , estanterías, y un busto de Minerva para ponerlo [220 ] en el centro, esotro un montón de dinero 120 . Pérsico 121 , el más rico de nuestros arruinados 122 , recupera más y mejor: con razón se sospecha de él que ha pegado fuego por sí mismo a su palacio».

«Tú, si logras prescindir de los juegos del Circo 123 , [225] tienes dispuesta en Sora, en Fabrateria o en Frusinone una casa cómoda al precio por el cual alquilas aquí por un año un tugurio 124 . Hay en ella un huertecillo y un pozo poco profundo que no precisa de maroma 125 para regar sin esfuerzo las tiernas plantas. Vive aquí al amor de la azada, masadero de tu bien labrado pegujal, que te dará para ofrecer una comida a cien pitagóricos 126 . Merece la [230] pena en cualquier sitio, en cualquier rincón, haberte convertido en propietario, aunque sea de un lagarto».

«En Roma muchos enfermos mueren de insomnio 127 , aunque originó la enfermedad una comida indigesta que se pega en el estómago y fermenta. ¿En qué departamento alquilado se puede conciliar el sueño? En Roma dormir [235] cuesta un ojo de la cara. Y ahí empiezan las dolencias. El ruido de los carruajes 128 que pasan por los estrechos recodos de las calles y el escándalo de las bestias de tiro paradas 129 le quitarían el sueño a Druso 130 y a los terneros marinos. Un rico, si un quehacer le llama, pasará sin [240] tardanza por encima de esta marea 131 acomodado en una gran litera liburnia; dentro, durante el camino, leerá, escribirá o descabezará un sueño 132 , pues estas literas, si cierras la ventana 133 , invitan a sestear. Y llegará antes, pues a mí, con la prisa que llevo, me cierra el paso una avalancha por delante, y el gentío que me sigue por detrás [245] formando una cola interminable me oprime los riñones. Uno me larga un codazo, otro me da con una ruda angarilla, éste me sacude la cabeza con una percha y aquél con una metreta 134 . Voy con las piernas perdidas de barro, todo son pisotones de unas plantas enormes; un clavo de soldado me ha herido un dedo».

«¿No ves el humo de los capazos allí donde se da el [250] yantar? 135 . Cien son los comensales, y a cada uno le sigue su hornillo. Incluso Corbulón 136 transportaría a duras penas esta enorme cacharrería que acarrea un esclavo tieso e infeliz que en su camino aún aviva el fuego. Se rasgan 137 las túnicas acabadas de zurcir, se acerca un carro [255] que transporta un abeto gigantesco; unos plaustros trasladan un pino; su barandal oscila y amenaza al gentío. Pues si se parte el eje del carromato cargado con piedra de Liguria 138 y el alud se precipita encima de aquella concurrencia, ¿qué quedará de los cuerpos? ¿Quién encontrará [260 ] los miembros, quién los huesos? Triturado, el cadáver de un pobre desaparece como un espíritu 139 . En su casa, desprevenidos, los esclavos lavan las jofainas, avivan el fuego soplando a dos carrillos, hacen sonar los estrígilos aceitados, y disponen las toallas y los frascos. Sí, esto es lo que prepara la servidumbre, pero aquel infeliz ya está [265] sentado en la orilla estigia 140 . Se horroriza, novato, del tétrico barquero 141 y no confía en la nave de la laguna cenagosa, ya que ni tiene en la boca el tercio de un as para pagar 142 .

Considera ahora otros peligros diversos, los de la noche 143 . El espacio que queda hasta el nivel de los tejados, desde el que un tiesto te hiere el cráneo cada vez que por [270] una ventana se caen vasijas rotas y desportilladas; mira con que potencia marcan y agujerean la losa en la que dan. Te tendrán por un necio y por incauto ante accidentes súbitos si acudes a una cena y no has otorgado testamento; los peligros se cuentan por las ventanas que en tal [275] noche estén abiertas y vigilantes 144 a tu paso. De modo que formula un deseo: llévate contigo este anhelo miserable, que se contenten con vaciar sus anchos bacines. Un borracho brutal 145 que por puro azar todavía no ha atizado a nadie sufre por ello, y pasa la noche de Aquiles [280] cuando lloraba por su amigo; ahora yace panza arriba, y después de bruces 146 . Y no podrá dormir de otra manera, porque a algunos sólo una camorra les procura el sueño. Por más que sea un jovenzuelo y el vino le bulla, esquiva a aquel a quien un manto escarlata 147 le aconseja [285] evitar, una hilera larguísima de acompañantes, una gran cantidad de luces y una lámpara de bronce. A mí, a quien suele acompañar la luz de la luna o la llamita de una candela, cuya mecha cuido vigilante, a mí no me teme 148 . He ahí el prólogo de esta triste riña, si se puede llamar riña [290] allí donde tú pegas y yo encajo solamente. Se detiene, y te exige otro tanto. Y hay que obedecerle, pues, ¿qué harás si te obliga furioso y es más forzudo que tú? «¿De dónde vienes?» —vocifera— «¿a la casa de quién has ido a atiborrarte de vinazo y de habas? ¿Qué remendón compartió contigo el puerro troceado y el morro hervido [295] de cordero? 149 ¿No contestas? ¡O hablas o te pego un puntapié! Dime tu puesto, ¿en qué gremio 150 puedo buscarte?». Y da lo mismo si intentas decir algo o pruebas a irte sin rechistar: te sacuden igualmente, y encima furiosos te denuncian al pretor 151 . He ahí la libertad del pobre: le golpean y pide, le muelen a puñetazos y suplica [300] que por lo menos pueda irse de allí con algún que otro diente».

«Y no es sólo lo descrito lo que deberás temer. No faltará quien te desplume cuando se atrancan las casas y en las tiendas hay silencio, cerradas sus puertas por cadenas. [305] Pero en el ínterin un bandido de pronto hace de las suyas con un cuchillo, porque cada vez que una patrulla armada vela por la seguridad del bosque de Gallinaria y de las Marismas Pontinas 152 , los bandoleros corren de allí hacia aquí como hacia su reserva. ¿Hay fragua, hay yunque que no fabrique para ellos pesadas cadenas? Ahora se gasta una barbaridad en grilletes de hierro, tanto, que puedes temer que nos falten arados, que lleguemos a carecer de azadas y de cavaderas. ¡Felices los abuelos de nuestros abuelos! Puedes llamar felices a los siglos que antaño, en tiempo de los reyes y de los tribunos, vieron cómo Roma se bastaba con una sola cárcel 153 .

«A éstas podría añadir otras muchas causas, pero las [315] bestias se impacientan y el sol va declinando. Debo partir, porque el mulero tiempo ha me hace señas con la vara. De modo que, ¡adiós! No me olvides, y siempre que Roma te devuelva, necesitado de recuperarte, a tu Aquino natal, invítame a que de Cumas visite Ceres Helvina 154 y [320] el templo de Diana. Y yo acudiré con mis botas a sus helados campos para escuchar tus sátiras si no les da vergüenza» 155 .

Sátiras

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