Читать книгу La única - Katherine Applegate - Страница 13
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La víspera
Poco antes del mediodía llegamos a la villa fortificada que, según supimos por un granjero con el cual nos cruzamos, se llamaba Callumweir. Mientras más nos acercábamos, menos impresionante parecía. Las murallas no superaban por mucho a un humano alto. Gambler las hubiera podido cruzar de un solo salto.
Kharu fue a parlamentar con el alcalde del lugar, un hombre alto, de cabello muy claro, a quien llamaban Tarang el Pálido, y me llevó con ella para que le dijera si lo que hablaban era verdad. Regresamos luego de media hora, con permiso para que nuestras tropas acamparan junto a la villa. Cuando los habitantes se enteraron de nuestra misión, veintitrés de ellos se ofrecieron como voluntarios para unirse al Ejército de la Paz, incluido el propio Tarang, que renunció a la alcaldía y se alistó en el campamento cargando un hacha doble.
Levantamos las tiendas, colocamos los sacos de dormir, excavamos letrinas, y atendimos a los caballos… una rutina tediosa que se nos había convertido en hábito. Kharu había mandado una cuadrilla de avanzada al bosque para talar troncos para una especie de empalizada rústica, una barrera circular de estacas con la punta afilada para bloquear el paso de intrusos. Construirla resultó ser un trabajo colosal que nos tomó más allá del atardecer, pero Kharu insistió en que todos los campamentos deberían estar fortificados para poderse defender. Si nos atacaban, no sería tan fácil que nos invadieran. Y cuando siguiéramos adelante, la empalizada permanecería allí para que la aprovecharan los habitantes del lugar.
Esa noche me detuve frente a la tienda de Maxyn, que compartía con Renzo y Perro. Estaba a solas, acomodado en una cobija junto a un cabo de vela que daba una luz titilante. A su lado, en el piso, había una muleta de madera. Maxyn había resultado malherido cuando lo capturaron unos hombres del Murdano, y todavía se estaba recuperando de sus heridas.
Nos tocamos las narices.
—¿Cómo te sientes, Maxyn?
—Mejor cada día, Byx.
Lo miré. Sus ojos eran más oscuros que los míos, y sus hombros eran más anchos. Tenía el pelo del color de la paja y orejas largas y sedosas. Éramos diferentes en muchas formas, como se podrá suponer de cualquier par de individuos de una especie.
Aun así, Maxyn era mi espejo. Cuando lo miraba, me veía. Tan pocos dairnes había en el mundo que yo sentía una pequeña conmoción de familiaridad cada vez que nos encontrábamos.
—Me estás mirando fijamente otra vez, Byx.
—Perdón —me disculpé, avergonzada—. Es que cuando te veo, es como verme en un espejo.
—¿Y eso es malo?
—No, ¡claro que no! Pero me hace recordar lo solos que estamos. Me refiero a nosotros, los dairnes.
—Cuando yo te veo, siento alivio —dijo él—, y también alegría.
Sonreí.
—¿Cómo va tu pata? —señalé su miembro derecho, entablillado con una férula polvorienta.
—Bueno, no es que vaya a poder lanzarme a la batalla muy pronto, pero voy mejorando —cambió de posición con una mueca de dolor—. ¿Te sientes preparada para mañana? Ojalá pudiera ir contigo.
Durante la cena, Kharu explicó detalles de mi misión a sus consejeros más cercanos. Al igual que yo, Tobble y Renzo estaban resueltos a hacer todo lo que pudieran. Y también al igual que yo, se sentían extremadamente nerviosos al pensar en esta visita al reino de los natites. No era normal que especies que respiran aire pasen mucho tiempo en las profundidades del mar.
—Los natites me producen escalofríos —dijo Maxyn al fin—. Son las criaturas más extrañas que haya visto. A excepción tal vez de los terramantes.
Los terramantes son criaturas semejantes a insectos, con cabeza triangular y unas mandíbulas para masticar y triturar. Los natites tienen diversas formas y tamaños, pero todos respiran agua a través de múltiples agallas. Su cabeza tiene forma de proa de barco, y además tienen tentáculos, piernas y brazos, dedos palmeados y largos pies que terminan en aletas.
—Sé lo que quieres decir —contesté, tratando de no pensar en el viaje que me esperaba, en el que vería muchísimos natites—. Aunque creo que los terramantes dan más miedo. ¡Con esas patas espinosas y esos ojos bulbosos! Me recuerdan a las arañas asesinas que solíamos encontrar bajo las piedras cuando era pequeña. ¡Sólo que mil veces más grandes! —suspiré—. Al menos los natites me resultan remotamente familiares. Algo así como mitad humanos y mitad peces.
Maxyn asintió.
—¿Partirás a primera hora de la mañana?
—El embajador de los natites se encontrará con nosotros, Renzo, Tobble y yo, en una curva del río no muy lejos de aquí. Kharu nos presentará y luego… ¿quién sabe?
—Todo va a salir bien —dijo Maxyn con un guiño, y su seguridad me hizo sentir un poco mejor.
Hablamos otro rato, y después me dirigí a la tienda que compartía con Tobble. Técnicamente, era también la tienda de Gambler, pero él prefería quedarse afuera, al acecho en la periferia del campamento. Los felivets son nocturnos por naturaleza y, aunque Gambler trataba de adaptarse a nuestras marchas diurnas, le costaba trabajo reprimir su instinto de recorrer el terreno en las noches.
No dormí bien y me desperté antes del amanecer, sorprendida al no oír los ronquidos típicos de Tobble, como un serrucho que va y viene. Estaba completamente despierto, mirando a lo alto de la tienda, con las garras aferradas a su raída cobija verde.
—¿Tobble? —pregunté—. ¿Te encuentras bien?
Se enderezó con las orejas temblando y una sonrisa forzada en la cara.
—Por supuesto que estoy bien. Me siento como nuevo. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Porque estás a punto de hacer un viaje submarino a un palacio lleno de gente que es parte pez.
Tobble soltó una risita.
—Me da gusto que vayamos juntos, Byx.
—Jamás pensaría en hacerlo de otra manera.
Cuando Tobble y yo salimos de la tienda, cargados con nuestros pesados bultos, Kharu, Renzo y Perro estaban ya aguardándonos. Los cocineros habían preparado un enorme caldero de té, que nos servimos en tazones con un cucharón.
—Quiero repetirlo de nuevo para que quede bien claro —dijo Kharu—. Los natites son casi desconocidos para nosotros. No sabemos qué querrán. Pero si vamos a detener esta guerra entre Nedarra y Dreylanda, podrían resultarnos tremendamente útiles.
—¿En verdad crees que los natites podrían impedir el movimiento naval de Nedarra? —preguntó Tobble.
—Ningún barco navega por el mar sin permiso de los natites —explicó ella—, es por eso que… —miró directamente a Renzo—, que deben comportarse mejor que nunca.
Renzo dio unas palmaditas en la cabeza de Perro.
—Entonces, nada de robar a menos que esté absolutamente seguro de salir impune, ¿es así?
—Las primeras cuatro palabras que dijiste son suficientes. Lo demás sobra.
—Bien —Renzo hizo una mueca de desesperación—. ¿Por qué me envías si ni siquiera puedo embolsarme unas cuantas baratijas?
—Porque, a pesar de las apariencias, y de todo lo que puedas decir, no eres tonto, Renzo, y me parece que Byx puede sacar provecho de tus consejos.
—Además, tú eres el único lo suficientemente grande para cargar el escudo —dijo Gambler, que llegó a paso lento para unirse a nosotros.
Kharu se llevó un dedo a los labios.
—Shhhh, no le digan a Renzo que no es más que una bestia de carga.
—Yo quisiera expresar nuevamente mis serias objeciones a la idea de entregarle a la reina de los natites la corona y el escudo de los natites subdurianos —dijo Renzo—. Tuve que atravesar un terreno difícil bañado en lava fundida para obtener esas reliquias. De no ser por mi increíble agilidad y mi asombrosa valentía, no las tendríamos —esbozó una sonrisita irónica—. Además, valen una fortuna, una cuantiosa fortuna.
La corona y el escudo eran artefactos de los cuales se habían apropiado los natites subdurianos, un pequeño grupo de natites renegados que vivían en un vasto lago subterráneo. Uno de los objetos, que Tobble había denominado el cerca-lejos, era un tubo que milagrosamente hacía aparecer lo que estaba muy lejos como si se encontrara cerca. Desafortunadamente, habíamos tenido que deshacernos de él, pero aún conservábamos una corona incrustada de joyas y un escudo de gran tamaño.
—Sospecho desde hace un tiempo que la corona, el escudo, y el cerca-lejos fueron cosas que el clan subduriano robó a otros natites —dijo Kharu—. Su reina, Lar Camissa, fue muy evasiva al referirse a ellos ante nosotros —se encogió de hombros—. En todo caso, ofrecerle estos regalos al gobernante de los natites ayuda a demostrar nuestra sinceridad y compromiso. Todo es parte de la diplomacia, Renzo. Lo siento mucho.
Renzo tenía el escudo atado a la espalda, camuflado con una envoltura de tela de yute. Llevaba una pequeña bolsa de cuero que me entregó.
—Yo llevo el escudo —dijo con un suspiro—, pero no estoy seguro de ser persona de fiar en cuanto a la corona.
Kharu negó con la cabeza.
—Bueno, tú sabrás.
Saqué la corona y la deslicé en mi bolsa. Al igual que los marsupiales, los dairnes tenemos bolsas en el abdomen. La corona me incomodaba, tenía puntas agudas, pero sabía que así sería más fácil llevarla que cargando una bolsa adicional además de mi bulto de costumbre y mi espada. No lo dicen en las historias épicas de los héroes de antaño, pero hasta las espadas más pequeñas, como la mía, son sorprendentemente pesadas.
—Entonces, la decisión está en tus manos, Byx —dijo Kharu—. ¿Confías en estos natites o no? ¿Crees que podrán ayudarnos con el Ejército de la Paz? No tenemos muchas semanas para tantear el terreno. Necesitamos saber lo que hay en la mente de los natites ahora. Éste es el primer paso diplomático en nuestro esfuerzo por evitar la guerra. Y puede llegar a ser el más importante.
—Yo… Haré lo mejor que pueda —dije. La voz temblorosa me traicionó, y el estómago se me retorcía como las olas en el mar embravecido. En verdad que no necesitaba que Kharu me recordara la tremenda responsabilidad que llevaba sobre mis hombros.
Podía ser que yo ayudara a detener una guerra y salvar miles de vidas.
O tal vez no.
—Gambler —dijo Renzo—, como este viaje será breve y es necesario que vayamos ligeros, te confío a Perro para que lo cuides en mi ausencia.
Perro trató de dar al felivet un lengüetazo torpe, pero se encontró con una garra casi tan grande como su propia cabeza.
—Compórtense —dijo Renzo, y Gambler le respondió mostrándole los dientes.
—Entonces, ¿estamos listos, amigos míos? —pregunté, tratando de sonar decidida.
—Siempre listos —contestó Renzo, pero Tobble negó con la cabeza.
—Hay que desayunar primero. Si voy a morir, planeo hacerlo con la panza llena.