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Una promesa a Kharu


Esa noche me uní a mis compañeros alrededor de la fogata, una de las muchísimas que convertían nuestro campamento en un reflejo centelleante de las estrellas que brillaban por encima de nuestras cabezas. La cena de eshwins nos dejó satisfechos, y estábamos todos soñolientos y saciados (Tobble había cenado grillos salteados con jalea de gusanos).

Era imposible olvidar que por todas partes a nuestro alrededor se estaba preparando la guerra, pues estábamos rodeados de centinelas armados. A pesar de eso, una calma bienvenida descendió sobre mí al mirar a mis queridos amigos. Mi antiguo clan, masacrado por las tropas del Murdano, había sido reemplazado por esta nueva familia de variopintas especies. Tobble. Gambler. Sabito. Renzo, el afable humano que había pasado la mayor parte de su vida no muy longeva ejerciendo de audaz ladrón. Perro, su compañero canino de lengua siempre babosa.

Maxyn, mi compañero dairne, estaba sentado a mi lado. Cuando descubrimos esa diminuta y frágil colonia de dairnes todavía con vida, me pareció una especie de victoria saber que no era la única superviviente. Pero había resultado que seguíamos en gran riesgo, moviéndonos por el filo del abismo de la extinción.

A mi otro lado estaba sentada Kharussande Donati, conocida ahora como la Señora de Nedarra. Kharu, mi antigua captora, la que me había rescatado, mi amiga, la persona por la que estaría dispuesta a sacrificar la vida.

Cuando nos conocimos, Kharu se hacía pasar por un muchacho que servía de rastreador a una pandilla de cazadores furtivos. Ahora encabezaba un ejército como ninguno que hubiera existido antes: el Ejército de la Paz.

Nos habíamos reunido en ese ejército no para luchar en una guerra sino para evitarla. Dos poderosos tiranos, el Murdano en mi Nedarra de origen, y el Kazar Sg’drit en Dreylanda, al norte, estaban preparados para entrar en conflicto. Ambos querían la guerra, pero sus pueblos sencillamente anhelaban vivir su vida en paz.

Era una idea extraña, que nadie había intentado antes: un ejército cuyo único propósito era preservar la paz. Muchos de nuestros soldados jamás habían empuñado una espada. Había granjeros, panaderos, herboristas, comerciantes, herreros, barrileros, parteras, albañiles y carpinteros. Algunos eran siervos o aprendices. Otros habían sido esclavos, libertados por nosotros, pues Kharu se negaba a tolerar cualquier forma de esclavitud. Muchos de quienes marchaban a nuestro lado eran jóvenes y sabían poco de la vida. Otros eran tan viejos que con certeza ésta sería su última aventura.

Afortunadamente, también contábamos con guerreros experimentados, hombres y mujeres curtidos, de músculos marcados y mirada atenta al detalle. Algunos tenían cicatrices de guerra bien visibles. Incluso mis amigos y yo habíamos tenido nuestra parte de peligro en los meses anteriores a este momento.

Mientras la luna creciente avanzaba por el cielo, nos acercamos unos a otros, contándonos historias y cantando. Renzo, con muy buena voz, nos deleitó con una cancioncita muy divertida. Hablaba de un joven enamorado de una jovencita caprichosa, y aunque no entendí todas las implicaciones, porque los humanos son muy poco claros para las cosas de los afectos, me di cuenta de que Kharu ponía los ojos en blanco y hacía gestos más de una vez, su suave cara bronceada y sonrojada a la luz de la fogata.

Luego de un tiempo callamos, y Kharu me indicó que me acercara para hablar conmigo en privado.

—¿Quieres que las acompañe? —preguntó Renzo, en pie.

Kharu rio.

—Esto es algo entre Byx y yo.

—Tú te lo pierdes —contestó él con un suspiro dra­mático, haciendo una elegante reverencia.

La tienda de Kharu era idéntica a la que yo compartía con Tobble, aunque la suya tenía un guardia apostado en la entrada, un joven fornido con una larga lanza. Le hizo un saludo cuando entramos.

Kharu encendió una vela, y se sentó en su pequeño catre, mirándome pensativa. Me senté en un cajón volteado junto a una especie de mesa provisional cubierta de mapas.

—Ha sucedido algo interesante —dijo ella.

—¿Interesante para bien o para mal?

—Puede ser que tenga que pedirte que te encargues de una misión.

Asentí.

—Lo que ordene, mi Señora.

—Pero Byx, si tú no eres una de mis vasallos. Eres mi amiga. A ti no te ordeno. A ti te pido.

—En todo caso, haré lo que tú me… me pidas.

—Todavía no tengo certeza pero, si llego a necesitarte, será para una misión peligrosa que involucra a los natites. Están tanteando el terreno para así decidir si apoyan al Ejército de la Paz —Kharu hizo una pausa—… o si se enfrentan a nosotros.

—Tal vez estoy pasando algo por alto pero ¿qué papel tienen unas criaturas marinas en una guerra terrestre?

—Es una buena pregunta, Byx, y la respuesta es que no lo sé. De las seis especies gobernantes, los natites son los más complejos de entender. Pero si podemos asegurar su apoyo, nos serviría para acabar con los planes del Murdano de invadir Dreylanda por mar.

—No te envidio el tener que entender ese asunto —dije.

—Lo que pasa, Byx, es que no seré yo quien se haga cargo de entenderlo —me sonrió con mirada de complicidad—. Serás tú.

—¿Yo?

Creo que eso fue lo que dije, pero tal vez no logré articular nada más que una especie de chillido.

—Los natites nos piden que enviemos un embajador, alguien que atienda sus preocupaciones.

—Pero yo… yo soy apenas…

—Byx. Esos días de “yo soy apenas una dairne” ya terminaron. Si yo puedo ser la Señora de Nedarra, tú bien puedes ser la embajadora Byx.

—No, ¡no puedo! —grité.

Kharu se inclinó hacia adelante, apoyando los brazos en las rodillas.

—Puedo dirigir este ejército, Byx. Pero nuestro objetivo es evitar una guerra, no entrar en ella. Para eso necesitamos diplomacia. Y eso quiere decir que necesito tu ayuda.

Era una justificación muy simple. Si Kharu necesitaba que yo hiciera algo, yo estaba dispuesta a seguir sus instrucciones y a morir en el intento.

Aunque eso no tenía por qué agradarme.

—¿Lo haré sola? —pregunté, consciente de un dolor frío en la boca del estómago.

Kharu movió la cabeza y sus rizos oscuros relumbraron a la luz de la vela.

—¿Sola? No, claro que no. Primero que todo, no sé de un poder que sea capaz de separarlos, a Tobble y a ti. Así que nuestro siempre cortés pero muy alborotado wobbyk te acompañará. Ojalá pudiera también enviar a Gambler contigo pero, ya sabes, los felivets y el agua…

Sonreí al recordar cuando vi al poderoso Gambler moverse nervioso en las puntitas de sus zarpas para atravesar un lago subterráneo poco profundo.

—Maxyn no está en condiciones de viajar. ¿Y Sabito? Si a los felivets no les gusta el agua, a los raptidontes aún menos.

—¿Y Renzo?

—Renzo —repitió Kharu, y hubiera podido jurar que la sola idea de que él la dejara la hizo parecer anhe­lante—. Sí, supongo que podría ser útil —asintió—. Renzo, definitivamente sí.

—¿Cuándo partimos?

—Estamos a unas cuantas horas del Telarno, donde acamparemos cerca de un pueblo a la orilla del río. A la mañana siguiente nos encontraremos con el embajador natite. Él te llevará en su embarcación, junto con Tobble y Renzo, hasta el palacio de la reina de los natites. Allí podrás oír lo que ella tiene que decir y le presentarás el escudo y la corona que tomamos prestados de los natites subdurianos.

No habíamos tomado prestadas esas cosas sino que las habíamos robado, pero en esos momentos habíamos temido por nuestra vida todo el tiempo.

—Haré todo lo que pueda —dije.

—Sé que así será —contestó ella.

Ambas nos levantamos pero, al querer irme, Kharu me tomó por el brazo:

—Byx –empezó—: cuento con fieles generales y un ejército leal. Y a Renzo, Gambler y Sabito los tengo como amigos verdaderos. Pero, en realidad, en los días que vendrán, cuento contigo más que con nadie.

—¿Conmigo? —repetí—. ¿Por qué?

—Porque hemos pasado juntas por muchas cosas. Y porque sé que siempre puedo confiar en que me dirás la verdad —miró la pila de mapas arrugados en su mesa—. He hecho lo mejor que podía para planear lo que nos espera, Byx, pero hay algo que sé muy bien: el campo de batalla no entiende de planes.

Esbocé una fugaz sonrisa.

—Tal como veo las cosas, nos enfrentamos a tres retos importantes al tratar de detener esta guerra. El primero es asegurarnos de que tenemos a los natites de nuestro lado. Para eso, cuento con que serás mis ojos y mis oídos. Hablarás con la reina de los natites, alerta a cualquier indicio de duplicidad y prestando atención a las razones que nos dé para confiar en ella.

—Eso puedo hacerlo —dije, aunque alcanzaba a percibir la duda en mi propia voz.

—El siguiente reto —continuó Kharu—, será reclutar a otros para nuestra causa. Necesitaré que seas la voz del Ejército de la Paz, para explicar nuestra misión y asegurarnos la lealtad. Tendrás que ser persuasiva, si llegaras a tener la sensación de que vacilan. Las demás especies confían en los dairnes, y eso vamos a aprovecharlo como ventaja a nuestro favor.

—Puedo hacerlo —dije de nuevo, y esta vez mi incertidumbre era patente.

Kharu puso una mano sobre cada uno de mis hombros y sonrió:

—¡Qué suerte la mía de tenerte a mi lado, Byx! —susurró.

—No dijiste cual sería el tercer desafío.

—Los dos primeros problemas son asuntos de diplomacia, pero el último… —dejó caer las manos a ambos lados—, cuando nos veamos cara a cara con el ejército del Murdano y contra las fuerzas del Kazar, sabremos si podremos evitar la guerra e imponernos, o si moriremos en el intento.

Tragué para pasar la piedra afilada que parecía haberse alojado en mi garganta.

—Puedes contar conmigo, Kharu. Prometo ser tus ojos y tus oídos, y también tu voz.

—Mis ojos y mis oídos, mi voz, y además mi corazón —le brillaban los ojos—. Ahora ve a dormir un rato. Estás a punto de comenzar una aventura.

—Una aventura peligrosa —murmuré.

—Byx, amiga mía, ¿acaso existe otro tipo?

La única

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